Cuando salí de casa de la viuda, no tenía ni idea de la hora que pudiera ser, pero vi que había oscurecido y que las calles estaban recorridas por los gritos de los borrachos y las risas estridentes de la noche. Cuando saqué mi reloj del bolsillo (con precaución, claro, porque a esas horas de la noche basta solo un tictac de semejante instrumento para poder darlo completamente por perdido merced a la acción de manos habilidosas), vi que todavía no eran las siete, aunque tenía la impresión de estar ya pasada la medianoche. En la primera oportunidad, tomé un carruaje para que me llevara a casa.
Tenía muchas cosas que hacer. Sabía ya de los tratos de Pepper con el misterioso señor Teaser, igual que sabía de él que estaba casado con tres mujeres distintas… y no me hubiera sorprendido encontrar aún más. Pero ¿por qué se interesaba Cobb por Pepper? ¿Qué relación tenía Pepper con la Compañía de las Indias Orientales o, puestos a decirlo todo, qué relación tenía con Cobb? ¿Cómo estaba relacionado todo esto con los manejos de Forester o con la necesidad de Ellershaw de revocar la legislación de 1721? ¿Significaba la presencia de Celia Glade que los franceses estaban implicados en todo esto, o se daba meramente la circunstancia de que yo hubiera ido a dar con una espía, sin duda una más de los centenares de espías diseminados por la metrópoli, dedicados a reunir información y enviarla a su país para que allí otros más experimentados determinaran si la información valía la pena?
Yo no tenía respuestas para todo eso y me daba la sensación de que no iba a ser capaz de encontrarlas. Solo sabía que estaba cansado y que un hombre inocente y deseoso de ayudar, el bueno de Carmichael, había muerto por culpa de todo aquel doble juego. Estaba ya harto de semejantes manejos. Quizá fuera ya hora de dejar de enfrentarme a Cobb. Mis esfuerzos por minarle el terreno y utilizar para mis propios fines lo que averiguaba solo me habían valido para conducir a la cárcel a un amigo mío, y no estaba dispuesto a correr el riesgo de que otros fueran a verse también presos.
Había estado todo el trayecto considerando estos temas y alcanzando un estado de gran agitación e ira. Por eso mismo, apenas puede entender, y no digamos ya controlar, mis emociones cuando, al entrar en mi alojamiento, encontré que tenía un visitante esperando en la sala.
Era Cobb.
A mí no me preocupaba gran cosa su salud, pero advertí inmediatamente que tenía mal aspecto. Se le notaba demacrado y presa de gran agitación. Se puso de pie en cuanto me vio entrar y con las manos juntas, dio unos cuantos pasos hacia mí.
– Debo hablar con vos, Weaver. No puede esperar.
No diré que la ira que sentía por él desapareció por ensalmo, pero la curiosidad aplacó mi ánimo. Edgar, después de todo, se había mostrado dispuesto a censurarme que hubiera enviado a un muchacho a la casa de Cobb. Pero ahora era Cobb quien se presentaba personalmente en la mía.
Lo conduje, pues, a mis habitaciones, donde nadie nos estorbaría, y allí, una vez hube encendido mis velas, me serví un vaso de oporto y preferí no invitarlo a beber conmigo, aunque me di cuenta de que le temblaban los labios y se retorcía las manos, y comprendí que deseaba por encima de todas las cosas un vaso de algo que pudiera reconfortarlo.
– Me sorprende vuestra presencia aquí -le dije.
– A mí me sorprende también, pero no hay más remedio. Necesito hablar con vos de hombre a hombre. Ya sé que tenéis motivos para sentiros furioso conmigo, pero debéis creer que deseaba que las cosas pudieran haber ido de otra forma. Hammond sospecha que os estáis callando lo que sabéis, y yo también lo creo. Pero vengo aquí ahora sin él para suplicaros que me digáis lo que no nos habéis dicho todavía. No os amenazo a vos ni a vuestros amigos. Solo quiero que me lo digáis.
– Ya os lo he dicho todo.
– ¿Qué hay de él? -preguntó. Y susurró a continuación el nombre-: De Pepper.
– No he sabido nada de su muerte -respondió.
– Pero… ¿qué hay de su libro? -Se inclinó hacia mí-. ¿Habéis averiguado algo de eso?
