19

El día de la entrevista de trabajo, John ya se había afeitado, se había duchado y se estaba tomando el café en la encimera de la cocina con la corbata sobre el hombro.

Amanda apareció con un albornoz y una toalla a modo de turbante. Se acercó y se sirvió una taza de café con un aura sombría.

John soltó el café para abrazarla.

– Eh -le dijo, frotándole la parte baja de la espalda-, ¿estás bien?

Ella asintió.

– Sí. -Luego puso la taza sobre la encimera y se encogió de hombros-. La verdad es que no. Estoy muerta de miedo. No soporto la idea de que me claven agujas en la cara. ¿Y si me muevo y falla?

– Pues no lo hagas. No lo necesitas. Ese tío es un idiota redomado.

– Aunque lo sea, también es el director ejecutivo. -Inspiró profundamente-. No, todo irá bien. Todo el mundo dice que no es tan terrible. -Le dio un beso rápido distraídamente y cogió el café-. Buena suerte con la entrevista.

– Gracias -respondió él mientras observaba impotente cómo desaparecía en el pasillo.


* * *

John empujó la puerta del edificio con la cadera para abrirla mientras se aferraba al envase de cartón ondulado del café largo grande con leche desnatada. Al entrar en el vestíbulo, todas sus ideas preconcebidas se hicieron añicos y tuvo que pararse a asimilarlo. Al parecer, alguien había comprado el Weekly Times. Muchos alguienes.

La recepción era espaciosa, tenía el techo alto y estaba decorada con sofás modulares colocados en semicírculos. Había mesas de madera de cerezo con la superficie de cristal en las que se exhibían en perfectos abanicos los números más recientes del Weekly Times. Había velas cuadradas en recipientes de cristal mate brillando en cada uno de los extremos de la mesa de recepción, que tenía la superficie de cristal, y una ancha cascada de pizarra borboteaba plácidamente sobre la pared del fondo. Sobre ella había un logotipo gigante de la revista.

John aspiró profundamente el aire perfumado intentando cambiar de actitud. Hacía solo unos minutos había sido humillado por una camarera porque se había equivocado haciendo el pedido. Tenía la cabeza puesta en Amanda y en su cara llena de agujas y había balbuceado algo que, aunque nada elegante, por lo visto había resultado funcional, ya que al final le había dado la bebida correcta. Cuando la camarera le dio el cambio a John, también le dedicó una sonrisa compasiva y le recordó que en realidad aquello se llamaba «café largo grande con leche desnatada». Por toda respuesta, John se quedó mirándola y huyó con el maldito café desnatado ultra doble y no sé qué más.

John se acercó a la mesa de recepción. La refinada joven que estaba tras ella levantó la vista.

– ¿Puedo ayudarle? -dijo sonriendo sin mostrar los dientes. Tenía la piel perfecta y completamente lisa. John se preguntó si se encontraba ante una demostración de los efectos del Restalyne. Un poquito de relleno para resaltar los pómulos, un pequeño je ne sais quoi en el labio superior.

– Sí. Tengo una cita con Topher McFadden a las diez. -John dejó el café con leche sobre el mostrador mientras la mujer lo seguía con la mirada. Una gota de café resbaló hasta la base. Él lo volvió a levantar, dejando un cerco.

– ¿Su nombre? -John Thigpen.

– ¿Thigpen?

– Sí, Thigpen.

– Lo avisaré -dijo la mujer en un reverente susurro digno de una bibliotecaria-. Por favor, tome asiento.

– Gracias -dijo John, bajando la voz en consonancia con ella.

Dejó el maletín en el suelo y se apoyó, incómodo, sobre una pieza de mobiliario de color rojo. Al cabo de un rato, cogió un pañuelo de papel del bolsillo, lo dobló y lo usó de posavasos para que el café con leche no ensuciara el cristal biselado.

