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Dado que las listas y el orden ayudaban a Isabel a darle sentido al mundo, diseccionó el problema en tres obstáculos principales: el primero era lograr que Faulks liberase a los primates y para ello había reclutado a Francesca de Rossi y Eleanor Mansfield, primatólogas de fama mundial y fundadoras del grupo Personas Contra la Explotación de los Grandes Primates (PCEGP). PCEGP había jugado un papel decisivo para lograr garantizar los derechos humanos básicos a los grandes primates en España el año anterior, y continuaban ejerciendo presión en nombre de los simios que estaban atrapados en la industria del entretenimiento y en los laboratorios biomédicos. En aquel preciso instante iban de camino a Lizard.

El segundo obstáculo era encontrar alojamiento temporal para los primates una vez que Faulks se los entregase. Los avances que Isabel estaba haciendo en relación con ello -estaba en negociaciones con el zoo de San Diego- la llevaban directamente al tercer obstáculo, el más preocupante de todos: encontrar un hogar permanente para ellos. Construir unas instalaciones apropiadas costaría millones de dólares y, aunque Isabel lograra encontrar una universidad dispuesta a financiar el proyecto, en ningún caso permitiría que los bonobos volvieran a correr el riesgo de ser vendidos, aunque esto significara que tuviera que ser ella la dueña de los bonobos, un concepto que le parecía repugnante.

Celia estaba también de camino a Lizard, a pesar de las protestas de Isabel basadas en que se perdería los exámenes y echaría por la borda el semestre. Pero a Celia eso no parecía importarle: le preocupaban más las repercusiones que tendría que se fuera de Kansas City sobre el prolongado tormento al que estaba sometiendo a Peter, que había comenzado en cuanto se había enterado de los pormenores de las investigaciones que este había llevado a cabo en el Instituto de Estudio de los Primates. Isabel casi se sintió aliviada cuando Celia decidió hacerle la vida imposible. En cierto modo, había temido que hubiera preferido cargárselo de un plumazo.

Isabel no le pedía detalles, pero Celia estaba orgullosa de sus progresos y la mantenía informada. Por eso Isabel sabía, por ejemplo, que Peter últimamente pisaba más cacas de perro de lo normal. «Es un servicio comunitario -le explicó Celia-. Recojo mierdas de perro de los parques y las vuelvo a dejar en zonas que merecen más la pena. Podría considerarse una redistribución de la riqueza». También le había dado a entender que a Peter le habían llevado a casa tantas pizzas, chow meins y burritos que él no había pedido que habían incluido su nombre en las listas de personas non gratas que pegaban en la pared al lado del teléfono en prácticamente todos los restaurantes de comida para llevar y de servicio a domicilio de la ciudad.

Aunque Isabel intentó disuadir a Celia, en el fondo admiraba su determinación. Cuando se había enterado de los experimentos que Peter había realizado en el IEP, ella misma había fantaseado con acorralarlo en una esquina y decirle exactamente lo que opinaba de él, pero al final ni siquiera fue capaz de coger el teléfono para reprochárselo a distancia. Tenía una necesidad casi patológica de evitar las confrontaciones, lo que hacía que, al recordarlo, el incidente con Gary Hanson en Rosa's Kitchen le pareciera realmente asombroso.

Celia, sin embargo, era de una naturaleza diferente. Y no parecía que se fuera a relajar: cuanto más tardaba Peter en llamar a la policía, más desafiante se ponía ella. Su mayor logro hasta la fecha había sido conseguir que descargaran ocho metros cúbicos de turba al final del camino de acceso a su casa un día que tenía el coche en el garaje. Celia parecía tan comprometida con la causa que había convencido a Joel y a Jawad para que continuaran mientras ella estuviera ausente. Isabel esperaba que fueran un poco menos obstinados que ella. No porque creyese que Peter se merecía una tregua, sino porque aquellos estudiantes eran lo más parecido que había tenido nunca a una familia desde que se habían llevado a los primates y no quería que también los encerraran a ellos.


* * *

Francesca de Rossi llamó a Isabel para decirle que ella, Eleanor y Marty Schaeffer, un abogado que había aceptado trabajar gratuitamente para PCEGP, estaban en camino desde el aeropuerto. Decidieron quedar en el bar del hotel, ya que Marty, que era una de las pocas personas que aún no había visto La casa de los primates, quería ver a los bonobos en acción. El restaurante, a pesar de las quejas de los clientes, se consideraba un establecimiento familiar y se negaban a poner el programa.

