Aquella noche me encontré con el señor Blackburn en la taberna que él había elegido. Era un lugar en la zona de Shadwell, limpio, iluminado con abundantes velas y lámparas, próximo a los almacenes de madera… y suficientemente lejos de Craven House para que pudiera creerse a salvo de la eventualidad de ser descubierto allí. Dentro había una colección nada notable de gente corriente -artesanos, pequeños comerciantes e incluso un clérigo con gafas- ocupados en consumir tranquilamente bebidas y comidas. Blackburn y yo nos sentamos junto al fuego, buscando el calor de la lumbre y porque Blackburn me dijo que cualquier salpicadura accidental se secaría allí más rápidamente. Una vez no hubimos sentado, se acercó una linda muchacha a preguntar que deseábamos tomar.
– ¿Quién eres tú? -le preguntó Blackburn-. ¿Dónde esta Jenny?
– Jenny no se encuentra bien, y por eso la sustituyo.
– No me sirves -le dijo Blackburn-. Necesito a Jenny.
– Pues tendré que serviros -replicó la muchacha-, porque Jenny está con la regla, pierde mucha sangre y no tiene ganas de vivir, así que tendréis que arreglaros conmigo, ¿verdad que sí, cariño?
– Deberé conformarme, supongo -respondió él con evidente mala gana-, pero tienes que decirle que esto me ha parecido una grave descortesía. En fin, tomaré… ¡maldita sea, muchacha!, pon atención te digo. Tomaré una jarra de cerveza, pero fíjate bien, porque te lo voy a decir muy clarito… Tienes que lavar la jarra con mucho cuidado antes de traérmela. Lavarla con agua y secarla con un paño limpio. No debe haber ni rastro de suciedad en ella, ni ninguna materia extraña en la cerveza. Tendrás que examinarla cuidadosamente antes de traerme lo que te pido. Recuérdalo bien, muchacha. Si no lo haces, tendrás que responder de ello al señor Derby.
Ella se volvió hacia mí enseguida como si aquellas extrañas peticiones no merecieran ningún comentario.
– ¿Y vos, señor?
– Una jarra de cerveza también -respondí-, pero no me quejaré si la cantidad de suciedad que hay en ella no excede en mucho la normal.
La muchacha se fue y regresó al cabo de unos minutos para dejar dos jarras ante nosotros.
Blackburn se apresuró a echar un vistazo a la suya.
– ¡No! -exclamó-. ¡No, no…! Esta no me sirve. No me sirve en absoluto. ¡Mira esto, guarra! En este lado de la jarra hay una huella grasienta de un dedo. ¿Estás tan ciega como para no haberla visto, estúpida? Llévate de aquí esta porquería y tráeme algo limpio.
– No va a estar más limpia vuestra cabeza cuando os metáis el líquido en ella, ¿o sí? -le preguntó.
Mi temperamento más frío comprendió que aquella pregunta pertenecía a la variedad de las que llaman «retóricas», pero el señor Blackburn pareció tomarla con mayor seriedad.
– No puedo tolerar esta conversación porque solo pensar en semejante afrenta contra mi persona me parece abominable.
– Sois vos quien os ponéis por las nubes, no yo -replicó la joven, con las manos en las caderas, en una bien practicada actitud de insolencia.
El intercambio de frases había atraído la atención de los presentes en el bar, y ahora salió de las cocinas un hombre corpulento con un delantal ceñido al pecho, sin peluca y con la cabeza afeitada. Se abrió paso por entre los parroquianos y llegó hasta nuestra mesa.
– ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿Cuál es el problema?
– ¡Derby, gracias a Dios! -suspiró Blackburn-. Esta desvergonzada bruja está sirviendo vuestra bebida en las imprescindibles jarras, mezclando el contenido con heces humanas.
Esta descripción me pareció muy exagerada, pero me reservé mi opinión.
– Está completamente loco -dijo la muchacha-. No es más que la huella de un dedo en el cristal.
Derby golpeó a la muchacha en la cabeza, pero sin fuerza; de hecho, apenas tocó más que los cabellos y la cofia de la muchacha, y yo me di cuenta enseguida de que el golpe era pura comedia.
– Tráele otra -le dijo-, y asegúrate de que esté perfectamente limpia esta vez. -Luego se volvió hacia Blackburn-. Lo lamento mucho. Jenny tiene la regla y esta muchacha no está familiarizada con vuestros deseos.
– Yo ya le advertí -dijo Blackburn.
Derby alzó las manos en un ademán de bondadosa frustración.
– Ya sabéis cómo son estas chicas. Crecen entre la mugre. Les decís que limpien y piensan que ya basta con que no vean notando en la superficie un gato muerto. Me aseguraré de que lo ha entendido.
– Tenéis que aseguraros, sí -asintió Blackburn-. Cercioraos de que comprende que la limpieza de los recipientes que empleáis pasa por tres etapas: el enjabonado a conciencia, el completo aclarado del jabón con agua limpia y el secado con un paño limpio también. Por dentro y por fuera, Derby. Por dentro y por fuera. Cercioraos de que lo entiende bien.
– Me aseguraré -dijo el hombre, y se alejó enseguida.
