Isabel se pasaba el día esperando: a los camilleros que la llevaban de un lado a otro, las pruebas y los tratamientos, a los médicos y las consultas. Pero, sobre todo, esperaba a Peter para recibir noticias de los primates.
¿Estaban heridos? ¿Deshidratados? ¿Dónde los habían alojado? Las televisiones de varias salas de espera repetían las imágenes del día anterior junto con un aterrador fragmento del vídeo que habían colgado en Internet. El fragmento era muy corto y siempre salía por encima del hombro de algún presentador. Los labios que había tras el pasamontañas se movían, pero no podía oír lo que decían.
Isabel estaba destrozada por la posibilidad de que Celia estuviera implicada. Aunque era cautelosa con respecto a su propias impresiones sobre los seres humanos, Isabel confiaba en los bonobos a pies juntillas y ellos adoraban a Celia. Tras su primer día en el laboratorio, Bonzi le había dicho: ¡CELIA AMAR! HACER NIDO. RÁPIDO CELIA VENIR BONZI AMAR.
A medida que el día pasaba, otra añoranza más primaria se unía sigilosamente a la desesperada soledad de Isabel. Se trataba de un deseo irracional y desgarrador, dado que Peter ya le había confirmado que su madre no iba a aparecer. Isabel había ido desgranando la historia de su familia en trocitos digeribles, aunque, como tenían intención de casarse, sabía que tendría que acabar informándole exactamente de lo que se agazapaba en su acervo genético. Por lo pronto, sabía que su padre los había abandonado y que su madre se había vuelto alcohólica, y también que dichos sucesos no tenían por qué haber sucedido necesariamente en ese orden. Sabía lo del fraude a la Seguridad Social. Sabía que a su hermano lo habían echado del colegio a los quince años y que también había caído en las garras de la adicción; Isabel no sabía si estaba vivo o muerto. Sabía algo de los torturadores años de colegio de Isabel y que ninguna de sus incipientes amistades había sobrevivido a la primera floración, porque cuando los padres de los otros niños veían el estado en que se encontraba su casa no les permitían volver. Sabía a grandes rasgos algunas cosas sobre las burlas de las que era objeto en el patio del colegio por culpa de su ropa procedente de tiendas de oportunidades y por sus estrambóticos almuerzos, pero no le había hablado en concreto del sándwich de maíz de lata ni de cómo eso había hecho que la señora Butson le empezara a enviar un almuerzo más cada día a Michele, ni de cómo ese torpe acto de generosidad había consolidado la fama de paria de Isabel. No sabía nada del día en que Marilyn Cho se había puesto de un salto detrás de Isabel en el recreo para burlarse de ella en silencio y con cruel precisión, sin darse cuenta de que Isabel podía ver todos los movimientos que hacía en la sombra que se proyectaba sobre el pavimento delante de ella. Y, por supuesto, no sabía nada de los «tíos» ni de cómo su madre corría al baño a embadurnarse los labios con carmín rosa antes de echar a sus hijos al sótano, como si cada cita fuera una especie de secreto divertido. No sabía que Isabel veía Los Teleñecos y los programas infantiles que ponían en la tele al salir de clase con su hermano mientras intentaba ignorar lo que pasaba arriba, ni que después de que se fuera el hombre en cuestión su madre siempre desaparecía en el baño durante mucho tiempo para llorar.
Y aun así, Isabel no podía evitar imaginarse que su madre estaba de camino en ese preciso instante, que de alguna manera había sacado fuerzas para recomponerse y que de un momento a otro entraría por aquella puerta. Que la estrecharía entre sus brazos como si fuera una niña y le diría lo mucho que lo sentía, que había pedido ayuda y que en adelante las cosas serían diferentes y que todo iba a salir bien. E Isabel la creería, porque ¿qué otra alternativa tenía? ¿Pensar que estaba sola tendida en la cama de un hospital sin un solo familiar o amigo que se sentara a su lado?
Por la tarde, Beulah asomó la cabeza por la puerta con una sonrisa radiante.
– Tienes visita -le dijo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Había venido.
– Es tu hermana -continuó Beulah.
Isabel abrió unos ojos como platos.
Cat Douglas entró por la puerta.
– Doctora Duncan, encantada de verla de nuevo. ¿Cómo…? -Se detuvo en seco y abrió los ojos de par en par-. Caray. -Sacó una cámara digital del bolsillo, le hizo una foto y se la volvió a guardar.
Isabel dejó escapar un grito y se lanzó hacia delante, buscando con las manos el cuaderno y el bolígrafo que había estado usando para comunicarse con las enfermeras. Se le cayó sin querer el bolígrafo sobre el suelo embaldosado y luego le lanzó la libreta a Cat por encima de la cabeza. Sus páginas se agitaron y se separaron y cayó al suelo como un polluelo arrugado.
La cara de Beulah reflejó primero comprensión y luego horror. Se volvió hacia Cat.
– Dijo que era su hermana -bufó-. ¿Cómo se atreve? ¡Fuera de aquí!
Cat se dobló hacia delante por la cintura para analizar la cara de Isabel.
– Vaya ferretería. ¿Puede por lo menos hablar con todo eso?
La voz de Peter resonó tras ellas:
– ¿Quién diablos es usted?
ÉCHALA DE AQUÍ, ÉCHALA, ÉCHALA, le dijo Isabel desesperada en la lengua de signos. Las lágrimas le rodaron por la cara.
Peter agarró a Cat por la parte superior del brazo y la giró hacia él.
– ¡Quíteme las manos de encima! -gritó Cat-. ¡Esto es una agresión!
Peter la acercó a él y le puso la boca junto a la oreja.
– Pues denúncieme -dijo-. Le brillaban los ojos y esbozó una dura sonrisa. Ella levantó la barbilla y le devolvió la mirada. Él le dio un empujón lo suficientemente fuerte como para que diera un traspié, pero como la tenía agarrada del brazo se mantuvo erguida-. Llame a la policía -le dijo a Beulah.
– Vale, vale, ya me voy -dijo Cat. Se tomó un momento para recomponerse y bajó la vista para mirar los dedos que le rodeaban el brazo. Parpadeó al ver que le faltaban las falanges del dedo índice.
– Puede apostar la cabeza -dijo Peter-. Vamos -dijo arrastrándola hacia la puerta.