Isabel se encontraba en una calle residencial de Alamogordo (Nuevo México) detrás de una furgoneta, con una mujer que se hacía llamar Rose. Esta era técnica de laboratorio de la Fundación Corston, un centro de investigación de primates, aunque, en realidad, colaboraba de forma encubierta con una asociación de defensa de los derechos de los animales. Se habían detenido nada más pasar el aparcamiento escasamente iluminado del centro. La Fundación Corston acababa de adquirir seis nuevos chimpancés. Mucha gente, incluidos algunos de los científicos que se dedicaban a la investigación, tenía problemas para distinguir a los bonobos de los chimpancés. Aquello a Isabel le daba esperanzas y la desesperaba a partes iguales, ya que la Fundación Corston era tristemente conocida por saltarse a la torera las normas USDA y NIH de cuidado de los primates. Solo en el último año les habían llamado ocho veces la atención por incumplir el tamaño mínimo de las jaulas y no administrarles los cuidados básicos a los simios, y hacía dos años los habían multado por dejar a tres chimpancés ancianos al aire libre, en jaulas sin ventilación bajo el sol del verano, con el predecible resultado de muerte por golpe de calor. Como eran unos chimpancés que pertenecían al Ejército del Aire, que se había deshecho de ellos, sus muertes causaron un pequeño revuelo entre los medios de comunicación y cierta indignación pública. Buddy, Ivan y Donald habían sido famosos en su época. Eran personajes mimados por los medios de comunicación cuyas enormes sonrisas -mientras los sacaban de las cápsulas espaciales tras caer en el mar- salían en las portadas de las revistas de todo el país. Lo que el público estadounidense no sabía es que las sonrisas eran en realidad muecas de terror. Tampoco sabían que Buddy, Ivan y Donald habían sido «capturados en libertad», lo que quería decir que los habían arrancado del cuerpo de sus madres asesinadas o que habían pasado los primeros cinco años de su vida en cautividad en enormes centrifugadoras y en cámaras de descompresión diseñadas para comprobar los efectos de los rigores de los viajes espaciales en el cuerpo humano. Tampoco sabían que los chimpancés eran utilizados como muñecos para pruebas de choques y lanzados repetidas veces contra paredes a grandes velocidades para diseñar cinturones de seguridad que sujetaran eficazmente a los astronautas cuando volvían a entrar en la atmósfera.
De hecho, hasta que los dejaron morir bajo el sol, la gente no sabía que mientras felicitaban a los astronautas humanos con desfiles triunfales y confeti, como si fueran héroes, el Ejército del Aire decidía que Buddy, Ivan y Donald ya no eran útiles y se los vendía a la Fundación Corston, donde los rebautizaron como 17.489, 17.490 y 17.491, respectivamente, los infectaron de hepatitis, los metieron en jaulas individuales y los sometieron a biopsias de hígado periódicas. Ferdinand Corston probablemente suspirara aliviado cuando la aparición de un rumor sobre las infidelidades maritales de un importante famoso hizo que su propio escándalo dejara de estar en el punto de mira de los medios de comunicación. La Fundación Corston era el último sitio adonde Isabel habría querido que los bonobos hubieran ido a parar. Aunque, por otra parte, saber dónde estaban era el primer paso para rescatarlos.
Isabel se quedó con Rose en la parte de atrás de la furgoneta. El enorme y amenazador edificio de hormigón estaba rodeado de gravilla, rejas y alambre de espino. Intentó imaginarse a los más de cuatrocientos chimpancés que estaban encerrados dentro.
– No sé cómo lo soportas -dijo.
– No me queda más remedio -respondió Rose, dejando caer un par de botas de goma que acababa de sacar del maletero a los pies de Isabel antes de extender un mono, unos guantes de goma y una mascarilla de cirujano que cubría toda la cara-. Si no tenemos a nadie dentro, no sabemos lo que sucede. No les gusta demasiado dar explicaciones sobre lo que hacen ahí.
– Lo sé -dijo Isabel, recordando sus recientes intentos de conseguir información. Le echó un vistazo al traje de protección de materiales peligrosos-. ¿De verdad esto es necesario?
