Esa noche dejé Craven House varias horas antes, esperando que nadie notara mi ausencia. Suponiendo que el señor Ellershaw no me llamara, pensaba poder arreglar fácilmente las cosas. Siguiendo mis planes, fui a encontrarme con Elias en la taberna de Las Dos Goletas de Cheapside, donde al llegar lo encontré ya sentado a una mesa con un plato y una jarra de cerveza, que supuse que me tocaría a mí pagar. Cuando me senté a su lado, estaba ya rebañando la última gota de grasa de su plato con su última migaja de pan.
– ¿Estás seguro de que este asunto no me complicará la vida? -me preguntó.
– Razonablemente seguro -le aseguré.
Luego le expuse una vez más el plan, que me parecía más bien simple y fácil de realizar… al menos en la parte que le tocaba a él. Después, Elias se pasó un pañuelo por la cara y salió del local para recorrer la corta distancia que lo separaba de Throgmorton Street, donde tenía sus oficinas la casa de Seguros Seahawk. Yo, entretanto, pedí una jarra de cerveza y me permití bebérmela tranquilamente por espacio de veinte minutos, al cabo de los cuales pagué la cuenta y me encaminé también a las oficinas.
Nada más entrar en el edificio me encontré en una gran sala despejada, en la que había varios pesados escritorios ocupados por otros tantos escribientes ocupados en sus tareas. Me fijé en que había una puerta a mi izquierda, que supuse llevaría al despacho del señor Ingram. Yo le había enviado una nota esa misma mañana, empleando el nombre de Elias, para solicitarle una entrevista. En aquel momento, Elias estaría allí dentro, intentando suscribir varias pólizas de seguros para unos cuantos capitanes de barco muy ancianos. El señor Ingram, por su parte, estaría ampliamente ocupado en rechazar las pretensiones de Elias, todo lo cual me daría a mí el tiempo que necesitaba para llevar a cabo nuestro plan.
Me acerqué al escribiente que tenía más próximo: un encorvado caballero de avanzada edad, que llevaba en los ojos unas gruesas gafas. Escribía apresuradamente, pero con letra clara, en un libro de contabilidad, y ponía tanta atención en ello que ni siquiera vio que me acercaba a él.
– Ingram -le dije.
El siguió escribiendo sin levantar la vista para mirarme.
– El señor Ingram está ocupado en este momento. Si deseáis esperar o que le haga llegar vuestra tarjeta, señor…
– No -dije en voz baja.
Tal vez fuera demasiado baja mi voz, porque no respondió. Por mi parte, me pareció oportuno acentuar mi desagrado dando una fuerte palmada en su escritorio.
– Ingram -repetí.
Dejó ahora su pluma y se frotó la nariz con su dedo manchado de tinta y encallecido por los años de apretar la pluma con él.
– El señor Ingram está ahora con un caballero, señor -me dijo con un tono de evidente preocupación. Lo cierto era que los demás escribientes debieron de notarlo también, pues todos interrumpieron su trabajo y levantaron los ojos para mirarme.
– Os sugiero que vayáis a llamarlo -dije.
– No es así como hacemos las cosas en esta oficina -replicó.
– Pues debería ser vuestra norma cuando yo vengo a visitaros.
– ¿Y quién sois vos?
– Ah, sois el señor Weaver, si no me equivoco.
Reconocí al punto al que había hablado, que en aquel momento bajaba por la escalera. Era ni más ni menos el señor Bernis, el mismo remilgado caballero de pequeña estatura que se me había acercado en el figón para informarme de que mi vida estaba asegurada a más no poder. Se apresuró a acercarse y me estrechó la mano… y digo que me la estrechó y no que nos estrechamos las manos, porque yo no participé para nada en aquel apretón.
– Encantado de volver a verlo, señor. ¿En qué podemos serviros?
– He venido a exigir que me digáis los nombres de las personas que han asegurado mi vida.
– Como ya os expliqué, señor, no podemos revelar esa información. Hay una norma de confidencialidad que…
– ¡Al diablo la confidencialidad! -repliqué con una voz no precisamente apaciguadora. Y, ciertamente, el escribiente dio un paso atrás, como sacudido por la fuerza de mi vehemencia-. ¡Quiero saberlo!
– ¡Señor…! -protestó.
Tengo que decir algo a favor del pobre señor Bernis, que era un hombre menudo y no gozaba de un espíritu marcial, pero que, en defensa de su compañía, dio un paso al frente y apoyó la mano en mi brazo.
Yo, a mi vez, lo levanté en vilo y lo lancé sobre el escritorio del escribiente de las gafas. Los dos cayeron juntos en un torbellino de miembros, de papeles y de tinta vertida. Yo esperaba sinceramente no haber lastimado a aquel hombre, que solo estaba allí ocupándose de su negocio, y tomé nota mentalmente de que debía enviarle un regalo como compensación, pero tenía que atender cosas más importantes que la de evitar herir sus sentimientos.
