Lo único que quería James Hamish Watson era que pararan los gritos.
Llevaba treinta y pico años conduciendo carretillas elevadoras y nunca se había sentido tan desesperado. Estaba deseando aparcar y saltar del asiento.
Según su cuñado, se suponía que aquello iba a ser un trabajo fácil y rápido: coser y cantar. Lo único que tenía que hacer era descargar una jaula de acero de un camión, meterla en un almacén, dejarla allí y cobrar el sueldo de una jornada. Sin embargo, cuando había hecho el ensayo (lo cual en el momento le había parecido una idiotez, pero Ray le había aconsejado que no discutiera con el jefe), no había ni manifestantes entre los que abrirse paso ni primates dentro de la jaula.
Los que más pena le daban eran los simios, no los manifestantes. Había descubierto que, si conseguía avanzar sin detenerse unos cuantos metros, los manifestantes se apartaban. Sin embargo, los monos chillaban y gritaban, lanzándose de un lado a otro de la jaula y colgándose de los barrotes hasta que esta empezó a tambalearse peligrosamente sobre las horquillas para levantar palés. Intentó solucionarlo moviéndolas hacia los lados, pero se equivocó y le dio a la palanca de inclinación. En treinta y dos años, era la primera vez que le pasaba.
Después de haber estado a punto de tirar la jaula de la horquilla, se limitó a posar en el suelo la caótica caja atiborrada de bichos que chillaban. No la dejó apoyada contra la pared y sabía que le echarían una bronca monumental, pero le dolía la cabeza y quería irse a casa. Había ignorado la preocupación de su mujer por aquel trabajo, pero ahora creía que tenía razón: tal vez solo fueran animales, pero aquello era obra del demonio y sentía haberse involucrado.
Examinó la jaula y a sus ocupantes con una sensación casi de pánico e inspiró bruscamente. Alrededor de la base de su nariz aparecieron serpenteantes y finas venas de color púrpura que la anclaban a la rojiza cara como si fueran las nudosas raíces de un baniano. El sudor se le filtraba entre las patas de gallo, lo que hacía que le escocieran los ojos.
Ya era suficiente. Había acabado.
Dio media vuelta para ponerse de frente a la puerta, arrancó y atravesó la habitación dando tumbos con aquel vehículo que parecía un tanque. Se detuvo delante de la puerta abierta y de la franja de colores en movimiento que conformaban el mundo exterior, apretó los dientes, maniobró hacia él e inmediatamente fue absorbido por el vórtice de gritos coléricos, las estocadas de los carteles, las cámaras de televisión que se balanceaban y los cegadores flashes.
Mientras la carretilla elevadora salía, alguien del exterior cerró la puerta tras ella.
El portazo resonó en toda la casa y la hizo vibrar. Luego se hizo el silencio.
Dentro de las instalaciones, decenas de cámaras instaladas en las juntas del techo con la pared cobraron vida, los pilotos rojos empezaron a parpadear y giraron en silencio.
Isabel estaba sentada mirando el reloj de la página web embobada, mientras corrían los últimos segundos de la cuenta atrás. Cuando el contador se puso a cero, parpadeó un mensaje que decía que pusieran la televisión en un determinado canal.
Isabel tiró la silla con las prisas para llegar a la televisión. Se hizo un lío con el mando a distancia y marcó una combinación errónea de números dos veces antes de aterrizar por fin en el canal correcto.
Se topó con una imagen de vivos colores a pantalla completa de una casa que pretendía parecer dibujada por un niño: unas temblorosas líneas hechas con ceras de colores primarios formaban una estructura cuadrada con el tejado picudo, cuatro ventanas, una puerta y una chimenea. Un traqueteante monovolumen llegó dando tumbos hasta la casa y de él salieron seis sonrientes primates que empezaron a saltar arriba y abajo mientras se rascaban la cabeza y los sobacos al tiempo que una voz descaradamente humana gritaba: «¡Uh, uh, uh, aaaah, aaaah!». Los simios de dibujos animados entraron y cerraron la puerta con tal vigor que la casa entera tembló. Instantes después, empezó a salir humo por la chimenea y los primates dijeron adiós por las ventanas antes de tirar de las cortinas de cuadros para cerrarlas.
– ¡Bienvenidos a La casa de los primates -exclamó una atronadora voz de barítono-, donde los simios son los jefes y nunca se sabe lo que puede ocurrir! ¡Cincuenta y nueve cámaras! ¡Seis primates! ¡Un ordenador y saldo ilimitado! Bueno, no solo saldo… Ya saben lo que dicen de los bonobos. -La voz hizo una pausa lo suficientemente larga como para que sonara dos veces una antigua bocina de bicicleta-. ¿O no? ¡Descubra lo próximo que harán nuestros «amorosos primos» aquí, en La casa de los primates!