– Sí. Escupen y lanzan excrementos. Muchos de ellos han sido infectados con enfermedades que se pueden transmitir a los humanos, como la malaria, la hepatitis o el VIH. Así que póntelo.
Isabel observó el edificio achaparrado con renovado horror. El comportamiento que Rose describía era típico de los primates que habían sufrido traumas psicológicos severos.
Rose la miró como si estuviera sopesando algo. Finalmente, se decidió a hablar:
– La semana pasada infectaron a tres chimpancés bebés de leucemia envenenando sus biberones. Otros son expuestos a los efectos de abonos, de productos químicos de limpieza, de cosméticos o de cualquier otra cosa que se te ocurra. Algunos son adictos a ciertas drogas y a otros los encierran en habitaciones sin ventilación llenas de humo como si fueran fumadores pasivos. A uno de los chimpancés le quitaron los dientes para probar técnicas de implantes dentales con él.
Isabel se llevó la mano a la mandíbula, aún sensible.
Si Rose se dio cuenta, no dijo nada: estaba ocupada poniéndose el traje de protección. Isabel hizo lo propio en medio de un compasivo silencio.
Tanto Isabel como Rose cogieron las linternas y se dirigieron a la entrada. Un largo pasillo de hormigón se extendía ante ellas, una extensión sin ventanas llena de jaulas que colgaban del techo. Las jaulas eran del tamaño de pequeños ascensores y en cada una había un solo chimpancé agachado o dormido sobre el suelo de rejilla metálica. No había mantas ni juguetes. No había nada, salvo cuencos de acero inoxidable que se rellenaban automáticamente. Las jaulas estaban suspendidas a unos sesenta centímetros del suelo, que estaba en cuesta hacia un canal que discurría pegado a la pared. Isabel supuso que era para las tareas de limpieza, para lo que utilizarían una manguera de gran potencia, aunque ahora, varias horas después de que el último humano se hubiera marchado, las heces y la orina se amontonaban bajo las jaulas. El hedor era casi insoportable.
La mayoría de los chimpancés estaban en silencio, acurrucados en las esquinas de las inhóspitas jaulas. Unos cuantos de ellos corrieron hacia la parte delantera y se dejaron ver mientras sacudían la reja con pies y manos y les lanzaban a Isabel y a Rose agua, orina, escupitajos y cosas peores. Sus gritos enfurecidos resonaban en el pasillo, amplificando el silencio de los otros. La mayoría de los que estaban callados tenían la cabeza girada hacia la pared, pero los que miraban hacia delante dirigían a Isabel y a Rose miradas muertas. Sus cuerpos estaban presentes, pero sus espíritus se habían ido. A un par de ellos les salían tornillos metálicos de la parte superior del cráneo y a muchos les faltaban dedos de las manos y de los pies.
Rose siguió la mirada de Isabel.
– Se los arrancan a mordiscos por el estrés.
Cuando finalmente doblaron la esquina, Isabel se apoyó contra la pared para tomar aliento.
No iba a llorar. No iba a hacerlo. Llorar no les ayudaría.
Rose esperó, pero no la consoló. ¿Creería que Isabel perdonaba aquello? Seguro que no. Si lo pensara, no habría intentado ayudarle a encontrar a los bonobos.
Cuando finalmente Isabel se recuperó, empezaron a caminar de nuevo. Por muy irracional que pareciera, Isabel pensó que estaban atravesando la lavandería, pero, tras pasar por delante de unas cuantas secadoras sumamente grandes de carga frontal, se dio cuenta de que tras las gruesas portezuelas redondas había bebés de chimpancé.
– ¡No, no! -gritó. Se agachó delante de una de ellas y apoyó la frente contra el cristal mientras arañaba los extremos de la portezuela con las manos enguantadas. El pequeño que estaba dentro, que debería haber permanecido con su madre al menos cuatro años más, no respondió. Ya tenía aquella mirada vidriosa de los que estaban perdidos. Isabel lloró abiertamente-. ¿Por qué? -exclamó volviéndose hacia Rose-. ¿Por qué?
Rose respondió con una mirada que hablaba por sí sola y dijo:
– No quedan muchos más.