– ¡Hablaré con Ingram! -grité, y demostré mi exasperación acercándome a otro escritorio y barriendo cuanto había en su superficie con un amplio movimiento del brazo.
Como yo había esperado, la estancia se había convertido a estas alturas en el escenario de un caos. Varios de los escribientes, de la cara de uno de los cuales goteaba tinta, corrían hacia la escalera. Los papeles estaban esparcidos por el suelo y gritaban todos al mismo tiempo, incluido el pobre Bernis, que había logrado levantarse de aquella penosa confusión y que ahora llamaba a voces a Ingram en tono lastimero. Yo uní mi voz a coro de quienes invocaban su nombre, aunque con intención más maliciosa.
Mis esfuerzos dieron resultado, pues de pronto se abrió la puerta del despacho y vi emerger al reclamado: un individuo de mediana estatura, pero de excelente figura, anchos hombros y tórax fornido. Tendría unos cincuenta años como mínimo y a pesar de su edad y presencia, y del caos que se ofrecía a sus ojos, mantenía una actitud sumamente digna.
Detrás de él pude ver a Elias, que se levantaba de su silla e iba despacio hacia la puerta con el propósito de cerrarla. Yo, por lo tanto, tenía que hacer todo lo posible para que Ingram no advirtiera mi intento. Fui hacia él con el dedo índice extendido y me paré en el preciso momento en que estaba a punto de asestarle un humillante golpe en el pecho.
– Me llamo Weaver -dije-.Varios hombres han suscrito pólizas de seguros sobre mi vida. Exijo saber sus nombres y negocios, o tendréis que responder vos por ellos.
– ¡Lewis -le gritó a uno de los escribientes-, id a buscar al alguacil!
Un joven que estaba acobardado junto a la escalera, demasiado temeroso para acercarse más, y demasiado interesado también para escapar, pasó rápidamente a mi lado como si pensara que podría darle un mordisco, y salió de la oficina.
No importaba. Pasaría por lo menos otro cuarto de hora antes de que pudiera volver con un alguacil, y yo no tenía el propósito de permanecer allí tanto tiempo.
– Ni todos los alguaciles del mundo podrán ayudaros -lo amenacé-. He dicho lo que quiero, y me tendréis que dar satisfacción de una manera u otra.
– Ya tenéis mi respuesta -dijo-. Os presento mis excusas, pero no podemos daros la información que solicitáis. Y ahora os pido que os marchéis de aquí, para que vuestra reputación no se vea empañada por vuestras acciones.
– Mi reputación está a salvo -respondí- y si la empleo para apoyar mis acusaciones contra vos y vuestra compañía, seréis vos quien lo lamentará.
– Lamentaría más traicionar la confidencialidad de las personas a las que sirvo revelando lo que tengo obligación de callar -dijo.
Nuestra escaramuza prosiguió de esta guisa varios minutos más, hasta que advertí que la puerta del despacho de Ingram se abría de nuevo: era la señal que habíamos convenido Elias y yo y que me indicaba el momento en que debía marchar del local. Así lo hice, reiterando mis amenazas de que aquellos ultrajes no quedarían sin castigo.
Desde allí me dirigí a la misma taberna en la que nos habíamos encontrado antes Elias y yo. Pedí otra jarra de cerveza y aguardé su llegada, que fue bastante antes de lo que esperaba.
– Empleé como excusa el caos provocado por tu visita para despedirme -me explicó-. Pero tengo que sospechar que Ingram o alguno de sus escribientes advertirán la coincidencia de mi visita con la tuya y se darán cuenta de nuestro engaño.
– Que se den cuenta, entonces -dije-. ¡Tanto mejor! No pueden actuar en consonancia, porque no desearán que todos se enteren de que sus registros pueden ser violados con tanta facilidad. Dime… ¿tienes esa lista de nombres?
– La tengo -respondió-.Y, aunque no sé lo que puede deducirse de ella, no puede ser bueno.
Sacó del bolsillo un pedazo de papel, en el que aparecían escritos cinco nombres que nunca había oído anteriormente:
Jean-David Morel
Pierre Simón
Jacques LaFont
Daniel Émile
Arnaud Roux
– Quizá tú sepas algo de ellos -dijo. -Son todos nombres franceses.
– Así es -admitió.
– Los franceses, según he oído, están empezando a establecerse en la India, y no me parece improbable que, para obtener sus fines, necesiten actuar en contra de la Compañía de las Indias Orientales. Eso lo entiendo. Pero lo que no logro entender es por qué pensarán que su éxito depende de mí… hasta el punto de que deban asegurar mi vida.
– Esa es solo una interpretación. Pero hay otra que me parece más probable aún, y que incluso me duele tener que decirte.
– Que, puesto que saben que pronto estaré muerto -completé yo su idea-, no ven ninguna razón para no sacar partido de ello.
Elias asintió con aire solemne.
– Tú ya tenías enemigos antes de eso, pero sospecho, Weaver, que tu situación ha demostrado ser mucho peor de lo que suponíamos.