Al cabo de unos diez minutos, Isabel bajó las escaleras para esperarlos. Para su sorpresa, se encontró a James Hamish Watson sentado en una esquina. Muchos de los clientes del bar -y de hecho muchos huéspedes del hotel- eran cámaras, reporteros, mirones y hasta cuadrillas de trabajadores de La casa de los primates. Después de haber hablado con Isabel unos minutos hacía dos días, se le había venido encima un enjambre de periodistas que estaban escuchando. Tenía la cara de color bermellón y aspecto de querer pasar desapercibido. Isabel también se había batido en retirada, aunque, como ella no había divulgado su identidad, ningún periodista intentaba seguirla.

A su llegada a Lizard, Isabel estaba preocupada por si alguien la reconocía, porque había hecho muchos documentales y había salido en muchas noticias sobre los bonobos antes de lo del ataque. Pero nadie del Mohegan Moon ni siquiera se dio la vuelta para comprobar si la conocía. Al final, acabó dándose cuenta de que, con una mandíbula nueva, una nueva nariz y prácticamente sin pelo, tenía un aspecto muy diferente al que había tenido durante aquello que, cada vez más a menudo, consideraba su vida anterior.

Aunque le sorprendió volver a verlo en el bar, tenía sentido. Ya había admitido que en casa no le dejaban ver La casa de los primates y, dijera lo que dijera su mujer sobre Ray y su participación en el negocio de la pornografía, Isabel estaba segura de que el problema eran los simios.

Los humanos se sentían a la vez fascinados y desconcertados por la sexualidad de los bonobos. Aunque los encuentros sexuales de los primates eran breves, también eran frecuentes y sus amplias sonrisas y expresiones faciales dejaban bien claro que disfrutaban de ellos. Por lo visto, a casi todas las personas del bar los frotamientos genitales entre hembras les parecían divertidísimos, pero todos coincidían en que los abultamientos propiamente dichos les parecían desagradables. ¿Cómo podían andar por ahí con esas cosas? Seguro que les molestaban. Los bultos se movían de un lado a otro cuando las hembras hacían «hoka-hoka», el término congoleño para dicha actividad interpersonal. Eran tan bulbosos y llamativos que durante los primeros días de emisión, un gran porcentaje de espectadores creía que eran testículos.

Faulks Enterprises enmendaron por los pelos aquel desastre de relaciones públicas etiquetando la actividad con un subtítulo intermitente y, para que quedara bien claro, con un toque de bocina. Y al público objetivo -machos humanos, adultos, heterosexuales, de clase trabajadora- les pareció bien lo del «hoka-hoka» una vez supieron qué era. El contacto entre machos, no tanto. En el bar, el «hoka-hoka» solía desencadenar una serie de ovaciones. El frotamiento menos común de caderas y escrotos entre machos, sin embargo, generaba gruñidos de repugnancia, acompañados por avergonzados tragos a las cervezas y rubor de mejillas. Pero era la copulación entre dos bonobos, el sexo en grupo, el sexo oral y la masturbación lo que generaba mayor bochorno, porque recordaba demasiado a la sexualidad humana. En público, incluso los espectadores más desvergonzados empezaban a emitir risillas nerviosas o se quedaban en silencio y apartaban la mirada. Muy a menudo, en las mejillas de los científicos de butaca brotaban pequeños puntos rojos, por mucho que estos se empecinaran en poner cara de «No vamos a apartar la mirada, porque no nos sorprende».

Era este último grupo el que más le interesaba a Isabel. Alguien de los medios de comunicación se había dado cuenta, por fin, del hecho de que, aunque los bonobos ya no se encontraban en un entorno de especies bípedas, continuaban aliñando las conversaciones con la lengua de signos, lo cual -junto con la extraordinaria destreza de Bonzi para la informática, que hacía pausas frecuentes en medio de las compras para echar una partidita o seis al Ms. Pacman- había tenido como consecuencia un aumento del segmento de espectadores que estaban más fascinados por las habilidades cognitivas de los primates que por su actividad sexual. Faulks Enterprises, que nunca perdía una oportunidad, contrató a intérpretes de la lengua de signos para cubrir las veinticuatro horas del día y empezó a poner subtítulos que aparecían en bocadillos sobre las cabezas de los correspondientes bonobos.

Isabel se dirigió hacia James Hamish, que miraba fijamente el monitor que tenía delante mientras tomaba una cerveza. Cuando Makena rodeó a Bonzi con el brazo y se la llevó a una esquina para hacer un poco de «hoka-hoka», la bocina sonó y el subtítulo parpadeó. James Hamish metió la mano en el bolsillo, sacó algunas monedas que puso sobre el mostrador y se fue hacia la puerta. Isabel aún no estaba ni a seis metros de él.

Se planteó seguirlo hasta el aparcamiento, pero el instinto le dijo que no lo hiciera. En lugar de eso, se sentó en la barra, pidió un té helado y esperó a Francesca, Eleanor y Marty.

No tardaron mucho en llegar y estaban saludándose cuando Isabel escuchó las primeras notas de Splish, Splash, I Was Taking a Bath.

