John no solía ser supersticioso, pero, por si cabía la remota posibilidad de que el incidente del desayuno estuviera kármicamente relacionado con lo de la música, se fue directamente al Buccaneer dispuesto a apagarla.
Miró automáticamente hacia Jimmy's y vio a uno de los matones fumando un cigarro mientras Booger cagaba en la acera. El tío miró a John y este lo saludó sin mucho entusiasmo con la mano, cosa que el otro ignoró.
Cuando se acercaba, vio que la puerta de su habitación estaba entreabierta. Se detuvo con la oreja pegada a la rendija, no fuera a interrumpir a un ladrón en pleno robo. Las mujeres de la habitación de arriba no paraban de chillar y de reírse, lo que le hacía difícil oír algo. Abrió la puerta suavemente con el pie.
La habitación parecía estar vacía, pero aun así miró debajo de la cama y en el baño, donde descorrió la cortina de la ducha. Los lechosos cristales de la ventana de láminas estaban abiertos de par en par y la mugrienta cortina de gasa ondeaba con la brisa. Las moscas muertas estaban amontonadas en el fondo de la bañera.
No había nadie.
Con el corazón a mil, volvió a la habitación. Solo entonces se dio cuenta de que ya no estaba sonando Starship. Sobre la cama, en lugar del ordenador, había un Post-It de color azul claro que decía: «Habitación 242».
John suspiró y miró hacia el techo. La habitación 242 era la que estaba justo encima de la suya.
Fue hasta el final del edificio y subió por las escaleras. La pintura del pasamanos se había desconchado y lo habían vuelto a pintar encima varias veces, lo que le daba una textura arenosa, como de papadam.
La puerta 242 estaba abierta de par en par. Vio la parte de atrás de su portátil, que estaba abierto sobre la cama. De él salía una música que incluía una guitarra eléctrica y un pedal de distorsión.
La pelirroja había acercado una silla y estaba descansando con los zapatos de plataforma sobre la cama. Una rubia que había a su lado se arreglaba mechones de pelo con unas tenacillas inalámbricas, mientras sujetaba unas horquillas en la comisura de los labios. La morena estaba al otro lado de la habitación, observando la pantalla con interés y levantando la cabeza de vez en cuando para echar una bocanada de humo hacia el techo. Ninguna de ellas parpadeó siquiera para indicar que habían visto a John en la puerta.
– ¿Qué demonios estáis haciendo? -dijo él.
La pelirroja se inclinó más hacia la pantalla, moviendo el cigarrillo con los ojos llorosos.
– Qué tiempos aquellos -dijo con nostalgia-. Mirad eso: la bolsa de té. Yo lo inventé.
Las otras mujeres se inclinaron hacia la pantalla y suspiraron.
– Realmente increíble, Ivanka -dijo una de ellas-. Estuviste verdaderamente inspirada.
– Sí. Era una estrella. Iba en limusina. Bebía champán todo el día. ¡Y la coca! En todas partes donde mirabas, rayas y más rayas maravillosas. Y ahora… -Suspiró trágicamente.
– ¿La bolsa de té? -exclamó John-. ¿Cómo que la bolsa de té? ¿Estáis viendo porno en mi ordenador?
– No es porno -dijo Ivanka indignada-, soy yo.
– ¡Me habéis robado el ordenador!
– Más bien lo hemos cogido «prestado» -respondió ella, girando la cabeza y dándole una calada al cigarro. Dejó escapar una fina columna de humo.
– ¿Cómo diablos habéis entrado en mi habitación? -Bueno, el jefe, Victor, es simpático. Tú no mucho -dijo, chasqueando la lengua hacia John-. Muy desagradable esta mañana. -De pronto se inclinó hacia delante y clavó una de sus uñas pintadas en la pantalla-. ¡Mirad! ¡Mirad esto!
– ¡Para! -gritó él-. ¡Es cristal líquido!
– ¿Veis? -dijo ella, ignorándolo completamente y pasando la uña por la pantalla.
Dándose por vencido, John rodeó la cama. La uña roja de Ivanka había dejado un rastro del camino que había seguido.
– ¿Lo veis? Duro como una conga, redondo como un balón de baloncesto.
– Pero con el movimiento perfecto -dijo otra.
– Sí, es verdad -reconoció Ivanka antes de dar otra calada-. Pero el tiempo pasa para todos. -Exhaló otro desgarrador suspiro ruso.
– Perdón, ¿te importa? -interrumpió John. Ivanka se volvió hoscamente hacia él, prestándole de repente toda la atención del mundo.
– Sí, claro. Por eso la cara enfadada.