Blackburn me explicó entonces que el tal Derby era un hermano del marido de su hermana, y me insinuó también que en un par de ocasiones en que el dueño del pub había tenido problemas de dinero, él le había ayudado. Como resultado de ello, Derby secundaba ahora las manías del fastidioso escribiente y había hecho de su establecimiento el único bar de la metrópoli en el que Blackburn podía beber con entera confianza.
– Y ahora, señor -me dijo-, volviendo a vuestro asunto, creo que ya habréis visto mi deseo de complaceros y que el suceso que acabáis de presenciar os habrá mostrado uno de los más importantes principios del hombre de negocios: la serie. Una vez hayáis informado a vuestro interlocutor de que en vuestro discurso hay tres componentes, habréis establecido una serie. Y una serie, señor, es algo irrebatible: en cuanto un hombre escuche el primero de sus componentes, estará ansioso de oír los restantes. Este es un principio que empleo a menudo en mi propio interés, y que ahora comparto gustosamente con vos.
Le expresé mi satisfacción porque hubiera tenido la amabilidad de comunicarme su saber, y le rogué que me hablara más acerca de su filosofía del orden. El entonces comenzó a darme una larga charla, interrumpida solo por mis ocasionales comentarios de aprobación. Blackburn estuvo hablando más de una hora y, aunque yo pensé que su idea a propósito de las series tenía cierto mérito, la verdad es que me pareció que era, en definitiva, la joya de su sistema intelectual. Rara vez trascendían sus ideas el principio rector de que tiene que haber un «lugar para cada cosa» y «que cada cosa tiene que ocupar su propio lugar», o el de que «la limpieza es lo más próximo que hay a la rectitud». Pero lo más característico de Blackburn no radicaba en estos lugares comunes: mientras hablábamos, no paraba de alinear nuestras jarras de cerveza. Sacaba el contenido de sus bolsillos, lo ordenaba, después lo pasaba de uno al otro. Se tiraba reiteradamente de las mangas, anunciando que existía una fórmula, una determinada proporción entre el largo de la casaca y la longitud de sus mangas, que debía ser respetada en todo momento.
En resumen, que empecé a ver lo que ya había sospechado: es decir, que si su preocupación por el orden no era una forma de locura, sí se trataba, cuando menos, de una peligrosa obsesión provocada tal vez por algún desequilibrio de sus humores. Vi también claramente que, cuando lo instaba a que me mencionara ejemplos de los errores de la Compañía, declinaba hablar mal de cualquiera de los que pudiera haber en la Casa de las Indias Orientales. Puede que aborreciera el desorden cuando lo encontraba, pero su lealtad era absoluta. No me quedaba otra elección que intentar aflojar su lengua de alguna otra forma.
Me excusé, pues, diciéndole que tenía necesidad de orinar, pero que aborrecía tener que hacerlo en las letrinas del local. Creo que me entendió y que aprobó mis sentimientos. El caso es que me levanté y salí, pero no para hacer aguas, sino para aprovechar la oportunidad.
Entré en las cocinas y encontré allí a la muchacha que servía la mesa, ocupada en preparar una bandeja con bebidas.
– Querría pediros disculpas por el grosero comportamiento de mi compañero antes -le dije-. Tiene una verdadera obsesión por la limpieza en todo, pero os aseguro que no era su intención molestaros.
La muchacha me hizo una reverencia.
– Sois muy amable diciéndolo, señor.
– No es amabilidad, sino mera educación. No me gustaría que pensarais que apruebo la forma como se ha comportado con vos. La verdad es que no se trata de un amigo mío, sino tan solo de un conocido con quien tengo negocios… incluso de un rival en ese terreno. ¿Podéis decirme vuestro nombre, querida?
– Annie -respondió ella con una nueva reverencia.
– Veréis, Annie, si quisierais hacerme un favor, podéis estar segura de que me encantaría recompensaros por vuestra bondad.
Ella me miró ahora con aire un tanto escéptico.
– ¿En qué clase de favor estáis pensando?
– Mi compañero es más bien sobrio por naturaleza. Lo piensa mucho antes de beber un trago de cerveza… y a mí me encantaría que tuviera la lengua más suelta. ¿Os parece que podríais echar un poco de ginebra en su jarra? No tanto como para que advierta el sabor, sino tan solo un poco, lo justo para darle un empujoncito a su espíritu.
La muchacha me miró con una sonrisa de comprensión, pero al momento siguiente su rostro se tornó inexpresivo.
– No me parece que esté bien aprovechar la ignorancia de un caballero…
Yo saqué del bolsillo una moneda de un chelín.
– ¿Y así lo encontraríais correcto?
Ella tomó la moneda de entre mis dedos.
– Me parece que sí.
De vuelta en la mesa, la muchacha nos trajo nuevas jarras. Blackburn y yo estuvimos conversando de diversos temas mientras él consumía su cerveza cargada y empezaba a acusar en su habla y en sus movimientos que la ginebra estaba haciendo su efecto. Yo comprendí que tenía ante mí una oportunidad.
