John se aflojó la corbata mientras esperaba a que se abriera la puerta del garaje, que chirrió artríticamente al elevarse. Con la mano izquierda, que llevaba colgada por la ventanilla, sujetaba el mando negro de plástico de la puerta, con el que daba golpecitos en la aleta del coche. Cuando por fin la puerta estuvo totalmente levantada, John dirigió el mando hacia ella y volvió a apretar el botón. A continuación golpeó el artilugio contra el volante acolchado para que el botón se desatascara. De abandonarla a su propio mecanismo, la puerta seguiría subiendo y bajando eternamente.
Estaba convencido de que el camino que tenía que recorrer para llegar al trabajo lo estaba matando: una hora y veinte minutos de atasco en cada sentido, estofado en asquerosas emisiones de gas, para poder pasar el día redactando anuncios para Procter & Gamble en un cubículo que temblaba cada vez que pasaba el ascensor. Acababan de ofrecerle una ampliación de contrato de tres semanas, a pesar de sentirse claramente abrumados por sus primeras creaciones, que incluían joyas del tipo «Con Head'n Shoulders, adiós a la nieve en los montes», algo que él había escrito de broma pero que un compañero había presentado en una reunión, con lo que se había sentido más que avergonzado.
Sabía que debía sentirse agradecido por no estar haciendo hamburguesas. Ni contabilizando basura, midiendo baches o contando armazones de coches desmontados en los arcenes de la autovía. Pero tampoco estaba en Lizard (Nuevo México) cubriendo La casa de los primates.
Al día siguiente de su llegada a Los Angeles, John tenía los ojos clavados en el parabrisas y había tenido que mirar dos veces. A unos cuatrocientos metros de distancia, sobre unos postes de nueve metros de altura, había una valla publicitaria digital en la que estaban pasando fotograbas de los bonobos: una mano peluda por aquí, una quijada barbuda por allá. En la parte inferior había un texto fijo en letras rojas en el que ponía el nombre de una página web y una fecha. No facilitaban ningún dato más. No le costó mucho imaginarse (y tampoco a Cat y a algunos de los otros reporteros de los principales periódicos que aún cubrían la historia) que Ken Faulks, el antiguo jefe de John del New York Gazette, estaba detrás de aquello. Ahora John seguía obsesivamente las noticias al respecto.
Por lo visto, Faulks había comprado los primates y les había construido una casa a prueba de simios con jardín en una zona remota de Nuevo México conocida por sus casinos de tercera y sus «clubes para caballeros». En la casa había cámaras pensadas para mostrar todos los recovecos de todas las habitaciones, pero, por lo demás, estaba completamente vacía. Lo único que había era un ordenador y un taburete para que los primates pudieran llegar hasta él. Faulks había metido dentro a los simios, había encendido las cámaras y, desde entonces, había estado retransmitiendo los resultados en directo.
Un puñado de activistas defensores de los derechos de los animales permanecía delante de la casa desde el principio, aunque ninguno de ellos creía realmente que aquel experimento fuera a durar más de un par de días. Estaba claro que ni siquiera el tristemente célebre Ken Faulks -que había amasado su fortuna con series porno como Pechugonas exuberantes, Picaronas excitantes y Tigresas alocadas- permitiría que unos grandes primates en peligro de extinción murieran de hambre en directo, en la televisión, dentro de una casa vacía.
Pero resultó que Ken Faulks fue el único que no subestimó a los bonobos, que utilizaron el ordenador para pedir comida. También pidieron mantas, piscinas infantiles, estructuras para jugar y pufs. Hasta pidieron televisores. Técnicamente no incluyeron en la petición a un electricista, pero le dejaron hacer su trabajo antes de enseñarle la puerta. John había visto en las noticies el momento de su salida de la casa: lívido y tembloroso, el hombre había cruzado tambaleándose la puerta principal y se había desmayado en brazos del manifestante más cercano. Aquello había tenido algo que ver con un besuqueo en la intimidad, aunque el beso en sí mismo no había sido retransmitido en La casa de los primates debido a «dificultades técnicas».