– ¿Su libro? -pregunté en tono bastante convincente, si se me permite decirlo. Cobb no me había mencionado para nada aquel libro, y yo me dije que era preferible fingir ignorancia.
– Os lo ruego… Si tenéis alguna idea de dónde puede estar, debéis entregármelo antes de la asamblea de accionistas. No podemos consentir que lo tenga Ellershaw.
Era, también, una convincente actuación por su parte, y reconozco que me sentí algo conmovido por ella. Pero solo en parte, porque no dejaba de recordar que el señor Franco se encontraba en la prisión de Fleet y que, aunque Cobb me ofreciera en aquel momento una imagen patética, seguía siendo mi enemigo.
– Debéis hablarme de ese libro. No sé nada de él. Es más, señor… lamento que me hayáis enviado, en esta quijotesca aventura, en busca de un hombre del que no puedo hablar, para decirme ahora que lo que persigo es un libro del que nadie me ha dicho nada. Tal vez podríais tenerlo ya en vuestro poder, si tan solo me hubieseis hablado de su existencia.
El señor Cobb miró hacia el hueco negro de mi ventana.
– ¡Al diablo con él! -exclamó-. Si vos no habéis sido capaz de encontrarlo, nadie lo encontrará.
– Quizá si Ellershaw sabe qué es ese libro y qué valor tiene para vos, lo tenga ya en su poder -sugerí-, puesto que posee la ventaja de poder reconocerlo. Yo ni siquiera puedo asegurar no haberlo tenido en mis manos, porque no sé absolutamente nada sobre él.
– No me atormentéis así. ¿Me juráis que no sabéis nada de él?
– Os digo que estoy en la ignorancia -afirmé.
Era una evasiva pero, si Cobb se dio cuenta de ella, no lo demostró. Por el contrario, sacudió la cabeza.
– Entonces, tendremos que contentarnos con eso -dijo, levantándose de su asiento-. Tendría que bastar, y reguemos que las cosas sigan como están hasta la reunión de la junta.
– Tal vez si me explicarais algo más… -sugerí.
Pero él no me oyó o no podía oírme. Abrió la puerta de mi habitación y se marchó de mi alojamiento.
Cuando llegué a Craven House a la mañana siguiente, fui informado enseguida de que el señor Ellershaw deseaba verme en su despacho. Pasaban quince minutos de mi hora, y temí que pudiera emplear la oportunidad para reírse por mi fallo en respetar el horario, pero no se trataba de nada semejante. Se hallaba en su despacho, con un servicial joven que tenía en las manos una cinta métrica y sujetaba entre los labios un peligroso puñado de alfileres.
– Excelente, excelente -dijo Ellershaw-.Aquí lo tenemos. Weaver… ¿verdad que tendrá usted la amabilidad de dejar que Viner le tome las medidas? Esto será todo. Para la reunión de la asamblea, nada más.
– Faltaría más -dije, y fui a situarme en el centro de la habitación. En cuestión de un instante, el sastre estaba esgrimiendo sobre mí la cinta de medir como si fuera un arma-. ¿Para qué es?
– ¡Brazos arriba! -pidió Viner.
Levanté los brazos.
– Tranquilo, no os preocupéis -dijo Ellershaw-. Viner es un trabajador prodigioso, ¿no es así, señor?
– Un trabajador prodigioso -asintió el aludido, murmurando las palabras a través de sus alfileres-. Aquí ya está todo.
– Estupendo. Ya hemos acabado con vos, Weaver. Tenéis trabajo esperándoos, ¿verdad?
Aadil no se dejó ver durante todo el día, y empecé a preguntarme si volveríamos a verlo. Tenía que saber que lo había reconocido y ahora ya no podría representar su papel de trabajador a disgusto, cuando no hostil. Había forzado demasiado ostensiblemente su juego y, aunque no dudaba de que seguiría sirviendo a Forester, sospechaba que sus días de hacerlo en Craven House habían llegado a su fin.
Había planeado dedicar esa noche a explorar el último cabo suelto que me quedaba a propósito del aparentemente encantador Pepper -es decir, el de su señor Teaser, sobre cuya pista me había puesto su viuda de Twickenham-. Y estaba ya a punto de abandonar la Casa de la India cuando Ellershaw requirió nuevamente mi presencia en su despacho.
