John acababa de reservar un vuelo para la mañana siguiente -inexplicablemente, todos los vuelos de ese mismo día estaban llenos- y observaba unas imágenes de los primates cayendo de los árboles cuando alguien empezó a aporrear la puerta. Los golpes continuaron con tal vehemencia que pensó que podía ser la policía. Estaba claro que querrían hablar con él: había estado en el Laboratorio de Lenguaje solo unas horas antes de la explosión. Pero la intensidad y la urgencia de los golpes le preocuparon. ¿Seguro que no lo consideraban sospechoso?
Cuando abrió la puerta, todo cobró sentido, aunque se suponía que deberían encontrarse a salvo por los seis estados de distancia que los separaban de ella…
– ¿Fran?
– ¿Dónde está? -le exigió su suegra, colándose entre John y la puerta e introduciéndose en el vestíbulo de la entrada principal. De las manos y las muñecas le colgaban abultadas bolsas de supermercado. John estaba seguro de que había visto la silueta de una caja de queso Velveeta.
– Creo que está en el… -Su voz se fue apagando mientras Fran se dirigía con paso firme hacia la cocina.
John se volvió hacia la puerta. Su suegro estaba subiendo por las escaleras del porche con dos maletas pasadas de moda de esquinas duras, sin ruedas ni tiradores retráctiles. Tenían atados unos lazos rojos en las asas, presumiblemente para diferenciarlas del resto de los equipajes de hacía treinta años que pasaran por la cinta en el aeropuerto.
– Hola, John -dijo Tim, deteniéndose en la puerta.
– Hola, Tim. -John giró la cabeza hacia los gritos procedentes de la cocina.
– ¿Sabía Amanda que ibais a venir?
– No creo. A Fran se le metió en la cabeza que algo iba mal.
John suspiró y le cogió las maletas al anciano. Las llevó a la habitación de invitados, que en realidad era el despacho de Amanda, y que seguía intacto desde la prematura desaparición de Magnifigato, momento en el que ella estaba dándole los últimos toques ¿Receta del desastre y enviando cartas a los agentes literarios. Era como si hubiera explotado una fábrica de celulosa en el cuarto. Había trozos del manuscrito con anotaciones de su puño y letra tirados por la cama y esparcidos alrededor de ella. Estaban mezclados con decenas de negativas: «Difícil vender ficción literaria…», «No es mi estilo…», «En este momento no aceptamos nuevos clientes…». John recogió un pedazo de papel que estaba boca abajo. Era una de las solicitudes de Amanda, que le habían devuelto con la palabra «NO» garabateada sobre ella en diagonal en enormes letras rojas. Se la imaginó de pie, con los dedos temblorosos, esperando que aquella vez alguien hubiera escrito: «Sí, por favor envíeme el manuscrito, me encantaría leerlo», y en lugar de eso se hubiera encontrado con… aquello. Dejó caer al suelo la hoja. Experimentó un abrumador ataque de ira. Nunca se había sentido tan impotente.
La voz de su suegra llegó flotando desde algún otro rincón de la casa, y John se calmó. No había mucho que pudiera hacer -aunque la habitación estuviera limpia, para Fran nunca sería suficiente-, pero recogió los montones de papel, los metió en el armario donde estaba la impresora y cogió la papelera para vaciarla. Como toque final, alisó el edredón, que aún estaba cubierto por una fina capa de caspa gatuna.
No había manera de rescatar a Amanda de Fran y añadir su propia presencia al cóctel solo conseguiría empeorar las cosas, así que John se quedó en la sala con Tim, la televisión y una botella de Bushmills. Al cabo de un rato, Fran entró a cuatro patas fregando la pared y el zócalo y quejándose a partes iguales de sus chirriantes rodillas y de las labores domésticas de Amanda. Esta llegó tras ella, limpiando con poco entusiasmo con una bola de papel de cocina húmedo. Las acusaciones eran graves: ¿qué tipo de mujer no tenía la habitación de invitados a punto? ¿Y por qué no tenía papel para forrar los estantes de la cocina? Fran le prometió traerle un poco, ya que estaba claro que a Amanda no le importaba. Dios sabía de dónde le vendría aquello, ya que ella era una meticulosa ama de casa. Cuando John estuvo absolutamente seguro de que Fran estaba de espaldas, hizo un gesto con la mano que imitaba un ladrido. Amanda respondió dándole a la suya forma de pistola, poniéndosela en la sien y apretando el gatillo.
Entre la neblina provocada por el whisky, John soportó las patatas gratinadas ribeteadas con queso Velveeta, una montaña de guisantes insípidos y carne de cerdo troceada y adobada con Shake'n Bake. A la ensalada César, ahogada en aliño Kraft, la habían despojado cuidadosamente de todos los trozos blancos crujientes de la lechuga romana, que era lo que más le gustaba a John. La propia Fran se comió tres cuartas partes de un cesto de panecillos mientras seguía sermoneando a Amanda, que, según ella, debía analizar a fondo su vida. Ya no era una niña. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta y aún no tenía ni un trabajo decente ni una familia de la que hablar y, aunque tener solo lo uno o lo otro tampoco estaría mal, Amanda no tenía ninguna de las dos cosas, por si no se había dado cuenta. Le había dado una oportunidad a lo del libro, pero era el momento de pensar en el futuro. ¿Cómo se le ocurría siquiera plantearse abandonar a su marido para irse a Los Angeles? Acabaría de camarera, sí, señor, y ya era demasiado mayor para pasar tanto tiempo de pie. ¿O es que no sabía que su familia era propensa a las varices?