Isabel la siguió. La mascarilla de cirujano le impedía secarse la nariz y los ojos, aunque tenía los guantes tan llenos de heces y escupitajos que, de todos modos, no podría haberlo hecho. Fue dejando atrás una tras otra todas las cabinas de aislamiento, y en todas ellas había un bebé infectado y solo.
Al final del pasillo, Rose introdujo una combinación en el teclado que había al lado de una puerta. Entró ella primero y sujetó la puerta para que pasara Isabel.
– Aquí es donde tienen en cuarentena a los nuevos. Esos seis acaban de llegar.
Isabel se adelantó con el corazón a mil y la sangre rugiéndole en los oídos. Se detuvo en el centro y fue girando poco a poco hasta que vio a los ocupantes de todas las jaulas. A medida que les apuntaba con la linterna iban levantando los brazos para protegerse los cansados rostros. Estaban en cuclillas, incómodamente posados sobre los suelos de rejilla. Una hembra apretó a su bebé contra ella y les dio la espalda.
– No -dijo Isabel realmente decepcionada-. No, estos son Pan troglodita. Chimpancés comunes. Los bonobos son más delgados, tienen rasgos más planos y la cara negra.
– Vale. -Rose dio media vuelta para marcharse. -Un momento -dijo Isabel-. Si acaban de llegar, ¿de dónde vienen?
Rose se encogió de hombros.
– Puede que de un criadero, pero no lo sabemos. Ni siquiera es seguro que vengan todos del mismo sitio, así que puede que alguno fuera una mascota, o que proceda del mundo del espectáculo. Aunque aún tienen todos los dientes y los machos no están castrados, así que no es muy probable.
Isabel miró a los chimpancés uno a uno. ¿Los habrían criado como a personas solo para deshacerse de ellos cuando les había quedado claro que no eran simples sustitutos divertidos y peludos de bebés humanos? ¿Les habrían puesto tutús rosa o los habrían subido a diminutas bicicletas para hacer reír a la gente? ¿O estarían en criaderos, sufriendo la angustia constante de que, uno tras otro, les fueran arrebatando a sus bebés inmediatamente después del nacimiento?
– ¿No hay nada que podamos hacer por ellos? Me refiero a que aún están aquí. Me refiero a aquí -repitió, golpeando la mano enguantada contra la sien-. Se les ve en la mirada.
– No. Esta noche no -respondió Rose-. Algún día, espero, pero no hoy.
De vuelta en el aparcamiento, se quitaron el atuendo protector y lo tiraron en un cubo en la parte de atrás de la furgoneta. Rose le tendió a Isabel una caja de toallitas antibacterianas y, aunque ambas se habían puesto guantes, solo después de usar varias de ellas se atrevió a secarse los ojos.
Rose le puso la tapa al cubo y cerró de golpe las puertas traseras de la furgoneta.
– Te llevaré otra vez hasta el coche -dijo.
– Rose… -¿Sí?
– No lo sabía.
Rose le dirigió una mirada cáustica.
– ¿De verdad?
– Tenía una idea general, pero no. Nunca me había imaginado…
– Deberías preguntarle a tu director científico (¿o debería decir novio?) por su estancia en Rockwell.
Isabel arqueó las cejas mientras Rose desaparecía rodeando la furgoneta. Cuando esta saltó al asiento del conductor y dio un portazo, Isabel se apresuró a rodearla hacia el otro lado. Se derrumbó sobre el asiento delantero y nadie dijo ni una palabra más hasta que llegaron al coche de alquiler que llevaría a Isabel de vuelta al aeropuerto.
– Gracias -dijo Isabel, agachándose para recoger sus escasas pertenencias del suelo.
– Ajá -dijo Rose, sin apartar la vista del parabrisas.
Cuando Isabel llegó a casa, se encontró un pino de Norfolk delante de la puerta junto con un oxalis y una pasionaria morada. Todas estaban adornadas con lazos de terciopelo. Reconoció la letra del sobre, así que ni se molestó en leer la tarjeta.
Se metió las plantas debajo de los brazos, subió en ascensor unos cuantos pisos y las dejó delante de la puerta de un vecino.