Allí encontré otra vez al eficientísimo señor Viner. Y le doy este calificativo porque se las había arreglado ya para coser un traje basado en las medidas que me había tomado por la mañana. Me tendió una serie de prendas de color azul celeste cuidadosamente dobladas, mientras el señor Ellershaw, de pie allí en actitud absurda, observaba la entrega ataviado con un traje exactamente del mismo color.
Comprendí enseguida, recordando -y lamentando- mi propia sugerencia de emplear aquel tejido femenino para ropas de hombre, que Ellershaw había tomado mi propuesta al pie de la letra y decidido hacerse con el mercado interior como único camino posible por si fracasaban sus esfuerzos.
– Ponéoslo -me animó con un gesto.
Yo lo miré y me fijé en el traje después. Me resulta difícil describir cuan rematadamente absurdo era su aspecto y hasta qué punto estaba convencido de que yo también iba a parecer absurdo a su lado. Aquellos tejidos de algodón eran muy adecuados para hacer lindos sombreritos, pero un traje de ese tono de azul para un hombre, el color de los huevos del petirrojo, un hombre que no fuera el más empecinado dandi, era difícilmente imaginable. Pero, era consciente de que, mientras estuviera allí, no tenía la posibilidad de decir que aquella cosa no era de mi agrado y ni siquiera la de arrugar la nariz para expresar que, por práctica que fuera semejante moda, me parecía social y moralmente horrenda.
– Sois muy amable -dije, notando yo mismo la inseguridad de mi voz.
– Bueno…, ponéoslo. Ponéoslo. Veamos si Viner ha hecho un excelente trabajo como de costumbre.
Yo recorrí con la vista el despacho.
– ¿Hay algún lugar donde pueda ir a cambiarme?
– Oh, no me digáis que sois vergonzoso… Vamos, vamos… Veamos cómo sienta ese traje en vuestra percha.
No me quedó más remedio que quedarme en camisa y medias, y ponerme encima aquel engendro azul. Bien es verdad que, por mucho que me disgustara, tuve que admirar sus perfectas hechuras y la rapidez con que había sido confeccionado.
Viner daba vueltas a mi alrededor, metiendo de aquí, tirando de allá, y finalmente se volvió a Ellershaw con evidente satisfacción:
– Es espléndido -dijo, como si elogiara más la idea de Ellershaw que su propio trabajo.
– Oh, sí. Perfecto, Viner. Un trabajo excelente, como todos los vuestros.
– Para serviros.
El sastre saludó con una profunda reverencia y, como obedeciendo a una señal imperceptible, salió del despacho.
– ¿Estáis preparado para salir? -me preguntó Ellershaw.
– ¿Para salir, señor?
– Oh, sí. Estos trajes no están pensados para lucirlos en privado. Difícilmente nos serían de alguna utilidad si no salieran de estas cuatro paredes, ¿no? Debemos mostrarnos en público. Hemos de salir y dejar que Londres nos vea vistiendo estas telas.
– Esta noche tenía una cita que no me es posible posponer -empecé-. Si me lo hubieseis dicho antes… pero tal como están las cosas ahora, no estoy seguro de si podré…
– Cualquier cita que tengáis, deberíais mostraros encantado de dejarla para otro día -me dijo con tal seguridad que, por un instante, hasta me convenció.
– Salgamos, entonces -asentí.
Adopté una sonrisa entusiasta, aunque estaba absolutamente seguro de que tenía que dar la impresión de un hombre en trance de muerte, dando ya sus últimas boqueadas.
Una vez en su carruaje, Ellershaw me explicó que nos dirigíamos al recinto ecuestre de Sadler's Wells, para disfrutar del agasajo y de las miradas de otros. Después me previno crípticamente de que debía esperar allí una sorpresa desagradable, pero cuando llegamos allí no pude ver en la forma como éramos recibidos nada que me resultara molesto dejando aparte nuestro atuendo y las miradas y risitas burlonas que atraíamos. Habían preparado unas grandes fogatas para que pudiéramos cenar al raso, o más exactamente al aire frío de la noche, pero todos optaban por permanecer en el edificio principal.