John observaba sorprendido mientras Amanda respondía con una retahíla de suaves «sí, mamá» a aquel rapapolvos.
Cuando Fran se levantó para limpiar la mesa, Amanda se puso de pie y recogió tranquilamente los platos. Tim Matthews se dio unas palmadas en el estómago, se levantó y se dirigió renqueando a la sala de la tele. «Bendito sea», pensó John mientras lo seguía con tanta prisa que a punto estuvo de tirar la silla.
En la intimidad de su habitación, la fachada impasible de Amanda se rompió como un cartón de huevos.
– Esto es increíble -dijo, dejándose caer sobre la cama-. «Pasaban por aquí», dice. ¿Desde Fort Myers? ¿A quién le queda esto de camino desde Fort Myers?
– ¿Ha dicho cuánto tiempo se van a quedar?
– No. -Percibió en su voz un tono de pánico. -Me voy a Kansas City a primera hora de la mañana. ¿Te las arreglarás?
– No lo sé.
– Esta noche has estado brillante -dijo él-. ¿Cómo lo has hecho? Aunque de todos modos acabó apañándoselas para discutir contigo a pesar de que solo hablaba ella.
– He desconectado. O al menos lo he intentado. No es fácil. No sé cuánto tiempo podré aguantar. Ella… -Amanda estaba forzando demasiado la voz al susurrar y tuvo que incorporarse presa de un ataque de tos.
John se irguió apoyándose sobre un codo y le frotó la espalda.
– ¿Estás bien?
– Mmm -logró decir-. Se me ha ido por el lado que no era. Estoy bien. -Se aclaró la garganta y se acurrucó de nuevo contra él.
Al fondo del pasillo, la puerta del cuarto de invitados chirrió al abrirse. Se oyeron unos pasos por delante del baño que bajaron las escaleras y entraron rápidamente en la cocina. Escucharon un sonido que parecía el cajón de los cubiertos, pero eso no tenía sentido a menos que alguien tuviera un antojo nocturno repentino de patatas gratinadas. Pero no, ese no podía ser el caso porque no había pasado el tiempo suficiente como para prepararse un plato y estaba claro que alguien estaba subiendo las escaleras.
Ahora iba por el pasillo.
Se dirigía a su habitación.
La puerta se abrió de golpe y chocó contra la pared que tenía detrás. John se subió las mantas hasta la barbilla. Amanda dio un respingo mientras intentaba hacer lo mismo.
Fran se detuvo a los pies de la cama, entrecerrando los ojos para distinguir la figura de su hija entre las sombras. «Estás ahí», dijo dirigiéndose hacia el lado de la cama de Amanda.
Bajo la luz casi incolora de la luna, John vio el destello de una cuchara. Amanda se incorporó obediente, sujetando las sábanas contra su cuerpo desnudo con ambas manos. La madre vertió jarabe para la tos en la cuchara y Amanda abrió la boca como un polluelo.
– Con esto se te pasará -dijo Fran, asintiendo. Dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta tras ella.
John y Amanda se quedaron allí tumbados, mudos de asombro.
– ¿Esto ha pasado de verdad? -preguntó John.
– Eso creo.
John miraba fijamente el techo. Pasó un coche y los faros iluminaron de pasada la pared de la habitación y desaparecieron.
– Vente conmigo mañana por la mañana -dijo John-. Conseguiremos un billete en lista de espera.
Amanda se dejó caer de nuevo sobre él y colocó las mantas para que solo se les vieran el cuello y la cabeza.
– Gracias -dijo, aferrándose a John como un mono araña y echándole el cálido aliento de eucalipto en la cara-. Porque si me dejas aquí con ella sería capaz de matarla.
A la mañana siguiente, John se quedó tumbado e inmóvil hasta que oyó el sonido de la televisión abajo. Aquello era un indicador fiable de cuándo sus suegros empezaban el día.
Amanda estaba dormida con los brazos sobre la cabeza. Su cabello de cerrados rizos se esparcía sobre la almohada y más allá de sus pálidas muñecas. Aquello era lo que le más le había impresionado la primera vez que la había visto en un pasillo de Columbia, de pie entre él y la luz del sol, envuelta en una brillante aura de rizos. Siempre estaban fuera de control, incluso cuando los llevaba recogidos en el moño que solía hacerse. Nunca usaba gomas del pelo, sino palillos chinos, lápices, cubiertos de plástico o cualquier otra cosa que pudiera clavar en él. John pronto había aprendido a mirar qué había allí antes de dejarle apoyar la cabeza en su hombro, para no perder un ojo. Pero daba igual lo apretado o reciente que fuera el moño, siempre tenía mechones de pelo sueltos.
