Celia llegó con una mochila y un petate.
– Santo Dios. Vaya cara -dijo, poniéndose delante de Isabel. Luego se volvió y tiró las bolsas al suelo. Se inclinó hacia delante y empezó a revolver dentro de ellas y a sacar zapatos, montones de ropa y bolsas de plástico llenas de artículos de higiene, que pronto acabaron esparcidos sobre la alfombra alrededor de ella. Los pantalones militares le dejaban al descubierto una parte de la espalda, mostrando un tatuaje de caracteres asiáticos que le recorría la columna y desaparecía bajo la camiseta.
– Creía que no querías hablar conmigo, como me echaron del hospital…
– No fui yo -dijo Isabel-. Creo que fue porque te habían arrestado. -Observó a Celia detenidamente, sintiendo la persistente semilla de la duda. ¿Habría invitado a su casa a un miembro de la LLT?
– No me arrestaron, me retuvieron. Además, ¿de qué coño va eso? A mí también me podían haber matado.
No es que nadie haya muerto, pero ya sabes a qué me refiero. Yo estaba allí unos minutos antes de que sucediera. Pues no, al parecer mi delito es ser vegetariana y voluntaria en un refugio de animales. ¡Por favor, si han detenido a personas solo por pertenecer a la Protectora de Animales! Por cierto, tú también eres vegetariana. ¿Por qué no te han detenido? -Fue hacia el acuario y se quedó mirándolo. Arrugó la nariz y retrocedió -. Puaj. ¿Qué ha pasado aquí?
– No preguntes.
Celia fue a la cocina y volvió con una cuchara, que usó para retirar el cadáver de Stuart. La cubrió con una mano y le pidió a Isabel que no mirara mientras pasaba por delante de ella de camino al baño. Instantes después, se oyó el ruido de la cisterna.
A Isabel le dieron ganas de reír. Celia era tan transparente que no parecía capaz de ocultar ni un instinto asesino, ni ninguna otra cosa.
Cuando se percató de que el contenido de las bolsas de Celia continuaba esparcido por el suelo, Isabel se dio cuenta de que estaba invadiendo la sala de estar. Daba por hecho que Celia tenía un apartamento o una habitación en algún lado, pero ella no daba muchos detalles e Isabel no quería presionarla, porque, a medida que pasaban los días, había llegado a la conclusión de que quería que Celia se quedara. De hecho, le estaba tan agradecida por la compañía que no le importaban todas esas cosas que hacía y que, en circunstancias normales, la habrían sacado de sus casillas, como dejar las toallas mojadas tiradas por el suelo o apretar el tubo de la pasta de dientes por el medio. Isabel hasta había pillado a Celia usando su desodorante. Había estado a punto de llamarle la atención, pero entonces se dio cuenta de que había aparecido un segundo cepillo de dientes en la taza que había al lado del lavabo y había decidido que, mientras su cepillo de dientes estuviera a salvo, podía soportar compartir el desodorante.
El día después de que Celia se mudara, Isabel llamó a Thomas Bradshaw y le pidió que le dijera dónde estaban los primates.
Él insistió en que no lo sabía y, aún más, tampoco quería saberlo. Tenía una familia que debía proteger, una vida que reconstruir. Él y su familia estaban fuera el fin de semana que la LLT había roto las ventanas de su casa y las tuberías del salón y la cocina. ¿Sabía Isabel que él, su mujer y sus tres hijos se habían encontrado con casi quince centímetros de agua al volver a casa y que habían tenido que levantar no solo los suelos sino también las paredes de mampostería de arriba abajo? ¿Que los daños ascendían a cientos de miles de dólares? No conocía el paradero de los bonobos ni de su benefactor privado y le sugirió a Isabel que, si sabía lo que le convenía, no intentara averiguar nada.
Isabel se pasó los siguientes días poniéndose en contacto con los principales zoológicos y refugios de primates, pero en ninguno habían adoptado a ningún bonobo. Llamó a los sitios en los que anunciaban «animales actores» haciéndose pasar por un cliente. Le ofrecieron los servicios de macacos, de mandriles y de un chimpancé de dos años, aunque ella insistió en que necesitaba varios primates maduros para su campaña de publicidad. El agente le dijo que tal vez pudiera conseguir algunos chimpancés más, aunque serían todos jóvenes, y se lamentó de la trágica pérdida de los dos últimos orangutanes de la industria del cine hacía poco más de dos años. Isabel sabía que estos habían sido trasladados a la Fundación de Grandes Primates de Des Moines para que vivieran en un vanguardista complejo con otros orangutanes, pero el agente hablaba como si les hubiera pasado algo terrible.
