John estudió detenidamente el contenido de la bandeja de entrada de Peter Benton, mientras se mordía y se arrancaba las cutículas y se arrepentía de toda la cafeína que se había tragado. Ya eran cerca de las once y media y tenía que enviar el artículo a las doce. Lo tenía escrito y listo para ser remitido, pero no lograba pulsar el botón de «enviar». Estaba buscando un último detalle que hiciera que aquello pasara de ser un cotilleo malintencionado más del Weekly Times a la noticia del año.
A las once y treinta y siete sonó el teléfono de John. Era Ivanka.
– ¡Está aquí! -gritó, imponiéndose sobre un ruido de fondo ensordecedor de música y voces-. Muy borracho, muy asqueroso, pero digo que llamo y llamo. No tenía que trabajar esta noche, pero pregunta por mí. Me quedo suficiente para baile en regazo, luego me voy. Ven si quieres, pero creo que esta noche no buena noche para hablar.
– ¡Ivanka! Necesito que me hagas un favor. Ve a un sitio donde nadie te oiga.
Ella así lo hizo y lo escuchó mientras le pedía lo que necesitaba.
– Claro -dijo ella-. Puedo hacerlo. -John casi pudo oír cómo se encogía de hombros al responder.
La espera le resultó agónica. John encendió la televisión e intentó concentrarse en ella. Se puso a pasear de arriba abajo, se mordió las uñas, se pasó las manos por el pelo y se rascó el cuero cabelludo. Recorrió los brazos con las manos arriba y abajo, como buscando algo. Cuando entró en el baño, se sobresaltó al ver su propia imagen en el espejo. Respiró hondo varias veces mientras se miraba a los ojos. Se acarició el pelo con las manos y fue a sentarse en el borde de la cama. Apagó la televisión al pasar por delante de ella.
A las doce y un minuto sonó el teléfono.
– Ya lo tengo -dijo Ivanka.
– ¿Dónde estás?
– En mi habitación.
John colgó, se levantó de la cama de un salto y metió los pies en los zapatos. El teléfono volvió a sonar al momento.
– Ahora subo -dijo furioso, mientras intentaba someter a la fuerza el talón recalcitrante de un zapato.
– Lo único que deberías estar haciendo es enviarme mi maldito archivo -dijo Topher.
– Me voy a retrasar, pero será lo más explosivo que hayas visto jamás, y publicarás cada palabra exactamente como yo la he escrito -le dijo antes de que se pusiera a despotricar.
– Eso lo decidiré yo -dijo Topher.
– Por supuesto que sí -repuso John-. Y créeme, lo harás.
Unos instantes después, John llamaba a la puerta de Ivanka. Esta la abrió una rendija y le tendió una BlackBerry.
– El turno de Katarina empieza en veinticinco minutos. Trae en diez. Ella llevará a objetos perdidos.
John corrió escaleras abajo con la BlackBerry de Faulks en la mano, mientras empezaba a reenviarse todas las configuraciones, los correos electrónicos y los mensajes de texto incluso antes de llegar a la habitación. La aplicación del correo electrónico lo remitió a un servidor proxy anónimo que contenía los correos de Peter Benton. No cabía ninguna duda de que había estado conspirando con Faulks antes, durante y después de la explosión, ni de que Benton había intentado extorsionarlo para sacar más dinero después de los hechos. Había también otras cosas interesantes, como archivos que contenían cifras de audiencia e información sobre suscripciones que discrepaban radicalmente de lo que Faulks proclamaba públicamente.
«Vamos, vamos», se dijo, mirando el reloj y controlando el portátil al mismo tiempo. Aunque los había seleccionado y enviado a la vez, cada archivo llegaba por separado y de manera desordenada. Por supuesto, aquello no importaba, pero tenía que asegurarse de que estaba en posesión de hasta la última pizca de información antes de devolver el aparato. Cuando apareció en su correo electrónico el número correcto de mensajes, volvió a centrarse en la BlackBerry y borró todo rastro de que los correos electrónicos habían sido reenviados. Luego volvió sobre sus pasos y le subió la BlackBerry a Ivanka.