La recepcionista lo miró a los ojos y posó fugazmente los dedos de manicura perfecta sobre su hombro. John frunció el ceño. Ella repitió el gesto. John miró hacia abajo y vio que todavía llevaba la corbata sobre el hombro para no mancharla. Se ruborizó y la alisó sobre la pechera de la camisa.

La recepcionista contestó al teléfono y John se entretuvo mirando hacia la puerta de la calle, a las piernas que desfilaban más allá de las enormes cristaleras. Rayas almidonadas, medias finísimas y tacones de aguja tambaleantes. Botas militares, zapatos granates y zapatillas de deporte. Piernas patosas, piernas altaneras, piernas resueltas. Piernas peludas que se levantaban para dar paso a un torrente de orina que cayó sobre la esquina de piedra antes de que la correa que había sobre otro par de piernas le diera un firme tirón.

A John le palpitaba el corazón a mil por hora.

Sobre la mesa que tenía delante se desplegaba una fantasmagoría de revistas de moda: alborotadas extensiones, vestidos de globo y tacones imposibles con suelas rojas. Entre labios como picos de ornitorrinco asomaban relucientes carillas. Caras mejoradas con cirugía mantenían el equilibrio sobre cuellos tan delgados como tallos.

«¿Dieta o cirugía?», bramaba el titular.

«¡Las disputas empeoran!».

«¡PILLADO!».

«¡Las niñeras de Hollywood lo cuentan todo!».

«¡Implantes de pecho FALLIDOS!».

John miró hacia arriba y vio a la recepcionista flirteando con un empleado del servicio de mensajería Fedex. Cogió una de las revistas.

Una drag queen obesa con un moño rubio cardado llamada Madame Butterfly hacía chistes sobre las peores catástrofes de la semana en la alfombra roja. Diminutas estrellas ocultas tras gafas de sol del tamaño del Sputnik y mujeres delgadas como lápices miraban lúgubremente por encima del hombro a los batallones de cámaras.

John tenía las piernas cruzadas y estaba completamente absorto cuando alguien pronunció su nombre.


* * *

La sala de redacción era enorme y estaba llena de cubículos con paredes que no sobrepasaban la altura de la cintura, con lo cual no permitían tener privacidad pero sí un acceso casi igualitario a la luz natural. Había monitores colgados del techo con los canales de noticias sintonizados y gente joven, delgada y bien peinada corría por los pasillos con montones de papeles, pruebas y fotografías. Cuando John entró en un despacho situado en una esquina con paredes de vidrio del suelo al techo, Topher McFadden se levantó para saludarlo. Vestía ropa cara y colorida: camisa verde manzana y corbata de seda de un tono azul violáceo, una combinación que en teoría no debería funcionar, pero lo hacía. Las gafas y los zapatos que llevaba eran macizos y de líneas cuadradas. Estaba en buena forma y bronceado, tenía una mata de pelo rubio y podría tener cualquier edad entre veinticinco y cuarenta y cinco años. John esperaba que estuviera más cerca de los cuarenta y cinco, dada la obvia diferencia de estatus. Se estrecharon la mano.

– Siéntese -dijo Topher McFadden, señalando el sofá. Él se replegó tras la mesa.

John tomó asiento y se hundió en una piel suave como la mantequilla. Intentó echarse hacia delante, algo nada fácil dado que tenía que sujetar con una mano una bebida caliente. Al final, la labor implicó un buen número de deslizamientos y un desafortunado pedo por parte de la silla. Mantuvo cuidadosamente el equilibrio en el borde. La diferencia de altura de los muebles hacía que estuviera al menos medio metro más bajo que el entrevistador.

– Ah, aquí tiene -dijo John, estirándose hacia delante para dejar el café «no sé qué» encima de la mesa.

Topher McFadden cogió el café. Buscó el agujero del vaso y le dio un trago largo.

– Bueno, al grano -dijo, cogiendo el curriculum de John-. Veo que fue becario de Ken Faulks. ¿Se llevaban bien?

– Está hablando de Ken Faulks -dijo John, aunque la simple mención de aquel nombre lo animó.