Mira -le dijo a Marty.

Se hizo el silencio en toda la sala y las caras se giraron hacia las pantallas.

En La casa de los primates, varios grifos situados en diferentes sitios cerca de los zócalos cobraron vida. Algunos de los bonobos buscaron un lugar más alto; Bonzi y Lola eligieron la estructura de juego del jardín, mientras que Sam permanecía simplemente colgado por un brazo del marco de una puerta. Mbongo y Jelani se agacharon al lado de uno de los chorros, inclinándose hacia abajo para coger agua con la boca y lanzársela el uno al otro entre los ojos antes de caer de espaldas en una algarabía muda de jubilosas risas. Makena se puso delante de uno de los grifos y se situó de forma que le diera en los genitales. Se movía hacia delante y hacia atrás, ajustando el ángulo y dirigiendo el chorro con el dedo.

Los suelos estaban inclinados hacia los desagües que había en el centro, y el agua caía en cascada hacia ellos y pasaba por encima, porque estaban casi completamente atascados por los residuos: trozos de comida, envoltorios encerados de hamburguesas con queso, cartones de fruta y embalajes de plástico. Cuando los grifos finalmente se apagaron, se había formado un charco con varios centímetros de profundidad. Makena levantó y dejó caer los brazos un par de veces, chapoteando. Luego se aburrió y se unió a Bonzi y a Lola en el jardín.

La banda sonora cambió a otro clásico familiar y se escucharon los frenéticos compases iniciales de Wipeout.

Una de las primeras cosas que los bonobos habían hecho en la casa había sido quitar las puertas de las alacenas de la cocina. Sam, Mbongo y Jelani ahora las usaban cada mañana justo después del riego automático de las mangueras y la consecuente inundación. Empezaban al fondo de la casa y galopaban por el pasillo con una de las puertas de las alacenas bajo el brazo. Cuando llegaban al agua, lanzaban las puertas al suelo, saltaban encima y navegaban por la habitación como gráciles surfistas. Cuando la puerta se detenía -sobre todo si chocaba contra la pared de enfrente-, sonreían de oreja a oreja, chillaban y se pavoneaban ostentosamente antes de recoger la puerta, volver a correr y empezar de nuevo. Hacían esto hasta que la última gota de agua se colaba por los sumideros atascados y entonces, decepcionados, dejaban la puerta exactamente donde la habían tirado. Jelani abandonó antes que el resto y salió para unirse a las hembras; Mbongo y Sam lo intentaron un par de veces más antes de asumir que la diversión se había acabado de verdad. Cuando quedó claro que así era, Sam se alejó como si le diera igual y Mbongo se enfurruñó en una esquina.

– No sé ni por dónde empezar -dijo Marty.

– Está claro que es antihigiénico. Simplemente regar las instalaciones con agua una vez al día es un claro quebrantamiento de las directrices de la Sociedad Americana de Zoos y Acuarios.

– De la que ese lugar no es miembro -señaló Marty.

– Cierto. Pero está claro que podemos demostrar que los primates están en riesgo de contraer una infección. Lo único que consiguen añadiendo agua a la basura es acelerar el crecimiento de las bacterias.

– Y, por desgracia, Mbongo ha estado pidiendo demasiadas hamburguesas con queso y no se las acaba -dijo Isabel. Aunque Mbongo comía tantas hamburguesas con queso que iba engordando minuto a minuto, había empezado a abrirlas para tirar el pan de abajo junto con los pepinillos, que solía lanzar contra las paredes.

– ¿Y saben usar el retrete? -preguntó Marty.

– Saben usar el retrete -dijo Isabel-, pero no limpiarlo, obviamente.

– Los retretes son lo de menos. Ya solo el nivel de bacterias de los residuos de la comida debe de ser altamente tóxico. Está claro que podemos alegar que la que está embarazada se encuentra en peligro inminente. Cualquier biólogo o veterinario estaría de acuerdo -afirmó Eleanor, tomando el relevo.

– ¿Cuál es la que está embarazada? -preguntó Marty.

– La del recuadro inferior izquierdo -señaló Isabel.

– ¿Y para cuándo espera al bebé?

– Para ya.

Makena estaba en el jardín tendida al sol boca arriba, hojeando una revista que sujetaba con los pies. Hablaba consigo misma en la lengua de signos para comentar los contenidos y pronto empezaron a subtitular lo que decía:

ZAPATO, CAMISA, BARRA DE LABIOS, GATITO, ZAPATO.

Pasó página y siguió mirando.

CAMISA, FLOR, ZAPATO, ZAPATO.

Finalmente, se levantó y emitió un agudo chillido.

Bonzi estaba al otro lado del jardín jugando al avión con Lola. Se detuvo con esta sobre la cabeza y emitió un pitido como respuesta.