Se metió en páginas de Internet llenas de mensajes que dejaban personas dispuestas a pagar decenas de miles de dólares por un bebé de chimpancé. Había aún más anuncios de gente que los vendía, todos ellos en la pubertad, lo que significaba que estaban empezando a imponerse y que sus dueños intentaban librarse de ellos antes de que los mataran. «Por favor, adopta a mi bebé» era el texto típico de los anuncios y alegaban problemas de salud como razón por la que «el bebé» se tenía que ir, cuando lo más probable era que el chimpancé hubiera empezado a derribar neveras, romper estanterías empotradas y dar mordiscos. Pero no había ni rastro de nadie que buscara varios grandes primates, y menos aún adultos.
Llamó a todos los centros de biomedicina en los que utilizaban monos y en todos ellos se negaron a darle ningún tipo de información. Entonces llamó a un abogado al que le costó siete horas y media de tiempo facturable llegar a la conclusión de que Isabel no disponía de bases legales sobre las que indagar el paradero de los bonobos, porque eran propiedad privada. Hasta se rascó los bolsillos para pagar los honorarios de un investigador privado, que cobró el cheque y nunca más volvió a llamar.
Llamó al FBI y un agente cada vez más exasperado le habló de los servidores proxy anónimos y de por qué era posible colgar algo en Internet sin que hubiera forma de seguirle la pista. Ella no lo creyó. Si eran capaces de hacerlo con la tinta o la letra de una carta de una máquina de escribir en concreto, ¿cómo no iban a poder seguir un rastro electrónico?
Celia permaneció en segundo plano, escuchando aquella última llamada con interés.
– Tengo unos amigos que podrían ayudarnos -dijo cuando Isabel colgó.
Isabel le dirigió una mirada de indignación.
– ¿Qué? -dijo Celia.
– Si ni el FBI puede hacer nada, ¿qué te hace pensar que tus amigos podrán?
– Se pasan todo el día entrando en las redes informáticas de las empresas. Una vez hasta entraron en un banco.
– ¡Dios mío! ¿Con qué tipo de personas te relacionas?
– No crean virus, ni nada -dijo Celia un tanto indignada.
Intercambiaron una mirada y, finalmente, Isabel levantó las manos claudicando y apartó la vista.
– Venga, vale. Pídeles ayuda.
Joel era un chico desgarbado de nariz larga y con una piel pálida que debería estar llena de pecas, pero no lo estaba. Jawad era pequeño, tenía el pelo negro con unos rizos muy cerrados y los ojos del color de las almendras tostadas. Eran estudiantes de Informática y se consideraban «piratas informáticos de fin de semana».
Se plantaron en el sofá de Isabel con los portátiles y empezaron a teclear a todo trapo. Además, se mensajeaban simultáneamente, porque de vez en cuando resoplaban y se propinaban puñetazos en las costillas sin razón aparente. Celia se hartó, colgó la cabeza por la ventana y encendió un cigarro.
– Ni se te ocurra -dijo bruscamente, al sentir la mirada de Isabel clavada en la espalda-. Con una madre me basta.
Isabel suspiró y se dio la vuelta. Si había alguien sobre la faz de la tierra consciente de que con una madre bastaba, esa era ella. Optó por ponerse a pasear, nerviosa. Cogió una por una todas las fotos de los bonobos. Observó sus caras, sus manos y la forma de sus orejas, recordando detalles característicos para mantenerlos frescos en la memoria. Tomó una foto de Bonzi y la miró a los ojos.
«Os encontraré. Lo prometo».
De lo que no tenía ni idea era de adónde se los iba a llevar, pero ya se preocuparía de eso más tarde.
Dejó la fotografía en su sitio y las alineó todas de manera que los marcos estuvieran en el mismo ángulo en relación al borde de la mesa. Empezó a pasear por la sala balanceando las manos adelante y atrás y dejándolas entrechocar delante de ella, hasta que Joel levantó la vista con aire molesto. Entonces desapareció en la cocina y se puso a fregar el cajón de las verduras de la nevera. Hizo una infusión y, cuando dejó las tazas sobre la mesita de centro, intentó echar un vistazo furtivo a los portátiles de Joel y Jawad para ver qué estaban haciendo, pero ellos se encorvaron hacia delante para protegerlos, inclinando los monitores hacia abajo.