– Para un hombre que odia tan profundamente el desorden, Craven House debe de ser un lugar muy difícil para trabajar…
– A veces, sí, a veces -asintió, arrastrando ligeramente las palabras-. Hay toda clase de fallos allí. Documentos archivados en un lugar erróneo o no archivados en absoluto, gastos realizados sin contabilizar adecuadamente. En cierta ocasión, el encargado de vaciar los vasos de noche fue asesinado cuando estaba ocupado en su tarea, y ese día quedaron todos sin limpiar. Pues bien, la inmensa mayoría de los de la casa dejaron que todos los recipientes permanecieran todo el día sin vaciar. Casi todos, como si fueran un puñado de sucios salvajes.
– ¡Qué horror! ¡Qué horror! -exclamé yo-. ¿Alguna cosa más?
– Oh, sí, por supuesto que hay más. Mucho más de lo que uno estaría dispuesto a creer. Uno de los directivos…, no diré su nombre, pero sé bien de quién se dice (entendedme, no me consta que sea cierto), emplea los faldones de su camisa para limpiarse el culo, y después va así con ellos al trabajo, sucios de mierda.
– Pero no todos los de la Compañía pueden ser así.
– ¿Todos, decís? No, tan terriblemente sucios, no.
Volvió la muchacha y se llevó nuestras jarras vacías, sustituyéndolas por otras recién llenas. Al hacerlo, me dirigió un guiño de complicidad, como para informarme de que había hecho lo mismo que la vez anterior.
– Creo que le gusto a esa furcia -dijo Blackburn-. Os habéis fijado en el guiño que me ha hecho, ¿verdad?
– Lo he visto, sí.
– Le gusto, en efecto. Pero no me acostaré junto a eso…, no a menos que pueda verla tomar un baño primero. Oh, sí, señor Weaver, me encanta ver cómo se baña una mujer. Es lo que más me gusta de todo.
Mientras bebía, siguió informándome de otros crímenes contra la higiene de los que había oído hablar. Yo permití que aquello continuara mientras él trasegaba la mayor parte de su cerveza reforzada; pero al notar que su dificultad para hablar iba en aumento, y sospechando que la conversación pudiera escapar pronto a mi habilidad para orientarla por los cauces que yo deseaba, forcé la máquina con la esperanza de no pasarme de la raya.
– ¿Y qué me decís de otros asuntos? Por ejemplo, al margen de la negligencia a que aludís en asuntos que van más allá del aseo personal. En cuestiones de contabilidad, por ejemplo.
– Errores de contabilidad, ciertamente. Cada vez más graves. En todos los lugares y momentos. Por la manera como actúan, uno diría que están dotados de sirvientes invisibles, espíritus mágicos que se encargan de remediar sus pequeños desaguisados. Pero no siempre se trata de errores -afirmó con un inconfundible centelleo en los ojos.
– ¿Y eso?
– Vuestro protector, por ejemplo…, pero estoy hablando demasiado.
– Decís «demasiado» para no continuar. Sería una forma muy cruel de tortura no concluir lo que pensáis. Y, puesto que somos amigos, debéis proseguir.
– De acuerdo. De acuerdo… Entiendo vuestro punto de vista. Es como lo de las series, ¿no? Una vez se ha empezado, hay que terminar. Yo diría que a estas alturas ya habéis aprendido esa lección.
– En efecto. Y por eso tenéis que decirme algo más.
– Me estáis presionando mucho -observó.
– Y yo diría que vos os reprimís como una recatada damisela -dije con toda la afabilidad que me fue posible-. Supongo que no pensaréis dejarme ahora en ascuas.
– Por supuesto que no. En fin…, supongo que puedo deciros algo más. -Carraspeó para aclararse la garganta-. Vuestro patrón, cuyo nombre no mencionaré porque puede no ser demasiado seguro, vino a verme una vez con un plan para liberar de los libros una suma considerable para su propio uso. Era un plan que, según me dijo, había comentado ya con el cajero general, y que requería mi ayuda para ocultar esa suma a los ojos de la posteridad. Me explicó cierta historia acerca de que era para un importante proyecto de la Compañía, pero, como no pudo decirme más que eso, yo me di cuenta enseguida de que probablemente se trataba de apuestas o de mujeres de mala vida. No hará falta decir que me negué a ello.
– Y eso ¿por qué?
– ¿Que por qué? En parte porque habría sido un crimen incalificable liberar esa suma de los libros. Pero hay otro aspecto de la cooperación que encontré de lo más sabroso. El anterior cajero general, un individuo llamado Horner, había ayudado a vuestro patrón demasiadas veces para que su presencia aquí le resultara cómoda a este. En consecuencia, vio recompensada su lealtad con una misión para pasar el resto de sus días trabajando en Bombay. Yo trataba de evitar ser un fiel servidor como él, para ahorrarme favores así. No creo que las Indias me sentaran bien.
– Pero… ¿qué fue de esa suma perdida? ¿Se las arregló Ellershaw sin ella?
– Oh, no… No tardé en encontrarla. Se había hecho un gran esfuerzo para ocultar su pista, pero aquello no pudo engañarme.
– ¿Revelasteis el asunto?