– Ya -dijo McFadden. Puso los pies sobre la mesa y juntó ambas manos en forma de casita-. ¿Ha visto su nuevo proyecto? Lo de los monos en la casa de Nuevo México. Es realmente ambicioso, algo sin precedentes. Y va a ir a más. Quiero a alguien allí, a alguien atrevido.

A John le dio un vuelco el corazón y se quedó sin respiración. Intentó contenerse, pero, antes de que se diera cuenta, ya se le había soltado la lengua:

– Yo cubría esa noticia en el Inky. No solo porque estuviera de becario para Faulks en el Gazette, cosa que por supuesto hice, sino también porque estuve con los primates. Estuve en el Laboratorio de Lenguaje literalmente unas horas antes de que lo volaran por los aires.

– ¿En serio? -preguntó McFadden. Su actitud se transformó ligeramente, cambió la cabeza de ángulo y examinó a John más a conciencia.

– Sí. Conozco la historia de esos simios. Sé cómo se llaman. Sé el trabajo que estaban haciendo. Diablos, hasta hablé con ellos. Mantuve con ellos una conversación bilateral. También conozco a la científica que resultó herida. Y he trabajado para Faulks. Soy bueno y estoy deseando hacer esto. Quiero recuperar mi historia y soy la mejor persona para hacerlo. Haré lo que sea para que me contrate. No se arrepentirá.

Topher McFadden miró a John con gravedad durante un buen rato. Empezó a ondular de nuevo los dedos como si fueran los tentáculos de una medusa.

– Entonces ¿por qué dejó el Inquirer?

John se quedó mirándolo e intentó no apretar los dientes.

– Digamos que una compañera me puso la zancadilla y yo tenía razones de peso para venirme aquí.

– ¿Su esposa?

– Sí, mi esposa.

McFadden sonrió y bajó los pies de la mesa.

– Muy bien. Parece que salimos ganando con la pérdida del Inky. ¿Cuándo puede partir para Lizard?


* * *

El teléfono de John sonó cuando estaba saliendo del aparcamiento. Era Amanda.

– ¿Te han dado el trabajo? -preguntó.

– ¡Eres una diosa! ¡Un genio! -respondió él, sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro para poder pagar al empleado.

– ¿Ah, sí?

– ¡Sí! Vuelvo a La casa de los primates.

Ella gritó tan fuerte que a punto estuvo de dejar caer el teléfono.

– ¡Dios mío, cielo! ¡Me alegro mucho por ti!

– ¿Te han hecho lo de la cara?

– Sí, pero eso no importa. Cuéntame lo de los primates.

– Pues me tengo que ir a Nuevo México casi inmediatamente, pero…

– Mierda -interrumpió Amanda-. Me está llamando Sean. Lo siento, cariño, tengo que contestar. Eso me recuerda que esta noche vamos a una fiesta. Ahora nos vemos. ¡Compra champán!


* * *

John llegó a casa con el champán en la mano y se encontró una nota de Amanda en la nevera que decía que tenía que hacer unas cosas para prepararse para la fiesta y que no sabía cuánto tardaría. Le pedía que estuviera listo a las ocho y firmaba con equis y oes.

Entró por la puerta cinco minutos antes de la hora, le echó un vistazo a John y dijo:

– No pensarás ir así, ¿verdad?

Ella llevaba el pelo recogido en un moño de rizos rubios sueltos, de esos que implican mucho trabajo, tenacillas y horquillas. Las uñas perfectas de los dedos de los pies le asomaban por la parte frontal de unos zapatos abiertos por delante cuyas suelas carmesí hicieron que un escalofrío de advertencia subiera por la espina dorsal de John. Había visto a famosas manteniendo el equilibrio sobre zapatos con las suelas rojas hacía unas horas en un artículo del Weekly Times. Iba embutida en un vestido negro ajustado de punto que solo tenía un hombro.

Ella parpadeó expectante. El recordó la pregunta.

– Ese era el plan -dijo, bajando la mirada para verse. Aún llevaba puesto el traje de la entrevista, todo salvo la corbata.