– Estos tíos son gilipollas -dijo Joel media hora después de que hubiera terminado toda conversación anterior.
– Creo que eso ya lo sabemos -dijo Celia. Ella e Isabel estaban tumbadas boca arriba sobre el suelo de la sala con un cuenco de nachos de maíz azul entre las dos-. Volaron el laboratorio por los aires.
– No, me refiero a gilipollas de verdad. Había una familia que criaba conejillos de indias. Tenían un montón de conejillos. Bueno, el caso es que la LLT la tomó con esta familia porque pensaban que algunas de las cobayas iban a parar a laboratorios biomédicos.
– ¿Y era verdad? -preguntó Celia. Se metió un nacho en la boca, lo hizo crujir y se chupó la sal de los dedos.
– No lo sé. Puede ser, pero ese no es el tema. El tema es que estuvieron atemorizando a la familia durante años. Cuando la abuela murió, la LLT desenterró el cadáver y lo retuvo como rehén durante tres meses hasta que la familia accedió a dejar de criar conejillos de indias.
– ¿Robaron un cadáver? -preguntó Isabel con la boca llena de nachos.
– Y se lo quedaron tres meses -repitió Joel -. La familia dejó lo de las cobayas y a la abuela la dejaron tirada en el bosque y pudieron recuperarla. Os podéis imaginar el estado en el que estaba.
Celia e Isabel se miraron y dejaron de masticar a la vez.
– Escuchad esto -dijo Jawad -. Hace cinco meses, algunos de sus miembros entraron en un refugio de animales, los robaron todos, los mataron y los tiraron en un cubo de basura en la parte de atrás de un supermercado. Diecisiete perros y treinta y dos gatos.
– ¿Y esa gente se considera defensora de los animales? -preguntó Isabel.
– ¿De qué te sorprendes? Pusieron una bomba a los bonobos -dijo Celia-. Y a ti. -Al parecer, ya se había recuperado de la imagen del cadáver, porque se chupó el dedo y lo pasó por el fondo del cuenco vacío.
– Según el supuesto portavoz, era más humanitario para los animales estar muertos que en un refugio -dijo Jawad.
– ¿Cómo que supuesto?
– Esos tíos están organizados en células, por lo que ninguno de los grupos en realidad nunca sabe lo que va a hacer el resto. Es una forma de protegerse. Por eso se les ha acusado de responsabilizarse de cosas que no han hecho. Como a Hamas.
– ¿Qué hay de la transmisión por la Red? -dijo Isabel cansinamente-. ¿Habéis encontrado algo?
– No -dijo Jawad-, ni creo que lo vaya a hacer. He estado rastreando las direcciones IP de todos los duplicados, pero ni siquiera creo que el original siga existiendo y las copias han estado rebotando en servidores proxy de Uzbequistán, Serbia, Irlanda y Venezuela, todas vía Nigeria. No hay quien encuentre rastro electrónico de ellos.
Isabel pensó en la última frase pronunciada por el agente frustrado del FBI: «Si fuera tan fácil, ya habríamos cogido a Bin Laden».
– Disculpadme -dijo, poniéndose en pie. Por el rabillo del ojo vio cómo Celia se limpiaba los dedos en la alfombra.
Se fue a la habitación dejando a los estudiantes solos en la sala de estar y se tiró de bruces sobre la cama.
Seis grandes primates no podían desaparecer del mapa así como así. Eran capaces de obstruir los cerrojos con paja, de desmantelar los conductos de la calefacción, de quitar los tornillos de las puertas, de cargarse las paredes y de quitar los marcos de las ventanas, lo que significaba que, estuvieran donde estuvieran, era un sitio que estaba preparado para recibirlos. Y dado que no se trataba ni de un zoo ni de un refugio, tendría que ser un laboratorio biomédico.
Sintió una súbita punzada al darse cuenta de que Peter no había vuelto a aparecer desde que lo había echado. Era verdad que había apagado el móvil y desenchufado el teléfono fijo de la pared, pero si la quisiera, ¿no se habría pasado por allí?
Cuando finalmente volvió a la sala de estar, los estudiantes estaban sentados con las piernas cruzadas alrededor de la mesa de centro con una botella de tequila, unas rodajas de lima y un salero. Jawad levantó la vista. Ya se había puesto sal en la hendidura entre el índice y el pulgar y tenía una rodaja de lima preparada. Le ofreció el chupito lleno.