– En una compañía donde la lealtad se ve recompensada con el exilio al más horrible clima de la tierra, difícilmente quería yo dar pruebas de deslealtad. Más bien lo vi como una oportunidad para borrar todo rastro de aquella ocultación, para que nadie fuera capaz de descubrirla en adelante. Yo no querría nunca cometer un crimen, señor, pero no encontré ningún mal en echar tierra sobre las huellas allí donde se había cometido el delito. Asentí pensativamente.
– ¡Qué historias tan interesantes! -exclamé-. Seguro que debe de haber más.
– Bueno -dijo él-, ha habido un par de cosas que no había visto antes de ahora…, antes de este asunto de Greene House, como yo lo llamo. Pero no puedo decir que estas hayan ocurrido también en el pasado.
– Contadme, os lo ruego.
Blackburn sacudió la cabeza.
Decidí que había llegado el momento de desobedecer estratégicamente las órdenes del señor Cobb. El me había advertido que yo no debía plantear el tema, pero mi interlocutor estaba ahora tan desorientado por el alcohol, que pensé que, llegado el caso, yo sabría cómo disfrazar mi iniciativa.
– ¿Os referís a ese asunto con Pepper? -le pregunté.
Su tez se tornó pálida y los ojos se le abrieron de par en par.
– ¿Qué sabéis vos de eso? -me preguntó en voz baja-. ¿Quién os lo ha dicho?
– ¿Decírmelo? -repliqué con una carcajada-. ¡Pero sí es de dominio público!
El se agarró ahora a los lados de la mesa.
– ¿De dominio público? ¿De dominio público, decís? ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Cómo lo habéis sabido? ¡Oh… estoy arruinado! ¡Se acabó!
– Tranquilizaos, señor Blackburn… Os lo ruego. Aquí nene que haber algún malentendido. No veo por qué una alusión mía a la importación de pimienta puede causaros semejante conmoción.
– Pepper… -repitió-. ¿Hablabais de la especia?
– Sí…, decía simplemente que pensaba que la Compañía de las Indias Orientales se dedicaba antaño exclusivamente al comercio de la pimienta, y que su cambio a los textiles y los tés ha sido un verdadero hito en sus capacidades organizativas.
Sus manos soltaron la mesa.
– Oh, sí… ¡Por supuesto! -asintió, y se apresuró a beber un largo trago de cerveza.
Yo sabía que aquella era mí oportunidad, y que tenía que estar loco para no aprovecharla.
– Sí, me refería a la especia, señor. Solo a la especia. -Me eché hacia atrás en mi asiento, apoyando los hombros contra la pared-. Pero decidme, os lo ruego, ¿A qué pensabais que aludía?
Era, a mi juicio, el momento más arriesgado. Estaba jugando a un juego muy peligroso, cuyas reglas desconocía. Tal vez se diera cuenta de que lo había engañado, induciéndolo a admitir un conocimiento -cualquiera que este fuese, porque yo aún ignoraba de qué- y se volviera contra mí. O podía caer en la trampa.
– Lo siento -dijo-. No tiene importancia.
– ¡Que no tiene importancia…! -repetí fingiendo un tono de voz jovial-. Decís que no tiene importancia… Entonces, ¿por qué os habéis alterado tanto, señor?
– Os aseguro que no es nada.
Yo me incliné hacia delante otra vez.
– Vamos, señor Blackburn… -le dije en voz baja-. Hay confianza entre nosotros y vos habéis encendido mi curiosidad. Podéis decirme a qué pensabais que me refería.
Tomó otro sorbo de cerveza. No sabría decir qué lo decidió a hablar…, si fue el efecto del alcohol, un sentimiento de solidaridad o la creencia de que, una vez revelado a medias el asunto, valía más revelarlo por completo que intentar ocultarlo de nuevo. Solo puedo decir que se llenó de aire los pulmones y dejó la jarra sobre la mesa.
– Se trata de una viuda.
– ¿Qué viuda?
– Hará cinco o seis meses, recibí un escrito lacrado, con el sello de la junta de comisionados. En la carta no figuraba el nombre de ningún directivo, sino solo el sello de la junta. Se me ordenaba entregar una pensión anual a una viuda -ciento veinte libras anuales, en concreto-, advirtiéndome que no debía decírselo a nadie, ni siquiera a la junta, porque se trataba de un gran secreto que los enemigos de la Compañía podrían utilizar contra nosotros. Es más. Se me decía que, si aquello se hiciera público, perdería mi puesto. Yo no tenía ninguna razón para dudar de la veracidad de esa amenaza. El pago, después de todo, estaba supervisado por el mismo Horner. su última acción como cajero general antes de ser trasladado a su infierno asiático. Hasta el más necio podía ver que, sin ninguna culpa por mi parte, me hallaba en el centro de una tarea importante y secreta, y que no tenía más elección que obedecer si quería evitar la más terrible de las suertes. -¿El apellido de esa viuda era Pepper? El señor Blackburn se humedeció los labios y desvió la vista. Le costaba hablar, pero luego tragó un largo sorbo de su cerveza.
– Sí -respondió-. Se mencionaba a la viuda del señor Absalom Pepper.
