9

A la mañana siguiente, tras un breve intercambio de notas, volví a Craven House donde, a pesar de mi cita con él, encontré al señor Ellershaw ocupado ya en su despacho. Me hizo pasar, sin embargo, y vi que estaba conversando con un trío de caballeros exquisitamente vestidos con sus mejores galas: amplias y relucientes casacas, mangas con grandes vueltas y ricos bordados: de oro el uno, de plata el otro, y de los dos e hilo negro el tercero. Los tres tenían en las manos muestras de finos calicós indios que se iban pasando de uno a otro, comentándolos minuciosamente.

Ellershaw me presentó a los tres hombres, a los que reconocí como personajes de moda en la metrópoli: uno, el heredero de un extenso condado; otro, hijo de un acaudalado terrateniente de Sussex, y el tercero, un joven duque. No se fijaron en mí en absoluto, ni siquiera cuando Ellershaw señaló los grabados que colgaban de la pared por encima de mí, ponderando lo fabuloso que era tenerme simultáneamente en sus cuadros y en su oficina. Aquellos hombres, sin embargo, no estaban para distracciones y estudiaban los tres las telas con el interés de un sombrerero.

– Son todas muy hermosas -decía el joven duque-, y os agradeceré mucho vuestro obsequio, señor Ellershaw. Pero… ¿qué significa eso para vos? El que nosotros las llevemos no cambiará las cosas.

– Necesito una oportunidad, señor. Necesito que aparezcáis en público con estas nuevas telas y digáis que llevaréis las que podáis y cuando podáis obtenerlas. Confío sobre todo en que, si los tres vais vestidos así, crearéis una moda que agotará las existencias en nuestros almacenes antes de Navidad.

– ¡Esta sí que es buena! -exclamó el duque-. Hacer que los elegantes liquiden por un penique apenas lo que todavía podrían llevar un mes más. Sí… me encanta vuestra idea.

El heredero del conde se rió también.

– Le diré a mi sastre que se ponga a trabajar de inmediato, y para este fin de semana me presentaré con estas nuevas prendas.

Los hombres se congratularon e intercambiaron muchas frases de aprobación antes de que el trío abandonara el despacho.

Ellershaw se acercó luego a su escritorio, del que sacó un bol lleno de sus pepitas de color marrón y partió una con los dientes.

– Esos que habéis visto, Weaver, son los que yo llamo la Santísima Trinidad, -Se rió de su ocurrencia-. Esos bufones podrían presentarse en público llevando solo las pieles de oso de un salvaje americano, y en cuestión de tres días no habría en todo Londres un caballero que no vistiera así. Tengo un grupo de damas que utilizo para el mismo propósito. Así que me veo obligado a felicitaros; aún no lleváis diez minutos como empleado mío, y ya habéis descubierto el gran secreto del comercio de los tejidos indios en este país: que solo tenéis que regalar parte de vuestros bienes a unas pocas personas capaces de crear una moda, para que esta quede ya fijada. Se hablará del nuevo estilo en los periódicos y revistas, y pronto se extenderá a las provincias, desde donde reclamarán también vuestros tejidos. Nos suplican, nos suplican, repito, que les vendamos nuestros productos importados a cualquier precio que queramos fijarles.

– Suena muy agradable todo eso -le dije.

– Así son los negocios del mundo moderno. Vos sois bastante joven aún, diría. Cuando nacisteis, los hombres elaboraban su propia cerveza, las mujeres amasaban su pan y cosían sus ropas. La necesidad impulsó el comercio. Ahora todas esas cosas se compran y solo a los más atrasados y engreídos se les ocurre amasar su pan o fermentar su cerveza. En los años que llevo de vida, y gracias a mi propio trabajo en las Indias, ya no es la necesidad, sino el deseo, lo que impulsa el comercio. Cuando yo era niño, un hombre podía matar por unas pocas monedas que le permitieran llevar un mendrugo de pan a su familia. No recuerdo cuándo fue la última vez que oí algo así, pero ahora no pasa una semana sin que me hablen de algún crimen atroz cometido por un hombre que quería dinero para comprar un traje nuevo, una joya, un sombrero o un gorrito de moda para su mujer.

