26

Isabel estaba sentada con las piernas cruzadas encima de la cama picoteando los restos de la ensalada que había pedido al servicio de habitaciones. Después del altercado que había tenido con Cat, no le apetecía bajar. Se sentía mal por no haber pagado la cuenta, pero había pasado en el bar el tiempo suficiente como para que el empleado de la barra supiera su número de habitación.

Sonó el móvil. No reconocía el número, pero como era de Kansas City y Celia cambiaba de empresa de telefonía móvil tan a menudo como de amantes, Isabel contestó.

– ¿Sí?

– No cuelgues. -Era Peter.

– ¡Dios mío! -exclamó, mirando de nuevo el número-. ¿Desde dónde llamas?

– Desde una cabina.

Isabel se sintió mareada. Dejó a un lado la bandeja y acercó las rodillas al pecho.

– ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

– Diles que paren.

– ¿A qué te refieres?

– ¡A la turba! ¡A las pizzas! ¡A la mierda de perro! Y ahora han entrado en mi cuenta de correo electrónico y me han cambiado la contraseña.

Isabel se llevó los dedos índice y pulgar a la sien y cerró los ojos.

– Lo siento, Peter, pero yo no tengo nada que ver con eso.

– Es ilegal -le espetó de inmediato-. Es acoso. Puede que hasta sea un delito grave. Haré que los detengan. Un escalofrío de pánico le recorrió las entrañas.

– Peter, solo son niños.

– Me da igual. Ni siquiera puedo acceder a mi propio correo.

Isabel se abrazó las rodillas con más fuerza y empezó a balancearse.

– Hablaré con ellos -dijo-. Adiós.

– Un momento -replicó él con rapidez.

Isabel no respondió, pero tampoco colgó. Se recostó sobre las almohadas.

– ¿Cómo estás? -preguntó él. Al no haber respuesta, continuó-: Vi a Francesca de Rossi en las noticias anoche. Solo el final. Decía algo de procedimientos legales que tenía que ver contigo. ¿Qué está pasando?

– No es de tu incumbencia.

– No hace falta que hagas nada de eso. A los bonobos no les pasará nada.

Isabel se incorporó de un salto y golpeó el edredón con el puño.

– Claro que les pasará. Están obligándolos a vivir en una pocilga, obstruyendo sus arterias, jugando con su salud sabe Dios de qué otras formas y Makena dará a luz en cualquier momento, pero, por lo visto, a ti te importa una mierda. -Isabel se calló. Inspiró hondo, cerró los ojos de nuevo y dijo-: Peter, no puedo hablar contigo. No puedo, de verdad.

– Isabel -replicó él-, por el amor de Dios. Sé que lo de Celia es imperdonable, pero soy humano. Fue un error estúpido e idiota, pero un error al fin y al cabo y juro que no volverá a pasar. -Su voz se convirtió casi en un susurro-: Izzy, por favor, ¿no podríamos hablar de ello? Estaré ahí en unos días.

– ¿Cómo? ¿Para qué?

– Voy a ir para asegurarme de que cuiden bien a los bonobos.

Isabel sacudió la cabeza, confusa.

– Yo ya estoy aquí y ellos ni siquiera… -Se llevó bruscamente una mano a la boca-. Dios mío, dime que no estás trabajando para ellos.

– Solo para asegurarme de que los primates están bien -afirmó con rapidez-. La gente de Faulks se puso en contacto conmigo, ¿qué iba a hacer? Yo también he estado viendo el programa… No podía permitir que las cosas siguieran así, sobre todo si se me presentaba la oportunidad de hacer algo. Además, con uno de nosotros dentro, tenemos más posibilidades de acabar con todo, de recuperar a los primates y de continuar donde lo dejamos.

La bilis le subió a la garganta mientras recordaba las fotos de los estudios en los que había participado en el IEP; que la hubiera engañado ya le daba igual, pero ¿qué podía decir ella? Llegados a ese punto, él era la única vía de acceso a los bonobos. Si Faulks le hubiera ofrecido a ella un trabajo que le permitiera estar en contacto con los primates, también lo habría aceptado.

– ¿Cuándo te lo pidieron?

– Ayer.

Isabel no dijo nada. Tenía la cabeza hecha un lío.

– Por favor, ¿puedo verte? -le rogó Peter. Su voz era dulce y amable.

Isabel se incorporó y respiró hondo antes de responder.

– Hablaré con los chicos. Por favor, no los metas en ningún lío. Y por favor, por favor, cuida bien de los primates.

– ¿Y…?

– Y necesito un poco de tiempo para pensarme lo otro.