– No puedo -dijo, mirándolo fijamente. Sus dedos se movieron queriendo cogerlo-. No puedo -repitió con mayor convicción.
Jawad enarcó las cejas, inquisitivo. Luego se encogió de hombros, lamió la sal de la mano, se bebió el tequila de un trago y se metió la rodaja de lima entre los dientes.
Isabel volvió a la habitación y se puso a ver una serie de humor en la tele.
Una semana después, Celia llevó en coche a Isabel a la última de las cirugías, que era la más desagradable de todas: ponerse los implantes de los cinco dientes que le faltaban.
Aquella vez agradeció que la enfermera la llevara en silla de ruedas hasta la acera, porque le habían administrado una fuerte anestesia durante la operación y aún no estaba del todo despierta. Sentía las extremidades y la cabeza como sacos de cemento.
– ¿Estás bien? -dijo Celia, poniéndose a horcajadas sobre las piernas de Isabel para abrocharle el cinturón de seguridad.
Isabel asintió con los ojos cerrados mientras mordía obedientemente unos rollos de gasa.
Al cabo de unas cuantas horas, cuando la sedación y la anestesia desaparecieron, Isabel se quedó en la cama en un estado miserable. Estaba allí tirada, medio dormida y con la cabeza emparedada entre dos almohadas mientras se ponía bolsas de verduras congeladas -que Celia reemplazaba en cuanto empezaban a descongelarse- sobre la mandíbula.
La joven tenía una extraña pero agradable forma de tratar a los pacientes. Se tiraba sobre el edredón nórdico al lado de Isabel, se apropiaba de la mitad de las almohadas y empezaba a hacer zapping hasta que encontraba series cómicas para hacer olvidar a la enferma el dolor. Compraba gelatina y Gatorade y, aunque sus conocimientos culinarios no iban mucho más allá -hasta la gelatina venía ya preparada-, Isabel le estaba casi patéticamente agradecida. Recordó las infecciones de oído que tenía de niña, cuando su madre se mostraba inusitadamente solícita durante la primera parte del día y le dejaba ver la tele en la cama y le llevaba muñequitas de papel y zumo; luego cada vez estaba más ausente, a medida que el vino empezaba a hacer efecto. A mitad de la tarde, Isabel quedaba abandonada a su suerte.
La primera vez que Isabel se aventuró a salir de la habitación y vio que Celia se había llevado las plantas muertas y había comprado violetas africanas en el supermercado, se le saltaron las lágrimas. Aún tenían las pegatinas blancas con los códigos de barras descuidadamente pegados sobre el plástico de color terracota.
– ¿Qué pasa? -dijo Celia con aspecto un poco alarmado al ver a Isabel con una mano sobre la boca, llorando-. No es nada. Estaban al lado de la caja registradora.
– Es mucho -dijo Isabel-. Gracias. -E inmediatamente les quitó las pegatinas a los tiestos y las enrolló en forma de cilindro.
– Eres una auténtica friki -dijo Celia riéndose.
– Y tú una auténtica… lo contrario -respondió Isabel, también riéndose.
Aquella tarde, Celia convenció a Isabel de que volviera a conectar el móvil. A los pocos minutos, se puso a sonar. Celia saltó de la cama para cogerlo, e Isabel le quitó el volumen a la televisión para poder oír.
– Eh, ¿qué tal? -dijo alegremente-. Soy Celia -añadió tras una pausa-. C-E-L-I-A -deletreó tras otro silencio. Su voz adquirió un tono diferente-: ¿Qué quieres decir? Estoy ayudando un poco a Isabel. Ayudándola, cuidándola. ¿Qué? ¿A qué te refieres? No, no le he dicho nada. ¿Por qué iba a hacerlo? -Celia subió el tono de voz considerablemente-: Dios mío. Eres una rata inmunda. Ahora lo entiendo. Ya lo entiendo todo. -A partir de ahí empezó a gritar-: ¿Qué te hace pensar que puedes decirme lo que tengo que hacer? Haré lo que me dé la gana. ¿Intentas amenazarme? ¿En serio? ¿Qué vas a hacer? ¿Echarme del laboratorio? No, creo que voy a ser yo la que hable antes con ella.
Clic.