Aplaudí el papel que habían desempeñado en semejante progreso.

– Se trata del desarrollo de la industria, del aumento de la riqueza y del mayor progreso que haya vivido el mundo. Y este crecimiento no conoce límites, porque no hay límites para la capacidad de los ingleses. O de la vuestra, supongo.

Habíamos tomado asiento los dos y charlábamos amistosamente. Puesto que no quería dar la impresión de ser excesivamente susceptible al amor propio, yo intentaba evitar que mis miradas se posaran demasiadas veces en las imágenes que representaban las hazañas de mi propia vida. Hay, sin embargo, una curiosa particularidad en el hecho de verse recordado de esta forma uno mismo, y es que, si en cierto sentido lo encontraba gratificante, también me resultaba excesivamente turbador.

– Así pues, habéis elegido entrar a formar parte de esta fraternidad que integramos aquí, en Craven House, para servir a la.Honorable Compañía, como la llamamos -dijo Ellershaw, sin dejar de mascar su misteriosa semilla-. Es lo que os convenía. Una rara oportunidad, Weaver. Que no se puede perder. Ni vos, ni yo, creo. Comprendedme… formo parte del subcomité que está al frente de los almacenes, y creo que obtendré la aprobación de la asamblea de accionistas cuando les informe de que he llegado a un acuerdo con vos. Y ahora vayamos a echar un vistazo a todo esto, ¿os parece?

Me condujo abajo al salón y me hizo pasar a un cuartito sin ventanas donde había un escritorio y un joven sentado ante él, que examinaba un montón de papeles y escribía anotaciones en un complicado registro. Tendría solo veintipocos años, pero se le notaba estudioso y trabajador, y tenía el ceño fruncido por el trabajo de llevar los libros. Me fijé en que era también un muchacho de constitución delgada, con hombros caídos y unas muñecas notablemente finas. Tenía los ojos surcados de venillas rojas y las bolsas que le formaban las ojeras bajo los párpados tenían una coloración azul negruzca.

– Lo primero que debo hacer es presentaros al señor Blackburn -dijo Ellershaw-, para que no se entere por sí mismo de vuestra presencia aquí y venga a pedirme explicaciones. No quiero que os llevéis ninguna sorpresa, Blackburn.

El joven me estudió. Su expresión tenía una severidad mayor de la que yo había pensado al principio, y poseía unos rasgos que hacían pensar en un depredador, una impresión reforzada por la nariz grande y ganchuda. Me pregunté cuánto esfuerzo personal le estaría costando aquel trabajo, porque tenía cierta expresión atribulada más propia de alguien que lo doblara en edad.

– Las sorpresas conducen a tres cosas -dijo, indicando cada una de ellas con el dedo extendido-: Ineficiencia, la primera. Desorden, la segunda. Y merma de ingresos, la última. -A medida que las iba citando, apoyaba el índice de su mano derecha entre el pulgar y el índice de su izquierda-. No me gustan las sorpresas -sentenció.

– Lo sé, y por eso hago todo lo que puedo por manteneros informado. Os presento al señor Weaver. Trabajará para mí controlando a los vigilantes de los locales.

Blackburn enrojeció un poco. Al principio pensé que se trataría de algún inexplicable embarazo, pero pronto me di cuenta de que era más bien un ramalazo de ira.

– ¿Trabajará para vos? -preguntó-. ¿Desde ahora? ¿Cómo podéis hacer que alguien nuevo venga a trabajar para vos ahora? La asamblea de accionistas no ha aprobado la creación de ese puesto, y sin su aprobación no es posible crear ningún puesto. No comprendo esto, señor. Es de lo más irregular, y no sé cómo voy a poder incluirlo en la nómina.

– Sí, es irregular -admitió Ellershaw, adoptando un tono tranquilizador-, y, puesto que los accionistas no lo han discutido aún, el señor Weaver, hasta nuevo aviso, recibirá su salario directamente de mí.