Esta le abrió la puerta vestida con un esponjoso albornoz. Estaba aún completamente maquillada, pero se estaba quitando las horquillas del pelo y las prendió en el borde del bolsillo, alineadas como grapas.
– ¿Por qué tardar tanto? -dijo.
John le puso con brusquedad la BlackBerry en las manos, la agarró por los hombros y besó la veta de colorete de su empolvada mejilla.
– Ivanka, eres la mejor.
Una limusina blanca se detuvo bajo el balcón, con música tecno-pop rusa a todo volumen.
– ¡Katarina! -gritó Ivanka por encima del hombro.
Katarina salió del baño con unas botas de gogó de vinilo rosa, unos minúsculos pantalones cortos de lentejuelas y una camiseta de cuello halter. Le arrancó la BlackBerry a Ivanka de las manos sin detenerse y empujó a John para pasar. Aunque no dijo nada, a este le pareció verle esbozar una sonrisilla.
– ¡Katarina! -le gritó cuando se estaba yendo-. ¡Limpia huellas antes de entregar!
Katarina levantó la BlackBerry por encima del hombro como respuesta antes de bajar con elegancia las escaleras de cemento. La puerta del coche se abrió, la música sonó más alto y luego se cerró y el coche se fue.
Ivanka se dirigió lentamente hacia la cama y se tumbó. Cruzó los pies, que tenía enfundados en unas zapatillas de tacón alto adornadas con plumas, y encendió un cigarrillo.
– Gracias de nuevo por tu ayuda, Ivanka -dijo John-. Esto es muy importante.
– Un placer. Además, si todo va bien, me puedo retirar. Tendré la vida solucionada durante dieciocho años.
– ¿Qué? -exclamó John sin poder evitarlo.
– Siempre pongo condón -explicó-. Esta vez, yo sigo. Él cree que yo demasiado vieja para tigresa. Bueno, tal vez no demasiado vieja para bebé. ¡Ja! Así aprenderá.
Eran las tres y cincuenta y seis de la mañana cuando finalmente John pulsó la tecla de «enviar» y el acuse de recibo llegó al instante.
Al cabo de tres minutos, Topher llamó.
– No jodas, ¿es verdad o te lo has inventado? -dijo sin rodeos.
– Verdad al cien por cien.
– ¿No es lo típico de «las fuentes dicen»?
– Las fuentes son reales.
– ¿Puedes demostrarlo?
– Por supuesto. Pero no pienso revelarlas.
– ¿Qué tienes? Quiero verlo.
– Sí, ya te lo reenviaré, pero lo de proteger las fuentes lo digo en serio. No estoy dispuesto a revelarlas bajo ninguna circunstancia.
– Sí, vale. Pero ¿qué tienes?
– Topher…
– Te he oído. Las protegeremos. ¿Qué tienes?
– Tengo correos electrónicos entre Benton y Faulks que prueban que estuvieron en contacto antes y después de la explosión del laboratorio, que Benton le pedía más dinero después del suceso y que Faulks empezó a rechazar sus correos electrónicos hasta que acabó contratándolo de nuevo. Y tengo al menos a un experto que vio a un bonobo identificar a uno de los esbirros de Faulks como una de las personas implicadas en la explosión del laboratorio. En algún lugar alguien lo tiene grabado y apuesto la cabeza a que Sam sería capaz de señalar al culpable en una rueda de reconocimiento.
– ¿Quién es Sam? -Uno de los bonobos.
Topher chilló, lo llamó «chico de oro», le dijo que se emborrachara, que se diera un homenaje, lo que fuera, y colgó.
John llamó a Amanda, que no contestó. Claro que eran más de las cuatro de la mañana.
– Hola, cielo -susurró en su buzón de voz-. Creo que acabo de redimirme como periodista. Esto no puede durar mucho más. Va a salir todo a la luz. Pronto volveré a casa, y estoy deseando verte. Espero que te esté yendo bien con los guiones y que el perro se esté adaptando. Te quiero.