Celia volvió al dormitorio y se tiró en la cama. Ella e Isabel se quedaron tumbadas una al lado de la otra, viendo la televisión sin volumen.
– Bueno -dijo finalmente Celia-. Parece que me acosté con tu novio el día de Fin de Año.
– Prometido -dijo Isabel. Fue la única palabra que consiguió hacer pasar por el doloroso nudo que le había salido en la parte de atrás de la garganta.
En la televisión, un pésimo actor balanceaba con fuerza los brazos antes de caer de espaldas en un sofá.
– Lo siento -dijo Celia-. No tenía ni idea de que estuvierais juntos.
Isabel se tapó los ojos con las manos.
– ¿Me odias? -le preguntó Celia.
Isabel negó con la cabeza, incapaz de hablar.
– ¿Quieres que te deje sola? -dijo.
Isabel asintió, sin dejar de taparse los ojos. Cuando oyó que la puerta de la habitación se cerraba, se giró, apoyó la cara contra una almohada, se llevó las rodillas al pecho y lloró en silencio, ahogando los sollozos hasta mucho después de que los rayos del sol hubieran desaparecido.
Al día siguiente, una caja enorme de tulipanes recién cortados apareció en el pasillo. Poco después sonó el teléfono.
– Sí, sigo aquí -dijo Celia con indiferencia, sujetando el teléfono con una mano y utilizando la otra para agarrarse el codo -. No, las he tirado a la basura. Sí, estoy segura de que eran carísimas, pero aun así sigo pensando que no creo que ella quiera un montón de decadentes bulbos procedentes de ti. No creo que eso vaya a suceder en un futuro próximo. -Y colgó-. Tengo razón, ¿no? -dijo, volviéndose hacia Isabel-. No quieres verlo, ¿verdad?
Isabel se lo pensó unos instantes mientras se mordía el labio inferior, peligrosamente cercana a las lágrimas. Miró a su alrededor el montón de cajas de tulipanes que, a pesar de las protestas de Celia, se habían salvado del cubo de la basura.
– Aún no. La verdad es que no creo que sea capaz.
Dos días después, finalmente apareció en persona. Isabel estaba entrando en la cocina con lentitud cuando empezaron a golpear la puerta de forma insistente. Celia miró rápidamente a Isabel, que se metió en la esquina que había junto a la puerta. Celia abrió la puerta, pero dejó la cadena puesta.
– Quiero ver a Isabel -exigió él.
– No está disponible -dijo Celia.
– Sé que está aquí. El coche está en el aparcamiento. Quiero verla.
– No creo que ella te quiera ver a ti.
– ¿Qué le has contado, putita? -Su voz se había vuelto fiera.
Celia dejó escapar un pequeño ladrido a modo de risa.
– ¿Putita? Qué ingenioso. Esperaba algo más, viniendo de alguien del mundo de la lingüística. De todos modos, ya le he dicho que nos acostamos juntos.
– Estaba borracho. Tú estabas disponible. No significó nada.
– Eso puedes jurarlo.
– ¡Isabel! -bramó.
Isabel, oculta junto a la pared que estaba al otro lado de la puerta, se encogió.
– ¡Isabel! ¡Necesito hablar contigo! ¡Isabel! -Voy a cerrar la puerta ahora mismo -dijo Celia tranquilamente-. Luego suspiró y sacudió la cabeza-. Qué gracia, lo de poner el pie en la puerta no parece servir de nada contra la cadena.
Isabel bajó la vista hacia la punta marrón del zapato, la única parte de Peter que era visible desde su parapeto. Casi esperaba que metiera el brazo por el hueco y agarrase a Celia. Al cabo de un par de segundos, el zapato desapareció y Celia cerró la puerta.
– Menudo gilipollas -dijo, echando el pestillo-. ¿Un trago?
– No -dijo Isabel.
– Pues yo me voy a tomar uno -dijo, desapareciendo en la cocina. Isabel se sentía utilizada, traicionada y estúpida. Ahora se daba cuenta de que todo había sucedido demasiado rápido. La atracción animal, la embriagadora mezcla de endorfinas y feromonas que hacían papilla cualquier tipo de lógica… Todo ello le había hecho sentirse protegida, le había hecho pensar que nunca más tendría que volver a enfrentarse a nada sola. Se había entregado a él demasiado pronto, demasiado abiertamente, y, a cambio, él había hecho pedazos su mundo. Aunque no le había contado toda su vida, sabía lo suficiente como para darse cuenta de que traicionarla a nivel personal era mucho más que eso. Estaba traicionando su confianza en el mundo en general, minando su fe en todas las personas. Sabía que creía que podría volver a entrar en su corazón y a meterse en su cama -tenía una gran confianza en sus habilidades en todos los aspectos, y esa confianza formaba parte de su encanto-, pero esta vez estaba equivocado.