Durante los cinco días que habían pasado desde entonces, todo parecía indicar que el programa se estaba convirtiendo en el mayor fenómeno de la historia de los medios de comunicación modernos, y no solo por el asombroso dominio del lenguaje y de los ordenadores por parte de los bonobos, sino por el sexo. Tras haber sido testigo en primera persona, a John no le sorprendía, pero al parecer al resto del mundo sí. Los bonobos incorporaban el sexo a todos los aspectos de su vida y, como resultado, la audiencia humana estaba enganchada. Los bonobos practicaban sexo para saludarse. Practicaban sexo antes de comer. Practicaban sexo para aliviar la tensión. Practicaban sexo de tantas maneras diferentes, con tanta frecuencia y en tantas posturas que, al cabo de tres días, la Comisión Federal de Medios de Comunicación (CFMC) les obligó a retirar el programa. Pero Ken Faulks tenía experiencia con la CFMC: tenía un plan B preparado y listo para entrar en funcionamiento y, sin que ello implicara ni un segundo de interrupción de la emisión, La casa de los primates pasó a emitirse vía satélite y por Internet, quedando así fuera del alcance de la CFMC y, no por casualidad, disponible solo para abonados.
En el último recuento, más de veinticinco millones de personas habían dado los datos de sus tarjetas de crédito. John era uno de ellos.
Cuando entró en la sala, John se encontró a Amanda sentada en medio de la alfombra sobre una pierna doblada como si fuera una alita de pollo y la otra estirada. Tenía el portátil delante, lo que la obligaba a encorvarse sobre él mientras escribía. A su alrededor, un montón de hojas de papel arrugadas salpicaban el suelo. La televisión bramaba ante ella.
La pantalla era un collage de pequeños cuadrados, cada uno de ellos con una perspectiva diferente del interior de La casa de los primates. Uno de los simios se miraba al espejo mientras se escarbaba los dientes. Otros se balanceaban colgados de los marcos de las puertas y se escabullían corriendo por el suelo. Otro estaba repanchigado en una piscina infantil mientras se llenaba una y otra vez la boca con una manguera y escupía chorros de agua. En el cuadrado superior derecho, dos hembras sonreían como locas y se fundían en un abrazo apasionado mientras empezaban a frotarse los abultados genitales, que parecían grandes pedazos de chicle mascado. Un claxon sonó tres veces mientras esa imagen se agrandaba y se deslizaba hacia el centro de la pantalla. Se formó el perfil de una sombra digital. «¡Hoka-hoka!», exclamó un chabacano subtítulo de color rojo chillón. Acompañaron la situación de una frenética música de circo y efectos sonoros enlatados de silbidos, «pins» y «boings».
– ¿Qué pasa? -dijo John.
Amanda levantó la vista. Se giró -se había teñido de rubio y alisado recientemente el cabello- y mostró un labio superior embadurnado por una densa pasta blanca. Tenía un aspecto cristalino, azucarado, y parecía obra de un alquimista.
– Me estoy decolorando el bigote -explicó-. No sé si tendré tiempo para hacerlo después de la cita de mañana y parece ser que es otra de mis numerosas imperfecciones.
Hacía unos días, uno de los nuevos jefes de Amanda -el que había dicho de ella que era «refrescantemente diferente»- le había dado el nombre de un dermatólogo y le había sugerido, en un tono que Amanda interpretó como orden, que se hiciera infiltraciones de Restalyne, una popular sustancia de relleno, de botox y algún tratamiento con láser para eliminar las pecas. John no entendía por qué una escritora tenía que asemejarse a una estrella de cine, pero al parecer era cierto: hacía poco se había producido un escándalo en el que estaba implicada una ingenua guionista de diecinueve años que había sido agasajada y alabada hasta que se había descubierto que en realidad tenía treinta y cinco. Desde entonces no había conseguido volver a encontrar trabajo. Aunque la última ronda de transformaciones de Amanda se debía claramente a los comentarios de ese idiota, en concreto sobre «el arquetipo hollywoodiense», en el fondo John culpaba al tío Ab. Si aquel viejo borracho como una cuba de whisky hubiera mantenido el pico cerrado en la boda…
– Me refiero a qué pasa en general -dijo John.
– Ah -dijo Amanda, poniéndose de pie-. Deberías mirar en la nevera.
– ¿Por qué? -preguntó John con los ojos clavados en la televisión. Las primates que se habían frotado los genitales se habían ido cada una por su lado y las habían vuelto a relegar a la esquina inferior izquierda.
Ahora una de ellas llevaba un cubo en la cabeza. En otro de los recuadros había un simio tendido sobre un puf con las piernas cruzadas, hojeando una revista con indiferencia.