– Me parece justo -respondió él-. Pero necesito que sepas que aún te sigo queriendo.


* * *

Isabel esperó unos minutos antes de llamar a Celia, con la esperanza de que el temblor remitiera.

Celia ni siquiera se molestó en saludar.

– Sí, ya lo sé, se supone que ya debería estar ahí -le espetó nada más contestar.

– Peter acaba de llamarme -dijo Isabel-. Dice que has entrado en su correo electrónico. Por favor, dime que no es verdad.

– En realidad ha sido Jawad -admitió Celia-. Y si de verdad no quiere que nadie lo lea, debería de ser un poco más inteligente con lo de las contraseñas y las preguntas de seguridad. No sabes lo sumamente fácil que es buscar en Google el nombre de la primera calle en la que alguien ha vivido o adivinar cuál fue su primera escuela de primaria. Cambiando de tema, Jawad ha entrado en algunos de sus archivos y…

– ¡Celia! Esto es muy serio. Os va a denunciar. Celia resopló.

– Apostaría los sueldos del resto de mi vida a que no llama a la policía.

– ¿Por qué?

– Por lo que ha encontrado Jawad.

– Déjalo. No quiero saberlo.

– Isabel, deja de comportarte como una avestruz. Tienes que saberlo.

– No.

– Vale, como quieras.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea, pero Isabel sintió llegar la ola. Tres, dos, uno…

– De verdad, te conviene saber esto.

Isabel se detuvo a pensar lo profundamente que había enterrado la cabeza en el pasado. Nunca se había cuestionado lo que le había hecho al chimpancé que le había arrancado el dedo. Había permitido que esas mismas manos la tocaran. Y dado que se había planteado volver a verlo, no creía que pudiera soportar saber nada más.

– Muy bien -dijo finalmente Celia-. Como quieras. Te veré cuando llegue.

– Vale. Celia…

– ¿Qué?

– Por favor, mientras tanto portaos bien.

– Vale. Isabel… -lo que vino a continuación fue tan rápido como una ráfaga de ametralladora-, Peter le vendió el programa de comunicación a Faulks para su maldito reality; adiós. -Y colgó.

Isabel se quedó mirando los restos encharcados de la ensalada de espinacas. Tardó un rato en reunir fuerzas para cerrar el móvil. Cuando lo logró, lo dejó con suavidad sobre la colcha, a su lado. Dejó el cuchillo y el tenedor cuidadosamente colocados sobre el plato, dobló la servilleta y puso el salero y el pimentero de manera que las esquinas estuvieran perfectamente alineadas con el borde de la bandeja.

Claro, ¿de dónde si no iba a haber sacado Faulks el programa de comunicación? En cuanto a lo que Peter le había asegurado de que Faulks se había puesto en contacto con él el día anterior… Isabel lanzó la tapa de metal con la que habían cubierto la cena contra la pared, al lado de la televisión.

Rompería su silencio. Sacaría a la luz lo que él era en realidad. De forma anónima, por supuesto. Le dejaría pensar que aún tenía una oportunidad con ella, que alguien del IFP había estado buscando en sus archivos y se había topado con esos papeles, que alguna persona del equipo de Faulks había filtrado que estaba implicado en la venta del programa. En aquel preciso instante había ocho millones de periodistas merodeando bajo sus pies y cualquiera de ellos daría un riñón por entrevistarla. El problema era que los odiaba a todos.

Recordó a Cat haciéndole una foto cuando tenía la cara destrozada; ni siquiera parecía humana, y aquella foto había acabado en la página web del Philadelphia Inquirer. Recordó el contestador automático y el correo electrónico desbordados de peticiones que rozaban lo ofensivo. Eran todos unos buitres. Tendría que elegir al menos terrible, aunque, después de lo de Peter, Isabel no tenía ninguna fe en su propio juicio.

Cogió la servilleta perfectamente doblada y empezó a retorcerla. La retorció y la retorció hasta que se curvó como un cruasán y ya no la pudo enroscar más. La retorció hasta que las puntas de los dedos se le quedaron granates. De repente la soltó. Se le acababa de venir algo a la cabeza.

Mbongo, el día de Año Nuevo, enfurruñado en una esquina rechazando fervientes y repetidas peticiones de perdón. Bonzi saltaba sobre las patas traseras en la cocina diciendo en la lengua de signos: BONZI AMA VISITANTE, BESO BESO.

Si Bonzi lo aprobaba, era suficiente. Isabel llamaría a John Thigpen…, aunque él también trabajara para el Philadelphia Inquirer.

Загрузка...