El día que a Isabel le pusieron la prótesis dentosoportada -unos dientes postizos que iban pegados a un retenedor, porque las clavijas de titanio tenían que cicatrizar durante varios meses antes de que le pudieran implantar los nuevos dientes-, al llegar a casa descubrió que la nevera estaba virtualmente vacía. El apartamento también, ya que Celia había vuelto a irse.
Durante su estancia, los detalles de la vida de Celia se habían aclarado un poco. Celia, Joel, Jawad y otros tres estudiantes tenían alquilada una casa destartalada cerca de la universidad. Cuando se descubrió que Celia se acostaba con tres de ellos (con Joel, con Jawad y con una chica sin nombre), se había producido una breve lucha de poderes, durante la que Celia anunció que si no podían asumirlo pasaría de todos y se iría una temporada a dormir por ahí en algún sofá. El ultimátum de Celia había dado lugar a una perfecta simbiosis. Desde entonces, los compañeros de casa habían hecho las paces y Celia había vuelto. Isabel no le había pedido detalles. Aquel no era más de otro de los misterios de Celia, que a veces parecía más un bonobo que un humano. Isabel la echaba de menos, así que se tomó la ausencia de cualquier cosa comestible, salvo lima en conserva, melocotones en almíbar y noodles de ramen, como excusa para invitar a Celia, a Joel y a Jawad a cenar.
Fueron a un pequeño restaurante vegano llamado Rosa's Kitchen. Isabel estaba poniendo a prueba el retenedor, aunque el dentista le había advertido que tardaría unos cuantos días en acostumbrarse a él y hablar con claridad. Los estudiantes conspiraban para hacerle decir cosas con la letra ese y luego se reían a carcajadas del consiguiente ceceo.
Isabel iba aproximadamente por la mitad del curry verde con berenjena, cuando vio a una persona en una mesa situada en una esquina oscura del restaurante. Lo reconoció al momento: era el mayor de los manifestantes, al que Celia llamaba Larry-Harry-Gary. Estaba sentado con dos hombres más y tenía los codos apoyados sobre la mesa, la chaqueta del traje negro azulado colgada en la silla y la corbata floja. Estaba enfrascado en la conversación, ajeno a la presencia de Isabel.
A esta se le borró la sonrisa de la cara y su mirada se endureció.
– Peddonad -dijo, inclinándose para escupir la prótesis en la mano.
Isabel se levantó, empujando la silla hacia atrás con un chirrido. Caminó hacia la mesa y se quedó de pie delante de ella.
Larry-Harry-Gary dejó de reírse y levantó la vista.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó con los restos de una sonrisa en las comisuras de los labios.
– ¿Es feliz? -preguntó Isabel, entornando los ojos. Él sacudió la cabeza, confundido.
– ¿Perdón?
Ella se inclinó hacia delante y se lo repitió gritando:
– ¿Es feliz? -Un trozo perdido de arroz basmati salió disparado de su boca.
Él se recostó en la silla, alarmado.
– ¿De qué está hablando?
Observó cómo la miraba fijamente, hasta que le notó en la cara que empezaba a caer en la cuenta. Aunque había estado agitando carteles delante de sus narices cada vez que entraba conduciendo en el aparcamiento durante al menos un año, no la había reconocido.
– ¡Dios mío! -exclamó en voz baja.
– Mi Dios está bien -dijo ella, bajando el tono para igualarlo al suyo mientras asentía con rapidez.
– ¿Está usted bien?
– ¿Usted qué cree? -preguntó, señalándose la cara y la cabeza, levantando la voz al nivel de una sirena. Se volvió para dirigirse al resto de los asombrados comensales, algunos de los cuales tenían el tenedor suspendido en el aire, delante de la boca abierta-. ¡Están cenando con un terrorista, por si les interesa saberlo!
– Isabel -dijo Celia, y a continuación se levantó tras ella y le puso una mano en el brazo-, no creo que…
Isabel la apartó y se volvió de nuevo hacia Larry-Harry-Gary.