– ¿Que le pagaréis vos? -preguntó Blackburn-. No tenemos en la Compañía de las Indias Orientales empleados pagados directamente por otros empleados. Jamás he oído tal cosa. ¿Cómo lo anotaré, señor? ¿Debo poner una nueva entrada en los libros? ¿O abrir un nuevo registro? ¿Un libro especial solo para este caso, señor? ¿O es que vamos a abrir nuevos libros cada vez que a un miembro de la junta se le ocurra un capricho así?

– Yo había pensado -dijo Ellershaw- no hacer ninguna mención del señor Weaver en los libros. -Me sorprendía que Ellershaw mantuviera un tono de voz notablemente calmado, y me llamaba la atención que fuera Blackburn, evidentemente su subordinado, quien le estuviera exigiendo explicaciones.

Blackburn sacudió la cabeza y levantó dos dedos.

– Hay dos cosas, señor -enumeró-. La primera que no hay nadie que no esté mencionado en los libros -dijo, señalando uno de los tomos infolio encuadernado con sobrias cubiertas de piel negra-. Todo el mundo está en los libros. La segunda, que si empezamos a hacer excepciones y a dictar normas a medida que se nos ocurre una idea, estos libros no servirán para nada y mi trabajo de llevarlos será inútil.

– Vos también podéis hacer dos cosas, señor Blackburn: o intentar incluir en vuestro actual esquema la posición excepcional del señor Weaber, como persona que trabaja para mí, o aceptar que él está fuera del alcance de vuestras atribuciones y que, por tanto, no tenéis ninguna responsabilidad sobre él. Dada esta última alternativa, podréis dejarlo de lado como lo haríais si se tratara de mi lacayo o mi repostero. ¿Cuál de las dos preferiríais?

Dio la impresión de que el último argumento aducido prevalecía en el espíritu del oficinista.

– ¿Vuestro lacayo, decís? ¿Como un repostero?

– Exactamente. Me ayuda a hacer mi trabajo más eficiente, y por eso he decidido contratarlo, y es mi deseo retribuirle yo de mi dinero. Así no necesitaréis abrir ninguna cuenta a su nombre.

Blackburn le dedicó a Ellershaw una inclinación de cabeza, asintiendo.

– Acepto vuestra propuesta -dijo, aunque, que yo supiera, no había habido ningún tipo de oferta.

– Un buen plan, Blackburn. Excelente. Pero hay una cosa más. Preferiría que no comentarais este asunto con nadie. Si alguien os pregunta, decidle solo que todo está en regla. No creo que la mayoría de quienes lo hagan quieran indagar más, ni que les interesen hechos, cifras y tablas que no tienen ningún interés para ellos. ¿Puedo contar con vuestra discreción?

– ¡Por supuesto! -dijo Blackburn-. Tampoco deseo adviertan esta irregularidad. Comprendedlo, señor Weaver…, vos sois un cierto desorden, y yo aborrezco el desorden. Me encanta cuando las cosas son regulares, predecibles y fáciles de contabilizar. Confío en que no traeréis el desorden.

– Lo había pensado -dije-, pero, atendiendo a vuestra solicitud, evitaré causarlo.

Cuando salíamos del despacho del señor Blackburn, casi chocamos con un apuesto caballero de elevada estatura que parecía estar en la sala esperando nuestra llegada.

– Ah, Forester… bien hallado -dijo Ellershaw. Apoyó la mano en el brazo del otro-. Quiero que conozcáis al señor Weaver. Me ayudará en mi trabajo en el subcomité del almacén.

Los ojos de un azul apagado de Forester miraron la mano de Ellershaw que retenía su brazo antes de mirarme a mí. No podía expresar de forma más clara su escaso aprecio por Ellershaw, pero la tonta sonrisa de mi nuevo patrón me dijo que no había observado para nada la animosidad del caballero.

– Bien -asintió Forester-, porque las cosas en los almacenes irían mejor si les dedicarais mayor atención.

– Sí, sí. O sea que, si veis por allí al señor Weaver, no os extrañéis. Es mi encargado, entendedme. Así que tomadlo como lo más normal de mundo.

Por alguna razón esta frase de Ellershaw movió a Forester a estudiarme más detenidamente.

– ¿Vuestro encargado?