Las violetas africanas habían tenido una muerte horrible. Como Isabel no sabía que no debía regarlas desde arriba, las hojas y los tallos se habían reblandecido. Sin embargo, ella pensó que tal vez era por falta de agua, así que lo había vuelto a hacer y ahora las plantas estaban viscosas y marrones. Solo se dio cuenta de su error cuando cogió la etiqueta de plástico del suelo y leyó los cuidados que necesitaban. Isabel -que rescataba caracoles aplastados cuando era niña y los metía en hospitales hechos con cajas de zapatos llenas de hojas y ramitas, que capturaba y liberaba arañas mientras su madre le gritaba que las matara, que rescataba flores de Pascua de la acera la semana después de Navidad- se llevó las violetas al diminuto cuarto que había al lado del ascensor, donde estaba la bajante donde se tiraba la basura, y las fue dejando caer una por una. Esperó a oír cada golpe antes de tirar la siguiente. Cuando oyó que todas habían caído en el cubo de la basura, suspiró aliviada. Volvió al apartamento, se encerró y volvió a poner las pinzas en las cortinas.
El teléfono sonaba periódicamente, pero ella no contestaba. Vino Celia, pero fingió que no estaba.
– ¿Isabel? -dijo Celia, golpeando la puerta-. ¿Estás ahí?
Isabel se quedó sentada totalmente inmóvil, sujetando uno de los cojines del sofá contra el pecho.
– Sé que estás ahí. Isabel no abrió la boca.
– ¿Estás bien? Silencio.
– Por favor, ¿puedes abrir la puerta? Estoy preocupada por ti.
Isabel apretó el cojín contra la boca y se balanceó de delante atrás.
– Vale. Como quieras. Pero pienso volver -la amenazó Celia-. Seguro que ni siquiera tienes comida.
Cuando Celia se marchó, Isabel se puso a caminar de un lado a otro, intentando calmarse. Se echó en la cama, pero acabó aporreando las almohadas. Tiró todos los libros del aparador al suelo y luego estrelló una taza contra la pared, pero solo se le rompió el asa, lo cual no estaba bien, nada bien, así que se puso a gritar y tiró la televisión del tocador. Esta aterrizó de lado con un ruido sordo, pero no explotó ni se rompió nada, así que cogió el portátil y lo levantó bien alto. Se quedó en esa posición durante varios segundos, con el pecho subiendo y bajando. Luego lo bajó y lo estrechó contra el pecho.
Lo dejó en la esquina de la cama, lo abrió y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo mientras el ordenador soltaba sus alegres sonidos de arranque. Se le movió uno de los labios de forma involuntaria. Los accesos directos del escritorio se cargaron sobre la imagen del fondo de pantalla, que era una foto de Bonzi conduciendo un carrito de golf por el bosque. Bonzi nunca le había cogido el truco a aquello de conducir y, desde luego, se le daba mucho mejor hacerlo marcha atrás. Isabel contuvo el aliento y se llevó ambas manos a la cara como si estuviera rezando. Se dirigió a la carpeta que contenía archivos de vídeo, seleccionó uno e hizo doble clic.
Se quedó mirando a su antiguo yo, a la que todavía esperaba ver en el espejo cada mañana. A la de la nariz ligeramente aguileña y los orificios nasales que se abrían en la parte de abajo. «Suficiente nariz, pero no demasiada», había sido el veredicto de un novio que había tenido hacía mucho tiempo a quien había sorprendido, y hasta dolido un poco, que Isabel no hubiera considerado aquello un piropo. Llevaba el cabello largo y liso como fettuccini cocidos, con la raya al medio y sujeto detrás de las orejas. Había abandonado los flequillos y luego las capas, antes de aceptar que, al menos para ella, lo de cortarse el pelo era, como mucho, un acontecimiento semestral. Más tarde Celia, cuando se conocieron, la había comparado con Janice, la de Electric Mayhem. Isabel había esbozado una débil sonrisa, porque, por supuesto, Celia no tenía ni idea de que cualquier referencia a Los Teleñecos le recordaba el tiempo que había pasado en el sótano esperando a que se fueran sus diferentes «tíos».
En el vídeo, Isabel y Bonzi estaban en la cocina. Celia las había grabado con el móvil sin que se dieran cuenta.
BEBER BUENO. ISABEL DAR MÍ.
