17

Como estaba cansado y huraño por mi difícil y, en última instancia, improductiva noche, no noté el semblante adusto de la gente al llegar a los almacenes de la Casa de las Indias Orientales. Por lo menos, no en un primer momento. Tardé algunos minutos en advertir que los vigilantes y los trabajadores de los almacenes estaban también huraños y apesadumbrados.

– ¿Qué ocurre? -pregunté a uno de ellos.

– Ha habido un accidente -me explicó-. De madrugada. Nadie sabe qué estaba haciendo aquí, no era su hora de trabajo. Aadil piensa que estaba robando, pero lo único cierto es que Carmichael estaba en el almacén oeste, donde se almacenan los tés, ya sabéis, y sufrió un accidente.

– ¿Resultó herido? -pregunté.

– Sí -respondió el hombre-. Herido de muerte. Aplastado como una rata bajo los cajones de té que intentaba robar.


Tés.

Una hábil tapadera, supuse, puesto que, fuera lo que fuese en lo que estuvieran metidos Forester y Aadil, no tenía nada que ver con los tés. Y, dado que no podía existir ningún motivo para que Carmichael estuviera trasladando cajones en el almacén de tés a primeras horas de la madrugada, la única conclusión que cabía era que Carmichael fue culpable del más vulgar de los delitos: hurtar de los bienes almacenados para aumentar sus magros ingresos.

Estos hurtos eran un secreto a voces, tolerados incluso, a condición de que uno no se volviera demasiado codicioso. Es más: los vigilantes y los trabajadores de los almacenes recibían un salario tan escaso porque se sobrentendía que ajustarían sus ingresos con una prudente cantidad de rapiña. Si se aumentara su remuneración, no por ello robarían menos, por lo que difícilmente parecía lógico que se ganara algo pagándoles un sueldo decente.

Permanecí atónito un buen rato, inmóvil y en silencio mientras los hombres pasaban por mi lado. Finalmente, salí de mi estupor al ver entrar a Aadil. Alargué el brazo y lo agarré por la manga.

– Decidme qué ha pasado -le pedí.

Él me miró a la cara y soltó una carcajada. ¡Qué horrible se mostró su ya desagradable rostro cuando lo afeó aún más aquella máscara de cruel jovialidad!

– Quizá podáis decírmelo vos, que sois el capataz de los vigilantes -me espetó.

– Dejaos de eso ahora, por favor. ¿Qué ha ocurrido?

El otro se encogió de hombros.

– No sé qué estaría haciendo Carmichael aquí a esas horas de la noche. Porque estaba donde se suponía que no debía estar. Haciendo lo que se suponía que no tenía que hacer: robar té. Puede que con las prisas y el temor de que lo sorprendieran, corriera algunos riesgos. Y en estas le cayó encima un cajón y lo aplastó. -Se encogió nuevamente de hombros-. Mejor eso que ser colgado, ¿no?

– Dejadme ver el cadáver.

Aadil me miró con expresión socarrona.

– ¿Para qué queréis verlo?

– Quiero verlo, y punto. Decidme dónde lo han dejado.

– Se lo han llevado ya -respondió-. No sé adonde. Al forense, tal vez. ¿O a la familia? Nadie me lo ha dicho y yo no hago preguntas.

Necesité un grandísimo esfuerzo para contenerme durante esta conversación. No tenía ninguna duda de que Aadil había dado muerte a Carmichael, con la aprobación implícita o expresa de Forester. Sin embargo, todo aquello no eran más que sospechas y conjeturas mías, que no podía probar y que, en definitiva, importaban poco. Lo único que tenía importancia para mí era que Carmichael había actuado en mi interés y había muerto mientras me ayudaba, mientras que yo ahora era incapaz de conseguir que se le hiciera justicia.

Para evitar que mis emociones revelaran que sabía de aquel asunto más de lo que quería manifestar, me alejé y me dirigí al interior de Craven House.

¿Sospechaba Aadil que yo pudiera estar implicado? El me ocultaba cosas, pero eso no era nada fuera de lo normal. Sin embargo tenía que darse cuenta de que Carmichael solo se había atrevido a violar el sanctasanctórum de su almacén secreto desde que yo había empezado a trabajar allí. Forester sabía que yo trabajaba para Ellershaw y no se fiaba de él. ¿Por qué no azuzaba a su hombre contra mí? Bien es cierto que el hecho de que no lo hubiera hecho aún no era razón para pensar que no quisiera hacerlo.