«¡Mec, mec!». La bocina sonó mientras agrandaban otro cuadrado y lo ponían en el centro de la pantalla. Un macho que caminaba erguido le mostraba su enorme y prominente erección a otro primate.
– Yo solo digo que deberías mirar -opinó Amanda, y desapareció en el baño. John suspiró, se pasó una mano por la cara y se dirigió a la cocina. Solo le faltaba enfrentarse a una nevera estropeada.
Cuando abrió la puerta para investigar, un Post-It de color rosa fluorescente se despegó y cayó al suelo. Se encorvó para recogerlo. Lo observó un momento y salió al pasillo.
– ¿Amanda?
La puerta del baño se abrió y Amanda salió. Se había quitado los pantalones de cordón y estaba envuelta en un esponjoso albornoz blanco. Tenía el labio superior rosa, de tanto frotarlo. Se abrió camino entre John y la nevera y sacó una cerveza.
– ¿Sí? -dijo, tendiéndole la botella.
Él giró el tapón para abrirlo y se la devolvió.
– ¿Qué querían los del Times?
– Hacerte una entrevista de trabajo, supongo -dijo, esbozando una amplia sonrisa.
John se quedó mirándola un instante y luego gritó de alegría.
– Pendleton Group. ¿Con quién quiere que le pase?
John frunció el ceño. Le echó un vistazo al Post-It que tenía pegado en el dedo índice. Los Angeles Times pertenecía a Tribune Company, todo el mundo lo sabía.
– Con Topher McFadden, por favor -respondió, después de leer el nombre del Post-It. John nunca había oído hablar de él, debía de tratarse de un editor ayudante, o de un nuevo fichaje.
– ¿De qué departamento?
– Del Times. El departamento de edición -dijo John.
– Un momento, por favor. -Se oyó un clic, al que le siguió el sonido de una cascada acompañado por el canto de unos pájaros. Al cabo de unos segundos, se interrumpió de golpe.
– ¿Sí? -inquirió una lánguida voz masculina. John sujetó el teléfono entre la oreja y el hombro y se puso a desenredar las espirales del cable del teléfono.
– Hola, soy John Thigpen. ¿Me ha dejado usted un mensaje hace un rato?
– Ah, sí, he sido yo. Tengo aquí su curriculum. -Se oyó el frufrú del papel-. Bastante impresionante: prácticas en el New York Gazette, ocho años en el Philadelphia Inquirer, algunos trabajos como autónomo para el New York Times.
– Gracias.
– ¿Y qué le trae a la ciudad de Los Ángeles?
– Mi esposa está escribiendo con otra persona el guión de una serie para la NBC.
– ¿De qué trata?
– De mujeres solteras que se abren paso en la jungla de las relaciones urbanas.
– Como Sexo en Nueva York.
– Algo parecido. Supongo.
– Entonces está empezando. Es como Cashmere Mafia.
John tragó saliva de forma audible.
– En absoluto. Tiene su propios… giros.
– Claro -dijo Topher McFadden-. ¿Podría venir mañana? A las diez, por ejemplo.
– Perfecto -respondió John.
– Muy bien. Tráigame un café doble grande, largo de café, con leche desnatada y dos azucarillos.
– ¿Y con un poco de canela de Madagascar, tal vez? -preguntó John, sonriendo por su propio chiste.
Lo único que se oyó a continuación fue un abrumador y sepulcral silencio. La sonrisa de John desapareció. O aquel tipo no había visto nunca Frasier o no tenía sentido del humor. El instinto de John le decía que más bien se trataba de lo segundo.
– ¿Sabe dónde estamos? -dijo finalmente McFadden.
– Sí, claro. En la Primera Oeste.
– ¿Eh? ¿Dónde? -Se produjo una pausa, y luego continuó-: Un momento, ¿me está tomando el pelo?
Con Simon Bell al mando ¿piensa que están contratando gente? Me toma el pelo, ¿no?
– No -respondió John-. Me temo que no.
John bajó las escaleras lentamente. Amanda había desplegado una serie de cacerolas y sartenes sobre la encimera y estaba machacando dientes de ajo con la hoja de un cuchillo. Detrás de ella había una olla de cobre en el fuego en la que se estaba fundiendo un generoso trozo de mantequilla. Levantó la vista hacia John.