Era temprano aún, pero ya se habían dado cita allí numerosas personas, que disfrutaban de la cara, ya que no suculenta, cena servida en tan animados lugares de diversión. Debo decir que nuestra llegada llamó poderosamente la atención de los presentes, pero el señor Ellershaw respondió con una inclinación afable a las miradas demasiado impertinentes o incluso despectivas. Me condujo a una mesa y, una vez sentados a ella, pidió vino y unos pastelillos de queso. Se acercaron a saludarlo unos cuantos caballeros, pero él no se mostró efusivo con ellos: se limitó a decirles cuatro tópicos y, sin molestarse siquiera en presentarme, se libró enseguida de su compañía.
– Me pregunto -comenté- si os parece que esta visita ha sido una idea excelente.
– No os preocupéis, Weaver -replicó-. Todo saldrá bien.
Estuvimos sentados allí una hora o más, escuchando a un grupo de músicos cuya mínima competencia superaba todo lo imaginable. Por mi parte, me sumí en una incómoda somnolencia hasta que cruzó una sombra por delante de mis ojos; levanté la vista y descubrí asombrado que teníamos delante de nosotros nada menos que al señor Thurmond.
– ¡Qué aspecto tan estrafalario tienen vuestras mercedes!
– ¡Ah, Thurmond! -exclamó Ellershaw encantado, corriendo su asiento-. Sentaos con nosotros, os lo ruego.
– Creo que no lo haré -dijo pero, aun así, acercó una silla y se sentó a nuestra mesa. Luego alargó el brazo y se sirvió en su vaso una generosa cantidad de nuestro vino. Debo reconocer que me sentía sorprendido de alguna manera por su aire despreocupado-. La verdad es que no puedo entender qué es lo que esperáis conseguir de esta guisa. ¿Os imagináis que los dos, sin más ayuda, podréis crear el frenesí de una moda? ¿Quién de entre todos los elegantes se prestaría a vestir así?
– La verdad es que no sé qué deciros -respondió Ellershaw-. Quizá ninguno o tal vez todos. Pero si vos y los de vuestra cuerda estáis decididos a limitar lo que podemos importar a este país, creo que advertiréis que yo estoy igualmente decidido a impedir que vuestras medidas causen algún efecto. El mundo del comercio ha cambiado, señor Thurmond, y ya no podéis seguir pretendiendo que lo que ocurre en Londres no tenga ninguna influencia en Bombay o, lo que quizá es todavía más importante: en cualquier otra parte del mundo.
– Sois simplemente un par de locos -exclamó Thurmond-. ¿Pensáis que vais a sacar algo de esta payasada? Nunca ocurrirá tal cosa. Aun cuando se popularizaran estas libreas vuestras y los trajes azules se impusieran durante una temporada o dos, tendríais unos pocos años buenos, y después no estaríais mejor de lo que estáis ahora. Habríais ganado algún tiempo, pero nada más.
– En asuntos de comercio, una temporada o dos es toda una eternidad -replicó Ellershaw-. No me interesa prever lo que pueda ocurrir más allá de ese espacio de tiempo. De hecho, vivo de una reunión de la junta de accionistas hasta la siguiente, y si el mundo va a irse al traste dentro de seis meses, a mí me tiene sin cuidado.
– Esa postura vuestra es absurda, Ellershaw…, tanto como vuestros trajes.
– Me alegra que os guste, señor. Podéis optar por desafiar a la Compañía si lo deseáis. Por lo que yo sé, es lo único que os servirá para que podáis seguir siendo elegido para vuestro escaño. Pero ya veremos quién sobrevive a quién…, si la Compañía de las Indias Orientales o vuestra piojosa lana. A propósito… ¿No es el heredero del duque de Norwich ese joven que acaba de entrar? Y me parece que esos alegres amigos que lo acompañan son la flor y nata del mundo de la moda…
Thurmond se volvió para mirar y la mandíbula se le desencajó casi por la sorpresa y algo semejante al horror: allí entraban la Santísima Trinidad de Ellershaw, su paradigma de la moda -aquel grupo de jóvenes apuestos y satisfechos de sí mismos- acompañados de igual número de jóvenes damas. Ellos lucían todos trajes confeccionados con algodones indios de color azul claro. Las damas llevaban vestidos del mismo algodón indio, de forma que cuando se movían juntos se producía como un gran remolino azul cielo. Todos los reunidos en el gran salón los siguieron con la mirada al entrar y, después, volvieron a mirarnos a nosotros, con lo que me di cuenta de que si cuando entramos habíamos sido objeto de rechifla, ahora éramos más bien unas personas envidiadas.