En resumen, que era más urgente que nunca que yo averiguara qué guardaba Forester en aquel almacén o, puesto que ya habíamos descubierto la banalidad de su contenido, averiguar por qué lo guardaba. Así, como no tenía otra forma de descargar mi ira, decidí proseguir el asunto de la única forma que se me ocurrió poner en práctica: fui a ver al señor Blackburn.

Lo encontré en su despacho, garabateando en un papel, encorvado sobre él mientras su mano manchada de tinta se movía con la pluma en ristre recorriéndola de principio a fin. Levantó la cabeza un momento.

– ¡Ah, Weaver…! Supongo que venís a preguntarme cómo podéis hacer para reemplazar al trabajador que habéis perdido…

Cerré la puerta detrás de mí.

– No se me pasaba por la cabeza una intención tan mercenaria. Carmichael era amigo mío, y no tengo ninguna prisa en ver ocupado su puesto.

Él me observó con cara de extrañeza: la que tenía siempre cuando no estaba ocupado con sus documentos. Tuve la sensación de que no imaginaba nada tan incómodo o turbio como la amistad o el afecto.

– Sí, bueno… -logró decir al cabo de un momento-. Pero, aun así, hay que reorganizar los turnos, ¿no? Los almacenes deben seguir vigilados. Sería una locura dejar que los sentimientos interfieran con lo que debe hacerse.

– Me imagino que sí -convine, tomando asiento antes de que él me invitara a hacerlo.

Estaba muy claro, penosamente claro, que lo único que quería de mí era que me largara de allí para volver a cualquier tarea banal en que estuviera ocupado, pero yo no pensaba hacer eso. Es más, su incomodidad solo me serviría para hablarle de un modo menos circunspecto de lo que él querría escuchar.

– ¿Pudo hablaros en confianza? -le pregunté-. Se trata de un asunto delicado; de algo que incluye el uso particularmente heterodoxo de los terrenos y los recursos de la Compañía.

– Por supuesto, por supuesto -respondió. Había dejado la pluma y emborronado distraídamente la página mientras me miraba. Era lo más próximo a contar con su plena atención que yo pudiera esperar razonablemente.

– Espero poder contar con vuestra confianza, señor. Lamentaría mucho que mi interés en enderezar algo tan anómalo se viera acompañado por algo tan injusto como sería la pérdida de mi puesto. Confío en que lo comprendáis así, señor. Tengo que hacer lo que es justo, asegurarme de que no se pierde nada en los almacenes. Pero cuando hay hombres poderosos implicados, a veces no es fácil estar seguro de que lo justo es lo que más le conviene a uno hacer.

Él se inclinó hacia delante, estirando sobre la mesa su flaco cuerpo como una tortuga estira el cuello para asomar del caparazón.

– No tenéis que preocuparos por eso, señor Weaver. De ninguna manera. Os aseguro que podéis hablar con toda confianza, y tenéis mi palabra de que nunca le diré a nadie lo que me digáis sin contar con vuestro permiso. Confío en que eso os parecerá suficiente.

Casi bastaba.

– Me gustaría que así fuera -dije con cierto tono de duda-. Pero estoy corriendo un gran riesgo. Tal vez sería mejor que volviera cuando haya averiguado más cosas. Sí, creo que sería mucho mejor -dije, y empecé a levantarme.

– ¡No! -La palabra no fue una orden, sino un ruego-. Si sabéis algo, tenemos que resolverlo. No puedo soportar que haya habido una pérdida, alguna herida abierta que esté infectando el cuerpo de la Compañía. Hacéis bien, señor, en querer remediarla. Os prometo que no haré nada que no deseéis que haga. Pero ahora tenéis que decirme qué es lo que sabéis.

Me pareció muy raro todo aquello. Allí tenía a aquel administrativo, que adoraba a la Compañía como si fuera un perrillo faldero, un amante o un chiquillo. Si no se lo hubiera dicho, se habría vuelto loco por la comezón de lo inasequible; sin embargo, no tenía nada personal que ganar por saberlo, nada por intentar corregir cualquier fallo al que yo pudiera aludir: era meramente un hombre deseoso de ver las pequeñeces en orden, ya se tratara de las suyas o de las de un extraño, y que no se detendría ante nada para corregir una anormalidad.

