El teléfono que Isabel tenía al lado de la cama sonó y la despertó. Tenía las cortinas opacas cerradas y se sintió momentáneamente perdida. Cogió el móvil y respondió «¿Sí?» antes de darse cuenta de que el que sonaba era el teléfono del hotel. Se irguió sobre un codo y buscó a tientas el interruptor de la luz.
– ¿Sí? -repitió, esta vez por el teléfono correcto.
– Buenos días, señorita Duncan. Soy Mario, de recepción. Hay aquí una… «señorita» que quiere verla.
– ¿Tiene el pelo rosa?
– Efectivamente.
– Por favor, dígale que suba.
– Sí, señorita.
Isabel se metió en el baño y se lavó la cara con agua fría. Cogió todos los frasquitos en miniatura para ver qué había dejado el duende de la limpieza el día anterior, admirando complacida la simetría con la que los había colocado. Los volvió a dejar exactamente como estaban y empezaba a plantearse si tendría tiempo para quitarse el pijama de franela, cuando alguien empezó a dar unos golpes rítmicos en la puerta.
Isabel la abrió antes de que diera los dos toques finales.
– ¡Celia!
La susodicha entró de un salto y le dio un abrazo.
– Deja que te vea -dijo-. Me encanta el pijama, por cierto. Date la vuelta.
Isabel suspiró y se puso de espaldas a Celia para que esta le examinara la cabeza. Le pasó los dedos por la fina piel que cubría la prominente cicatriz.
– Está mejor. ¿Sabes qué haría yo? Me tatuaría una cremallera encima, o puede que unos puntos a lo Frankenstein.
– Ya. No creo que lo haga.
– Quedaría genial, sería como personalizar la cicatriz.
– Ya es personal y la pienso tapar con el pelo. ¿Qué tal el vuelo? Has debido de coger uno nocturno -dijo Isabel, mirando el reloj que tenía al lado de la cama.
– He venido haciendo autoestop.
– ¡Celia! Un día de estos te va a pasar algo.
– No creo. Me recogió un autobús de una iglesia. Vinimos cantando canciones de campamento hasta aquí.
– Sí, ya. Es imposible que te hayan traído directamente desde Kansas hasta aquí.
– Bueno, puede ser que haya habido algunos camioneros entre medias.
– ¡Celia!
– Eran majos.
Celia se encogió de hombros al pasar y desapareció en el baño.
– ¿Cuándo llegaste? -gritó Isabel por encima del sonido del agua corriendo.
– Ayer por la noche.
– ¿Dónde te has quedado? ¿Dónde están tus cosas? Celia apareció en la puerta, se rascó el dedo del pie con la alfombra y miró con timidez hacia el suelo.
– Ya, eso. Es que he conocido a un tío…
– Por favor, Celia, dime que no has dormido con un desconocido -dijo Isabel.
– Cálmate, mamá osa. Ya sabes que siempre tengo cuidado. Y no me refiero a conocer, conocer. Fue más un reencuentro. Tú también lo reconocerías.
– ¿Dónde está y dónde te quedas?
Celia se inclinó hacia delante y le cogió las manos a Isabel. La llevó hasta la cama, se sentó y dio una palmada en el espacio que había a su lado.
– Siéntate.
Isabel obedeció, aunque con recelo.
– Nos quedamos en el camping, pero está abajo, en el restaurante. Quiero que vengas a conocerlo.
– Creía que habías dicho que ya lo conocía.
– No -dijo Celia con cautela-, he dicho que lo reconocerías.
John se quedó mirando el plato, taciturno. El Mohegan Moon ofrecía un impresionante bufé de desayuno, pero, después de haber valorado la oferta, había elegido unos huevos a la benedictina del menú. Se trataba de uno de los primeros desayunos que Amanda había perfeccionado y era, sin duda, su favorito. Ya se estaba arrepintiendo de haber dejado la música a todo volumen en el hotel. Se sentía mezquino e inmaduro, casi hasta avergonzado. Volvería después del desayuno y la apagaría.
Aquel chico de pelo verde estaba sentado a su lado en la mesa de la esquina. John no se esperaba que estuviera allí a la hora del desayuno, ¿estaría alojado en el Mohegan Moon? Puede que fuera uno de esos falsos punks que luego tenían un sustancioso fondo fiduciario. Tal vez se teñía el pelo y se hacía piercings para pasar rápidamente esa racha de individualidad incipiente. Seguro que en alguna parte tenía una madre encantadora que se tiraba de los pelos por su culpa.
Un guante blanco pasó por delante de John y lo distrajo. El camarero dejó un plato con una tapa plateada delante de él. Cuando la levantó, aparecieron dos huevos perfectos envueltos en aterciopeladas cubiertas amarillas junto con unas lonchas de crujiente beicon ahumado Applewood y unas doradas patatas con cebolla cortadas en diagonal. John respiró hondo y cogió una de esas botellitas tan monas de salsa picante a las que Amanda solía llamar «tabasco de bolsillo». A veces bromeaba y decía que se iba a hacer unos pendientes con unas, cuando estuvieran vacías. Estaba a punto de echar el tabasco en las patatas, pero se lo pensó mejor y se guardó las botellitas en el bolsillo para llevárselas a Amanda.
Isabel se sujetó la frente con las manos.
– No me lo puedo creer. ¿Cómo demonios ha pasado eso? Si siempre decías que era un gilipollas.
– Un cabeza de chorlito, para ser exactos. Cuando llegué ayer por la tarde, lo vi en la casa de los primates con un puñado de frikis naturistas e hice unos cuantos comentarios sobre ello. Él me dio su punto de vista, empezamos a hablar y resultó que estábamos totalmente de acuerdo en lo de Peter. Y luego, cuando me quise dar cuenta, ¡pum!