Makena se acercó y juntó los puños, golpeándolos delante del pecho. Lo repitió acompañándolo de una retahíla de chillidos. Bonzi le tendió a Lola, fue al ordenador y pidió un par de zapatos de mujer.

Un murmullo de admiración recorrió el bar. Marty abrió los ojos como platos y miró alternativamente a Francesca, a Eleanor y a Isabel.

– A Makena le gusta disfrazarse -dijo Isabel, encogiéndose de hombros.

Marty se puso la mano sobre los ojos y sacudió rápidamente la cabeza. Al cabo de un rato, dejó caer la mano.

– Muy bien. Creo que, evidentemente, hemos de centrarnos en que se trata de un maltrato animal por cuestiones de higiene. Eso no significa que Faulks vaya a liberar a los primates y, aunque lo hiciera, no tendría por qué entregárselos necesariamente a Isabel -continuó-. Si alegamos que poseen personalidad, algo que creo que podríamos demostrar si logramos convencer a un juez de que les deje testificar (una apuesta muy arriesgada, por cierto), podríamos reclamar que se nombrase un tutor legal y podríamos proponerte a ti. Pero necesito meditarlo.

– Claro -dijo Francesca.

– ¿Añado que la dieta también es un problema? Isabel asintió. Aunque Mbongo era el culpable de dejar restos de comida que luego se pudrían, el único bonobo que seguía eligiendo comida sana era Sam, que pedía sobre todo cebolletas, peras, arándanos y cítricos. Bonzi se había pasado de los huevos duros y las peras a una dieta compuesta casi exclusivamente de M &Ms. Jelani solía tomar pizza de pepperoni y patatas fritas. Makena y Lola picoteaban de todo lo que llegaba y simplemente le robaban al resto lo que les apetecía.

Marty cogió el maletín y le estrechó la mano a Isabel. Mientras él y Eleanor se dirigían hacia la puerta, Francesca de Rossi recogió sus cosas. Se detuvo y le puso fugazmente la mano a Isabel sobre el brazo.

– Todo va a salir bien -le aseguró.

Isabel esbozó algo similar a una sonrisa y asintió. Se avergonzó por tener que secarse las lágrimas.

– Te llamaré pronto -aseguró Francesca.


* * *

Acababan de irse cuando una mano de mujer apareció en el respaldo de la silla que estaba al lado de Isabel.

– ¿Está ocupada?

– No, puede sentarse -dijo Isabel, abatida.

– Gracias -respondió la mujer, deslizándose sobre la silla-. Un Campari con soda -le dijo al camarero, que estaba de espaldas -. Y unos aros de cebolla. ¿Tienen aros de cebolla?

El camarero le entregó una carta por respuesta.

– Póngame una de patatas fritas -le pidió la mujer después de echarle un vistazo al menú y antes de tirarlo sobre la barra.

Al cabo de unos segundos, Isabel se sintió observada. Aquella sensación era inconfundible. Miró a su alrededor y se encontró a Cat Douglas mirándola de cerca.

– Dios mío, es usted -dijo Cat.

Isabel estuvo a punto de asfixiarse. Empezó a hacerle señas desesperadamente al camarero para pedirle la cuenta.

Cat siguió mirándola.

– Sí que lo es. ¡Es usted!

Las mejillas de Isabel se calentaron y se giró.

– No sé quién cree que soy, pero se equivoca. Ante ella apareció una mano extendida.

– Cat Douglas… ¿Se acuerda? Del Philadelphia Inquirer.

Isabel siguió mirando hacia la pared.

La mano desapareció y volvió un momento después con una BlackBerry en la que se veía la foto de Isabel, herida y maltrecha en la cama del hospital.

– No puede negarme que es usted. La nariz le ha quedado bien, por cierto. Muy buen trabajo.

– Por el amor de Dios -dijo Isabel-, ¿quiere dejarme en paz?

Cat Douglas dejó el teléfono sobre la barra, suspiró y estiró los labios en una sonrisa que hizo que se le marcaran las patas de gallo. Su postura se suavizó e inclinó ligeramente la cabeza para intentar parecer más accesible.

– Vale. Lo siento. Empecemos de nuevo. Lo que les sucedió a usted y a los primates fue horrible y, obviamente, usted tendrá un punto de vista totalmente personal sobre ello. Me encantaría escuchar su opinión sobre lo que está pasando. Solo unas cuantas pregun…

– No concedo entrevistas. -Isabel giró el taburete para mirar cara a cara a Cat y añadió a voz en grito-: ¡Sobre todo a la gente que es capaz de hacer cosas como esta!

Le dio un golpe con la parte de atrás de los dedos a la BlackBerry de Cat, cogió la cartera y se marchó, dándose cuenta con rabia de que, después de aquel arrebato, había dejado de ser invisible para el resto de los clientes del bar.

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