A pesar de mis esfuerzos y de otras dos jarras más de cerveza reforzada, no conseguí que el señor Blackburn me diera mucha más información. Todo lo que podía saber con seguridad de la señora Pepper era que se trataba de una viuda cuyo mantenimiento había decidido sufragar la junta de comisionados. Vivía en el pueblo de Twickenham, en las afueras de Londres, donde poseía una casa de nueva construcción en Montpelier Row. Aparte de eso, no sabía nada, salvo que su situación era única e inexplicable. La Compañía no pagaba tales anualidades ni siquiera a sus directivos. Pepper no parecía haber tenido ninguna conexión con la Compañía de las Indias Orientales y, sin embargo, la junta enviaba a su viuda una pensión anual considerable y atribuía a su decisión un tratamiento de lo más confidencial.
Seguí presionándolo todo cuanto me atreví a hacerlo, pero pronto se vio que había alcanzado los límites de cuanto podía decir. Con todo, allí tenía un camino que tal vez llevaría al más íntimo de los deseos de Cobb y, muy posiblemente, a la libertad de mis amigos. No me atrevía a soñar con que consiguiera librarme pronto de aquella turbadora empresa, pero tal vez pudiera utilizar el descubrimiento de Pepper en cuanto me enterara de algo más, como medio para aliviar las penosas cargas que le habían impuesto a mi tío.
Para cuando concluí mi interrogatorio, el señor Blackburn estaba demasiado borracho para dirigirse a su casa, casi incapaz de mantenerse en pie, de hecho. Lo metí, pues, en un carruaje y lo envié hacia ella, con la esperanza de que el cochero se contentara con lo que le había pagado y no quisiera robar al pobre hombre.
Aunque yo llevaba también dentro de mí una buena cantidad de cerveza y no tenía la cabeza muy clara, era pronto aún y me dije que tenía tiempo de ir a hacerle una visita al señor Cobb para informarle de mis recientes averiguaciones. Pero primero tenía que pensar bien las cosas y decidir cuál era el mejor curso que debía tomar, así que lo que hice fue volver al interior de la taberna, sentarme junto al fuego y beber lo que quedaba de mi última jarra de cerveza. Mientras lo hacía, reconsideré la visita que pensaba hacer, porque recuperé mis sentidos lo suficiente para recordar que no trabajaba para el señor Cobb más de lo que lo hacía para el señor Ellershaw: trabajaba para mí, en realidad, y mi principal obligación era desembarazarme de aquella oscura red. Por lo tanto, no diría nada mientras me fuera posible guardar silencio.
Llamé, pues, a la servicial joven Annie y le pedí pluma y papel con los que escribí dos notas. La primera la dirigí al señor Ellershaw, y le explicaba en ella que no estaría en Craven House al día siguiente porque estaba en cama: una idea inspirada por las circunstancias del flujo menstrual de su compañera. Cuando un hombre sufre un resfriado o un dolor del tipo que sea que lo debilita, a menudo da pie a que lo abrumen con consejos médicos no solicitados, así que fingí una dolencia desagradable, pensando que con ello evitaría preguntas por su parte.
Mi segunda nota iba destinada a Elias Gordon y le pedía en ella que viniera a verme tomando las precauciones necesarias para que nuestros movimientos no pudieran ser observados. Después le di a Annie las dos misivas, junto con otra moneda, y ella me prometió que las haría llegar rápidamente a su destino mediante el pinche de cocina.
Fue solo entonces cuando percibí, aunque solo fugazmente, la mirada de un individuo de pequeña estatura y mediana edad acurrucado en un rincón del fondo de la taberna. Yo ya lo había visto al entrar y no me había llamado la atención, y así hubiera seguido también ahora, de no ser porque en el instante que apartó la vista de mí, miró en dirección a Annie. Puede que la cosa no tuviera importancia y se tratara de mera curiosidad de parroquiano de taberna, pero aquello despertó mis sospechas y me encontré a mí mismo estudiando estrechamente a aquel hombre.
Vestía un desaliñado traje marrón y su vieja y anticuada peluca se deshacía sobre los hombros de su tronada casaca como si llevara al cuello un perro faldero enfermo. Llevaba gafas prendidas a mitad de la nariz, pero no pude deducir gran cosa de sus rasgos por culpa de la escasa iluminación aunque, de lo poco que logré observar, me dio la impresión de no ser más que un estudiante pobre. Claro que era muy posible que se tratara de alguien que actuara al servicio de una fuerza u otra y que, para pasar inadvertido, estuviera empleando aquel disfraz de estudiante sin recursos… Debía considerar también la posibilidad de que el hombre fuera sencillamente lo que aparentaba y que solo las circunstancias se hubiesen conjurado para hacer que yo me sintiera notablemente intranquilo.
Esta última opción no acababa de convencerme porque el hombre tenía delante de sí un libro abierto de tapas negras y formato pequeño, que se dedicaba a leer todo el rato. Pero era obvio que podía haber elegido para leer un lugar mejor iluminado que aquel en que estaba, pues incluso una persona que no necesitase gafas tendría difícil la lectura en medio de la oscuridad que lo rodeaba. Así que no me quedó otro remedio que concluir que sin duda debía de tratarse de un espía, ya fuera de Cobb, de la Compañía o de algún otro poder que no podía determinar.