– ¿La cara enfadada?
– ¿No leíste nota? Tú interrumpiste nuestro sueño reparador y a Bob el Gordo no le gusta que parecer cansadas.
– ¿Bob el Gordo?
– El jefe del club de caballeros. Donde trabajamos. Ivanka se echó hacia delante y cerró el portátil. -Pero te perdono, chico malo… -Movió el cigarrillo y le guiñó un ojo-. No me dijiste que eras escritor muy famoso. -Las últimas palabras las entrecomilló con los dedos.
– ¿Qué?
– Victor. Me dio algo más que llaves. -Inclinó la cabeza hacia la mesilla de noche, donde había una revista abierta por un reportaje a doble página de mujeres sin bragas bajándose de coches con microfaldas. Unas estrellas amarillas estratégicamente colocadas cubrían las zonas pertinentes. «¡Desplegable de fotos de entrepiernas! -vociferaba el titular-. Las estrellas más famosas nos muestran la última moda en peinados para las partes bajas».
John se sentó en el borde de la cama.
La morena cerró el Weekly Times recién sacado del horno, lo metió en un sobre de la empresa de mensajería Fedex y lo lanzó sobre el portátil de John. Él recogió ambas cosas y se levantó.
– Supongo que también querrás esto -dijo Ivanka, tendiéndole una tarjeta American Express de la empresa con su nombre en relieve-. También estaba en el sobre. Tienes suerte de ser gran escritor. Tengo debilidad por zapatos.
John se quedó mirando la tarjeta de crédito, se la guardó en el bolsillo trasero y se dirigió hacia la puerta.
– Esta noche, tú dormir -le dijo Ivanka antes de cerrarla tras él y lanzarle un beso.
De vuelta en su habitación, sacó la revista del sobre.
Allí, sobre su nombre, había un titular que decía: «¡El rey del porno saca en la tele a unos monos locos por el sexo!», cuando el que había escrito John era: «¿Gran hermano o Gran amor? Un reality protagonizado por amorosos primates».
Pero la cosa aún era peor. El párrafo de John decía: «Antiguamente denominados chimpancés pigmeos, los bonobos fueron reconocidos como una especie aparte (Pan paniscus) en 1929. Pacíficos, juguetones y reacios a los conflictos, a los bonobos se les ha llamado muchas veces "los hippies de la selva". Su sociedad es matriarcal e igualitaria y su comportamiento sexual llama la atención. Los bonobos crean y mantienen lazos sociales por medio del sexo y las hembras toman la iniciativa en el contacto sexual tanto como los machos. Los bonobos salvajes, que habitan en la República Democrática del Congo, inician algún tipo de contacto sexual cada cuatro o cinco horas. Sin embargo, los bonobos cautivos inician contactos sexuales aproximadamente cada hora y media». Este párrafo se había convertido en un montón de jerigonza sensacionalista encolada con frases como «¡Los monos practican sexo todos los días a todas horas!», «¡Los bebés bonobo utilizan el sexo para conseguir lo que quieren!» o «¡Mantienen a raya a los machos calzonazos con sexo!».
Los comentarios de John sobre las diferencias físicas entre los chimpancés y los bonobos eran del siguiente tono: «Los bonobos son más pequeños y más delicados que los Pan troglodytes, son más esbeltos y tienen los rasgos de la cara más planos. Sus extremidades son largas y elegantes y las hembras tienen los pechos más prominentes que cualquier otra especie de primates, salvo los humanos». Ahora este párrafo se había visto reducido a una sola frase: «¡Las Pamelas Anderson de los simios!».
John se refería así al aprendizaje del lenguaje humano: «Son tan parecidos a los humanos como los chimpancés y con ellos compartimos más del 98,7 por ciento de nuestro ADN. Tal vez por ello sea lógico que los bonobos tengan una capacidad extraordinaria para el aprendizaje del lenguaje humano y para el pensamiento abstracto. Estos bonobos en concreto entienden el inglés oral y se comunican con la lengua de signos americana. Además, han aprendido el lenguaje humano de la misma manera que los niños humanos y por la misma razón: el deseo de comunicarse. También son más hábiles con los ordenadores que algunos de sus homólogos humanos». Esta parte del artículo habría sido eliminada por completo.
Se obligó a leer el resto. Nada de lo que había allí era suyo. Lo de la demanda legal y lo del embarazo habían desaparecido. Todo había sido adulterado y teñido de sensacionalismo.
Al cabo de unos segundos, estaba al teléfono con Topher.
– ¡Eso no es lo que yo he escrito! ¡Ninguna de esas cosas!