Ellershaw asintió satisfecho:
– Todos cuantos se encuentran en este salón están pensando en cómo harán para ver cuanto antes a su sastre y pedirle que les confeccione uno de estos trajes.
Thurmond se puso de pie para alejarse de la mesa.
– Es solo una victoria momentánea -dijo.
Ellershaw sonrió.
– Mi querido señor, soy un hombre de negocios y he vivido siempre con la certidumbre de que no hay otra clase de victorias.
Durante el resto de la velada, Ellershaw se mantuvo en excelente estado de ánimo, repitiendo una y otra vez que aquello había sido un gran acierto y que la reunión de la junta no plantearía problemas ahora. Yo lo veía demasiado optimista, pero era fácil comprender por qué sentía tanto entusiasmo. Pasamos el resto de la velada siendo el centro mismo de la atención de todos, sin que faltaran en ningún momento lindas jóvenes a nuestro alrededor e ingeniosos muchachos haciendo cola para compartir con los demás alguna insípida ocurrencia. Como el señor Ellershaw se deleitaba en su éxito, no me fue difícil excusarme alegando cansancio.
Fui de inmediato a mi alojamiento para cambiarme de ropa y ponerme algo más sencillo y menos llamativo. Después salí de nuevo y tomé un carruaje, esta vez hacia Bloomsbury Square, donde vivía Elias.
Desde que Cobb había decretado que el destino de Elias dependiera de mi comportamiento, no me había arriesgado a ir a visitarlo a su casa, pero puesto que ahora Elias trabajaba también para Ellershaw, pensé que un solo viaje de esta naturaleza era un riesgo asumible. Sobre todo porque, en la medida de lo posible, deseaba resolver esa misma noche todas las cuestiones que aún quedaban pendientes.
Salió a abrirme la puerta de la casa la señora Henry, su amable y atenta casera, que se alegró mucho de verme, me hizo pasar y me ofreció una silla y un vaso de vino. Mi anfitriona era una mujer muy atractiva, de tal vez cuarenta años o más, y me constaba que Elias mantenía con ella una amistad especial ya que no amorosa. Rara vez compartíamos los dos una aventura, por lo menos no indecorosa, que él no le contara. Temía, pues, que tal vez albergara algún reproche contra mí por haber preocupado hasta tal punto a Elias con mis dificultades, pero si había alguna queja contra mí en su corazón, no la manifestó en absoluto.
– Vuestro ofrecimiento es muy amable, señora -le dije con una reverencia-, pero me temo que ahora no tengo tiempo para cortesías. Hay asuntos que debemos tratar el señor Gordon y yo, por lo que, os quedaría muy agradecido si tuvierais la bondad de ir a buscarlo.
– No estoy del todo segura de que sea oportuno ir a buscarlo ahora -me respondió.
– Oh…, yo mismo estaré encantado de subir a verlo, señora Henry. No hace falta que os molestéis, si tenéis otra cosa que hacer…
Me detuve porque observé que las orejas de la señora Henry se habían vuelto del color de las fresas maduras. Cuando se dio cuenta de que yo la había visto sonrojarse de aquella manera, tosió delicadamente en su mano.
– Tal vez querríais tomar antes un vasito de vino… -probó de nuevo.
Yo esbocé una amable sonrisa… destinada no a sugerir que era inmune a la naturaleza escandalosa de la conducta de Elias, sino más bien a expresar que ya no podían sorprenderme las tonterías de mi amigo.
– Señora -le dije-, aunque comprendo que no os resulte agradable molestarlo, puedo aseguraros que él no se ofenderá si subo yo mismo a llamarlo.
– No estoy muy convencida de que se lo tome tranquilamente -repitió la señora Henry en voz baja.
– Oh…, por descontado que se lo tomará muy mal, pero hay que hacerlo en cualquier caso. -Hice una nueva reverencia y me encaminé a las habitaciones de Elias.
Una vez en lo alto de la escalera, apoyé mi oreja contra la puerta, no para satisfacer el prurito de mi curiosidad, han de comprenderme, sino porque, si tenía que interrumpir algo, lamentaría hacerlo en un mal momento. Pero no escuché nada que me diera a entender de una manera u otra si aquel era un momento adecuado. Llamé, pues, a la puerta con la suficiente firmeza como para que mi amigo entendiera que se trataba de un asunto urgente, pero no tanta como para impulsarlo a enfundarse unos calzones y una camisa y escapar por la ventana…, una maniobra que, que yo supiera, había empleado por lo menos en dos ocasiones para intentar evadirse de unos molestos acreedores.