Carraspeé para aclararme la garganta y porque deseaba hablar de forma más suelta para poder conseguir que su tortura fuera más exquisita.

– Días atrás -empecé-, Carmichael me habló de cierta anomalía. Pensé que la cuestión era de escasa importancia y que me ocuparía de ella con más calma, pero, como podéis ver, ya no estoy en situación de hacer nada con él. Y aunque también él consideraba que era un asunto menor… en fin, señor Blackburn. Creo que vos y yo opinamos de la misma forma… No quiero que este asunto se pase definitivamente por alto.

Seguía evitando el tema, no solo para atormentar más a Blackburn, sino también porque quería dejarle claro que no me tomaba la cosa demasiado en serio. No hacía falta darle a entender lo que creía realmente: que a Carmichael lo habían matado por lo que estaba a punto de revelarle.

El siguió perfectamente mi juego.

– Claro, claro -me dijo, agitando la mano mientras yo hablaba, como para acelerar el ritmo de mi revelación. Ya estaba a punto para darle algo de mayor enjundia.

– Carmichael me dijo que había una parte de uno de los almacenes… no puedo recordar cuál -me pareció que era mejor no precisar-, donde uno de los miembros de la junta de comisionados guardaba en secreto cajones de calicós. Me dijo que esos cajones eran llevados allí en la oscuridad de la noche y que se ponía sumo cuidado en asegurar que nadie se enterara de su existencia, de dónde estaban, qué contenían y en qué cantidad. Yo, naturalmente, no soy quién para cuestionar el proceder de los miembros de la junta pero, como capataz de los vigilantes, la práctica regular de unos hechos que escapan a nuestro escrutinio me resulta muy preocupante.

También se lo pareció a Blackburn. Se inclinó hacia mí y movió las manos por efecto de su agitación.

– Preocupante. Preocupante en efecto, señor. Muy preocupante. Existencias secretas, cantidades ocultas… ¿y las calidades? Eso no puede ser. No debe ser. Estos registros tienen tres propósitos. Tres, señor -indicó levantando los dedos-: la implantación del orden; el mantenimiento del orden y la garantía de un futuro orden. Si los hombres se creen por encima de la tarea de documentar sus acciones, si creen que pueden entrar y retirar mercancía a su propio capricho… ¿para qué sirve todo esto? -señaló con un ademán los grandes archivadores de documentos que había en la estancia-, ¿qué utilidad tiene?

– Reconozco que no lo había pensado desde esta perspectiva -dije.

– Pero debéis hacerlo, debéis hacerlo. Yo tengo organizado este trabajo para que en todo momento cualquier miembro de la junta pueda venir aquí y conocer la situación de la Compañía. Si alguien decide dar rienda suelta a sus caprichos, nada de todo esto tiene objeto, señor. Nada en absoluto.

– Me parece que os comprendo.

– Comprendedme, sí. Os lo ruego encarecidamente, señor. Tenéis que darme más datos al respecto. ¿Os dijo algo Carmichael acerca de qué miembro de la junta pudiera estar actuando con tanta inconsciencia?

– No, nada en absoluto. Y no creo que él mismo lo supiera.

– ¿Tampoco sabéis de qué almacén se trata?

En este punto decidí que sería prudente ceder algo. Al fin, alguna cosa tenía que decirle sobre la que basar su investigación.

– Creo que tal vez mencionó el edificio llamado la Greene House, aunque no puedo decirlo con seguridad.

– Ah, sí, por supuesto. Adquirido al señor Greene en 1689, creo; un caballero cuyas lealtades y simpatías estaban demasiado próximas al difunto rey católico [9] por lo que, cuando este huyó, el señor Greene no permaneció mucho aquí. Greene House ha sido utilizada desde entonces como un almacén de importancia relativamente menor. De hecho está previsto derribarla y sustituirla por un nuevo edificio en un futuro próximo. Si algún malintencionado quisiera ocultar algo en la Casa de la India, podría elegir muy bien ese lugar para hacerlo.

– Tal vez podáis encontrar algunos datos en vuestros documentos -sugerí-. Manifiestos de embarque… cosas así. Algo que nos permita averiguar quién está haciendo un mal uso del sistema y con qué objeto.

