30

A la mañana siguiente, John salió arrastrándose de la cama para no molestar a la gran bestia babeante, que se había acomodado ocupando las tres cuartas partes del colchón. Se afeitó y se duchó lo más rápido que pudo y salió a hurtadillas dejando la puerta del baño abierta para que el perro pudiera beber agua. Una vez fuera, se quedó mirando la puerta preguntándose cuál sería la reacción de la mujer que limpiaba las habitaciones. ¿Se limitaría a cerrarla y fingir que no había visto nada o llamaría a la Protectora de Animales? John no creía que Booger tuviera muchas oportunidades de ser adoptado. Abrió un poquito la puerta, deslizó la mano dentro, palpó hasta que encontró el cartel de «no molestar» y lo colgó por fuera. Nada más cerrar recibió una llamada de un número que no conocía. Echó a andar y contestó:

– ¿Sí? -Oyó un crujido, pero no obtuvo respuesta. Pensó que se había cortado la comunicación-. ¿Sí? -repitió.

– ¿Eres John? -preguntó una voz de mujer.

– Sí, soy John -dijo frunciendo el ceño. La voz le sonaba ligeramente familiar, pero no conseguía ubicarla.

– Soy Isabel Duncan. John se quedó paralizado.

– ¡Isabel! ¿Cómo estás? Quiero decir… -Se calló al darse cuenta de que estaba a punto de ponerse a cotorrear y bajó la voz-: ¿Cómo estás?

– He tenido días mejores -respondió-. Pero también peores.

John pensó en la antorcha humana que había perseguido calle abajo el día anterior y respiró hondo.

– Entonces ¿ya estás mejor? -dijo, aunque en realidad lo que quería preguntarle era lo grave que había sido y si había sufrido quemaduras. Le volvió a venir a la cabeza el recuerdo de la cara chamuscada de aquel hombre. Si sobrevivía, quedaría gravemente desfigurado.

– Cuando me vuelva a crecer el pelo, estaré como nueva -dijo Isabel-. Mejor que como nueva, de hecho. Por lo que dicen, he salido ganando con la nueva nariz.

– Pues a mí me gustaba la vieja -le espetó John. Luego entornó los ojos hasta cerrarlos completamente, porque se había dado cuenta de que había dicho algo inapropiado.

– Gracias. A mí también.

Se sintió aliviado y la desazón lo invadió de nuevo mientras oía más ruidos al otro lado de la línea.

– Me preguntaba si querrías hablar conmigo -dijo ella finalmente-. He estado evitando un poco a los periodistas. Bueno, más bien mucho, pero ahora necesito hablar con alguien y me he acordado de lo bien que te habías portado con los bonobos. Ya había decidido hablar contigo cuando te vi ayer en el desayuno y luego Francesca me comentó que te había conocido en la casa de los primates. Parece cosa del destino. De hecho, ha sido ella la que me ha dado tu número. ¿Así que ya no estás con el Philadelphia Inquirer?

¿Lo había visto en el desayuno? ¿Había estado en la misma habitación que ella y ni siquiera se había enterado? Luego se dio cuenta de lo que realmente implicaba aquello. Se llevó la mano a la frente. Con lo cerca que estaba y su mentira -su orgullo y su vergüenza, su estupidez – iba a destruirlo todo.

– No, ya no estoy con el Inquirer -dijo lo más despreocupado que pudo.

– Me alegro, porque lo de la foto fue imperdonable. ¿Te importaría quedar en mi habitación del Mohegan Moon? Cat Douglas me reconoció el otro día y ahora no salgo de aquí.

– Claro, no hay problema.

– Hoy voy a estar casi todo el día con Francesca y con Eleanor. ¿Podrías venir mañana por la mañana, sobre las nueve o las diez?

– Por supuesto.


* * *

John se pasó todo el día intentando dar caza infructuosamente al escurridizo Ken Faulks, que, cuando no estaba haciendo propaganda de su programa delante de la casa de los primates, parecía que se lo había tragado la tierra. Obviamente, se alojaba en la zona, pero nadie sabía dónde. John les preguntó a los empleados, al conductor de la carretilla elevadora que hacía las entregas, al equipo de seguridad y, en resumidas cuentas, a todas las personas que trabajaban en el edificio, pero o no sabían nada, o no se atrevían a abrir la boca. Dado que él mismo había trabajado para Faulks, los entendía perfectamente. Una vez había despedido a varios miembros de la plantilla de la Gazette -para ser más exactos, al 10 por ciento de los trabajadores- porque le habían informado de que el 40 por ciento de los días que estaban enfermos caía en lunes o viernes. Si su intención era asustar a los que hacían infinitas horas extra e iban a trabajar con gripe, lo había conseguido.