– ¿Quieres beber algo? ¿Qué te parece un poco de zumo? -dijo Isabel.
Bonzi abrió y cerró el puño delante del pecho y luego se frotó la barbilla con el dedo índice y el anular: LECHE, AZÚCAR.
– No, Bonzi. No puedo darte leche con azúcar, ya lo sabes. -Hacía poco, Peter había valorado que Bonzi padecía sobrepeso y la habían puesto a dieta.
DAME LECHE, AZÚCAR.
– No puedo, lo siento. Me metería en un lío.
QUERER LECHE, AZÚCAR.
– No puedo, Bonzi. Sabes que no puedo. Toma, un poco de leche.
ISABEL DAR LECHE, AZÚCAR, SECRETO.
Isabel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada antes de echar un poquito de azúcar en la leche de Bonzi. Miró hacia la cámara y se llevó el dedo a los labios, convirtiendo a Celia en cómplice. El vídeo acababa de repente.
Isabel abrió otro archivo.
En ese, ella se estaba riendo mientras guiaba a un equipo de Primetime Live hasta la sala de observación. Caminaba por un pasillo, volviéndose de vez en cuando para quedarse unos cuantos pasos por detrás, sonriendo a la cámara.
Mientras su «yo» de la pantalla se giraba, Isabel se fijó en su perfil y pensó que aquella nariz estaba bien. No era perfecta, pero estaba bien. Y los dientes también. Nunca había tenido acceso al lujo de los brackets, pero, en un mundo de oclusiones perfectas, sus dientes tenían personalidad. El pelo, que le llegaba bastante más abajo de los omóplatos, había tardado años en crecer.
Corten.
Ahora estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo de cemento, enfrente de Sam. El cámara estaba tras el panel de policarbonato, pero, a juzgar por las imágenes, nadie lo diría. La cámara se acercó, primero a la cara de Sam y luego a la suya.
– Sam, quiero que abras la ventana. ¿Podrías hacer eso por mí? -dijo con dulzura mientras se lo comunicaba también a través de gestos.
Las manos de Sam se movieron.
SAM QUERER ISABEL DAR HUEVO RTCO.
– Pero Isabel quiere que Sam abra la ventana. Por favor, ¿lo harás?
No. SAM QUERER ISABEL DAR HUEVO RICO.
– Por favor, abre la ventana.
No.
Le echó un vistazo rápido a la cámara. Estaba claro que se estaba esforzando por contener una sonrisa.
– Ya -dijo con empatía-. Sam, por favor, abre la ventana.
Tú.
– Sam, por favor, abre la ventana -atajó Isabel. Sí.
Isabel suspiró visiblemente aliviada, pero Sam no hizo nada. Se quedó allí sentado hoscamente, mirando a las personas que había alrededor, jugueteando con las manos y los dedos de los pies, antes de acabar apartando la mirada.
– Sam, por favor, abre la ventana -repitió ella.
SAM QUERER ZUMO.
– No. Isabel quiere que Sam abra la ventana.
NO. SAM QUERER ISABEL ABRIR VENTANA.
Llegados a aquel punto, Isabel soltó una carcajada y Sam consiguió el zumo y el huevo. El equipo de grabación estaba emocionado con aquel intercambio, pero, cuando se marcharon, Peter se giró hacia Isabel, furioso.
– Cualquier otro día abriría la maldita ventana. Y esta vez, con un equipo de la televisión nacional presente, ¿no puede hacerlo? Y encima tú vas y le das un premio.
Isabel nunca había visto a Peter así y estaba asombrada.
– Pues claro que le he dado un premio. Se ha negado a hacer algo y ha defendido su postura. En todo caso, será una demostración aún más válida del uso y la comprensión del lenguaje que el hecho de acatar órdenes. Por no hablar de que eso demuestra definitivamente que no es una cuestión de adiestramiento.
Peter tenía una mirada dura y la mandíbula apretada.
– Les dije que llevaría a cabo tareas específicas.
– Pues decidió no hacerlo. No ha hecho nada malo. De hecho, creo que estuvo brillante y que hemos tenido muchísima suerte de que lo hayan grabado en vídeo.
Peter se puso las manos en las caderas y exhaló con tal fuerza que los carrillos se le vaciaron. A continuación, se pasó una mano por el pelo. Su expresión se suavizó.