La casa de dibujos animados desapareció en una nube de humo de animación y de pronto aparecieron los simios reales, apiñados en la esquina de una jaula de acero, formando un amasijo negro y peludo de brazos largos, dedos de las manos largas y dedos de los pies más largos aún.
Isabel se quedó sin aliento arrodillada en el suelo con los dedos apretados contra las esquinas de la pantalla. El estómago le daba vueltas y notaba escalofríos. Intentó contar para asegurarse de que todos estaban allí, pero era imposible descifrar dónde empezaba uno y acababa el otro.
Pusieron La mañana, de Peer Gynt, como si los bonobos estuvieran a punto de despertar de un apacible sueño.
Los primates seguían pegados los unos a los otros en silencio. Sonó un largo pitido seguido de una serie de chirridos agudos que rebotaron sobre las paredes vacías. Bonzi sacó su callosa mano de oscuros nudillos del montón para darles unas palmaditas y tranquilizarlos. Levantó la cabeza y se topó con la mirada preocupada de Sam, cuyos ojos iban de una cámara parpadeante a otra, analizándolo todo.
Un áspero timbre precedió a un golpe metálico final. Los primates gritaron y de nuevo se apiñaron. La puerta de la jaula empezó a abrirse, impulsada por pistones hidráulicos, y se posó sobre una hendidura en la parte superior.
Una vez más, el silencio invadió el interior del edificio.
Durante un largo rato, la única señal de vida en el montículo de simios fue la subida y la bajada de cajas torácicas y arranques ocasionales de angustia. Finalmente, Sam y Bonzi salieron. Los otros gritaron y extendieron los brazos intentando tirar de ellos hacia atrás, pero los dos fueron retirando pacientemente los dedos de las manos y de los pies de sus peludas extremidades. Bonzi dejó a Lola con Makena, se detuvo para examinar los pistones que había al lado de la puerta de la jaula y, tras pensárselo un momento, empezó a avanzar muy, pero que muy lentamente sobre los nudillos. Sam se mantuvo a cubierto al lado de uno de los pistones mientras lo observaba concienzudamente concentrado.
Bonzi se dirigió hacia el centro de la habitación y giró sobre sí misma, abarcando todo con la mirada. Lola y Makena merodeaban cerca de la salida de la jaula. Querían ir junto a ella, pero no lo suficiente como para confiar en los pistones. Entonces empezaron a emitir agudos gemidos de advertencia.
Bonzi se dirigió hacia la puerta principal y la olisqueó, la tocó y pasó los dedos por la tira de goma de la parte de abajo. Miró por la mirilla (que resultó estar a la altura de los primates) y arrugó la cara. Probó el pomo de la puerta. Giró el cierre hacia un lado y hacia el otro con ambas manos, y luego se tumbó boca arriba y lo intentó con los pies. A continuación, recorrió el perímetro de la habitación, en la que no había nada más que la jaula.
Al fondo de la habitación, encontró otra puerta que llevaba a un cuarto de color beis. Cuando entró, la mirada se le iluminó al ver un ordenador. Dejó escapar un estridente grito y se acercó corriendo a cuatro patas. Se abalanzó sobre el taburete de acero inoxidable con los ojos brillantes. Sus dedos de anchos nudillos se deslizaron bajo la pantalla protectora de plexiglás y empezaron a manosear la pantalla táctil para buscar y seleccionar, buscar y seleccionar.
Isabel se acercó aún más a la pantalla de televisión, intentando descifrar los símbolos que Bonzi estaba marcando.
Era una burda reproducción del programa que usaban en el laboratorio. ¿Cómo diablos se había hecho Faulks con aquello? Sin embargo, mientras que los lexigramas del laboratorio permitían crear ideas complejas, allí solo había categorías de nombres abstractos que servían para desplazarse por un listado de objetos concretos. Bonzi hacía sus elecciones entre símbolos que significaban comida, aparatos electrónicos, juguetes, herramientas y ropa, navegando subcategoría tras subcategoría sin descanso. Isabel se había quedado de una pieza. Muy a su pesar, la científica que había en ella recordó con alivio que todo aquello estaba siendo grabado.