– ¡Enhorabuena! ¡Han «liberado» a los primates! Qué inmenso favor les han hecho. Están muchísimo mejor en un laboratorio biomédico. ¡Qué buen trabajo ha hecho su gente!
Un puñado de camareros se habían arracimado. El gerente se abrió paso a codazos entre ellos.
– Lo siento, señora, pero voy a tener que pedirle que baje la voz.
– Yo no he tenido nada que ver con eso -aseguró Larry-Harry-Gary-. Le juro por mi madre, que está muerta, que no he tenido nada que ver. Ni yo, ni ninguno de nosotros.
Isabel se inclinó hacia delante con los ojos encendidos y le dio un manotazo a un cuenco de curry que había sobre la mesa. Este cayó al suelo y su contenido se esparció varios metros a la redonda.
– Ya está bien. Venga -dijo el gerente y, agarrando a Isabel por el brazo, la llevó hacia la puerta.
– ¡Quítele las manos de encima! -bramó una voz masculina detrás de ellos. Isabel se quedó de una pieza al descubrir que pertenecía a Larry-Harry-Gary. Este se levantó y dio un paso adelante, con la cara enrojecida de rabia-. ¡Por el amor de Dios, déjela en paz! ¿No ve que está herida?
Todo el mundo se quedó helado. El pecho de Isabel subía y bajaba por el esfuerzo. Atravesó con la mirada al gerente y, a continuación, miró a Larry-Harry-Garry. Sus ojos de color marrón oscuro se encontraron con la mirada de ella y se quedaron mirándola fijamente.
Isabel regresó a la mesa, se volvió a poner los dientes en la boca, recuperó el bolso y se dirigió hacia la puerta. Notó que todos los ojos se centraban en su retirada y, con toda certeza, examinaban el largo y sinuoso tajo que tenía en la cabeza casi calva. Levantó la barbilla y siguió caminando.
A la tarde siguiente, alguien llamó a la puerta del apartamento de Isabel con indecisión. Cuando esta se asomó a la mirilla, vio a Larry-Harry-Gary.
Se pegó contra la puerta e intentó echar la cadena.
– ¡Voy a llamar a la policía! ¡No estoy sola! -Por supuesto que lo estaba. Los dedos le temblaban tan violentamente que tuvo que hacer varias tentativas antes de conseguir echar la cadena de la puerta.
– Lo siento -dijo con voz ahogada-. No pretendía asustarla. Solo quiero hablar con usted.
– ¡Tengo el teléfono en la mano! ¡Estoy llamando a la policía en este momento! ¡Estoy marcando!
– ¡Vale! Está bien, me voy.
Isabel miró el teléfono inalámbrico, que estaba fuera de su alcance sobre la mesa de centro, al lado de los dientes. Cuando oyó que los pasos se alejaban por el pasillo, corrió a por el teléfono y volvió hasta la puerta. Pegó de nuevo la oreja hasta que oyó la campanilla del ascensor. Luego, teléfono en mano, abrió la puerta hasta donde la cadena se lo permitía.
– ¡Un momento! -dijo-. ¡Vuelva aquí!
Al cabo de unos instantes, los pasos volvieron y Larry-Harry-Gary se apoyó contra la pared del fondo, con las manos levantadas en un gesto de súplica.
– Aún tengo el teléfono en la mano -dijo a través de la rendija de la puerta.
– Ya lo veo.
– ¿Cómo sabe dónde vivo?
– Por el vídeo de Internet.
– Ya, claro. Es verdad.
– Con el que no tengo nada que ver -declaró atropelladamente-. Oiga, lo siento. No habría venido si hubiera sabido que se iba a asustar.
– ¿Qué quiere?
– Solo quería saber si se encontraba bien. Isabel se limitó a quedarse mirándole.
– Vale. Ya sé que no. No me puedo ni imaginar por todo lo que habrá tenido que pasar. Lo siento.
– Genial. Gracias.
– También quería que supiera que nuestro grupo no tuvo nada que ver con la explosión. Hacer daño a los animales (personas incluidas) va en contra de nuestros principios. La policía nos interrogó a todos para aclararlo. Lo único que nosotros hacemos son protestas pacíficas y educadas.
Isabel se situó delante del estrecho hueco de la puerta.