– ¿Eran del Times?
– Sí.
Ella se volvió y movió el cazo con ambas manos para que se cubriera bien todo el fondo.
– ¿Y qué tal?
– Quieren hacerme una entrevista. -Hizo una pausa mientras observaba cómo inclinaba la sartén de un lado a otro.
– ¡Eso es fantástico!
– El único problema es que no eran de Los Angeles Times.
Amanda cogió una cuchara de palo de un recipiente que había sobre la encimera.
– ¿Qué quieres decir?
– Eran del Weekly Times -explicó John-. Yo no envié el curriculum al Weekly Times. Es un periódico sensacionalista -dijo al cabo de unos instantes-. ¿Amanda?
– ¿Sí? -respondió ella con tono cauteloso. La tarea de distribución de la mantequilla se había convertido de pronto en algo completamente absorbente.
– ¿Hay algo que quieras contarme?
Golpeó la cuchara contra el borde del cazo y la dejó sobre la encimera.
– ¿Cómo han conseguido mi curriculum? -insistió John.
Ella cerró los ojos unos instantes y se apoyó en la encimera.
– Puede que se lo haya enviado yo.
– ¿Cómo que puede que se lo hayas enviado tú?
– Vale. Lo hice -dijo, girándose para ponerse frente a él-. Uno de los productores dijo que conocía a un editor del Times y que le podía hablar de ti, así que le envié tu curriculum por correo electrónico.
Él la miró boquiabierto.
– ¿Qué? -inquirió ella-. No entiendo por qué estás enfadado.
– ¡Porque es una publicación sensacionalista! ¿Cómo voy a escribir sobre estrellas que se están desintoxicando, sobre rubias esqueléticas e idiotas y sobre quién se las está tirando?
– No lo sabía -dijo ella. Su voz había adquirido un tono nervioso-. Yo también pensaba que se refería a Los Ángeles Times.
John abrió la boca y la volvió a cerrar. A continuación, cogió las llaves del coche, que estaban sobre la encimera.
– ¡John, espera! -De pronto estaba detrás de él, sujetándole la muñeca-. ¿Qué está pasando aquí? Si no quieres el trabajo, no vayas a la entrevista. Nadie te está obligando. Yo solo pretendía ayudar.
– ¿Crees que no soy capaz de buscarme un trabajo yo solito? ¿Eso es lo que crees?
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
Finalmente, le soltó la muñeca. Él volvió al garaje, consiguió convencer al motor del Jetta para que se encendiera y se fue haciendo chirriar las ruedas calle abajo, cambiando directamente a tercera y dejando la puerta del garaje subida.
John no tenía ni idea de adónde iba. Se dirigió hacia la autovía de Santa Mónica con la idea imprecisa de dejarse llevar hasta que su ira se disipara. Pero cuando entró en la rampa de acceso y vio que el tráfico estaba colapsado, ya era demasiado tarde. Ya no le quedaba más remedio que ahumarse con los gases tóxicos e ir a paso de tortuga hasta la siguiente salida.
El Weekly Times era de esos periodicuchos que la gente hojeaba a escondidas en la caja registradora mientras la compra reptaba por la cinta. John intentó recordar si alguna vez había visto a alguien leyéndolo abiertamente. Tal vez en un aeropuerto o en algún hotel, amparado por el anonimato. Quizá en el dentista, pero incluso en ese caso era solo porque las alternativas eran Forbes o Golf Illustrated.
Aceptar trabajar para ellos significaría el fin de su credibilidad como periodista. O bien tendría que fingir un paréntesis en el curriculum cuando se fuera de Los Angeles, si se iba, lo cual sería casi tan malo como admitir que había trabajado en el Weekly Times.
John parpadeó con rapidez para volver al presente. Los coches empezaron a moverse de nuevo, por lo que tuvo que cambiar de primera a segunda y luego a primera otra vez, mientras mantenía un pie sobre el embrague. Subió la ventanilla y puso el aire acondicionado.
El móvil zumbó al lado de su muslo. Lo desenterró y lo abrió. Amanda le había enviado un mensaje: «Tas ahí?».
John levantó el teléfono sobre el volante para poder ver los coches de delante y tecleó: «No».
Volvió a cerrar el teléfono bruscamente y lo lanzó sobre el asiento del copiloto. Miró de nuevo hacia la autovía, aunque el tráfico no se movía. Se concentró en la fina espiral de gases azules procedentes del tubo de escape del descapotable que iba delante de él.