A pesar de no encontrar a Faulks, John no cabía en sí de gozo por la futura exclusiva con Isabel Duncan. Entrevistarla a ella era tan importante como a Faulks. Hasta Topher lo admitiría, lo que le recordó a John su otro dilema. Intentó no pensar en cómo reaccionaría cuando descubriera que escribía para un periódico sensacionalista.

Cuando se acercaba al Buccaneer, vio el armazón ennegrecido del otro lado de la calle y recordó de pronto la decisión que había pospuesto. ¿Qué demonios iba a hacer con Booger?

John oyó la televisión y le olió a tabaco antes incluso de abrir la puerta. Ivanka estaba tumbada sobre la cama dentro de una humareda aromatizada con perfume, tenía una botella abierta de vodka en la mano y exhalaba bocanadas de humo. Booger estaba repanchingado a su lado, con la cabeza cuadrada pegada a su muslo. Le había dejado unas manchas húmedas con el hocico en la bata de satén, que era del color de la sangre seca.

– Hola -dijo John mientras se vaciaba los bolsillos y tiraba todo sobre la mesilla de noche. El cenicero estaba casi lleno-. ¿Qué tal?

– Tu perro es cantante de ópera -respondió ella, dejando el cigarrillo que se estaba fumando en el borde del cenicero para poder acariciar las orejas de Booger-. Me despierta: ¡Auuu! ¡Auuu!, así que lo llevo a pasear. Y le doy de comer. ¿Dónde está comida de perro?

– No tengo.

– ¿Es de allí? -preguntó ella, inclinando la cabeza en dirección a Jimmy's.

John asintió.

– Pobrecito. -Se inclinó hacia delante y le plantó al perro un beso en la enorme frente. Booger giró la cabeza para devolverle el gesto, pero ella ya estaba fuera del alcance de su lengua-. Gracias a Dios, no herido.

– ¿Quieres quedártelo? -dijo John esperanzado.

– ¡Ja! -profirió-. ¿Qué hago yo con perro? No, Dios envió a ti. Lo quedas tú. Pero compras comida. Yo doy bocadillo de carne y queso, y ahora ¡gases! ¡Puaj! -exclamó, arrugando la cara y agitando una mano delante de la nariz.

John suspiró y se sentó en la cama, que se hundió bajo su peso. Ivanka bebió un trago de vodka directamente de la botella y se dio la vuelta para apagar el cigarrillo.

– ¿Quieres un vaso? -le preguntó a Ivanka. Esta negó con la cabeza.

John se inclinó hacia ella para observarla más de cerca. Tenía los ojos enrojecidos y la nariz irritada.

– ¿Has estado llorando?

– Qué va. Bueno, puede que un poco -dijo, sorbiéndose la nariz.

– ¿Qué pasa? -preguntó John.

Ella puso cara de rana e hizo un gesto de desdén con la mano.

– Bah, no importa -dijo.

Siguió mirando fijamente la televisión, donde una mujer con el pelo rubio platino a lo bob estaba sentada en un plato entre un hombre y otra mujer. La mujer lloraba mientras leía una lista de las transgresiones sexuales del hombre. La audiencia, compuesta íntegramente de mujeres encolerizadas, gritaba y agitaba los puños en el aire. La anfitriona, que tenía el pelo como un casco, soltaba tópicos sin parar y se deslizó hasta el borde del asiento para poner la mano sobre la rodilla de la mujer y dirigirle al hombre una mirada fulminante. La cámara se giró hacia él. Unos guardias lo agarraron por los brazos y se lo llevaron a la fuerza del plató hasta el mar de mujeres, que se levantaban de los asientos para ir hacia el pasillo y pegarle con el bolso. Él ni siquiera se resistió, se limitó a poner mala cara y a protegerse la cabeza sin demasiado entusiasmo. Cuando desapareció por un pasillo, el programa hizo una pausa para la publicidad.