Elegí, por lo tanto, seguir donde estaba. Si trataba de seguirme cuando saliera de la taberna, se me presentarían diversas posibilidades: podría despistarlo, o bien dejar que me siguiera a mis habitaciones, sin ningún problema. Pero si se levantaba e intentaba detener al muchacho, tendría que ir detrás de él, porque no podría arriesgarme a que mis cartas, y en particular la que le había escrito a Elias, pudieran caer en manos de un enemigo desconocido.
Una vez más llamé a Annie, le pedí que inclinara el cuerpo sobre mi mesa y apoyé mi mano en su tentador culo.
– Reíos -le pedí-, como si os hubiera dicho algo muy divertido.
Para mi gran sorpresa, ella dejó escapar una carcajada sin hacer preguntas.
– No os volváis ahora, pero fijaos luego en ese tipo que parece estar leyendo un libro en el rincón del fondo. ¿Sabéis a quién me refiero?
– ¿De qué va la cosa?
– De ganaros otro chelín.
– Oh, muy bien. Sí, lleva ahí toda la noche. Igual que vos.
– ¿Y qué ha estado bebiendo?
– No lo vais a creer… Leche, solo leche. Un hombre adulto como es, bebiendo leche sin pan, como si fuera un crío.
Pero yo ciertamente sí podía creerlo. El muchacho al que le había confiado las cartas había tenido sin duda otras cosas que hacer antes de salir a llevarlas, pero vi que se disponía ahora a dejar la taberna. Al momento siguiente, el estudiante se puso de pie para ir tras él. Aguardé un segundo hasta verlo pisar el umbral de la puerta y, mientras dejaba otra moneda de plata en la mano de la muchacha, me puse también yo de pie y seguí al falso estudiante.
Cuando salí a Market Hill, el otro corría ya para acercarse al muchacho. El suelo estaba cubierto de nieve helada, y no me hizo ninguna gracia tener que correr sobre ella, pero tendría que hacer ese esfuerzo si la situación lo requería.
– ¡Quieto ahí, chico! -le gritaba el estudiante al muchacho-. Aguarda un momento, rapaz. Solo quiero preguntarte una cosa y darte una propina si me respondes.
El muchacho se volvió para mirar, pero, en lugar de un rostro sonriente e inofensivo, yo vi una cara angustiada pues acababa de ver cómo asestaba yo a su perseguidor un golpe en la cabeza y lo dejaba tendido en el barro de la calle.
– No te quería para nada bueno -le expliqué-, sino para hacerte daño. Ve ahora a entregar tus mensajes. Yo me encargaré de este sinvergüenza.
El pequeño, en cambio, seguía mirando, fascinado por el espectáculo callejero que acababa de presenciar. Pero con aquel tipo fuera de combate, a mí no me importaba gran cosa el retraso. Por su parte, el fingido estudiante estaba incómodo y desorientado, pero ya consciente. Fui a ponerme de pie junto a él, y le pisé la mano con uno de mis zapatos para que no tuviera la tentación de incorporarse. Aunque no le di ninguna instrucción, no tardó en comprender que cada movimiento que hiciera tendría como respuesta un aumento de mi presión.
– Y ahora, señor, decidme para quién trabajáis.
– Es un crimen abominable golpear a un universitario. En cuanto corra la voz de que ha sido cometido por un judío, habrá consecuencias terribles para vuestra gente.
– ¿Y cómo sabéis vos que yo soy judío?
El estudiante no dijo nada.
– A mí me tiene sin cuidado que seáis o no un universitario. Lo único que sé es que habéis estado observándome y que habéis intentado detener a ese chico cuando iba a entregar mi correspondencia. ¿Me decís quién os ha empleado?
– No os diré nada.
El caso es que lo creí. No pensaba que saber si era Cobb o Ellershaw o cualquier otro cambiara mucho mis planes y por eso en lugar de intentar obligarlo a decir quién lo había enviado, golpeé su cabeza contra el suelo hasta que quedó inconsciente. Después registré sus cosas y encontré poco digno de mención, salvo un billete de diez libras emitido por el mismo orfebre que garantizaba los billetes que empleaba Cobb para pagarme.
Levanté luego la cabeza y vi que el chico aún no se había marchado, sino que estaba inmóvil y atemorizado.
– Devuélveme mis notas -le dije-. Si había un espía encargado de quitártelas, aún puede haber otro. Me encargaré de hacerlas llegar por otro medio.
El chico me las dio y escapó a toda prisa, dejándome solo en la calle. Yo las tomé en mi mano y estuve un rato observando la figura inerte del estudiante, preguntándome si no me habría rendido demasiado pronto con él y si tal vez podría decirme más cosas. Pero el sujeto debía de estar esperando su oportunidad porque al instante siguiente noté que otra mano me empujaba fuertemente por detrás de la cabeza y me arrojaba de bruces sobre la nieve y el barro de la calle. Caí y me quedé aturdido, aunque solo un momento, pues me recuperé en un instante. Pero ya era demasiado tarde pues, cuando miré, vi la figura de un hombre que se alejaba corriendo con mis notas en la mano.