– Sí, sí. Eso es precisamente lo que debe hacerse. Las irregularidades de esta clase son inadmisibles, señor. No haré la vista gorda a ellas, os lo prometo.

– Excelente, excelente… me alegra oíroslo decir. Y confío en que me lo hagáis saber, si descubrís algo.

– Volved por aquí hoy a última hora -murmuró. Estaba abriendo ya un enorme registro en infolio, de cuyas páginas salió una gran polvareda-. Habré resuelto ese problema, os lo garantizo.


En la propia Craven House reinaba un humor sombrío entre los criados. Conocían y apreciaban a Carmichael, y su muerte entristecía los ánimos de todos. Atravesaba las cocinas para ir a mis obligaciones en la finca, cuando Celia Glade me detuvo pasando sus finos dedos en torno a mi muñeca.

– Es una noticia muy triste -me dijo en voz baja, sin molestarse en fingir su voz de sirvienta.

– Lo es, sí.

La joven soltó mi muñeca para tomarme ahora la mano. Reconozco que me costó no atraerla hacia mí. Viendo aquellos grandes ojos suyos, su cara resplandeciente… oliendo su fragancia… sentí que mi corazón se revelaba contra mi sentido común y, a pesar de la cruel violencia del día, deseé besarla. Es más: creo que hubiera hecho algo tan peligroso, de no ser porque en aquel momento entraron en la cocina un par de pinches.

Celia y yo nos separamos sin decir nada.


Ese día, más tarde, tras una negra jornada de escuchar los gruñidos de los hombres y de resistir el impulso de golpear a Aadil en la cabeza cada vez que me daba la espalda, volví al despacho de Blackburn esperando que pudiera darme alguna información útil. No fue así, sin embargo.

El hombre tenía pálido el semblante y le temblaban las manos.

– No puedo encontrar nada, señor. Ni apuntes ni manifiestos. Tendré que ordenar un inventario de Greene House, descubrir qué hay allí y procurar averiguar cómo entró y adonde está destinado.

– Y por quién -sugerí.

Él me miró con cara de complicidad.

– En efecto -dijo.

– Salvo que… -objeté-, ¿realmente queréis llevar a cabo una investigación general? Pensad que, después de todo, si algún miembro de la junta ha llegado a tanto para ocultar su plan, podría ir todavía más lejos.

– ¿Como quitarme de mi puesto, queréis decir?

– Es algo que conviene tener en cuenta.

– Jamás ha cuestionado nadie mis servicios. -Su voz tenía ahora un tono de exasperación-. Llevo aquí seis años, señor, luchando por abrirme camino en mi puesto, y nadie ha dicho de mí otra cosa que no fueran palabras de elogio. En realidad, más de un miembro de la junta se ha preguntado en voz alta cómo podía funcionar la Compañía antes de mi llegada.

– No lo pongo en duda -le dije-. Pero no me parece necesario insistiros en que un hombre de vuestra posición está siempre a merced de aquellos que se encuentran por encima de vos. Una o dos personas poderosas podrían minar injustamente todo cuanto habéis hecho en el tiempo que lleváis trabajando. Debéis tenerlo en cuenta.

– Entonces… ¿cómo podemos proceder?

– En silencio, señor. Con sumo sigilo. Me temo que es todo cuanto podemos hacer por ahora. Tenemos que estar decididos a mantener los ojos muy abiertos para ver cualquier indicio de engaño, y quizá podamos, de esta manera, retrotraer a sus orígenes este escándalo.

Blackburn asintió apesadumbrado.

– Quizá tengáis razón. Pero lo que ciertamente sí haré es indagar para descubrir todo lo que pueda. Seguiré vuestro consejo y lo haré en silencio, a través de los libros y archivos, más que con palabras.

Lo felicité por aquella determinación y salí de su despacho. De hecho, estaba ya fuera de Craven House y cerca del almacén principal cuando me detuve sobre mis propios pasos.

La idea se me ocurrió tan de repente y con tanta urgencia, que casi corrí para volver al despacho de Blackburn, a sabiendas de que no era necesario: él estaría allí, y el tiempo apenas tenía importancia en este caso. Corrí, pues, por mí, porque deseaba por encima de todo saberlo cuanto antes.