– Vale, muy bien, puede que ustedes no fueran los que nos hicieron volar por los aires, pero ¿por qué diablos protestaban? Todas nuestras investigaciones se llevaban a cabo en un ambiente de colaboración. Nunca jamás tuvieron ninguna repercusión negativa. No había ni jaulas ni coacción. Esos primates comían mejor que la mayoría de la gente que conozco.
Él cambió el peso de un pie a otro.
– Eso tendrá que preguntárselo a su amigo.
– ¿A qué amigo? ¿De qué está hablando?
– Creo que ya sabe de qué estoy hablando.
– La verdad es que no tengo ni idea.
– Pues debería.
A continuación se produjo un largo e incómodo silencio, durante el cual él no dejó de balancearse sobre los talones, de delante atrás.
– ¿De verdad cree que se los han llevado a un laboratorio biomédico? -preguntó finalmente.
– Pues sí, porque nadie me quiere decir nada y si se los hubieran llevado a algún sitio decente, ¿por qué lo iban a mantener en secreto? Me he puesto en contacto con todas las personas que se me ha ocurrido y nadie reconoce saber nada de ellos. Por lo tanto, así es, creo que se los han llevado a un laboratorio biomédico.
– A ver qué puedo averiguar.
Isabel rio.
– No averiguará nada. Esos primates eran lo más parecido que tenía a una familia y nadie abre la maldita boca.
Él sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Cuando vio que ella no alargaba la mano para cogerla, la dejó en el suelo, delante de la puerta.
– Me llamo Gary Hanson. Por favor, llámeme si necesita algo.
Isabel se agachó y la recogió de encima del felpudo. Le echó un vistazo. ¿Arquitecto? ¿Era arquitecto? Lo miró de nuevo. Siempre le había parecido asombrosamente normal, pero lo cierto era que aquello no se lo esperaba. Gary Hanson se quedó mirándola un buen rato.
– Se lo digo de verdad -le aseguró-. Si necesita algo, llámeme.
Se pasó la mano por el oscuro cabello, se subió el cuello del abrigo y se alejó por el pasillo.
Isabel cerró la puerta con un clic y se quedó allí de pie con el teléfono en la mano. Cuando oyó que las puertas del ascensor se abrían y luego se cerraban, comprobó que el pasillo realmente estaba vacío.
– ¿Con qué amigo podía hablar? ¿Con Celia?
Cuatro días después, Isabel estaba tumbada en el sofá en la oscuridad pasándose la mano adelante y atrás por el pelo esquilado de terciopelo. Era como el parche que le pegaban en la cabeza a los muñecos G. I. Joe. Aunque ya no estaba completamente calva, cuando levantó un espejo de mano para verse la parte de atrás de la cabeza, observó que la cicatriz irregular estaba aún irritada. Se le vería hasta que el pelo, en lugar de mantenerse en punta, le creciera lo suficiente como para tapar la cicatriz. Tal vez debería comprarse una peluca, o unos cuantos pañuelos, como Peter le había sugerido.
El teléfono sonó, dándole un susto de muerte.
Isabel dejó caer una pierna al suelo y se giró para sentarse.
– ¿Sí?
– Hola, Isabel -dijo una voz de mujer.
La conexión, el tono, todo era muy raro. Isabel se sentó hacia delante, en estado de alerta.
– ¿Quién es?
– Soy una amiga -dijo la mujer.
Isabel notó de repente un escalofrío en el estómago. Miró hacia las cortinas, que, desde que Celia se había ido, estaban de nuevo sujetas con pinzas e imperdibles, y luego hacia la puerta, que tenía la cadena echada.
– Tengo identificación de llamadas. La estoy grabando -dijo, aunque en la pantalla de identificación de llamadas salía una compacta línea llena de unos. Isabel hizo un apresurado recorrido mental por todo lo que había aprendido sobre direcciones IP y el anonimato en Internet. ¿Funcionaría igual con los teléfonos?
– No tenga miedo -dijo la mujer.
– ¿Qué más quieren de mí? Ya se lo han llevado todo -dijo alzando la voz con falsa bravuconería, pero se traicionó dejando entrever el pánico que sentía.
– Soy la amiga de un amigo -dijo la mujer-, y creo que sé dónde están los bonobos.
Isabel se aferró al teléfono con ambas manos, y comenzó a respirar de forma entrecortada. El corazón le latía tan rápido que creyó que se iba a desmayar. Cerró los ojos un momento y empezó a balancearse de delante atrás.
– La escucho -dijo.