– Yo llevo unos Christian Louboutin -repuso ella a modo de explicación. John no tenía ni idea de lo que eso significaba.

– ¿Quieres que me vuelva a poner la corbata? -preguntó él.

Ella sacudió la cabeza y sonrió. Estaba claro que no tenía remedio.

– Ven aquí, deja que te vea -dijo, echándose hacia delante e inclinándole la cara hacia la luz. Ella la giró sin rechistar.

Los rasgos de su cara le parecían exactamente iguales a los de aquella mañana.

– Refréscame la memoria… ¿Qué se suponía que tenía que estar diferente?

– Tengo un poco más de relleno por aquí -dijo ella, señalando la zona entre la nariz y la boca- y aquí -añadió apuntando hacia los labios-. También me inyectó un poco bajo los ojos y las pecas han desaparecido. Y en unos cuantos días, no seré capaz de fruncir el ceño.

– ¿Y cómo sabré si estás enfadada conmigo?

– Ya te enterarás -dijo ella riéndose.

– ¿Cuánto ha costado?

– Mil cien dólares -dijo tras una breve pausa.

John palideció.

– ¿Mil cien dólares?

– Pero mirándolo por el lado bueno, si continúo haciéndolo nunca tendré arrugas -replicó con rapidez-. Los músculos se atrofiarán. Además creo que podemos desgravarlo…, a lo mejor.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta.

Amanda se dio la vuelta y le echo otro vistazo a John.

– Oye, ¿por qué no vas sin mí y ya está? -dijo John-. De todos modos, no se me da nada bien chismorrear.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella, cogiendo la diminuta cartera de lentejuelas de la mesa de la entrada.

– Sí -afirmó John. Esperaba al menos una ligera queja: él nunca se había opuesto a que le dijeran qué ponerse y podía haberse cambiado con rapidez y, además, sentía bastante curiosidad por ese mundo de famosos que su mujer estaba empezando a habitar.

– Nos tomaremos el champán cuando vuelva -repuso ella.

– Vale -dijo él.

Le dio un beso de despedida y abrió la puerta durante el tiempo suficiente para que pudiera ver a Sean, que parecía haber puesto todo su empeño en simular ser un adicto grasiento y sin afeitar. Este le murmuró algo a John y alzó una mano a modo de saludo mientras Amanda salía tambaleándose sobre los tacones, que debían de medir al menos doce centímetros. La puerta se cerró de un portazo.

John se quedó mirando la parte de dentro durante unos segundos.

¿Mil cien dólares?

Al final se llevó el portátil a la cama para investigar todo lo que pudiera sobre los primates. Hasta ese momento, nadie había logrado entrevistar a Ken Faulks, a ninguno de los directivos de la universidad ni a ninguno de los científicos involucrados en el proyecto. Peter Benton ponía todo su empeño en esquivar a los medios de comunicación, invocando con aire de suficiencia los tópicos habituales como si fuera algún personaje famoso. «No voy a comentar nada», decía ocultándose tras unas gafas oscuras, o mientras levantaba la mano para tapar el objetivo de la cámara. En cuanto a Isabel Duncan, parecía que se la hubiera tragado la tierra. Ni había concedido ninguna entrevista ni había vuelto a la universidad. Recordó su críptico comentario sobre la familia y esperó que, estuviera donde estuviera, se encontrara bien.


* * *

Amanda llegó a casa tres horas más tarde y se deslizó en la cama como una sombra negra.

– ¿La fiesta ya ha terminado? -preguntó John. Estaba medio dormido y tenía los ojos vidriosos clavados en el programa nocturno. Había estado viendo La casa de los primates hasta que los bonobos se habían ido a dormir.

– ¡No! -le espetó ella, tirando la cartera contra la pared y haciendo volar por los aires su contenido: una barra de labios, maquillaje compacto, la tarjeta de crédito y el carné de conducir.

John saltó de la cama.