Enseguida logré incorporarme y corrí tras el ladrón, pero él ya había conseguido una considerable ventaja. Podía verlo a bastante distancia como un hombre rechoncho que se movía con inesperada soltura. Yo, por mi parte, puesto que tenía aún las secuelas de la grave fractura de mi pierna, no podía correr como antes y temí que, a pesar de todos mis esfuerzos y mi determinación de hacer caso omiso del dolor de mi vieja herida, no conseguiría dar alcance a aquel bellaco.
Giró para seguir corriendo hacia Virginia Planter Hill y estaba a punto de entrar en el Shadwell. En lo que a mí me pareció un golpe de suerte: la calle era amplia y estaba bien iluminada, pero a aquellas horas de la noche estaría desierta. Había una pequeña posibilidad de atraparlo allí.
Mientras me esforzaba por reducir la distancia o, al menos, en no perderlo por completo, él se adentró en Shadwell y al punto tropezó y estuvo a punto de caer. En el mismo momento pasó a su lado un faetón lanzado a toda velocidad, cuyo cochero cubrió de improperios al mismo hombre al que había estado en un tris de atropellar.
De nuevo de pie, se agazapó como un felino y en el instante en que otro faetón lo dejaba atrás, saltó y se subió a él, dando motivos al conductor para que emitiera un grito de sorpresa, apenas audible por encima del ruido de los cascos y el rechinar de las ruedas. Me pregunté a qué clase de hombre podía importarle tan poco la vida como para saltar a bordo de un faetón lanzado a toda velocidad. Aquello me encorajinó porque, si él lo había hecho, yo me veía obligado a hacer lo mismo.
Redoblé mis esfuerzos para llegar allí en el momento en que pasaba otro faetón, y después otro más, pues parecían ser ocho o diez los implicados en aquella carrera. Llegué a Shadwell precisamente en el instante en que se aproximaba el rezagado del grupo; no se me escaparía. En la oscuridad podía ver que era verde con franjas doradas, una de las cuales llevaba el símbolo de una serpiente. Tuve el tiempo justo para comprender que era el mismo coche que había atropellado al acusador de Elias muchos días atrás, conducido por un hombre que hubiera dado muerte a un chiquillo de no ser por aquella valerosa intervención. El conductor del faetón, en efecto, era un petimetre ensimismado. Un individuo que consideraba aquella loca carrera más importante que una vida humana: este iba a ser mi compañero, porque me arrojé al aire con la viva esperanza de aterrizar dentro del carruaje y no verme atrapado bajo sus ruedas.
En esto, por lo menos, tuve éxito, pues caí bruscamente en el faetón aplastando al conductor, que soltó un pequeño grito.
– ¿Qué locura es esta? -me preguntó mientras sus ojos se abrían de par en par asombrados, reflejando la luz de las farolas de la calle.
Yo me puse en pie rápidamente y le quité las riendas de la mano.
– Sois un loco, un monstruo y un pésimo conductor, además -le espeté-. Ahora callad, si no queréis que os eche de aquí.
Espoleé al caballo con el látigo y descubrí que era capaz de alcanzar más velocidad de la que su propietario le permitiría. Me di cuenta de que lo suyo no era falta de fuerza, sino de valor, porque a medida que el caballo aumentaba su velocidad, el hombre lanzaba grititos de miedo.
– ¡Frenad! -exclamó con una voz que se quebraba como si fuera de cristal-. ¡Vais a conseguir que nos matemos!
– Ya vi en una ocasión cómo atropellabais a un hombre y os excusabais con una risotada -le dije, haciéndome oír por encima de los cascos del caballo y de las ráfagas de aire frío-. No creo que seáis merecedor de compasión.
– ¿Qué pretendéis? -me preguntó.
– Dar alcance a otro hombre -dije-. Y, si el tiempo lo permite y me parece oportuno, castigaros a vos.
Corría alocadamente, espoleando al caballo a velocidades de lo más temerarias, pero apenas me quedaba otra opción. Adelanté a uno de los otros faetones, cuyo conductor nos miró a mí y al hombre que se acurrucaba a mi lado con la mayor de las confusiones. Adelanté a otro luego, y después a un tercero. Si hubiera sido mi intención -me dije-, tal vez hubiese podido vencer en la carrera.
Delante de mí, los faetones doblaban la esquina para entrar en Old Gravel Lane y se veían obligados a reducir la velocidad. Pero si yo quería recuperar aquellas notas, tendría que dejar a un lado toda precaución por la seguridad y por ello apenas frené al caballo al girar. El faetón se inclinó hacia un lado y, mientras sujetaba las riendas con una mano, alargué la otra y agarré al infeliz pasajero por la espalda de su casaca, empujándolo hacia la parte más elevada del carruaje. Era un pequeño contrapeso, pero fue suficiente pues, aunque estuvimos muy cerca de volcar, no lo hicimos. En el proceso de tomar la curva adelantamos a otros tres carruajes más, de forma que ahora solo había tres delante del nuestro.