– Tienes razón. Lo siento. Tienes razón. Voy a dar un paseo para despejarme, ¿vale? Ahora vuelvo.
Isabel se centró en el arrebato de mal genio que formaba parte de aquel recuerdo. Era la única vez que había visto a Peter así, pero ahora, unido a los curiosos comentarios de Gary y Rose, hacía que se preguntara qué había hecho Peter durante el tiempo que había estado en Rockwell.
El Instituto de Estudio de los Primates tenía una reputación pésima. El dueño era un hombre autoritario de barba canosa conocido por someter a los chimpancés con pinchos para ganado e incluso con pistolas. Sin embargo, muchos de los primatólogos más reputados habían hecho la tesis en el IEP, principalmente porque había muy pocos programas en el país en los que se estuviera en contacto con primates. La mayoría de ellos salían de allí asegurando que en el IEP habían aprendido cómo no hacer las cosas, y ese siempre había sido el punto de vista de Peter.
Isabel encendió el portátil e hizo una búsqueda en Internet. La tesis de Peter apareció al instante: Por qué los simios no imitan: cómo los patrones motores y la memoria de trabajo influyen en el aprendizaje social de los chimpancés. También salía otro artículo por el que había obtenido reconocimiento a nivel nacional: Cooperación o acción conjunta: ¿qué hay detrás de la forma de cazar del chimpancé y de su comportamiento grupal? Hasta ahí ninguna sorpresa: los estudios cognitivos de Peter habían sido la razón principal por la que Richard Hughes lo había contratado. Desde luego, no había nada que justificara el comentario de Rose.
Isabel llamó a Celia.
– Me alegro de que estés viva -dijo esta-. ¿Has comido?
– Necesito un favor.
– No me has contestado.
– Venga ya, Celia.
– Vale. ¿Qué?
– Una vez comentaste que Joel y Jawad podían acceder a redes privadas.
– Sí. Y a ti te escandalizó bastante, si mal no recuerdo.
– Ya, bueno… -Isabel se aclaró la garganta-. ¿Puedes ver qué logran averiguar sobre Peter y sobre lo que hacía cuando trabajaba en el IEP?
– Menudo cambio de opinión.
– Por favor, Celia.
– Vale -concedió Celia desconcertada-. Luego te llamo.
Y cuarenta minutos más tarde, así lo hizo.
– Mira tu correo electrónico -le espetó sin saludar siquiera.
– ¿Por qué? ¿Qué han descubierto?
– Por favor, mira tu correo. -A Celia le temblaba la voz.
La bandeja de entrada de Isabel estaba llena: Joel le había reenviado decenas de artículos, resúmenes e informes de la época en la que Peter trabajaba como ayudante de investigación. Había participado en estudios sobre los efectos de la privación de la figura materna en los chimpancés y, más adelante, del estrés causado por la inmovilización. Les había quitado los bebés a las madres al nacer, los había metido en jaulas con una «madre» de alambre o de trapo y había registrado las diferencias en el tiempo que tardaba cada uno de los grupos en morir. Había atado chimpancés a sillas de madera por la cabeza, las manos, los pies y el pecho, y los había tenido así durante semanas para llegar a la asombrosa conclusión de que eso aumentaba su estrés.
Isabel se quedó mirando las imágenes de los chimpancés atados con una sensación de déjà vu que la puso enferma. Conocía aquellas fotos. Eran las mismas que Gary y compañía agitaban en lo alto de los palos. La llegada de los manifestantes el año anterior de repente cobraba sentido, ya que coincidía con el momento en que habían contratado a Peter.
Este nunca entraba en detalles sobre la época que había pasado en Rockwell y aseguraba que sus estudios no eran invasivos. Isabel pensó que, en teoría, él tenía razón, si considerabas que un método no invasivo consistía en no taladrarles el cerebro a los primates con tornillos ni quitarles partes de los órganos internos. Era cierto que tenía una actitud más severa con los bonobos que el resto de los investigadores del laboratorio de lenguaje, pero ella siempre lo había atribuido a un comportamiento de macho alfa. Entonces la invadió una oleada de culpabilidad, porque precisamente había sido aquella cualidad la que ella había encontrado atractiva.