Mientras Bonzi trabajaba, el resto de los bonobos salieron de la jaula y empezaron a explorar con indecisión la casa, al estilo de los primates. Isabel los contó mentalmente. Estaban todos allí y parecían estar bien. Vio que vocalizaban, pero no los podía oír porque lo único que se escuchaba era música enlatada, efectos sonoros y risas grabadas como las que ponían en programas del estilo de Videos de primera. La pantalla de televisión se dividió de forma dinámica para mostrar las diferentes zonas de actividad de la casa. Bonzi permanecía en la pantalla central, al lado de una lista de la compra cada vez mayor que iba apareciendo en pantalla con una gruesa letra como escrita a mano con una cera blanca sobre rojo. Mbongo, en un recuadro de la parte inferior izquierda, entraba en cada uno de los tres baños y abría los grifos a la máxima potencia. Orinó en el váter y se puso a tirar de la cisterna una y otra vez. Sam, en el recuadro que estaba sobre el de Mbongo, exploraba la nevera y el congelador, en el que no había nada más que una máquina de hacer hielo. Se metió unos cubitos en la boca, uno detrás de otro, hasta que tuvo los carrillos hinchados. Entonces empezó a lanzarlos hacia varios objetivos individuales. En el lado derecho de la pantalla, Jelani cogía carrerilla, saltaba contra la pared y daba una voltereta hacia atrás cuando llegaba al techo, mientras que Makena lo observaba con expresión de adoración. De vez en cuando, uno de los otros bonobos se colaba en la sala en la que estaba Bonzi y echaba un vistazo emocionado -Isabel lo sabía por la forma en que respiraban y por cómo ponían los labios- o incluso le comunicaban por señas alguna petición, que Bonzi añadía diligentemente. Durante todo el proceso, Lola permanecía sentada sobre la cabeza de Bonzi con los ojos clavados en la pantalla y extendiendo sus diminutas manos para presionar ella misma algunos símbolos. La lista «escrita a mano» creció hasta que no cupo en la pantalla:
Huevos
Peras
Zumo
M &Ms
Cebollas
Leche
Mantas
Llave inglesa
Muñeca
Destornillador
Revista
Cubo
Bonzi observaba pensativa la pantalla, mientras iba eligiendo cuidadosamente.
En la sala de control, Ken Faulks agitó el puño hacia la pared llena de monitores y dio un salto en el aire.
– ¡Sí! -exclamó.
La habitación prorrumpió en vítores. Los corchos de champán reventaron contra un telón de fondo de alegres chillidos.
Un hombre rechoncho con unos auriculares negros levantó una botella hacia el cielo.
– ¡Lo hemos conseguido! ¡Enhorabuena a todos! ¡La casa de los primates ha visto la luz!
– ¡Larga vida a La casa de los primates! -bramó una mujer desde el fondo.
– ¡Larga vida a La casa de los primates! -exclamó un coro de voces.
Faulks tenía la cara colorada. Permaneció inusitadamente pasivo mientras recibía apretones de manos y palmadas en la espalda. Hasta le temblaban las manos cuando alguien le cogió el vaso para rellenarlo con champán. Con las mejillas estampadas de carmín y los dedos curvados alrededor de una copa de champán llena casi por completo de burbujas, dio la espalda a su jubiloso equipo y volvió a mirar los monitores.
En estos se veía el interior de la casa desde todos los ángulos posibles: el baño y su brillante porcelana blanca, la cocina con sus alacenas de arce, la primate en cuclillas sobre el taburete delante del ordenador instalado en la pared, con las rodillas dobladas al lado de la cara seria y con el bebé posado sobre su cabeza. La banda sonora que estaban retransmitiendo, junto con el sonido real de la casa, también sonaba a la vez en el estudio.
Faulks se inclinó hacia delante para acercarse más. Una luz verde parpadeante indicaba que esa era una de las imágenes que estaban emitiendo en directo. Cualquiera que estuviera sintonizando el programa estaría viéndola en ese momento y, según Nielsen, «cualquiera» podía llegar a ser muchísima gente. Los brillantes ojos del primate se clavaban una y otra vez en la pantalla que tenía delante, mientras seguía el cursor con la mirada. Se detuvo para mirar hacia atrás y emitir una serie de chillidos enfáticos.
Faulks levantó una mano y dibujó la silueta de la mandíbula del simio sobre el cristal con la parte de atrás del dedo.
– Esa es mi chica -susurró.
– Eh, quite las manos de mi pantalla -refunfuñó el único ingeniero que no había abandonado su puesto, sino que estaba encorvado sobre las teclas de control. Al no obtener ninguna respuesta, al cabo de un rato volvió a mirar a Faulks y se topó con una mirada férrea-. Quiero decir, por favor, señor -añadió.