Se inclinó hacia ella y hundió la nariz en su pelo. Inspiró profundamente y luego le mordisqueó la clavícula, que daba paso a suaves curvas y hondonadas que cortaban la respiración. Dios, cuánto la quería. Amanda había sido la única mujer de su vida. En dieciocho años, solo había estado con ella. Nunca había estado con ninguna otra chica, a menos que contara el desafortunado incidente con Ginette Pinegar, cosa que no hacía.
– Mmm -dijo Amanda, echándolo.
– Es hora de irse -susurró.
Abrió los ojos de repente. Sonrió mientras él le presionaba los labios con un dedo.
Con una reposición de El precio justo como banda sonora, Amanda amontonó la ropa doblada sobre la cama mientras John se colaba a hurtadillas en el armario del pasillo para coger una maleta. No se dijeron ni una palabra, pero sus miradas se encontraron y sofocaron sendas risitas. Se deslizaron escaleras abajo y se quedaron al lado de la puerta de entrada.
– Adiós, nos vamos -gritó John.
Un sonido de turbación ahogada llegó por el pasillo, seguido de unos rápidos pasos.
Amanda apretó el puño contra la boca para disimular una sonrisa y se enfundó los pies en unas brillantes botas negras de tacón alto que eran todo lo contrario a unas botas de pelo canadienses. John la miró con admiración, pero no durante demasiado tiempo, ya que los pesados pies de Fran hicieron acto de presencia envueltos en unas zapatillas Isotoner.
– ¿Cómo que os vais? -dijo. Se quedó allí de pie con los brazos en jarras y los ojos centelleantes-. ¿Adónde?
– A Kansas City -dijo Amanda.
– A Los Angeles -dijo John al mismo tiempo-. A buscar casa -añadió.
Amanda se detuvo un instante y luego acabó de enfundarse el abrigo rosa con cinturón. Unas enormes gafas le cubrían ya los ojos.
Tim se dirigió tranquilamente hacia ellos por el pasillo.
– Adiós, Tim. Gracias por venir -le gritó John alegremente.
– De nada -respondió el anciano desconcertado. John abrió la puerta.
– ¡Un momento! -La voz de Fran le provocó escalofríos. Era un acto reflejo, ya que su tono demandaba obediencia. Se preparó y se giró para encontrarse con su mirada de acero.
– ¿Sí?
– Nadie nos avisó de esto anoche. -Ha surgido en el último momento. No tenemos otra opción. El agente inmobiliario estaba muy ocupado…
– Pero que muy ocupado -añadió Amanda. Se ató el cinturón del abrigo mientras intentaba permanecer escondida detrás de John.
– Lo único que dijisteis era que estabais pensando en mudaros, no que lo hubierais decidido. ¿Cuándo volvéis?
– Ni idea -dijo John, empujando a Amanda a través de la puerta. Ella fue hacia el coche casi corriendo. John la siguió con la maleta.
– ¿Y qué se supone que debemos hacer nosotros? -gritó Fran desde el porche.
– Quedaos todo el tiempo que queráis -dijo John-. ¡Adiós, Fran! ¡Adiós, Tim!
– ¡Nos vemos en la boda! -gritó Amanda alegremente por encima del hombro y, dicho esto, se metió en el coche y cerró la puerta.
John miró hacia atrás. Fran avanzaba por el camino como si de un ejército de una sola mujer se tratase, su pecho una fortaleza inexpugnable descansando en una estantería en forma de barriga.
Cuando John llegó al asiento del conductor, Amanda había bajado el parasol y fingía buscar algo en la cartera.
– Dale caña, cielo -dijo sin levantar la vista.
Y eso fue lo que John hizo. Salió marcha atrás a la calle haciendo chirriar las ruedas y luego se precipitó hacia delante. Una vez en la carretera, cuando finalmente consiguió ponerse el cinturón, le preguntó a Amanda:
– ¿Qué boda? ¿A qué te referías?
– Mi prima Ariel se casa dentro de tres semanas.
– ¿No es demasiado pronto?
– Se casan de penalti, aunque oficialmente no lo sabemos. ¿De verdad vamos a Los Angeles?
– No, vamos a Kansas City.
– Vaya.
– Pero después puedes ir a Los Ángeles, si de verdad es eso lo que quieres.
– ¡Dios! -Amanda dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando por el parabrisas. Se pararon en un semáforo y ella guardó silencio mientras estuvo en rojo-. ¿Estás seguro? -le dijo cuando cambió.
– Siempre que tú estés realmente segura de que es lo que quieres.
John la miró un par de veces y la segunda de ellas se alarmó, porque las lágrimas le rodaban por la cara. Pero cuando ella extendió el brazo y le puso la mano en la parte de atrás del cuello, adquirió una expresión casi beatífica.
– Sí. Estoy segurísima. Pero ¿tú estás seguro de que no te importa?
– Sí.
Ambos reflexionaron durante un momento. Luego John extendió el brazo y le dio unas palmaditas en el muslo.
– Lo estoy.