– No, en serio, me gustaría saberlo -dijo John. Ivanka volvió a mirarlo, frunció los labios y puso los ojos en blanco.

– La culpa es de trabajo. Y de Faulks.

– ¿De Ken Faulks?

– Sí. -Ella giró la cabeza e hizo como si escupiera rápidamente dos veces seguidas, ¡chup!, ¡chup! Booger se estremeció las dos veces, pero se quedó quieto.

– ¿De qué conoces a Ken Faulks?

Ivanka suspiró. John se percató de que se le había formado una gota al final de la nariz y le pasó un trozo de papel higiénico.

Ella lo cogió y se secó los ojos y la nariz.

– Gracias. Resulta que él viene a Bob el Gordo. Quiere baile erótico en regazo, baile en regazo privado, ya sabes. Yo no hago, pero ahora negocio no muy bien. Los trajeados antes metían billetes de cinco y de diez en tanga. Ahora meten de uno. ¿Creen que no damos cuenta? ¿Que no sabemos contar? -Sus ojos ardieron de indignación justificada durante unos segundos y luego se apagaron. Aún tenía la mano derecha sobre la cabeza de Booger. Las continuas caricias lo habían acunado hasta quedarse dormido, o algo parecido-. Pues Faulks me ve, me pide a mí. Creo que es porque me reconoce, porque yo una de las auténticas Jiggly Gigglies y estoy cansada de esto, quiero volver a películas, ganar un poco de dinero, retirarme. Tal vez casarme. Puede que tener hijos. ¿Quién sabe? Él ahora tiene esa serie, Tigresas alocadas, ¿sabes?

John asintió.

– Así que pregunto a él ¡y él dice que no! -dijo incorporándose-. ¡No! ¡No se acuerda de mí y soy demasiado vieja para tigresa! ¡Y luego quiere baile en regazo igual! -Cogió el papel higiénico y lo volvió a usar. Se encogió de hombros y arrojó la bola de papel húmedo sobre la mesilla. Tenía los ojos llenos de lágrimas y de resignación-. Así que yo hago. Hago y listo. ¿Entiendes? -Su mirada se perdió unos instantes en el infinito y luego, de repente, se giró hacia él-. ¿Crees que soy demasiado vieja para tigresa?

John negó con la cabeza, pero ella se echó a llorar de nuevo, de todos modos. Se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Ella apretó la botella de vodka contra su espalda y sollozó en su hombro.

– ¿Ivanka? -le dijo cuando los gemidos se habían convertido en hipidos-. ¿Podrías hacerme un favor?

Ella se echó hacia atrás y asintió. Volvió a coger el papel, pero se lo pensó mejor y se secó los ojos con las mangas.

– ¿Podrías llamarme si Faulks vuelve a aparecer por el club?

Ella enderezó la columna, recobrando la compostura.

– Claro -repuso con fingida despreocupación-. ¿Por qué no?

John cogió un bolígrafo y empezó a revolverlo todo con desesperación en busca de un trozo de papel en el que escribir su número. Ivanka le tendió un enjoyado móvil rojo.

– Toma. Añade a contactos -le dijo.


* * *

Minutos después de que Ivanka se fuera, llamaron a la puerta. La entreabrió y se encontró a Amanda.

Durante un segundo pensó que estaba alucinando. Cuando se dio cuenta de que no era así, la abrió de par en par y fue hacia ella con los brazos abiertos. Ella dejó caer las bolsas al suelo y lo abrazó. Antes de darse cuenta, estaba llorando sobre su cuello.

– Tranquilo, no pasa nada -le dijo, acariciándole el pelo. Durante un minuto, se limitaron a abrazarse.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó él finalmente, conduciéndola al interior de la habitación.

– ¿Cómo no iba a venir después de lo de anoche? Ya he visto los restos del edificio al otro lado de la calle. Es increíble. Debe de haber sido horrible.

– Fue lo más desagradable que he visto en mi vida. El olor, cómo gritaba, la cara… Ojalá no lo hubiera visto ni oído.

– Pero le salvaste la vida.

– No creo. -John sacudió la cabeza con rapidez, sorbiendo por la nariz-. No sé qué ha sido de él. Debería llamar. Debería llamar, ¿no?

Amanda le acarició la mejilla.

– Ya llamaremos mañana. ¿O necesitas saberlo ya?