– ¡Para! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

– No, no estoy bien. -Lanzó los zapatos a la esquina por encima de la cabeza, uno detrás de otro.

Plaf.

Plaf.

La diminuta punta negra de uno de los tacones de aguja hizo una muesca en la pared.

– ¿Cielo? -dijo John, acercándose como si ella fuera un caballo desbocado. Extendió la mano con cautela para tocarle el brazo. Cuando vio que no arremetía contra él, empezó a acariciarla-. Amanda, cielo, cuéntame qué ha pasado.

– Para empezar, estuvimos haciendo cola durante una hora detrás de unas cuerdas de terciopelo mientras dejaban pasar a otras personas. Más importantes que nosotros, supongo. Luego empezó a llover y se me rizó el pelo de tal forma que parecía Medusa y los pies me estaban matando. ¿Has probado a caminar alguna vez sobre un tacón de doce centímetros? Esos zapatos cuestan setecientos sesenta dólares y los he destrozado por quedarme allí de pie sobre un charco grasiento. Y los pies también los tengo destrozados.

– ¿Has dicho setecientos sesenta dólares?

– ¡Y luego, cuando al fin conseguimos entrar, el local estaba abarrotado de famosos de nueva generación como Kim Kardashian y Paris Hilton! Y Paris andaba por allí pavoneándose como si hubiera nacido sobre unos tacones de doce centímetros. ¿Habrán hecho algo alguna vez en su vida? De verdad, ¿qué han aportado a la cultura, al mundo o a la industria del entretenimiento, además tal vez de acumular multas por conducir borrachos y estancias simbólicas en la cárcel? Eso sí, al menos Kim y Paris tienen vídeos practicando sexo. -Amanda imitó a Paris Hilton echando las caderas hacia delante y los hombros hacia atrás, con los brazos en jarras y ladeando la cabeza para que le cayera el pelo sobre un ojo-. ¡Hola, espejito! ¡Estoy caliente!

John se hundió en el borde de la cama.

– ¿Has visto el vídeo de Paris Hilton practicando sexo? ¿Cuándo?

– Y luego nos unimos a nuestro grupo y todo el mundo me analizaba la cara, porque supongo que no era ningún secreto que me la había arreglado esta mañana, y un tío calvo de ojos saltones que llevaba alzas va y me dice: «¿Sabes? Tengo a la persona perfecta para tu nariz».

John se enderezó al momento.

– ¿Qué?

– Lo que oyes. Y entonces empezaron a hablar de mi nariz. Según ellos, tengo las ventanas de la nariz «prominentes». Alguien usó exactamente esa palabra. Y a todos les pareció muy gracioso, ja, ja, ja.

– Joder.

Ella sacudió la cabeza con violencia y se tiró sobre la cama a su lado. Sus ojos echaban chispas.

– No pienso hacerlo, John. No pienso hacerlo. No pienso convertirme en un robot de Hollywood.

Respiró hondo y cerró los ojos. John tuvo la sensación de que aún había algo más.

– Y luego me dijeron que cabía la posibilidad de que cambiaran la edad de los actores de nuestra serie para que tuvieran menos de veinte años en lugar de cuarenta y tantos, lo que básicamente significa que estaremos haciendo Gossip Girl en lugar de Sexo en Nueva York. Y que tendré que empezar de nuevo con los guiones. Tendré que seguir incluyendo Vitamin Water en todas las escenas, solo que ahora habrá que añadir también una mención a Macy's. Al menos eso es solo una vez por capítulo, pero probablemente también tendrá que haber un plano en el que se vea claramente una bolsa de los almacenes, aunque eso es cosa del director de escena. -Abrió los ojos y se quedó mirando al techo. John estaba tumbado a su lado, incorporado sobre un codo, mirándola-. Odio este sitio -dijo-. Odio este trabajo. Hasta me odio a mí misma. No me puedo creer que nos haya hecho esto. He arruinado nuestra vida por completo.

Se levantó y se fue al baño, cerrando la puerta tras ella.

