Mbongo estaba sentado en el suelo, entre un sofá patas arriba y el extraño globo humano que Bonzi mantenía cubierto con una manta. Miró afligido hacia el puf, su lugar favorito para repanchingarse, pero Sam seguía ocupándolo mientras miraba la tele y chupaba una naranja. Mbongo se cruzó de brazos, los posó sobre la barriga y observó su montón de hamburguesas con queso. Finalmente cogió una y le dio la vuelta. Los extremos del papel amarillo encerado estaban sujetos con una pegatina que él retiró. La cambió de dedo en dedo contemplando cómo se adhería y luego se la pegó en la cima de la barriga. La colocó bien, presionó unas cuantas veces para asegurarse de que estaba bien pegada y volvió a centrar su atención en la hamburguesa. La desenvolvió y la puso boca abajo sobre el envoltorio cuadrado de papel. Separó el pan de abajo -plano y enharinado- y lo tiró por encima del hombro. Hurgó con cuidado en el relleno del pan de arriba, cogió el pepinillo y lo lanzó contra la pared, donde se quedó pegado con los pepinillos de los días anteriores. Arrugó la frente, pensativo. Puso el dedo índice casi en el centro de la hamburguesa y apretó. Satisfecho con el resultado, repitió tres veces más la operación, dejando la carne agujereada como si fuera un botón. Miró a su alrededor con optimismo en busca de aprobación, pero todas las hembras estaban en el jardín, Sam estaba hipnotizado por el programa de televisión y no veía a Jelani. Mbongo lamió los condimentos del dedo. Mientras trituraba cebollas entre la lengua y el paladar, retiró las pegatinas del resto de las hamburguesas y se las pegó también en la barriga, creando con ellas un bonito dibujo. Se volvió de nuevo para mirar la naranja de Sam y a continuación cogió el globo humano por el brazo y se lo lanzó. Dobló una hamburguesa y se la metió en la boca redonda y roja, señalándola con el dedo. Como desapareció por completo, le metió otra. Dobló una tercera hamburguesa por la mitad y lo intentó de nuevo, pero esta vez no entró. Mbongo la empujó repetidamente con los dedos, incluso haciendo fuerza, pero cuando un trozo de hamburguesa conseguía entrar dentro de la boca, otro trozo salía de ella. Fue a buscar el destornillador.
Bonzi entró merodeando desde el jardín. Lola estaba de pie sobre los hombros de su madre, rascándole las orejas. Bonzi se dirigió hacia Sam y extendió la mano con indiferencia. El le dio la naranja sin apartar siquiera la mirada de la pantalla de televisión. Bonzi le dio la naranja a Lola y volvió al jardín.
Mbongo, sentado al lado del globo humano, ahora deshinchado, se llevó un puño a la boca y empezó a girarlo diciendo NARANJA, NARANJA, a nadie en concreto. Se quedó mirando el jardín durante un rato, luego deconstruyó el resto de las hamburguesas y empezó a pintar con el dedo mojado en mostaza.
Makena estaba tumbada al sol boca arriba, con la cara ladeada. Había estado lavando a una muñeca en un cubo hasta que se cansó y tanto la muñeca como el cubo estaban a su lado.
Un pequeño pájaro marrón descendió en picado sobre ella y se acercó lo suficiente como para asustarla. Esta inclinó la cabeza para seguir su evolución, hasta que la avecilla se detuvo al empotrarse contra la puerta de metacrilato de la entrada del jardín, dejando una pequeña mancha de plumón en el lugar del impacto. Makena se incorporó y se puso a fisgar alrededor. El pájaro yacía en el suelo hecho un ovillo, inmóvil.
Makena se acercó lentamente y se agachó delante de él, con los brazos sobre los muslos. Al cabo de varios minutos, al ver que el pájaro seguía sin moverse, extendió la mano y lo tocó. Este se alborotó, pió y se tambaleó hacia los lados.
Makena lo recogió con ambas manos y caminó directamente hacia la estructura de juego. Sujetó al pájaro en una mano contra el pecho y trepó hasta el punto más alto. Una vez allí lo elevó en el aire, le extendió las alas al máximo con cuidado y lo lanzó al vacío. El pajarillo desapareció por encima del muro.