– No. De todos modos da igual y creo que hoy no me apetece saberlo. Sobre todo ahora que estás aquí.

Ella lo abrazó de nuevo y, de pronto, se puso tensa. Se alejó de él y John vio cómo miraba alternativamente la cama sin hacer y el cenicero lleno de colillas manchadas de carmín.

– ¿Qué es eso?

– La mujer de arriba es… -dijo, señalando el techo desesperanzado-. Es complicado.

Amanda abrió la boca para continuar con la investigación y descubrió a Booger.

– Pero ¿qué…?

Se volvió hacia John con los ojos como platos, olvidándose de los cigarrillos.

– ¿A esto es a lo que te referías el otro día? ¿Ya tienes un perro?

– No. Es del laboratorio de metanfetaminas. Se coló en mi habitación mientras la puerta estaba abierta, durante el incendio.

Amanda se dio la vuelta para mirar al perro.

– Anoche no me hablaste de él.

– No sabía que estaba aquí. Debía de estar escondido en el baño. Se subió a la cama en plena noche.

– Vaya, pobrecito -dijo Amanda. Fue hacia el perro y se agachó a su lado.

– ¡Ten cuidado! -exclamó John-. ¡Es un perro de un laboratorio de metanfetaminas, por el amor de Dios!

Amanda extendió el brazo para rascarle la barbilla al perro.

– Eh, amigo -susurró. Él le apoyó el morro y la nariz de color marrón oscuro en la mano, de manera que ella aguantó todo el peso de su cabeza. Empezó a golpear la delgada cola contra el suelo-. Pobrecito -repitió-. ¿Sabes cómo se llama?

– Booger -dijo John, tragando saliva.

Al oír su nombre, Booger se volvió y lamió la otra mano de Amanda, que le estaba revisando el lomo y la grupa.

– ¿Está herido?

– Creo que no.

– Es increíble. -Amanda se levantó, apoyó las manos sobre los muslos y se volvió hacia John.

– ¿Tienes comida para perros?

– No -respondió John.

– ¿Hay algún supermercado por aquí?

– Hay una gasolinera calle arriba.

– Booger, ¿tienes hambre? ¿Quieres cenar, Booger? -dijo, girándose de nuevo hacia el perro.

El perro arqueó y movió las ridículas cejas peludas. Su lengua rosada recorrió la parte exterior de sus mofletes, relamiéndose mientras abría y cerraba la boca. Amanda se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas y lo miró directamente a los ojos. Levantó un dedo y se lo puso delante del hocico.

– Mami volverá enseguida.

¿Mami? A John le dio un vuelco el corazón.

Amanda cogió las llaves del coche y se fue.


* * *

Volvió con dos latas de comida húmeda para perros y un paquete con unos cuencos de plástico. Entretanto, John había tirado las colillas de Ivanka por el retrete y había abierto la ventana del baño.

– Para la cena y el desayuno -explicó, enseñándole las latas-. Yo tengo que estar de vuelta en Los Angeles mañana por la mañana. -Dicho lo cual, desapareció en el baño. John la siguió haciendo cálculos con la esperanza de haber entendido mal, aunque sospechaba que no era así.

Amanda rompió el envoltorio de los cuencos de plástico para abrirlo. Llenó uno de agua y lo puso en el suelo.

– Ya te conseguiremos unos cuencos más apropiados cuando estemos en casa -le prometió a Booger, rascándole las orejas mientras se confirmaban los temores de John.

– No hablarás en serio -dijo.

– Claro que sí. Dijiste que deberíamos tener un perro. Pues aquí está. -Se levantó y se peleó con una de las latas con abrefácil antes de pasársela a John. Él la abrió y se la devolvió.

– Pero si es un perro de desguace. Peor aún, ¡es un perro de un laboratorio de metanfetaminas! -alegó.

– Es un perro sin hogar. Y es monísimo. ¡Míralo!

Booger estaba sentado a sus pies, con las patas traseras separadas de forma encantadora y una expresión que era todo esperanza y adoración, mientras seguía cada uno de los movimientos de la lata.

Amanda vació la comida para perros en un cuenco y lo dejó en el suelo. Booger se zambulló en él meneando frenéticamente el rabo, pero el cuenco se le escapaba cada vez que pretendía dar un bocado. Amanda se agachó y se lo sujetó. La comida desapareció en cuestión de segundos. Entonces levantó la cabeza cuadrada y le lamió a Amanda la barbilla, la boca y la nariz.