Isabel se quedó paralizada: se había enamorado de un secuestrador, de un torturador, de un asesino. Se había abierto a él, había hecho el amor con él, había estado a punto de compartir la vida con él, incluso de tener hijos suyos. Le había dicho lo que ella quería oír sobre su trabajo e, ingenuamente, le había creído.
No le extrañaba que un chimpancé le hubiera arrancado un dedo casi de cuajo. Isabel deseó que hubieran sido los testículos.
Aquella noche tuvo sueños muy reales. En ellos salía Bonzi cortándose las uñas mientras Lola saltaba hasta su cabeza y Makena con una camisa del revés se miraba en un espejo, pintándose y borrándose los labios sin parar. Luego Jelani recogía ramas y las agitaba sobre la cabeza con una actitud aterradora y, de repente, se encerraba en sí mismo. A continuación, iba hacia Isabel a cuatro patas, le agarraba un pie y le desataba el cordón del zapato con cuidado para quitárselo, y luego el calcetín. Con sus enormes manos, con sus callosos nudillos y sus dedos peludos, le sujetaba el pie mientras se ponía hábilmente manos a la obra para iniciar una agradable búsqueda de liendres invisibles entre los dedos.
De pronto estaba en el otro edificio. Hombres ataviados con monos marchaban por el pasillo de hormigón bajo luces fluorescentes, dejando un rastro de primates chillando tras ellos. Uno de ellos empujaba una camilla y el otro empuñaba un arma. Cuando aminoraron el paso, los gritos se volvieron incluso más ensordecedores. Se detuvieron delante de una jaula y la hembra que estaba dentro se dio cuenta de que iban a por ella. Corrió de un lado a otro intentando escalar por las paredes, encontrar alguna manera de escapar, pero era imposible. El del arma apuntó hacia ella y le disparó en un muslo. Los hombres esperaron charlando mientras ella se tambaleaba y perdía el conocimiento. Siguieron hablando al tiempo que cargaban al primate en la camilla y le sujetaban las extremidades con gruesas cintas de goma. Se había arrancado varios dedos de los pies y de las manos a mordiscos y ahora eran pequeños muñones.
Isabel se despertó gritando. Las sábanas estaban resbaladizas y frías por el sudor y el corazón se le salía del pecho.
A la mañana siguiente, se levantó y puso solemnemente todas las fotos enmarcadas de los bonobos boca abajo. De lejos, los marcos tumbados parecían una hilera de aletas de tiburón. Empezó a dormir en el sofá bajo una colcha de ganchillo que había tejido su abuela.
Isabel dio cuenta de la comida que le quedaba, comiéndose los melocotones directamente de la lata y la lima en conserva del bote. Abrió los paquetes de noodles de ramen, puso a un lado los condimentos y rompió tiras de largos fideos crudos que hizo crujir entre sus dientes provisionales. Cuando se le acabaron todas las opciones, metió en el microondas tazas de agua e hizo caldo con los paquetes de condimentos.
Estaba considerando la posibilidad de lanzarse a por el diminuto bote de copos de colores que en su momento habían alimentado al difunto Stuart, cuando empezaron a llamar con fuerza a la puerta de al lado. Isabel dio un salto y los copos rojos, amarillos y naranjas salieron volando hacia todas partes, dibujando en el aire cascadas como si fueran nieve.
– ¿Jerry? ¡Jerry! ¡Abre la puta puerta! -gritó la amante de su vecino-. Sé que estás ahí. ¡Jerry!
Isabel echó la cabeza hacia atrás y dejó caer la mandíbula. A continuación, se escurrió apoyándose contra la pared hasta llegar al suelo. La comida de Stuart estaba tirada sobre la alfombra como si fuera confeti.
¿De verdad se le había pasado por la cabeza usarla para hacer sopa?
Finalmente, Isabel aceptó que tendría que ir a comprar comida. Antes de nada se duchó, porque no se había vestido desde la excursión a Alamogordo. Justo antes de meterse bajo el agua, se miró al espejo y se volvió para inspeccionarse.