Entré en su despacho una vez más y, como ya se estaba convirtiendo en costumbre para mí, cerré la puerta una vez dentro. Me senté delante del señor Blackburn y le ofrecí una generosa sonrisa. El impulso de bombardearlo a preguntas era muy fuerte, pero lo reprimí. Pedirle que me dijera lo que quería saber pudiera sorprenderlo como algo, por decirlo con sus propias palabras, «desordenado». Sabía que no le gustaría hablar de aristas y de piezas que no encajaban en el rompecabezas, y que tendría que abordar el asunto con una buena dosis de precaución.

– Señor -empecé-, iba ya a medio camino del almacén cuando he sentido el vivo deseo de volver a deciros que he llegado a ser un gran admirador vuestro.

– ¿Perdonad…?

– De vuestro talento para el orden y la regularidad, señor. Es precisamente lo que quiero deciros. Me habéis inspirado en mi trabajo con los vigilantes.

– Me halagan vuestras palabras.

– No estoy diciendo nada más que lo que todo el mundo debe reconoceros. Pero me pregunto, con todo, si no habrá nada más que saber que lo que he podido extraer de nuestras breves conversaciones.

– ¿A qué os referís?

– Me pregunto si no podríais dedicar un rato esta noche, en alguna taberna tal vez, a hablar de vuestra filosofía del orden, si os parece. Ni que decir tiene que, puesto que vos asumiréis el papel de maestro y yo el de alumno, me sentiré sumamente feliz en pagar vuestros gastos.

– Ya sabéis que eso no nos está permitido.

– ¿Que no está permitido?

– La junta de comisionados ha prohibido que los administrativos vayan a tabernas, burdeles y teatros, porque desde hace mucho tiempo se ha observado que el comportamiento desordenado conduce a una disminución de la productividad. Si fuera descubierto en un lugar así, perdería mi puesto enseguida.

– Pero sin duda tiene que haber un lugar donde podamos encontrarnos.

Una sonrisa picara se dibujó apenas en sus labios.

– Una taberna, sí -dijo en voz muy baja-. Estas cosas pueden arreglarse, si se hacen con cuidado. Conozco un lugar donde podemos tomarnos una jarra o dos con toda libertad.

Regresé a mis obligaciones y observé que los hombres que se encargaban de la vigilancia de la Casa de la India seguían trabajando con actitud huraña, como lo hice yo hasta las tres de la tarde, cuando recibí una llamada del señor Forester para que fuera a verlo. Yo no tenía ningún deseo de estar a solas con él, porque tenía la convicción de que era, en buena parte, el responsable de la muerte de Carmichael, aunque no conociera el cómo ni, para ser sincero, tampoco el porqué. Pero parecía ser para mí la causa más probable de su pretendido accidente, y no tenía otra elección que la de hacerme el tonto. Si quería vengar la muerte de mi amigo, tenía que representar mi papel y dejar que todo saliera a relucir al final.

Encontré abierta la puerta del despacho de Forester, que me hizo pasar, cerrarla y tomar asiento.

Al levantar la mirada lo encontré sonriéndome, con la que parecía ser la cara de un hombre que se hubiera puesto una máscara cómica.

– Lleváis ahora algo más de una semana al servicio personal del señor Ellershaw, ¿es así?

– Sí, en efecto.

– Es un acuerdo muy poco frecuente, ¿no os parece?

Intenté aparentar confusión.

– No sabría decir lo que es usual o lo insólito aquí, porque no llevo tiempo suficiente para eso. Pero permitidme observar que en ocasione los arreglos insólitos son los únicos que se nos ofrecen, y que debemos adaptarnos a ellos lo mejor que podamos.

Su rostro se encendió, y no pude mentís que observar que había captado mi alusión a su aventura con la señora Ellershaw.

– No entiendo por que vuestro benefactor ha tenido que asumir sobre si y su propio cargo los gastos de encargaros de la vigilancia.

– Sé poco de la política interna de la Compañía, pero él es miembro de la junta de comisionados y por eso se preocupa del conjunto de la Compañía o, por lo menos, así lo entiende él. A mi no puede parecerme extraño que dé los pasos que cree que deben darse para ayudar a la Compañía. Y, tal como yo lo veo, puesto que contratar a un hombre para mi trabajo no podía hacerse hasta después de la reunión de la junta de comisionados y el señor Ellershaw lo consideraba una urgente necesidad, la forma como h llevado el asunto me parece de lo mas normal.