– ¡Santo cielo! -exclamó ella, limpiándose la cara y poniéndose de pie-. ¿Qué era eso? ¿Carne de animal atropellado? -Examinó la etiqueta de la lata vacía.

John cambió de táctica:

– No te dejarán meterlo en el avión ni de broma.

– Claro que sí. Le compraré una jaula. Y si no encuentro una tienda de animales de camino al aeropuerto, no sé si sabes que con el servicio de mensajería Fedex puedes enviar un caballo a Hawái.

– ¿Qué? ¿De qué tipo de gente te rodeas últimamente?

– Lo oí la otra noche. Una actriz quería tener con ella a su caballo mientras rodaba una película y se negó a aparecer hasta que tramitaron la entrega.

– De verdad, creo que deberías replanteártelo -dijo John.

– De eso nada.

– ¡Es un perro de un laboratorio de metanfetaminas! ¿Y si te ataca?

Amanda se agachó y le tapó los oídos a Booger.

– Deja de decir eso. Vas a herir sus sentimientos. John miró hacia el techo y suspiró.

– Se va a portar bien -dijo Amanda, poniéndose de pie para pasar un dedo por el borde del lavabo. Encontró algo y analizó la yema del dedo antes de lavarse las manos. Se las secó con calma y se quedó allí de pie, completamente quieta, mirando el fondo del lavabo. Un agorero silencio invadió el aire y John se dio cuenta de lo que se avecinaba. Ella se dio la vuelta con indiferencia para mirarlo.

– Esa mujer de arriba, ¿cómo es de complicada, exactamente?

– Cielo, no irás a pensar…

– No quiero pensar nada -replicó-, pero aparezco sin avisar y me encuentro tu habitación de hotel infestada de perfume barato, colillas de cigarrillos manchadas de carmín y la cama sin hacer. Dime qué se supone que tengo que pensar. ¿Qué pensarías tú?

– Admito que no tiene buena pinta, pero…

– No -lo interrumpió ella con dureza-. No la tiene.

John respiró lo más hondo que pudo.

– Se llama Ivanka y es stripper.

¿Una stripper? -preguntó Amanda con los ojos cada vez más abiertos.

– No lo malinterpretes, no es eso. Tiene relación con Faulks. Puede que me conduzca hasta él.

– ¿Y contigo, qué? ¿También tiene alguna relación contigo? ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar por esta historia?

– Amanda, por el amor de Dios -repuso él.

– Explícame lo de la cama -le exigió, haciendo un gesto hacia la habitación.

– Pues como estaba escondiendo un pit bull en la habitación, colgué el cartel de «no molestar». La mujer que limpia las habitaciones no ha venido hoy.

Se miraron durante lo que pareció una eternidad. John finalmente dio un paso hacia Amanda, con precaución, y ella no se movió. Cuando le puso las manos sobre las mejillas, ella inclinó la cabeza, pero permaneció distante. Al cabo de un segundo, estaba de puntillas sujetándole la cabeza con ambas manos, besándolo casi con violencia. Le sacó la camisa por fuera, le desabrochó el cinturón y la bragueta y deslizó la mano bajo la parte delantera de sus pantalones. John se recuperó del susto, la cogió por las axilas y se la llevó a la cama.

Tras llegar al orgasmo, abrió los ojos y vio a Amanda mirándolo con la barbilla levantada y los labios entreabiertos de placer. Cuando se despegó de ella, esta le puso un brazo sobre el pecho.

– Estoy ovulando -susurró al cabo de unos minutos, cuando ambos habían recuperado el aliento.

John sintió una punzada de pánico. Se tuvo que recordar a sí mismo que tenía que respirar.

Un rato después, el colchón crujió cuando Booger se subió a la cama por detrás de Amanda.


* * *

Amanda demandó los servicios de John dos veces más en un breve lapso de tiempo.

– Amanda, no puedo -declaró desesperado cuando lo volvió a incitar.

– ¿Estás rechazando sexo? -replicó ella sorprendida.

– No estoy rechazando nada, simplemente me resulta físicamente imposible. Ya no tengo dieciocho años.