Estaba demacrada, tenía la cara hundida y llena de sombras y los huesos de la cadera sobresalían como las cuchillas de un arado. Las arrugas que tenía entre la nariz y la boca se habían hecho más profundas y, por supuesto, seguía sin tener apenas pelo. Se llevó una mano con indecisión y ternura a su nueva nariz y al pelo delicadamente erizado y, a continuación, se introdujo en el agua humeante.
En un arrebato, Isabel giró hacia la derecha en lugar de hacia la izquierda al volver del supermercado. Llevaba la comida en el maletero -la mayoría era congelada y se estaba derritiendo-, pero de repente sintió la imperiosa necesidad de tener un nuevo Stuart. Necesitaba algo vivo en el apartamento, algo que pudiera alimentar, algo que le devolviera la mirada.
Ya casi había llegado al centro comercial, cuando vio algo por el rabillo del ojo que le llamó la atención. Se trataba de una valla publicitaria digital cuya imagen cambiaba cada pocos segundos.
Vio un trozo de una cara negra que le resultaba familiar -¿era Makena?- fundiéndose en un perfil -Dios santo, ¿aquella era Bonzi? ¡Bonzi! ¡Sí! ¡Estaba segura!-; luego aparecían dos manos peludas y oscuras unidas.
El coche de al lado le pitó aterrorizado mientras Isabel invadía su carril. Ella dio un volantazo y chocó contra el guardarraíl. La aleta lateral crujió rítmicamente aplastarse contra la valla protectora, antes de que se le fueran las ruedas de atrás. Cuando se detuvo, con el chasis aún rebotando y el motor en marcha, se encontró frente a una larga fila de coches conducidos por asombrados conductores. Varios de ellos ya estaban cogiendo los teléfonos móviles.
Les hizo gestos con las manos para indicarles que estaba bien y que no pasaba nada.
Cogió el móvil y lo señaló para que supieran que ella misma pediría ayuda.
Mientras esperaba a la grúa, observó la valla publicitaria. En ella aparecían cíclicamente fotos de los bonobos, pero, aparte de eso, solo salía una fecha y una hora, y lo que parecía ser la dirección de una página web: www.apehouse.tv.
Isabel había oído hablar del.com, del.org y del.net, pero ¿qué era eso del.tv?
Cuando llegó a casa, encendió inmediatamente el ordenador y tecleó la dirección: la página web resultó ser idéntica a la valla publicitaria, solo que en ella había además un reloj que marcaba la cuenta atrás de algo. Faltaba solo una semana. Isabel analizó cuidadosamente las fotos de los bonobos: parecían estar en condiciones físicas decentes, pero el desnudo fondo blanco no daba ninguna pista sobre dónde se encontraban ni sobre las características del lugar en el que se alojaban. Mbongo sonreía estresado, pero al menos Bonzi llevaba encima a Lola.
Llamó a Celia y esta consultó a Joel y Jawad, que rastrearon a los propietarios de la URL hasta dar con el cuartel general corporativo de Faulks Enterprises. Llegados a ese punto, no sabía qué esperar. Al parecer, Faulks se dedicaba a la pornografía. Isabel conocía los hábitos sexuales de los bonobos mejor que nadie y se preguntaba cada vez más alarmada cómo pretendía Faulks incorporar su comportamiento en su obra. La información relacionada con el proyecto era un secreto muy bien guardado, pero la misteriosa campaña estaba en todas partes -era casi como un virus-, y no solo la ponían en vallas publicitarias, también en spots publicitarios en la televisión y en anuncios automáticamente generados en Internet que conducían a la misma página misteriosa. Los foros de activistas defensores de los animales rebosaban especulaciones acerca del paradero de los bonobos y sobre lo que Faulks estaba a punto de hacer. Como nadie tenía pruebas de nada, la información colgada en dichas páginas no solía ser la mejor y para la fecha que daban las vallas publicitarias oficiales, los anuncios y la página web faltaba solo una semana, Isabel decidió esperar. No tenía sentido desperdiciar recursos valiosos por una falsa alarma.
Desde el momento en que vio la valla publicitaria, lo más hondo de su ser se fortaleció, fruto de la determinación. Donde antes era débil, ahora era fuerte. De alguna manera, fuera como fuera, ella y los bonobos volverían a estar juntos.