– Sí, sí. No tenéis que inquietaros -insistió. Después, volviéndose hacia mí, añadió-: El señor Forester está desempeñando su primer mandato en la junta de comisionados. Todo le viene de nuevas, comprendedlo. Pero su padre…, ah, el señor Hugh Forester… Bien… fue un gran puntal de la Honorable Compañía. Un gran hombre, tanto en las Indias como en Londres. El joven Forester tendrá que trabajar mucho para ponerse a su altura, supongo. -Y, dicho esto, sin hacer ningún esfuerzo para evitar que Forester observara su acción, me hizo un guiño de complicidad.

Forester se alejó, y Ellershaw permaneció allí inmóvil, con una sonrisa bobalicona estampada en su rostro, como un joven que hubiera intercambiado galanterías con la dama de sus devaneos.

– Me gusta ese joven -me confesó Ellershaw-. Me cae estupendamente bien. Creo que llegará lejos con mi ayuda.

Aquel elogio me pareció asombroso. La actitud de Forester, que solo con una gran benevolencia podría calificarse de indiferente, había sido inequívoca. ¿Cómo podía estar tan ciego Ellershaw para no advertir el desprecio con que aquel admirable joven lo miraba?

Solo a falta de algo más concluyente que decir, me limité a comentarle que sin duda tenía que ser él quien mejor conociera el carácter de los hombres con los que trabajaba.

– Así es, en efecto. Me gusta pasar mi tiempo con los hombres de la Compañía, en Craven House y fuera. En realidad, de aquí a cuatro noches, tendré invitados en mi casa. Me pregunto si tendríais la amabilidad de uniros a nosotros.

Mi asombro no podía ser ya mayor. Era un subordinado de Ellershaw, su capricho incluso, poco más que un juguete para él. La gran diferencia entre nuestras respectivas posiciones convertía su invitación en algo extraño e inesperado a la vez, pero yo era consciente de que me invitaba para que le sirviera de curiosidad, como algo que pudiera asombrar a sus invitados. Aun así, a la luz de las instrucciones que me había dado el señor Cobb, difícilmente podía excusarme. Pero había algo más en ello también: estaba empezando a considerar a Ellershaw como algo más interesante que un ejemplar humano inverosímil; empezaba a resultarme fascinante en inconsciencia, y si él probablemente planeaba retenerme como objeto de fascinación para otros, yo deseaba hacer lo mismo con él.

– Sería demasiado honor para mí -le dije.

– Bobadas. Vendréis.

Hice una reverencia y le dije que estaría encantado, con lo que puse en movimiento una de las fases más importantes de esta historia.


Ellershaw me condujo escaleras abajo para salir por la puerta trasera, por la que yo había entrado anteriormente en mi primera incursión subrepticia en Craven House. A la luz del día lo que vi me pareció casi una pequeña ciudad, o tal vez algo semejante a los enclaves o campamentos de la Compañía en las Indias. Tres de las cuatro grandes casas que se alzaban en el terreno eran antiguos hogares transformados, como creí entender; pero si sus estructuras exteriores probablemente no habían cambiado desde que la Compañía las había adquirido, habían perdido por completo su aire hogareño. En los pisos inferiores, las ventanas habían sido cegadas con tablas hasta arriba, sin duda tanto para ahorrarse el impuesto sobre ventanas [7] como para proporcionar seguridad a lo que se guardaba en el interior, y los ladrillos tenían todos un feo revoque gris.

Solo que ahora bullía en ellas la vida. Docenas de hombres y carromatos, como monstruosos insectos de las mismas Indias, desfilaban trayendo cargamentos de los muelles de las Indias Orientales que había en el río, y llevando otros hacia allí. Llenaban el aire resoplidos, gritos y órdenes vociferadas, así como el chirrido de las ruedas y los crujidos de la madera de las carretas. Las chimeneas de los almacenes vomitaban humo de madera y desde no muy lejos me llegó el martilleo metálico de un herrero ocupado, sin duda, en reparar alguna pieza estropeada de una carreta.