No se oyó nada durante unos momentos, pero luego me llegaron pasos de pies descalzos y chirridos de goznes. La puerta se entreabrió una rendija apenas, y uno de los soñolientos ojos castaños de Elias atisbo desde la oscuridad del dormitorio.
– ¿Qué ocurre? -me preguntó.
– ¿Que qué ocurre? -repliqué incrédulo-. Lo que ocurre es que tenemos mucho que hacer. Sabes que no me gusta interrumpir tus devaneos, pero cuanto antes terminemos con este asunto, será mejor para todos.
– Oh, sin duda… sin duda -respondió-. Pero por mi parte será mucho mejor que lo dejemos para mañana.
Solté un bufido.
– La verdad, Elias…, entiendo que necesites satisfacer tus placeres, pero debes comprender que ahora has de dejar a un lado estas necesidades. Debemos actuar esta noche. Cobb vendrá mañana a plantearme nuevas exigencias, dalo por descontado, y ya he tenido que decirle mucho más de lo que querría. Hemos de ver qué podemos averiguar acerca de Absalom Pepper y de ese tal Teaser, amigo suyo…
– ¡Chist! -me espetó casi como un ladrido-. No debes hablar de eso aquí. Ya sé de quiénes me hablas. De acuerdo. Weaver… Si tanto te urge, ve a esperarme a la vuelta de la esquina, en La Cadena Herrumbrosa. Dentro de media hora estaré allí.
Resoplé una vez más. Me constaba que las medias horas de Elias, cuando se trataba de librarse de un amorío, podían durar un par de horas o más. No era un irresponsable, por supuesto, pero tenía cierta tendencia a ser olvidadizo.
Elias y yo llevábamos años siendo amigos y conocía perfectamente su modo de ser. Jamás subiría a una furcia a su habitación, por temor a ofender a la señora Henry (quien, con el tiempo, había llegado a sorprenderse cada vez menos por el comportamiento de mi amigo), pero ni él ni yo llevaríamos a nuestras habitaciones a una mujer de cualquier condición que fuese que pudiera sentirse a disgusto allí arriba o parecerle comprometedora la divulgación de su aventura. Lo que significaba que en aquella cama tenía que encontrarse ahora una actriz o la camarera de una taberna, o la hija de un comerciante…, una mujer, en suma, de cierta posición para que Elias pudiera pasear con ella por la calle sin atraer la rechifla de los viandantes, pero no de una condición tan alta como para que se negara a ser vista caminando con él.
Conocedor como era de todo esto, decidí dar un paso atrevido, aunque no por completo nuevo en mí: empujé la puerta, apartando a Elias hacia atrás. No con mucha fuerza, naturalmente, sino tan solo con la intención de reprocharle su negativa.
Para mi gran sorpresa, Elias estaba completamente vestido y ni siquiera se había quitado su chaleco. Debí de haberlo empujado con más fuerza de lo que pretendía, porque retrocedió unos pasos y cayó sobre sus posaderas.
– ¿Has perdido el juicio? -exclamó-. ¡Sal inmediatamente de aquí!
– Siento haberte dado un empellón tan fuerte -le dije, mientras trataba de contener la risa. Pensé que aquello iba a requerir, para ablandarlo, algo más que la habitual jarra de cerveza y la chuleta en la taberna. Miré, pero no había nada que ver. Impertérrito, me volví hacia el dormitorio, pero las circunstancias hicieron que no tuviera que dar ningún paso en esa dirección: la mujer no estaba allí dentro, sino más bien cómodamente sentada en una de las sillas del interior, con sus delicados dedos asiendo el pie de una copa.
Aquellos dedos temblaban tan levemente como sus labios. Pude ver, incluso en la penumbra reinante, que se esforzaba por parecer serena a pesar de la escena que acababa de presenciar, pero algo la turbaba, no sabría decir si era la vergüenza o la ira.
– Os invitaría a sentaros -dijo-, pero no estoy en disposición de actuar aquí como vuestra anfitriona.
Yo ni siquiera podía articular palabra: solo mirar como un idiota, porque quien se hallaba sentada en aquella silla era Celia Glade.