John se desnudó, apagó las luces y se metió bajo las sábanas. Pensó en Ivanka y en el inyectador de pavo. También en Makena alimentando a su nuevo bebé, en lo dulcemente que lo acunaba, guiando su diminuta carita arrugada hacia el pezón. Pensó en los deseos de Amanda de crear su propia familia, de dejar de ser simples extensiones de Fran y Tim, de Paul y Patricia. De repente, todo encajó a la perfección. Ser capaz de crear vida con la mujer que amaba era un milagro de la naturaleza, quizá la necesidad más profunda que jamás había sentido.
John durmió casi hasta las dos de la tarde y, sin duda, habría seguido haciéndolo si alguien no hubiera empezado a aporrear insistentemente la puerta. Cuando la entreabrió, se topó con Victor, el recepcionista gordo y perpetuamente brillante.
– Le ha llegado un fax -dijo, arrojándole un puñado de papeles arrugados.
– Gracias -repuso John, cogiéndolos. Cerró la puerta.
El fax era una versión escorada en blanco y negro de la edición de ese día del Weekly Times recién salida del horno. En la primera hoja ponía: «No quería que tuvieras que esperar. Pronto te enviaré el original. Saludos, Topher». Plantada en medio de la portada había una foto de Faulks en la que no salía nada favorecido, probablemente lo habían pescado parpadeando. Lo habían puesto sobre el hongo de una explosión nuclear, bajo el titular «¡King Porn atrapado!». Dada la naturaleza de la portada, John empezó a pasar las hojas con cierta aprensión. Sin embargo, comprobó que Topher había publicado su artículo palabra por palabra. Todo estaba allí, desde el título: «Primate con sobresaliente en idiomas relaciona a un socio de Faulks con la explosión del laboratorio», hasta la frase final: «Fuentes cercanas nos han facilitado pruebas irrefutables de que Peter Benton, antiguo director del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, conspiró con Ken Faulks, el empresario del porno reconvertido en magnate de los medios de comunicación, en la colocación de la bomba del día de Año Nuevo en la que resultó herida de gravedad una científica. A consecuencia de este atentado, los seis bonobos se convirtieron en prisioneros del apetito insaciable de Estados Unidos por el fenómeno denominado "telerrealidad"».
Se detuvo el tiempo justo para ponerse los vaqueros encima de los calzoncillos y se fue corriendo hasta el Mohegan Moon en camiseta interior, sin calcetines bajo los zapatos y con las páginas apretadas contra el pecho.
– ¿Podemos quedar? -dijo Isabel por teléfono, conteniendo la respiración.
La respuesta de Peter fue inmediata.
– Claro. ¿Dónde?
– En el bar del Mohegan Moon. Ven lo más rápido que puedas. No puedo creer que lo hayas hecho. Gracias. Gracias, gracias, gracias.
– Dios mío -dijo él con voz sorprendida-. Estoy deseando verte, Izzy.
– Yo también -replicó Isabel mientras observaba las hojas del fax, que estaban extendidas ordenadamente sobre la mesa delante de ella.
Veinte minutos después, Isabel estaba sentada en una de las mesas que estaban casi en el centro. Estas eran más fáciles de conseguir ahora que La casa de los primates ya no se emitía. Todavía rondaban por allí un puñado de periodistas y de directores de casinos, pero ya había pasado el tiempo en el que solo había sitio para estar de pie. Cat Douglas estaba en la esquina de la barra, dándole unos tragos a un Campari con soda. Apartó el taburete y se dirigió hacia Isabel, pero cuando vio cómo la miraba, se paró en seco. Isabel la envió con la mirada derechita a la esquina.
Cuando Peter entró, le echó un vistazo a la sala antes de ver a Isabel. Le dio un fugaz beso en la mejilla y se sentó. La silla chirrió contra el suelo cuando la echó hacia atrás y miró alrededor como para disculparse.
– Estás preciosa -le dijo mientras se sentaba.