Y allí estaban asimismo los vigilantes. Se distinguían de los trabajadores porque no llevaban ninguna carga ni se apresuraban hacia ningún sitio: se limitaban a recorrer la zona a grandes zancadas, con rostro suspicaz y aburrido a la vez. De cuando en cuando alguno detenía un carromato y examinaba su contenido. Observé que uno exigía ver una relación de no sé qué clase, pero, por la forma como la sostenía, adiviné enseguida que no sabía leer.

Ellershaw me condujo a la mayor de aquellas construcciones, situada en el centro de la explanada y de cara a la reja abierta. Los carromatos se dirigían hacia la parte de atrás de la casa, donde supuse que se hallaría una especie de dique para carga y descarga de las mercancías. Por delante, sin embargo, la construcción conservaba el aspecto de una casa… pero, apenas entré, pude ver que se trataba solo de una ilusión. El interior del edificio había sido vaciado de todo lo que no fueran los elementos de sostén necesarios para evitar que el segundo piso se desplomara sobre el primero. Era una gran extensión en la que se amontonaban cajones, toneles y cajas, no muy distinto del almacén de paños y vinos de mi tío. Y como en este último en los tiempos anteriores a que el señor Cobb ejerciera su maléfica influencia, el espacio bullía de actividad y de energía.

– Moved de ahí el culo -gritó un hombre a nuestras espaldas, y nos apartó al señor Ellershaw y a mí pasando entre los dos con un montón de cajas que se elevaban tres o cuatro palmos por encima de la copa de su sombrero. Si se dio cuenta de a quién estaba hablando y lo lamentó, no mostró ningún indicio de ello.

– ¡Tú, el de ahí! -le gritó Ellershaw a un tipo corpulento de párpados caídos que se apoyaba contra el muro y observaba perezosamente el trabajo de los demás-. ¿Cómo te llamas, bellaco indolente?

El hombre levantó la mirada, aunque dio la sensación de que le dolía el esfuerzo de hacerlo. No era viejo aún, pero le faltaba poco para eso, y tenía el aspecto de un hombre que ha pasado la vida al servicio de algo que no le importaba en absoluto.

– Carmichael, señor -respondió.

– Muy bien, Carmichael. ¿Estás de servicio?

– Lo estoy, señor, y a vuestro servicio. -Ofreció una timbeante reverencia, comprendiendo claramente que se dirigía a alguien de alguna importancia-. Estoy a vuestro servicio, señor, y soy uno de los vigilantes también, como vuestra señoría habrá podido comprobar.

– Sí, sí, está bien. Reúne ahora a tus compañeros aquí. Quiero dirigirme a ellos.

– ¿Mis compañeros? -preguntó el hombre-. Pido perdón a vuestra señoría, señoría, pero no acabo de entender el sentido de las palabras de vuestra señoría.

– Lo que quiero decir -explicó Ellershaw- es que reúnas a tus compañeros, los otros vigilantes, y los traigas aquí. Quiero teneros a todos aquí.

– No… si lo que quiere decir vuestra señoría ya lo he entendido -respondió el vigilante-. Pero no estoy tan seguro de cómo quiere vuestra señoría que lo haga. ¿Cómo hago para reunir a mis compañeros?

– ¿Y cómo diablos voy a saber eso yo? ¿Cómo lo hacéis habitualmente?

– Con el perdón de vuestra señoría, yo no lo hago… ni lo hace ningún otro. Que yo sepa, no existe ningún método para hacer tal cosa.

– Señor Carmichael -intervine yo-, ¿estáis diciéndonos que no sabéis cómo podéis lograr que vengan a reunirse aquí con vos los demás vigilantes de los almacenes:

– Es como dice vuestra señoría.

– Entonces… ¿cómo se transmiten las nuevas órdenes y cómo se difunde cualquier información nueva? -dije insistiendo en el tema.

– Un hombre se lo dice a otro. Es así como se ha hecho siempre.

– Es un mal sistema -le dije al señor Ellershaw en un tono grave, asumiendo plenamente el papel que Cobb deseaba que hiciera-. Muy deficiente, porque esta falta de organización es de lo más desastrosa. Pero, en fin, señor Carmichael… Podéis ir por la finca dando voces y ordenando a los vigilantes que podáis encontrar que vengan a reunirse aquí. Si os hacen preguntas, decidles que es el señor Ellershaw, de la junta de comisionados, quien lo manda.