– Vale -concedió ella, acurrucándose junto a él -. Pero lo haremos de nuevo por la mañana antes de que me vaya. Hablando de rechazar…

– ¡Que no estoy rechazando nada! ¡Lo que pasa es que lo hemos hecho tres veces en cuatro horas!

– Al parecer no solo merezco ser rechazada, ahora soy rechazada dos veces.

– ¿Que eres qué? -dijo inexpresivamente, cayendo en la cuenta de que aquello era consecuencia directa de sus actos.

– Sí. A los agentes literarios que ya me habían rechazado les parece necesario volver a hacerlo. Lo que no entiendo es cómo han conseguido mi nueva dirección.

John se quedó inmóvil, allí tumbado. Ella levantó la cabeza.

– John, ¿tú sabes cómo han conseguido mi nueva dirección?

Tras considerarlo unos instantes, respondió:

– Hay una tienda de animales justo al lado del Staples en El Paso. No está lejos del aeropuerto. Por la mañana te haré un mapa.

Podía sentir cómo lo miraba en la oscuridad. Al cabo de un rato, ella suspiró y volvió a bajar la cabeza. Le había concedido a Booger a cambio de que lo perdonara.


* * *

John se despertó sobresaltado a las tres de la mañana. Había estado tan distraído con la visita sorpresa de Amanda y su concentración en el sexo como si se tratara de un importante negocio que se había perdido el segundo episodio de La casa de los primates en horario de máxima audiencia.

Lo siento -murmuró, encendiendo la luz para coger el mando a distancia. Amanda se dio media vuelta y rodeó con el brazo a Booger, que dejó escapar un gruñido de satisfacción pero ni siquiera se movió.

John empezó a hacer zapping. Con un poco de suerte encontraría algún resumen, tal vez en Entertainment Tonight. Si no, encendería el ordenador y miraría en los blogs de cotilleos que Topher le había ordenado imitar.

Al final no tuvo que buscar demasiado. Faulks había hecho que les dieran cerveza y armas de fogueo a los bonobos y había quitado el programa de televisión que estos habían elegido, La isla de los orangutanes, para poner imágenes de guerra. Cuando vieron que no podían cambiar de canal, los primates se alteraron y empezaron a lanzar trozos de pizza y hamburguesas de queso contra la pantalla antes de darse por vencidos e intentar arrancar la televisión de la pared. Luego, Lola disparó sin querer una pistola de fogueo e hizo que Mbongo se pusiera histérico, así que Sam las recogió todas, se fue al jardín y las tiró por encima del muro, sobre la multitud. Como la mayoría de la gente no estaba viendo lo que sucedía en la casa, las tomó por armas reales. La situación empeoró aún más cuando unos cuantos las cogieron para empuñarlas. Aquello estuvo a punto de convertirse en un motín, que acabó con los policías blandiendo pistolas eléctricas y llevándose a la gente en furgones. El avance informativo finalizó con un comunicado del jefe de policía. Decía que ya había tenido suficiente con todo aquello y que no estaba dispuesto a permitir que la buena gente de Lizard pagara las consecuencias de aquel circo inmoral, y con lo de inmoral no se refería a los primates. Tenía intención de pasarle la factura a Faulks Enterprises de todos los gastos en los que su departamento había incurrido por culpa de La casa de los primates.

John supuso que Faulks esperaba que los bonobos se emborracharan y se hicieran cosas horribles los unos a los otros, como se sabía que hacían los chimpancés. De hecho, una vez que se deshicieron de las pistolas y el mando a distancia volvió a funcionar, los bonobos descubrieron la cerveza, celebraron una breve y feliz orgía y luego se la bebieron tranquilamente mientras veían I Love Lucy. Mbongo fue el único que se tomó una segunda. Se la llevó al puf, se hundió en él y cruzó las piernas con la prominente barriga precediéndole mientras se llevaba la botella a los labios. Parecía el típico tío que pasaba el rato el día de Acción de Gracias viendo el fútbol mientras esperaba a que apareciera el pavo. Los primates eran completamente ajenos al descontrol humano que estaba teniendo lugar al otro lado de aquellas paredes.

Era como lo del cartel que John y Amanda habían visto de camino a la boda de Ariel: «Guns n' Gofres». El error de Faulk había sido pensar que los bonobos compartían el conflicto humano de ser parte chimpancés y parte bonobos, sin saber nunca cuál de las dos caras iba a salir a la luz.

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