– Gracias -respondió Isabel, consciente de que la última vez que la había visto estaba totalmente calva y le faltaban cinco dientes. Ella también lo encontró muy diferente, aunque no sabía muy bien por qué: iba vestido y arreglado como siempre, de forma conservadora y pulcra y aún emanaba la misma confianza serena.
El camarero vino y tomó nota de lo que él iba a beber: un whisky doble con hielo.
– Bueno -dijo Peter cuando el camarero se marchó-, pues aquí estamos.
– Sí. -Ella clavó la mirada en el agua con gas y removió la pequeña pajita roja. Puso la rodaja de lima a un lado, la exprimió y la dejó caer en el vaso. El chorrito de zumo empañó momentáneamente el agua. Por el rabillo del ojo, vio a Cat Douglas observándolos atentamente.
Isabel sonrió y extendió las manos hacia el otro lado de la mesa. Peter se las cogió.
– Así que hemos recuperado a los primates -dijo ella-. Casi no me lo puedo creer. -Parpadeó con rapidez-. Lo siento, ha sido un camino tan largo que me parece imposible que haya llegado a su fin.
Peter siguió agarrando las manos de Isabel, pero con menos fuerza. El camarero le puso delante el whisky doble con hielo.
– Gracias -dijo, levantando la vista hacia él.
– Todo ha terminado, ¿verdad? -dijo Isabel, dedicándole una sonrisa llorosa-. Lo del otro día de retomarlo donde lo habíamos dejado lo decías en serio, ¿verdad?
– Te quiero, Isabel. Siempre te he querido.
– Me refiero a los primates, Peter. Los primates se vienen a casa con nosotros, ¿no?
Peter se bebió el whisky sin quitarle ojo de encima.
– Deberías pedir otro -dijo Isabel. Él miró al techo y se rio.
– Ya sabes lo que decía Shakespeare del alcohol: «Provoca el deseo, pero frustra la ejecución». Y llevo tanto tiempo lejos de ti que Dios sabe que…
– ¿Qué «provoca» ni qué «ejecución», gilipollas? -Se levantó y se inclinó sobre la mesa-. ¿Cuándo aprenderás a cerrar la puta boca?
Él se echó hacia atrás.
Ella volvió a sentarse y, tras rebuscar en el bolso, sacó los papeles que había doblado por la mitad. Los puso suavemente sobre la mesa, con tranquilidad, doblándolos de nuevo del revés para que quedaran lisos.
– Me gustaría poder decir que me dio pena enterarme, pero nada me produce más placer que informarte de que tu lamentable culo va a ir a la cárcel. Te pasarás un montón de años en una celda de dos metros y medio por dos metros y medio y de cuatro metros de altura. Vas a experimentar en tus propias carnes qué se siente al ser retenido en una jaula por gente hostil a la que le importáis un bledo tú y tu sufrimiento, como les pasó a todos esos primates con los que experimentabas en el IEP.
Isabel deslizó los papeles sobre la mesa. Mientras él los cogía y los leía, ella se sintió en la gloria. Y más aún cuando vio la culpabilidad reflejada en su cara. Cuando se puso de pie y anunció en voz alta que en esos momentos aquello estaba llegando a los kioscos de todo el país y vio la mirada herida de Cat al darse cuenta de que le habían robado la exclusiva, pensó que esta se iba a desmayar.
Mientras John atravesaba el aparcamiento del Buccaneer, Ivanka se inclinó sobre el balcón en albornoz y gritó:
– ¡Rápido! ¡Pon tele!
John se dirigió a toda prisa hacia la habitación.
Topher McFadden estaba en el tercer canal que sintonizó, rodeado de periodistas y de cámaras de televisión. El viento le alborotaba el pelo rubio echándoselo hacia un lado y tenía el último botón del cuello de la camisa de color lavanda desabrochado. Los flashes se le reflejaban en los cristales de las gafas cuadradas.