– Bah -dijo Topher.
– ¡No, nada de «bah»! Eso no es lo que yo escribí.
– ¿Qué crees que es esto, National Geographic? Pero si tenemos a una persona que cubre exclusivamente a Lindsay Lohan, por el amor de Dios. No estás aquí para ganar un Pulitzer.
– Me preocupa porque no es correcto. No son monos, son grandes primates. No son chimpancés, son bonobos. Y no son Pamela Anderson. Tendrán una talla noventa, como mucho una noventa y cinco. Dios mío, no puedo creer que haya firmado eso.
– Oye, te voy a decir una cosita: cuando envías un artículo dos horas y media antes de que vaya a imprenta, no pasa nada, ¿verdad? Pues para mí sí pasa. Sobre todo cuando mandas algo tan jugoso como una galleta salada. Francamente, estoy un poco preocupado. Necesitas desaprender todo lo que has aprendido en Columbia. Olvídate del Philadelphia Inquirer y piensa en el National Enquirer, solo que con más papel cuché y con menos extranjeros. Quiero que memorices todas y cada una de las palabras del artículo de esta semana. Quiero que empieces a ver TMZ y E! Hollywood. Que visites los blogs de Perez Hilton y de Mr. Paparazzi. Eso es exactamente lo que quiero. Y olvídate del latín, ¿entendido? Y otra cosa: consigue esa entrevista con Faulks. Y con Isabel Duncan. Remueve la mierda y descubre algo que podamos usar. No tiene por qué ser verdad, nos sirve cualquier detalle que se pueda descontextualizar, no sé si lo pillas. Siempre puedes recurrir al viejo truco del «según dicen las fuentes».
– Quieres que me invente algo sobre Ken Faulks.
– Y sobre Isabel Duncan. Y mientras lo haces, quiero que recuerdes por qué conseguiste en un principio este trabajo. -Se hizo un silencio que no presagiaba nada bueno-. Creo que ya nos entendemos.
Uno de los músculos situados al lado de la boca de John empezó a moverse involuntariamente.
– Sí.
– Bien. Espero tu siguiente artículo. Que llegará a tiempo y estará lleno de jugosos chismes.
– Sí -repitió John.
– Excelente -dijo Topher alegremente antes de colgar.
John estaba sentado en la cama con el Weekly Times, intentando desaprender lo aprendido, cuando los cimientos del edificio se estremecieron con un estruendo ensordecedor al que le siguió un tintineo de cristales rotos. John se llevó las rodillas al pecho y se tapó la cabeza. Una vez hubo quedado claro que la explosión había tenido lugar fuera del motel, se levantó de un salto y abrió la puerta de golpe.
El edificio del otro lado de la calle estaba completamente envuelto en llamas, cubierto por un diáfano azul blanquecino que remataba en ávidos mechones de color rojo y amarillo. John se miró los pies. Estaban rodeados de añicos de cristal: las ventanas habían estallado y habían salido disparadas a tal velocidad que los trozos habían atravesado la calle. La gente de los dos pisos del Buccaneer había abierto las puertas y estaba saliendo afuera: las strippers, la mujer de la túnica y su marido en camiseta interior y la familia asiática que había bajado esperanzada a la piscina la primera noche y que había renunciado nada más verla. Había varias personas hablando ya por el móvil, ahuecando las manos alrededor del aparato para que las oyeran por encima del estruendo. John dirigió la vista hacia el edificio en llamas.
Una bola de fuego humana saltó por lo que había sido la ventana delantera y salió disparada calle abajo. Una mujer que había en el balcón justo encima de John empezó a gritar: era Ivanka. Esa voz familiar en pleno caos le hizo entrar en acción.
La antorcha humana corría y corría agitando los brazos y dando manotazos a las llamas que la envolvían, que la perseguían como la cola de una estrella fugaz. John buscó un extintor en la pared exterior del Buccaneer, pero no habían ninguno. Volvió a entrar corriendo en la habitación, cogió la colcha y salió disparado calle abajo.
El individuo se derrumbó sobre el asfalto como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. John fue hasta él y lanzó la colcha sobre el bulto, intentando someterla alrededor y por debajo de él para que el fuego se quedara sin oxígeno. Entretanto, daba golpes a las últimas llamaradas y le hacía rodar hacia un lado y hacia otro mientras algunas partes de la colcha amenazaban con incendiarse. Cuando las llamas por fin se extinguieron, John retiró la manta de la cabeza del individuo. Se puso de rodillas y se agachó sobre él -había dado por hecho que era un hombre, aunque en aquellas circunstancias era difícil saberlo-, incapaz de decir si aún estaba vivo. John acercó la oreja a la boca carbonizada. Le examinó el pecho en busca de algún indicio de respiración. Entonces oyó unas sirenas, gracias a Dios cada vez más fuerte.