– Tal vez si -admitió Forester-. Puede que se trate tan solo de una medida de prudencia por parte de Ellershaw. Pero a mí me resulta difícil esa teoría y tengo otra, basada en anteriores acciones e inclinaciones que le he visto adoptar.

– ¿Y esa teoría es, si puede saberse…?

– Creo que Ellershaw se ha vuelto loco de remate. Su mente está afectada por una enfermedad venérea. Estoy seguro de que ya lo sabréis. Todo el mundo sabe que es cierto.

– En ocasiones -dije con deliberada cautela- las cosas que uno piensa que todos las saben son, paradójicamente, las mas falsas de todas.

– No juguéis a este juego conmigo. Vos mismo habéis sido testigo de su comportamiento. Y aunque optéis por no hacer caso de los síntomas de la locura provocada por el mal francés, habéis visto que tiene una adición enfermiza por la nuez de betel, una costumbre repugnante que aprendió de los salvajes en la India.

– ¿Esas cosas marrones que masca? -pregunté-. Bien, reconozco mi ignorancia, porque no tenia ni idea de qué podían ser esas cosas.

– Sí, y son, según me han dicho, muy adictivas. Media India está a merced de este veneno. Dicen que afecta al cuerpo como el café… solo que es más fuerte…, y que una vez probada, esclaviza para siempre a su víctima y le provoca otro efecto colateral.

– ¿La locura? -aventuré.

– Exactamente.

Me costó unos momentos pensar cómo podía responder a esa acusación.

– Vos parecéis decidido a creer que el señor Ellershaw está loco, y todavía mas deseoso aún de que yo lo crea también. Deseo complacer a todos miembros de la junta de comisionados, pero en este caso me temo que no puedo ayudaros. Decís que mi benefactor está loco, pero yo apenas lo conozco lo suficiente para sospechar semejante cosa, puesto que solo lo conozco tal como es ahora.

– Si dierais con un extraño que estuviera ahuyentando a gritos un rebaño de ovejas, señor Weaver, no necesitaríais conocer su vida y milagros ni entrevistar sus amigos para saber que su comportamiento era raro. A menos que lo supierais insólito para aquel hombre en particular. De La misma manera, no deberíais tener ninguna dificultad en valorar mi observación, con solo situarla en su contexto.

– Debo repetiros que vuestras observaciones me parecen faltas de lógica.

– ¡Pardiez, señor!, ¿no le habéis oído vos mismo amenazar a un anciano con un atizador candente? ¿No os parece una locura eso?

– El diría que no fue nada más que estrategia, y yo soy demasiado novato en Craven House para diferenciar entre ambas. No he visto nada que lleve a vuestra conclusión. Es más: sé que esa clase de acusaciones han de tomarse a menudo con serias reservas cuando el hombre que las hace tiene mucho que ganar de la ruina del acusado.

El se inclinó ahora hacia delante, adoptando una postura casi amistosa.

– Me veis con malos ojos, lo entiendo, pero no me avergüenzo de lo que hayáis podido deducir de mi relación con esa dama. No debéis pensar que mis acusaciones provienen de mis actos. Más aún: es exactamente al contrario. La vi por primera vez cuando empecé a preocuparme por el comportamiento de su marido.

– De nuevo he de deciros que no encuentro ninguna razón justa para estas acusaciones.

– Hum. ¿Me lo diríais si la vierais? No me respondáis, os lo ruego. Ya me doy cuenta de que es una pregunta impertinente, y que el señor Ellershaw es vuestro patrón. Sé que sois un hombre de honor, señor, y que no querríais traicionar al hombre que os ha ayudado. Pero os suplico que recordéis que vuestro auténtico deber es servir a la Compañía y no a un solo hombre dentro de ella. Si vierais algo que os indicara que el señor Ellershaw no está actuando en interés de la Compañía, o quizá que no es capaz de actuar en este sentido, confío en que vendríais a verme. Después de todo, esta es la naturaleza de una asociación como la nuestra.

– Pensaba que la naturaleza de una empresa era ganar dinero sin tener en cuenta las consecuencias.

– ¡Tonterías! ¿Sabíais que el término compañía deriva de la palabra latina compagnia, que alude al acto de hornear pan juntos? Eso es lo que hacemos nosotros. No somos simples hombres aislados que buscan labrar su propia fortuna, sino más bien un colectivo, que horneamos en unión nuestro pan.