El teléfono volvió a zumbar.
«Tas loco? X favor di algo».
No contestó, porque no tenía ninguna respuesta que darle.
Alguien tocó el claxon detrás de él. John levantó la vista y descubrió que tenía un hueco delante en el que cabían tres coches. Por el retrovisor vio cómo el conductor que estaba detrás de él gesticulaba como un loco. John levantó una mano en señal de disculpa y avanzó.
Miró el teléfono esperando que le enviara otro mensaje y luego se dio cuenta de que no, de que por supuesto que no lo iba a hacer, porque él se estaba comportando como un auténtico gilipollas. Entonces también le quedó clarísimo que no estaba enfadado con ella. Estaba muerto de miedo. Había acometido la búsqueda de empleo de forma metódica e incesante, dedicándole dos horas cada noche y guardando hojas de cálculo y notas en carpetas de anillas. Sin embargo, hasta ese momento no había recibido noticias de nadie con quien realmente quisiera trabajar. Y, por supuesto, el primer sitio al que había enviado el curriculum había sido a Los Angeles Times.
¿De verdad trabajar para el Weekly Times era peor que escribir anuncios de champú? Ciertamente era más seguro que un trabajo temporal, eso suponiendo que lo contrataran. Si Amanda decía en serio lo de tener hijos -y eso parecía-, necesitarían tener ingresos fijos.
Volvieron a tocar el claxon. John soltó el embrague y el Jetta se puso en movimiento antes de que pudiera levantar la vista y darse cuenta de que el coche que tenía delante no se había movido. Pisó el freno con tal violencia que el motor se ahogó y el teléfono se cayó al suelo. Con las atronadoras bocinas de fondo, apoyó la cabeza sobre el volante y extendió la mano hacia abajo para coger el teléfono de la alfombrilla, que aún estaba llena de sal de las calles de Filadelfia.
Era más de medianoche cuando apagó el motor y se deslizó dentro del garaje silenciosamente. Todas las luces estaban apagadas.
Amanda se había quedado dormida en el centro de la cama con los brazos sobre la cabeza. La tele estaba encendida: una guitarra eléctrica daba vida a una básica banda sonora, al tiempo que unos guardias de seguridad calvos se llevaban a dos mujeres increíblemente obesas mientras una nube de nieve carbónica flotaba a su alrededor. Los puños volaron y las piernas se retorcieron como batidores de huevos. Las dejaron a las dos en sujetador y quedaron a la vista unos micrófonos ocultos, aunque una de ellas aún llevaba los restos hechos jirones de la camisa colgando de la cintura sobre los estrechos pantalones de Patachún [2]. Le arrancó la peluca de la cabeza a su rival y soltó una sarta de obscenidades que en la tele se convirtieron en un prolongado pitido. La aparente razón de la disputa era un hombre desgarbado que estaba encorvado en una silla detrás de ellas. Estaba sentado con las rodillas abiertas y las cejas arqueadas y tenía cara de entre fastidio y aburrimiento. «Lo que hay que aguantar», parecía decir su expresión. La cara de Jerry Springer se transformó con una mirada de tristeza atroz y este negó con la cabeza mientras la cámara hacía un barrido.
John apagó la tele y se quitó la ropa en la oscuridad. Se sentó en el borde de la cama y bajó la vista hacia Amanda, que estaba de color azul lechoso bajo el pálido brillo del alumbrado de la calle. Se movió y abrió los ojos.
– Hola -dijo, echándose a un lado para dejarle sitio.
– Hola -respondió él.
Se deslizó entre las sábanas y encajó las rodillas en el hueco que había tras las de Amanda. Cuando le puso un brazo sobre las costillas, ella le cogió la mano entre las suyas y la apretó bajo la barbilla.
– Lo siento -murmuró-. No tenía que haber enviado tu curriculum. Solo quería ayudar.
– Lo sé -aseguró él-. Y siento haber sido tan gilipollas. Voy a ir a la entrevista.
Al cabo de un rato, John hundió la nariz en su melena. Estaba suave y lisa, no como su antiguo pelo, pero seguía oliendo a ella. Inspiró hondo y aguantó el aire para tomar una instantánea olfativa. Le dio un beso en la parte de atrás de la cabeza y cerró los ojos.