El caballo parecía tan satisfecho como yo de haber sobrevivido a mi alocada maniobra y encontró más reservas de fuerza para seguir corriendo, de manera que empezamos a acercarnos aún más a los que iban en cabeza. Mientras salvábamos la brecha entre nosotros y ellos, vi que en uno de los faetones, no en el de cabeza, sino en el que iba detrás de él, viajaban dos hombres. Haría todo lo que fuera preciso para detenerlo, y sacudí las riendas de nuevo con la esperanza de que el caballo obedeciera… o estuviera en condiciones de obedecer, que venía a ser lo mismo. Yo ignoraba qué fuerzas pudiera aún tener el caballo pero, mientras que el faetón que iba en cabeza ampliaba su ventaja, el que llevaba a los dos hombres empezaba a retrasarse tanto, que enseguida me vi conduciendo a su altura. Me aproximé a su lado, una distancia que variaba en cada bache del terreno, pero que no excedía de un metro veinte como mucho y que en los momentos de más proximidad era de poco más de medio metro.
Los hombres que viajaban en el otro vehículo me gritaban, pero yo no podía oírlos y tampoco tenía ganas de perder el tiempo intentando entenderlos. Tomé una vez más las riendas en mi mano derecha y me agaché hacia el otro lado, obligando al cobarde a que se pusiera en pie.
– Sujetad las riendas -le ordené, alzando la voz para que me oyera-. Manteneos todo lo cerca que podáis de él. Si falláis o me desobedecéis, responderéis de ello. Si lo deseo, podré encontraros por las marcas de vuestro carruaje, y os aseguro que no os hará ninguna gracia que vaya a buscaros.
El hombre asintió. El mismo que estaba antes demasiado asustado para conducir bien, ahora estaba demasiado temeroso de no hacerlo: tomó las riendas e intentó mantener recta la marcha del caballo. Yo me fui al borde del faetón, y me agarré a él todo lo que pude. Sabía que era una locura intentarlo. Que los dos carruajes se movían tan rápidamente que la distancia entre uno y otro podía variar en cualquier momento. «En el curso de mi vida he cometido muchas locuras -me dije-, pero ninguna tan loca como este plan, destinado al fracaso y tal vez a acabar con mis días.» Pero no quería que mi enemigo escapara con mis notas y supiera más cosas de las que yo estaba dispuesto a permitir. No iba a consentir que mis planes se vinieran abajo y tuviera que ver a mi tío encarcelado por deudas, así que me llené los pulmones de aire y salté al vacío.
Siempre será un misterio para mí que no muriera bajo los cascos del caballo o arrollado por las ruedas, pero lo cierto es que, en el momento mismo de saltar, mi faetón se fue hacia el otro aumentando mi impulso, y que el de los otros se aproximó más, con lo que se redujo la distancia que debía saltar: fue así como me encontré en el vehículo de mi enemigo, tras aterrizar violentamente encima del hombre que llevaba las riendas.
Supuse que tenía que ser el ladrón, por lo cual lo empujé a un lado, agarré las riendas y obligué al animal a detenerse lo más bruscamente que pude. Solo afirmando bien mis pies contra el suelo pude evitar salir despedido hacia delante. Pero mis compañeros de a bordo no estaban tan bien preparados y cayeron fuera del carruaje.
De nuevo fue, sin duda, gracias a algún designio de la Providencia el que ninguno de ellos fuera arrollado por los demás participantes en la carrera y se debió en cambio a la dureza de los sentimientos de aquellos hombres el que ninguno de ellos se detuviera para auxiliar a sus compañeros. En cuanto el caballo hubo dejado de moverse, salté del carruaje y corrí hacia donde se hallaban sentados al borde del camino. Ya se había reunido un grupo de gente que los abucheaba, puesto que no contaban precisamente con las simpatías de los viandantes. Su aspecto era patético y estaban llenos de sangre pero, a mi parecer, ninguno parecía estar gravemente herido. Lo que, sin embargo, no podría decir era que aquel estado duraría mucho.
Saqué del bolsillo una pistola. Había comenzado a caer una ligera nevada, y yo me dije que la humedad probablemente me impediría disparar el arma, pero confiaba en que, en su situación, no estarían en condiciones de plantearse esa duda.
– ¿Quién de los dos robó mis papeles? -pregunté.
– Nosotros no fuimos -gritó uno de ellos.
– Tuvo que ser uno de los dos. El vuestro era el único faetón que llevaba dos pasajeros. ¿Quién de los dos fue?
– No fuimos nosotros -repitió el otro-. Está diciéndoos la verdad. Había, además, otro individuo, fuerte como un Hércules y con la cara llena de cicatrices. Me obligó a bajar de mi faetón y tuve que ocupar el de Johnny. Hemos intentado decíroslo. Si no lo hubierais estropeado todo, tal vez habríamos podido alcanzarlo.
Volví a dejar en su sitio la pistola sin decir palabra; por increíble que pareciera, me había esforzado tanto para nada. Había puesto mi vida en peligro para detener el carruaje equivocado, y ahora el ladrón se había escapado con mis notas.
– Era un gigantón -seguía lamentándose el otro mientras se secaba con la bocamanga de encaje la sangre que seguía manando de su nariz-. Un gigantón de tez negra, jamás había visto a nadie como él.
Yo sí. Yo había visto hacía muy poco a alguien como él, y antes de que hubiera acabado aquel asunto, Aadil me las pagaría. Pero, entretanto, él sabía demasiados de mis secretos y me había ganado aquel envite, aunque yo ignoraba cuál de las dos cosas me molestaba más.