– Me encanta saber que estáis dedicados a actividades tan útiles y fraternales.

– Pues ahora que ya lo sabéis, os ruego que no lo animéis con más tonterías. Como la de trajes azules, por ejemplo. ¿O creéis que reforzaréis vuestro puesto aquí haciéndolo objeto de la humillación pública?

– Solo hice una sugerencia. No creo que la cosa tenga tanta importancia.

– Entonces es que no comprendéis cuan impresionable se ha vuelto su espíritu. O tal vez sea que no deseéis comprenderlo. El señor Ellershaw os paga, así que sospecho que sentiréis el impulso de informarle de esta conversación. Os ruego que no lo hagáis. Es importante que entendáis que yo no soy su enemigo, sino un amigo de la Compañía, y que si llegara a pensar que yo conspiro contra él, la Compañía sería la primera en sufrir los efectos de la confusión que se produciría. Por eso debéis entender que no conspiro en su contra, sino que simplemente trabajo por el bien de la Compañía. Alguien tendrá que ocupar su puesto una vez se haya ido.

– Ese «alguien» seríais vos, supongo. Es interesante que digáis eso, porque a él no le he oído ningún comentario de que desee irse. Vos, en cambio, presumís de actuar solo porque os preocupa el interés de la Compañía… -Decidí que ya había llegado el momento de lanzar mi flecha-. ¿En interés de quién es vuestra aventura con su esposa?

Debo reconocer, en honor suyo, que él no bajó la vista.

– Los asuntos del corazón no siempre pueden ser controlados por la voluntad. Vos sois un hombre, Weaver, y tenéis que saberlo.

Yo, en aquel instante, solo podía pensar en la señorita Glade. y por un momento sentí una sincera simpatía por Forester: de la que me recobré, sin embargo, en cuanto pensé de nuevo en la muerte de Carmichael. Por penosa que fuera la tristeza de su corazón, no podía sentirla como una excusa de sus monstruosos planes.

– Ya os dije que no querría ser quien le hiciera semejante revelación al señor Ellershaw. Y, en cuanto a esta conversación, si me dejáis expresarlo sin rodeos, no querría ser causa de discordia entre estas paredes, en particular mientras trabaje en ellas.

Forester me sonrió.

– Sois un hombre muy sabio.

– No es sabiduría, sino mera prudencia. No tengo ningunas ganas de implicarme en asuntos ajenos al ámbito de este hornear el pan que nos ocupa, a pesar de lo que piense la señora Ellershaw. Esa dama me acusó de estar implicado yo mismo en una investigación de la que no sé nada. ¿Qué la hace pensar que el señor Ellershaw está interesado en conocer el paradero de su hija?

Forester sonrió.

– Sois muy astuto, señor. Me decís que no tenéis ningún interés en el asunto y, sin embargo, intentáis engañarme para que os revele información de naturaleza sumamente delicada…

– Si no queréis hablarme de ello, a mí no me importa. Después de todo, siempre puedo preguntárselo al señor Ellershaw.

El casi se levanta del asiento.

– No debéis hacerlo -dijo-. Pienso que la señora Ellershaw está en un error y que su marido no anda detrás de su hija, pero si vos le habláis de ello, tal vez despertéis la bestia dormida de la curiosidad.

– Entonces, deberíais contármelo.

Forester suspiró.

– Os diré solo esto. La muchacha, Bridget Alton, era hija del primer matrimonio de la señora Ellershaw. Una joven realmente asombrosa, si se me permite decirlo. Muy parecida a su madre, alta, con la tez más blanca que yo haya visto nunca, y unos cabellos tan rubios que casi parecían blancos también, aunque sus ojos eran de un notable color castaño oscuro. El conjunto la hacía fascinante, y no podíamos llevarla a ninguna parte sin que todos los hombres se detuvieran a contemplarla. El que estuviera unida a una familia de cierta importancia y contara con una dote significativa no hacía más que acrecentar su esplendor. Pero, a pesar de todas estas ventajas, eligió casarse sin permiso de su familia. Fue uno de esos sórdidos matrimonios clandestinos; ya sabéis cómo son. El señor Ellershaw, aunque difícilmente cambiaba dos palabras con ella en la mesa, montó en cólera. Prometió que perseguiría y castigaría a la muchacha, y por eso la señora Ellershaw ha hecho todos los esfuerzos posibles para ocultarla de la atención de su marido.