John se quedó tendido en la cama escuchando atentamente, preguntándose si debía preocuparse. No la había visto tan enfadada desde que Fran había desterrado para siempre los juguetes eróticos de nuestras vidas.

Se levantó y pegó la oreja a la puerta del baño. Oyó un sonido de agua corriendo.

– ¿Estás bien?

– Sí -dijo-, solo estoy poniendo a remojo los puñeteros pies. ¿Puedes mirar si me he cargado los zapatos?

John rescató los zapatos de la esquina. Tenían una muesca en medio de la parte roja del interior de uno de los tacones, una diminuta onda en la piel. John la alisó con el pulgar.

– Bueno, no están exactamente para poderlos devolver, pero tampoco están hechos polvo.

– Me alegro. Los voy a vender por eBay. Y el vestido también.

– ¿Quieres una copa de vino o algo?

– No.

– ¿Y un masaje en los pies?

Cuando finalmente se fue a la cama, él estaba dormitando, pero no duró mucho. Ella se daba la vuelta y volvía a ahuecar las almohadas cada vez que John empezaba a quedarse dormido.

– Estás haciendo ruidos con la garganta -dijo ella.

– Lo siento. -Se cambió de postura sin rechistar para ponerse de lado en lugar de boca arriba.

– En realidad, son más como ronquidos y silbidos -añadió al cabo de unos segundos.

– Mmmm.

Afortunadamente, se calló y, una vez más, John notó cómo se iba quedando dormido.

– Ahora estás gruñendo y resoplando y cuando exhalas parece que murmuras.

– Amanda… -John abrió los ojos de par en par.

– ¿Sí?

– Solo un escritor podría describir los ronquidos como tú lo haces.

– Lo siento. Ya paro. John se levantó.

– No hace falta que te vayas -dijo ella, rodando hacia su lado de la cama y hundiendo la cabeza en sus almohadas. Él observó su forma inerte.

– ¿Amanda?

– ¿Mmmm?

– No sé si me has oído antes cuando te lo conté por teléfono, pero me voy a Nuevo México.

Amanda se irguió sobre los codos con cara afligida y lo miró unos segundos.

– Dios mío. De verdad, soy un ser humano horrible. -Y tras otra pausa, añadió-: No puedo creer que no te haya preguntado aún por eso. Soy la persona más egocéntrica del planeta. Ya me estoy convirtiendo en uno de ellos.

– Estabas distraída. Y con razón.

– ¿Quieres hablar de ello ahora? ¿Abrimos el champán?

– Creo que es un poco tarde para eso -dijo, mirando el reloj-. Puede que me vaya ya mañana. ¿Estarás bien sola?

Ella se volvió a hundir en la almohada.

– Estaré bien -dijo con un hilo de voz.

– Porque ahora estoy un poco preocupado por ti.

– Lo superaré. De verdad. Es solo que… aquí nada es como me lo esperaba. No hay más que plástico, botox, operaciones de nariz y gente que te juzga constantemente por cosas que no tienen nada que ver con tu trabajo. Por favor, vuelve a la cama. Te prometo que te dejaré dormir.

Él bajó la vista hacia ella un momento.

– No. Duérmete -le dijo, inclinándose para darle un beso en la frente.

John bajó las escaleras, se sirvió una copa de vino de una botella que estaba abierta, encendió el ordenador de Amanda y se descargó Receta del desastre en un pen drive. En el mismo fichero encontró una hoja de cálculo con una lista de agentes, presumiblemente por orden de preferencia, ya que los había puntuado con diferente número de estrellas. El archivo reflejaba cuándo se había puesto en contacto con ellos y qué respuesta le habían dado. Alrededor de un tercio ni siquiera se habían molestado en contestar. Guardó también una copia de ese archivo en el pen drive.

Eran más de las dos cuando volvió sigilosamente arriba. Ella seguía en su lado de la cama, roncando suavemente. Aquella imagen le produjo una punzada de ternura tan desmesurada que se le hizo un nudo en la garganta.

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