– Este es el tipo de noticias que el Weekly Times se enorgullece de poner en conocimiento de los lectores -estaba diciendo-. Es la clase de información que ellos esperan que les facilitemos.
A su alrededor se produjo un rumor de voces. Topher echó un vistazo a las caras y a los micrófonos y señaló a alguien. Las otras voces enmudecieron.
– ¿Cómo se las han arreglado para conseguir esta noticia antes que otros periódicos de mayor prestigio que también estaban cubriendo La casa de los primates?
– Nuestros reporteros son investigadores profesionales que saben cómo escarbar para llegar al fondo de los hechos. Yo mismo elegí a John Thigpen para esta misión y hemos trabajado codo con codo desde su primer artículo. Tenía la experiencia, el espíritu de investigación y la tenacidad necesarios para sacar esta historia a la luz. Entró en contacto con los primates y con sus cuidadores antes incluso de la explosión y utilizó dichos contactos para descubrir lo que otros reporteros no lograron.
Se oyeron más gritos reclamando atención y se produjeron más empujones. De nuevo Topher señaló a alguien con el dedo. Los demás se quedaron en silencio.
– ¿Sí? -dijo, invitándole a preguntar.
– Se comenta que se está llevando a cabo una investigación judicial basada en las declaraciones de este artículo. ¿Tiene algo que decir?
Una vez más, se produjo un remolino de voces. Topher levantó ambas manos y cerró los ojos, pidiendo silencio. Cuando se callaron, dijo:
– Las últimas piezas de este puzle encajaron minutos antes del cierre de la edición. Desde entonces, hemos estado cooperando con las autoridades del Departamento de Policía de Kansas City y con el FBI, e iremos proporcionando la información que podamos, siempre y cuando eso no implique poner en peligro a nuestras fuentes. Lo que sí puedo decirles es que la Protectora de Animales del condado de Doña Ana se ha hecho cargo de los bonobos esta misma mañana y que, en estos momentos, hay un equipo de transporte del zoo de San Diego en camino.
Los periodistas empezaron de nuevo a competir gritando preguntas y Topher volvió a señalar, como si se tratara del secretario de prensa del presidente de Estados Unidos…
– Al parecer, esta historia tiene mucho que ver con la palabra, si se le puede llamar así -dijo la periodista-, de un primate que presuntamente reconoció a uno de los empleados de Faulks como uno de los implicados en la explosión del laboratorio. ¿Cree que los tribunales tendrán en cuenta como prueba el testimonio de un primate?
En la tostada cara de Topher se dibujó una mirada de profunda concentración.
– Deben recordar que estos primates son expertos en lenguaje humano y que, aunque es posible que no se les permita testificar en un tribunal de justicia, desde luego pueden hacerlo ante el tribunal de la opinión pública. Una entrevista con Katie Couric podría resultar interesante, de hecho. Pero la opinión de Sam dista mucho de ser la única prueba que el Weekly Times ha descubierto.
– Faulks es productor de cine. ¿Fue él el responsable de la declaración en vídeo colgada en Internet?
– Hemos publicado todo aquello de lo que tenemos certeza absoluta. Es probable que, después de la explosión, la LLT viera la oportunidad de adjudicarse los hechos y de provocar los mayores daños colaterales posibles. Pero estoy seguro de que para el FBI será un placer aclararlo a medida que vaya avanzando la investigación.
Un hombre vestido de traje se inclinó hacia Topher y le susurró algo al oído. Éste asintió.
– ¡Señor McFadden!
– ¡Señor McFadden!
Topher levantó una mano para indicar que había terminado.
– Muchas gracias. Recibirán más información en nuestro próximo número. -Y dicho esto, dio media vuelta y desapareció entre la multitud con sus ayudantes.
John se quedó mirando la pantalla alucinado. Un reportero le hizo volver a fijar la vista, pues estaba explicando que los bonobos estaban a punto de volver a reunirse con dos de sus antiguas cuidadoras y que, aunque todavía estaban pendientes de un chequeo veterinario, se esperaba que emprendieran el viaje hacia San Diego al día siguiente.