Carmichael hizo una torpe reverencia hasta tocar casi el suelo con la frente, y salió apresuradamente de la casa. Mientras esperábamos, el señor Ellershaw elogió la maestría con que había tratado a aquel pobre hombre y me pidió después que le contara algunas anécdotas de mis tiempos en el cuadrilátero. Así lo hice y al cabo de tal vez un cuarto de hora se congregó a nuestro alrededor un número suficiente de hombres para que el señor Ellershaw decidiera seguir.

Yo conté como dos docenas de vigilantes.

– ¿Cuántos hombres tenéis empleados en este momento? -le pregunté-. ¿Cuántos faltan?

– No tengo ni idea.

Hice luego la misma pregunta a los hombres que se habían congregado, pero se mostraron tan confusos como el señor Ellershaw. Este, entonces, se dirigió a ellos.

– Muchachos -les gritó-, habéis sido negligentes en vuestro trabajo, porque fue robado algo mío, y eso no lo toleraré. He decidido, por lo tanto, poner al frente de vosotros a un hombre que se organizará vuestras entradas y salidas y vuestras obligaciones. Vais a dejar de holgazanear en vuestro trabajo en la Compañía, os lo aseguro porque he empleado como capataz al famoso púgil Benjamin Weaver, que no tolerará vuestras trapacerías. Os lo presento y lo pongo al frente de los vigilantes a partir de ahora.

Surgió un murmullo entre los hombres, y vi que intercambiaban confusos comentarios unos con otros. Mi impresión inicial fue que no tenían ni idea de qué era un capataz. Pero pronto vi que estaba en un error.

– Que me disculpen vuestras señorías -dijo Carmichael dando un titubeante paso al frente-, pero tal vez vuestras señorías no sepan que ya tenemos un capataz.

Ellershaw contempló perplejo a los reunidos, y entonces, como en respuesta a una pregunta que él no se atrevía a hacerles, se adelantó de entre ellos un hombre. ¡Y qué hombre! Tendría casi metro noventa de estatura y una presencia imponente. Era de tez oscura, casi tanto como un africano, pero iba vestido con gruesas prendas de lana como lo haría cualquier trabajador ingle en aquella estación del año: una pesada casaca y pañuelo alrededor del cuello. Su rostro revelaba crueldad, con una gran nariz ojos pequeños y una boca amplia, desdeñosa: pero lo que lo hacia más desazonante eran las cicatrices que lo cruzaban, como si lo hubieran azotado en la cara. En sus mejillas, a uno y otro lado de los ojos e incluso en su labio superior se marcaban los profundos surcos y grietas de un conflicto interior desconocido. De haberme cruzado con él en la calle, me hubiera preguntado por su lugar de origen, pero allí, en aquel lugar, no podía haber ninguna confusión posible: era un nativo de las Indias Orientales.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mientras se abría paso por entre el grupo-. ¿Un capataz de los vigilantes? Yo soy el capataz de los vigilantes.

– ¿Y quién demonios eres tú? -preguntó Ellershaw-. ¿Pues no sales de ahí como si fueras el mismísimo diablo…?

– Soy Aadil. Soy el capataz de los vigilantes -gruñó.

– Es Aadil -coreó Carmichael-. Es el capataz de los vigilantes que tenemos ya. ¿Para qué necesitaríamos otro?

– ¿Un capataz de los vigilantes? -clamó Ellershaw-. No existe ese cargo.

– Estoy al frente de los hombres que vigilan los almacenes -replicó Aadil, golpeándose ahora el poderoso pecho con su enorme mano-.Yo soy su capataz. Todos los hombres me reconocen como tal.

– ¿Cómo es posible que yo no haya oído hablar de ti nunca? -preguntó Ellershaw; una buena pregunta, en efecto, sobre todo teniendo en cuenta que era él quien dirigía el subcomité de los almacenes.

Ninguno pudo dar respuesta a aquella irresoluble pregunta, lo cual fue interpretado por Ellershaw como una especie de victoria.