– Aguanta, amigo. Aguanta. La ayuda está en camino. -Se sentía impotente. Quería cogerle la mano o establecer algún contacto con él para tranquilizarlo, pero no veía ninguna parte de su cuerpo que no estuviera quemada, así que se limitó a permanecer de rodillas a su lado y a murmurar frases de consuelo. No tenía ni idea de si le servían de algo. Ni siquiera sabía si el hombre se daba cuenta de que estaba allí.
Dos camiones de bomberos doblaron la esquina a toda velocidad.
John se puso en pie, agitando los brazos mientras gritaba: «¡Aquí! ¡Necesitamos ayuda aquí!», pero los vehículos pasaron por delante de ellos y se detuvieron ante el edificio en llamas.
Mientras John los seguía con la mirada, impotente, un coche de policía se acercó. John levantó las manos en un gesto de desesperación. El policía lo observó por la ventanilla y salió del coche sin demasiada prisa.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó a John mientras miraba al hombre quemado.
– Yo estaba allí, en mi habitación -dijo John, apuntando con un dedo tembloroso hacia el Buccaneer-, oí algo que parecía una bomba, salí para ver qué diablos estaba pasando y este tipo salió volando de dentro, en llamas. Lo seguí hasta que se desplomó y apagué el fuego con una colcha, ¿al menos alguien ha llamado a una ambulancia? ¿Por qué no han parado los coches de bomberos?
El bulto chamuscado emitió un gemido débil y agudo, que se convirtió en un aullido. Una vez que empezó, no paró. Suplicaba y rogaba, juraba y lloraba, rezaba y llamaba a su madre, aunque la cara, destrozada, apenas se movía.
Al cabo de unos instantes apareció una ambulancia. John se quedó mirando cómo los enfermeros retiraban la colcha carbonizada y ponían al hombre en una camilla. Su arrebato inicial había dado paso a un gemido lastimero.
– Tengo que saber a qué nos enfrentamos -le dijo uno de los enfermeros a la cara ennegrecida-, ¿entendido? Si quiere que le salve la vista, necesito saber si estaba fabricando metanfetaminas. ¿Me oye?
– Sí las fabricaban -intervino John-. Al menos estoy casi seguro -dijo mientras se abrazaba a sí mismo y temblaba violentamente por el olor de la carne quemada, por ver a otro ser humano cuya vida había cambiado irremisiblemente, eso suponiendo que no hubiera llegado a su fin.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó el policía.
– Creía que era un restaurante, había un cartel que ponía que había pizza y cajas bento. Tenían pistolas. Y un pit bull. Y dentro olía como a quitaesmalte.
El policía le dirigió a John una mirada inquisitiva. Luego fue hacia la ambulancia y habló con el enfermero, que miró a John, le dijo algo y asintió. El policía regresó.
– Gracias, amigo. Hay un producto químico relacionado con la fabricación de metanfetaminas que puede quemar la córnea en dos o tres días, así que si la víctima no confiesa al momento, no hay remedio. De todos modos, no sé qué pasará con este tío. No tiene muy buena pinta -dijo y, acto seguido, sacó un bloc del bolsillo-. ¿Cómo se llama?
– John Thigpen -repuso John mientras le castañeteaban los dientes.
– ¿Y se aloja en el Buccaneer?
– Sí. En la habitación 142.
– Si finalmente hay alguien a quien procesar, tendremos que hablar de nuevo con usted. ¿Ha tocado a este tipo o su ropa?
– No.
– ¿Seguro?
– Creo que no. Creo que solo he tocado la colcha.
– Vale. Está bien. Aun así, quiero que se dé una ducha a conciencia. De treinta minutos, al menos. Podría tener sustancias corrosivas en la piel.
John abrió los ojos como platos.
– Sí, hoy en día eso es lo que consigue uno por ser un buen samaritano -dijo el policía, sacudiendo la cabeza-. Como decía mi madre, el que se mete a redentor sale crucificado.
John volvió al Buccaneer caminando con dificultad, aún temblando y abrazándose a sí mismo.
Ivanka, que estaba en el aparcamiento, se acercó trotando hacia él con un mono blanco ceñido estilo Elvis y unos zapatos de plataforma.
– No me toques -le dijo-. Puede que tenga sustancias corrosivas encima. Tengo que darme una ducha.