– Es un asunto privado, entonces -asentí-. Nada que ver con la elaboración del pan.

– Exactamente.

Pensé que me convenía actuar como si lo creyera y, por lo mismo, me puse de pie y me despedí de inmediato de él con una reverencia. Cuando llegaba a la puerta, me llamó.

– ¿Cuánto os paga el señor Ellershaw?

– Hemos convenido cuarenta libras al año.

Asintió.

– Para un hombre con ingresos tan variables como los vuestros, la regularidad de los pagos tiene que resultaros muy agradable.

Me detuve un instante. ¿Estaría jugando conmigo? ¿Tendría algún barrunto de que el señor Ellershaw me pagaba solo una fracción de lo que yo podía esperar conseguir practicando mi oficio habitual? Tuve que suponer que no y por eso me limité a expresar un gesto de asentimiento y salí de su despacho.


Imagino que tenía el diablo dentro de mí, porque no dudé en hacer una visita al señor Ellershaw en cuanto salí del despacho de Forester. Tal vez quisiera castigar al hombre al que creía responsable de la muerte de Carmichael, o quizá simplemente agitar el avispero para ver qué pasaba. En cualquier caso, eso fue lo que decidí, porque había dejado las cosas quietas demasiado tiempo y si tenía que hacer algún progreso, debía hacer algo, aunque me equivocara.

Me encontré a Ellershaw solo en su despacho y me invitó a pasar aunque sin dejar de mostrarse ocupado en revisar un documento muy largo y hacerme ver que lamentaba mi intrusión.

– Sí, sí… ¿Qué ocurre?

Cerré la puerta.

– Señor… Vengo del despacho del señor Forester que me ha hecho llamar.

El levantó la vista del documento.

– ¿Sí?

– Me parece, señor, que pudiera haceros más daño de lo que pensáis.

Estas palabras consiguieron captar toda su atención.

– Explicaos -me pidió.

– Quería que yo le explicara vuestros planes y propósitos. -El señor Ellershaw respiró hondamente-. Me previno de que no debía fiarme de vos y… bueno, señor… me dijo que estabais loco.

– ¡Que el diablo lo lleve! -gritó, al tiempo que descargaba una palmada sobre su escritorio que hizo vibrar su taza de té y derramar parte del contenido-. ¡Maldita sea, Weaver…! ¿Os he pedido yo que chismorrearais con mis compañeros de la junta de comisionados? ¿Qué insolencia es esta? Esta maldita asamblea de accionistas va a acabar conmigo, os lo aseguro. Estoy luchando por conservar mi puesto, ¡y vos me venís con esta sandez!

Reconozco que me pilló completamente por sorpresa. Por un instante sentí toda la fuerza de su reprimenda.

– Si no recuerdo mal -pude decir-, me informasteis de la existencia de algunos comités secretos que intrigaban contra vos y que necesitabais descubrir antes de que se reuniera la junta. Estoy seguro de que los esfuerzos del señor Forester por minar vuestro trabajo y reputación…

– ¡Callaos! -me gritó-. ¡Ya está bien de tanto jaleo! No estoy dispuesto a tolerar tanta deslealtad por parte de un simple subordinado. Si estuviéramos en la India, haría que os arrojaran a los tigres por lo que decís. ¿Acaso no tenéis idea de lo que es una compañía y de lo que significa formar parte de ella?

– Entiendo que ponéis mucho énfasis en la elaboración en común del pan… -sugerí.

– Volved a vuestro trabajo -me dijo, con la voz más tranquila ahora y su genio más controlado, aunque todavía me daba la impresión de que podía volver a rugir a la más mínima provocación por mi parte-. Atended vuestras obligaciones y yo me ocuparé de las mías, y no vengáis a darme más la lata con vuestras teorías de comités y planes secretos. Os aseguro, Weaver, que, si volvéis a molestarme cuando hay tantas cosas que se pueden perder, lo lamentaréis. Y ahora ocupaos de sustituir a ese maldito hombre fallecido. No quiero que tengamos puestos sin cubrir por el hecho de que un loco se haya dejado aplastar por los cajones.

Y así fue como me despidió para que pudiera pensar en todos los errores que yo había cometido en el curso del día anterior.

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