– Ya lo veis -dijo-. En cuanto a ti… -apuntó con el dedo al nativo de las Indias Orientales-, tú has hecho un mal trabajo, y por eso me veo obligado a quitarte ese cargo, muchacho. Ahora eres un vigilante más. Weaver, aquí presente, es el nuevo capataz.

Aadil nos fulminó con la mirada a los dos, pero no dijo nada y aceptó la pérdida de su condición con lo que yo creí que era estoicismo oriental. O al menos yo esperaba que fuera eso, ya que el hombre parecía furioso, casi enrabietado incluso, y a mí no me hacía ninguna gracia tener que manejar la situación con un bárbaro airado a mis órdenes.

– Ahora que ya hemos resuelto este asunto -me dijo Ellershaw-, quizá sea oportuno que digáis unas palabras a vuestros hombres.

Me volví hacia los reunidos sin tener la más mínima idea de lo que iba a decirles. No se me había ocurrido preparar ningún discurso, pero la situación no me dejaba otra opción que salir del paso como pudiera.

– Muchachos -les dije-, ha habido errores en el pasado…, es verdad. Pero se os ha encargado un trabajo difícil y habéis tenido que superar la falta de organización, cosa que ya no ocurrirá en adelante. No estoy aquí para atormentaros, sino para hacer que vuestras obligaciones os resulten más fáciles y las comprendáis mejor. Espero tener en breve más información que comunicaros, pero hasta entonces confío en que sigáis haciendo vuestro trabajo lo mejor que podáis.

Y, puesto que no tenía nada más que decirles, di un paso atrás.

Tampoco el señor Ellershaw tenía más idea que yo de lo que había que hacer, por lo tanto los dos guardamos un torpe silencio que se prolongó más de la cuenta. Luego, uno de los hombres se inclinó hacia su izquierda y murmuró algo al oído de Carmichael, a lo que el hombre respondió con una risita demasiado alta y estridente.

Ellershaw se volvió de inmediato, rojo como la grana, hacia el que se había reído, apuntándole con su bastón de paseo.

– ¡Tú…! -le gritó-. Adelántate.

El hombre obedeció.

– Lo siento mucho, señoría -se disculpó Carmichael con un tartamudeo nervioso que parecía sugerir que era consciente de haberse pasado de la raya-. No pretendía hacer nada malo ni que os lo tomarais así.

– Lo que pretendieras es cosa tuya; no me refiero a eso -dijo Ellershaw-. Pero tu comportamiento es otra cosa. Y para demostrar que a partir de ahora, con la dirección del señor Weaver, nuestros asuntos irán por unos cauces más ordenados que como iban con ese fulano negro, creo que lo mejor será que recibas un buen castigo. Me parece justo -añadió dirigiéndose a mí-, y me dará una excelente oportunidad de veros emplear una vez más vuestras habilidades pugilísticas.

Yo observé su rostro, con la esperanza de encontrar en él la inconfundible máscara del humor. Pero, en vez de ella, solo vi una fría determinación. Mi agitación aumentó. ¿Cómo podría salir del paso a satisfacción de Ellershaw -y, consiguientemente, de mi auténtico señor, Cobb-, si eludía aquella tarea tan cruel?

– Tal vez sea excesivo -aventuré.

– Bobadas -replicó Ellershaw-.Yo he tenido hombres bajo mi mando, y también en la India. Algo sé de cómo hay que mantener el orden. -Hizo luego que se adelantaran dos hombres del grupo y sujetaran al señor Carmichael, cuyos ojos estaban ahora desorbitados y turbios por el miedo. Después ordenó a uno de los hombres que me tendiera un palo de aproximadamente un metro de longitud por diez centímetros de ancho-. Golpead con él a ese tipo en las nalgas -me pidió-. Y no hará falta que os reprimáis. Es un pedazo de madera suficientemente grueso, y la carne humana no lo partirá.

Agarré el palo, pero no hice ningún movimiento con él. Me limité a mirar en silencio.