– ¡Katarina, abre la ducha! -gritó hacia el balcón mientras hacía que John fuera hacia las escaleras -. Anda. Anda. Ducha de tu habitación no funciona. Yo cierro tu puerta para que nadie lleve ordenador.
Mientras subía las escaleras, John se preguntó por qué Ivanka sabía que su ducha no funcionaba. También se preguntó cómo iba a volver luego a su cuarto, hasta que recordó que ella tenía poderes mágicos con Victor y posiblemente una llave maestra.
Cuando estaba a punto de meterse en la ducha, Ivanka entró en el baño y le dejó una esponjosa toalla rosa en el borde del lavabo. Luego le tendió una pastilla de jabón perfumado como el que usaba Amanda. A John se le llenaron los ojos de lágrimas al cogerlo.
– Gracias.
Tras una ducha de media hora, salió con la toalla enroscada alrededor de la cintura. Las mujeres llevaban puesta la ropa de trabajo y se estaban maquillando mirándose en espejos de mano y echándose laca en el pelo para darle formas arquitectónicas.
– ¿Necesitas trago? -dijo Ivanka, ofreciéndole una botella.
Él negó con la cabeza.
– Tú buen hombre. Hombre valiente -le dijo, mirándolo fijamente-. ¿Casado? John asintió.
– Cómo no. -Ivanka le dio un beso en la mejilla y acto seguido le limpió los restos de carmín con el dedo pulgar. Después le tendió la llave.
John bajó a su habitación. Ni siquiera se molestó en lavarse los dientes. Estaba tan hecho trizas después de todo lo que había pasado que se metió en la cama y apagó la luz. Luego se lo pensó mejor y llamó a Amanda.
– ¿Sí? -respondió esta medio dormida.
Él empezó a llorar. Ella lo consoló lo mejor que pudo mientras le contaba lo que había pasado, aunque lo que más necesitaba en el mundo era contacto físico. Deseaba con todas sus fuerzas que alguien lo abrazara.
John soñó con cuevas oscuras y sinuosas, con monstruos de fuego y con enormes criaturas peludas con colmillos y ojos ardientes. Ante él se sucedían escenas propias de Beowulf, de guerreros y de espadas que chocaban entre sí, de aldeas arrasadas, de monstruos con las extremidades desgarradas, de Grendel y, peor aún, de su madre. Su aliento era aterrador, irregular y apestaba a atún en lata podrido.
John se despertó de repente, jadeando. El sueño era tan real que tardó un momento en darse cuenta de que en realidad aquello no había pasado. Luego recordó lo que había sucedido de verdad y sintió que se le iba la cabeza durante unos instantes. Después se dio cuenta de que el aliento entrecortado con olor a pescado continuaba resoplando a su lado y de que el colchón se hundía y se separaba de él bajo un peso enorme.
Arremetió contra la lámpara palpándola a ciegas, buscando el interruptor. Cuando finalmente lo encontró, giró la cabeza justo a tiempo de ver un par de ancas rojizas bajándose de los pies de la cama. John entornó los ojos mientras se le acostumbraban a la luz. ¿Estaría aún soñando?
Un débil gemido salió del fondo de la habitación.
– ¿Booger? -dijo John.
Los gemidos cesaron. John saltó de la cama y la rodeó lentamente, como si estuviera acechando a una pieza de caza mayor. En la esquina, hecho un patético y tembloroso ovillo, estaba el pit bull. El perro lo miró con las orejas pegadas a la cabeza y parpadeando con tristeza. Tenía las mejillas flojas y pegadas al morro. Con cada resoplido que daba, se inflaban y volvían a caer. Las aletas de la nariz las tenía dilatadas y brillantes.
No parecía tener quemaduras. ¿Estaría fuera cuando sucedió todo? ¿Se habría contaminado de sustancias corrosivas? Parecía imposible que hubiera conseguido escapar de aquel infierno ileso.
– No pasa nada, chico -dijo John torpemente, mientras comprobaba que no estuviera herido. Vaciló, dio un paso adelante y hasta extendió la mano un par de veces. El perro parecía estar bien, no estaba manchado de hollín y no daba la sensación de que estuviera quemado ni que tuviera ninguna otra herida física. John pensó que debería lavarlo por si acaso, pero, como no se le ocurría forma humana de hacerlo, volvió a rodear los pies de la cama y se subió a ella. Apagó la luz y se quedó tumbado bajo las sábanas con las rodillas pegadas al pecho.
Al cabo de unos minutos, Booger se volvió a deslizar al otro lado de la cama y empezó a roncar y a tirarse pedos de nuevo. John permaneció acostado en la oscuridad, con los ojos abiertos de par en par.