– ¿Pum? Isabel levantó la cabeza alejándola de las manos. ¿Pum?
– Sí. Bueno, es una forma de hablar.
Isabel se dejó caer de espaldas y se tapó la cabeza con una almohada. Celia se puso se acercó rápidamente y levantó una esquina de la almohada.
– Por favor, ¿vendrás a conocerlo?
– No puedo. Seguramente Cat Douglas estará abajo. Me ha reconocido.
– Si Catwoman se te acerca, la espantaré.
– Creo que podría hasta contigo, Celia.
– Entonces nos esconderemos. Venga, Isabel. Por favor -añadió con tono persuasivo.
John se puso la servilleta blanca almidonada sobre el regazo y levantó el cuchillo y el tenedor. Mojó los dientes de este último en la salsa holandesa, que estaba recubierta por una ligera telilla, y la probó. Había algo en ella que no debería estar allí, seguramente alguna clase de espesante para que se conservara en la cocina sin generar salmonela.
La salsa holandesa de Amanda solo llevaba yema de huevo, mantequilla y limón. No podía hablar mientras «mareaba» los huevos, como ella decía, porque batirlos sobre una fuente de calor hasta que adquirían la consistencia de satén grueso requería toda su concentración. Justo antes de que estuvieran montados les añadía un trozo de mantequilla en la batidora y la usaba para refrescar tanto las yemas como el fondo de la cacerola. Siempre se ponía contenta por el alivio que sentía y la sensación de triunfo, aunque nunca la había visto tirar una salsa. Después de incorporar toda la mantequilla, se volvía hacia él, mojaba el dedo en la cacerola y le ponía un poco de salsa en la lengua. «¿Es la mejor que he hecho nunca?», le preguntaba con ojos resplandecientes. Y él siempre le decía que sí, porque siempre era verdad.
Había otras cosas en aquel desayuno que estaban mal. Los huevos eran demasiado redondos, lo cual quería decir que no se habían escalfado en el sentido clásico. No habría notado la diferencia si no fuera porque cuando Amanda se había convertido a la iglesia de Julia, había declarado que un huevo no podía considerarse escalfado a menos que estuviera suelto en el agua, aunque se permitía una mínima ayuda en forma de cuchara y chorro de vinagre.
John cortó el centro de la yema, que estaba en su punto. Luego les dio la vuelta a todos los ingredientes para que la yema pudiera empapar el muffin inglés. Entonces se encontró con un trozo de jamón normal. Amanda nunca habría hecho eso. Siempre usaba auténtico beicon canadiense recubierto de harina de maíz, o prosciutto de importación. Y habría metido las yemas de tres espárragos poco hechos al vapor o un paquetito de miniespinacas salteadas y un toque de ajo entre la carne y el huevo. Ella nunca había entendido por qué los huevos a la benedictina y a la florentina tenían que excluirse mutuamente, y él no podría estar más de acuerdo.
– ¿Está todo a su gusto, señor?
– ¿Mmm? -John bajó de nuevo a la tierra-. Ah, sí. Gracias -dijo.
– Muy bien, señor.
Cuando el camarero se fue, John cogió un trozo de beicon con los dedos. En realidad, aquello no era para comer con las manos, pero nadie lo miró mal. Menos el chico de la esquina. Él aún observaba a John con los ojos entornados, atravesándolo con una mirada de odio.
– ¿De verdad vas a hablar con un periodista? -dijo Celia mientras entraban en el ascensor.
– Sí. Pero no le puedes decir nada a nadie.
– ¿Por qué se lo iba a contar a alguien?
– No lo sé, pero… Oye, es importante. Prométemelo. No se lo contarás a nadie, sobre todo a ese nuevo ligue tuyo. ¿Cómo se llama, por cierto?
– Nathan. Te caerá bien.
– Seguro.
– Por favor, dale una oportunidad.
Isabel miró con impaciencia el interior acolchado del ascensor.
El sonido de una campanilla anunció que habían llegado a la planta principal. Rodearon la mesa que había en el centro y el altísimo arreglo floral.
– Está allí, en la esquina -dijo Celia.
– Ya lo veo -dijo Isabel-. Es difícil no fijarse en él.
Nathan se levantó. Empezó a andar, o mejor dicho a correr, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y los hombros encorvados hacia delante.
– ¿Qué está haciendo? ¿Nos ha visto? -preguntó Isabel.
– No lo sé -dijo Celia.
Se detuvo en una mesa. El hombre que estaba sentado en ella levantó la vista. Estaba agarrando un trozo de beicon entre el pulgar y el índice, como si fuera un cigarrillo.
– Comer carne es un asesinato, gilipollas -dijo Nathan. Y dicho esto, deslizó la mano bajo el borde del plato del hombre, giró la muñeca y lo hizo volar por los aires. Se cayó boca abajo en el suelo y se rompió en cuatro trozos. La salsa holandesa le salpicó los zapatos y los pantalones al hombre.
Celia agarró a Isabel por el brazo y la metió tras una de las columnas corintias que flanqueaban la entrada.
Nathan pasó como una exhalación a su lado y salió por la puerta principal sin ni siquiera mirar atrás.
– Vaya -dijo Celia-. Eso no ha estado nada bien.
Isabel tomó aire entre los dientes.
– Celia… -dijo.
– ¿Qué?
– El tío ese es John Thigpen. El periodista al que Bonzi quería besar, con el que yo quiero hablar.
Celia miró hacia atrás. John Thigpen estaba de pie con las palmas de las manos hacia fuera, mirando hacia la salida con los ojos como platos.
– Vaya -dijo Celia-. ¿Ese es Pigpen?
– Sí -dijo Isabel entre dientes-. Ese es Pigpen.