Si Ellershaw advirtió mi vacilación, no lo dejó entrever en absoluto. Por el contrario, se volvió al hombre inmovilizado y le dijo:

– Eres un hombre afortunado. Estás a punto de ser azotado por uno de los mayores luchadores del reino. Podrás contárselo a tus nietos. -Y, después, dirigiéndose a mí-: Vamos, ¡adelante!

– Me parece demasiado cruel -dije-. No quiero azotar a este hombre.

– Pero yo sí lo quiero -replicó Ellershaw-. Si queréis conservar vuestro puesto, os sugiero que obedezcáis.

Cuando un hombre va disfrazado y actúa como lo que no es, resulta inevitable que deba afrontar momentos como este, aunque no tengan consecuencias tan crueles hacia otro ser humano. Si yo tuviera que actuar como soy y hacer lo que me pareciera justo, debería rechazar mi cargo y así comprometer mi posición con el señor Cobb. Negarme a azotar a aquel inocente equivaldría a poner en peligro a mi tío y a mi amigo. Pero, por otra parte, mi conciencia no me permitía azotar a un hombre con semejante bastón solo para aplacar el deseo de Ellershaw de ver culos azotados.

Me debatía mentalmente por hallar una solución, pero solo conseguía justificarme. Iba disfrazado, es verdad, pero como yo mismo, y me gustaba pensar que quienes me conocían sabrían que no estaba dispuesto a azotar a nadie que no me hubiera hecho ningún daño. El señor Ellershaw había contratado a Benjamín Weaver y no podía culparme de actuar como yo mismo. Si fuera a perder mi puesto, siempre podría explicarle a Cobb que solo había querido actuar como era yo realmente, pensando que tal vez aquella orden fuera una especie de prueba. Esperaba que eso bastara para preservar a mis amigos de cualquier daño. Le tendí el palo a Ellershaw.

– Pienso que ese castigo no es necesario -dije-. No lo haré.

– Comprometéis vuestra posición con nosotros -me informó.

– Es un riesgo que estoy dispuesto a correr -repliqué sacudiendo la cabeza.

Ellershaw me fulminó con la mirada. Creí por un instante que azotaría él mismo al infeliz, pero, en lugar de eso, dejó caer al suelo la madera e hizo un ademán desdeñoso.

– Soltadlo -ordenó a los vigilantes que tenían sujeto a Carmichael.

Un grito de júbilo salió de la garganta de los hombres y oí también mi nombre pronunciado en términos de aprobación. Ellershaw frunció el ceño mirándolos a ellos y a mí.

– Os ruego que me aguardéis fuera, delante de la casa -me dijo-, donde confío que podáis ofrecerme una explicación para este motín.

Yo incliné la cabeza y salí entre los vítores de los hombres, porque parecía como si mi acto de desafío me hubiera granjeado su voluntad. Solo el indio, Aadil, estaba agazapado detrás, y seguía mirándome con su expresión extraña y amenazadora. Por mi parte, temía volver a encontrarme con Ellershaw, pues estaba seguro de que me despediría y con eso me vería obligado a explicarle a Cobb todo lo que había ocurrido. Pero estaba muy equivocado, porque el hombre de la Compañía de las Indias Orientales se acercó a mi con una gran sonrisa y me dio una palmada en el hombro.

– ¡Muy bien hecho! -me dijo-. Esos hombres os aprecian ahora y os seguirán a donde queráis.

Me quedé sin habla un instante.

– No comprendo… ¿Queréis decir que deseabais que me negara a azotar a ese pobre tipo? Ojalá me hubierais explicado mejor vuestros deseos, porque pensaba estar desafiándoos abiertamente.

– Oh, sí, claro… me desafiasteis. Yo no quería que os negarais, pero el resultado final es excelente, y no reñiremos por eso. Venid, volvamos a mi despacho. Hay algo de gran importancia que deseo comentar con vos.

– ¿Qué nueva sorpresa me daréis?

Él advirtió por el tono de mi voz lo mal que lo había pasado, y dejó escapar una risita.

– Vamos, Weaver… No debéis tomaros demasiado en serio este asunto del almacén. Lo que deseo discutir con vos es la verdadera razón por la que os he contratado.

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