La nota que le había escrito a Ellershaw no tenía especial interés, pero la información que había intentado pasarle a Elias era de la máxima importancia. Tenía, pues, que tomar una decisión: mi enemigo sabía lo que yo sabía, no mucho, en realidad. ¿Dejaría pasar el tiempo, con la esperanza de poder atraparlo en sus malas artes, o golpeaba primero, en lugar de esperar, confiando en la ventaja que me daría la iniciativa? De haber tenido los lujos simultáneos del tiempo y de la libertad, podría haber optado por lo primero; pero, puesto que no podía, aunque quisiera, alejarme de Craven House, tenía que elegir forzosamente la segunda opción, que fue por la que opté. Actuaría de acuerdo con la información que había conseguido de mi entrevista con Blackburn y, con ello, podría esperar que la primacía de esa adquisición me otorgará alguna ventaja. Por lo tanto, escribí nuevamente y volví a enviar, esta vez con más éxito, mis robadas notas, hecho lo cual intenté aprovechar las horas que me quedaban para dormir un poco.
A la mañana siguiente, tras tomarme muchísimo trabajo en procurar que no me siguieran, subí a una diligencia matinal que me condujo a Twickenham, un viaje de un par de horas, y allí aguardé dos horas más en un pub a que llegara la segunda diligencia, en la que esta vez vino Elias. Era muy posible que alguno de aquellos granujas tuviera vigilado a mi amigo y que Elias no hubiera estado tan alerta como yo esperaba para advertir esa vigilancia. Por eso me pareció lo más seguro que no viajáramos juntos. Una vez lo vi entrar en la taberna, pude sentirme razonablemente seguro de que estábamos allí a salvo los dos.
Insistió en comer algo y beber unos cuantos tragos de cerveza para sacudirse de encima el sopor del viaje y, una vez satisfecho, hicimos unas cuantas preguntas y nos encaminamos a la casa de la señora Pepper. Todos estaban familiarizados con las nuevas casas construidas en Montpelier Row, en una hermosa avenida bordeada de árboles, por lo que nos resultó fácil encontrar la casa que buscábamos.
Una vez allí, nuestra tarea iba a requerir cierta dosis de suerte, porque yo no había enviado por delante una nota para anunciar nuestra visita y no tenía ninguna seguridad de que la señora Heloise Pepper estuviera en su casa y no hubiese salido a hacer visitas, compras o incluso de viaje. Pero, para mi alivio, todas mis dudas resultaron infundadas. La señora Pepper se encontraba en su hogar. Cuando llamamos a su puerta, salió a abrirnos de inmediato una joven de dieciséis o diecisiete años, discreta pero poco atractiva puesto que sus rasgos, algo caballunos, estaban desfigurados por las cicatrices de la viruela. Nos hizo pasar a una salita, a la que no tardó en salir a recibirnos una hermosa mujer, que contaría unos veinticinco años de edad y vestía ropas de luto. Rara vez el negro atavío prestaba a nadie semejante ventaja, pues combinaba con el tono azabache de su cabello, peinado con un elegante, pero ligeramente suelto moño, y contrastaba con un rostro de porcelana y unos ojos brillantes que chispeaban con una notable mezcla de matices verdes y castaños.
Elias y yo le presentamos nuestros respetos con una inclinación más profunda la de él que la mía, pues él le dedicó la reverencia especial que reservaba para las viudas adineradas.
– Mi nombre es Benjamín Weaver y este es mi socio, Elias Gordon, un conocido cirujano de Londres -dije, añadiendo esto último con la esperanza de que creyera que estábamos allí por algún motivo relacionado con la medicina-. Os ruego que disculpéis nuestra intrusión, pero tenemos que resolver un asunto urgente y confiamos en que consintáis en responder a unas preguntas concernientes a vuestro difunto marido.
Se le iluminó el rostro y un rubor de satisfacción tiñó sus mejillas. Era como si hubiera estado esperando, contra toda esperanza, que algún día llamaran a su puerta unos extraños deseosos de interrogarla a propósito de su marido. Pues bien: allí estábamos.
Y, sin embargo, hubo asimismo cierta vacilación. Una precaución calculada, como si se recordara a sí misma que tenía que mostrarse prudente, de la misma manera que un niño recuerda que ha de temer el fuego.
– ¿Qué deseáis saber a propósito de mi buen y querido Absalom? -preguntó.
Apretaba contra su pecho una prenda que, por lo visto, estaba cosiendo, pero me fijé en que hacía un ovillo con ella y daba la impresión de acunarla como si se tratara de un bebé.
– Sé que el recuerdo de su muerte debe de ser penoso para vos, señora -proseguí.
– No podéis saber cuánto -respondió-. Nadie que no estuviera casada con él podría saber la gran pérdida que fue para mí la muerte de mi Absalom… el mejor de los hombres, señores. Eso es lo que puedo deciros. Y si lo que deseáis saber es si realmente era el mejor de los hombres, ahí tenéis la respuesta. Lo era.
– Por supuesto que lo que podáis decirnos acerca del carácter del hombre es una parte de lo que deseábamos preguntaros -asintió Elias-. Pero no se trata solo de eso.
Tuve que reconocer para mí que aquella salida de mi amigo era muy inteligente. Al elogiar así al difunto y sugerir la existencia de un propósito de honrarlo, Elias había conseguido abrir de par en par para nosotros las puertas de aquella casa.
– Pero tened la amabilidad de pasar y tomar asiento, caballeros -dijo, indicándonos con un ademán su cuidada salita. El mobiliario no era de la mejor calidad, pero estaba todo muy limpio y perfectamente cuidado.
Nos invitó a tomar asiento y encargó a la muchacha que nos había abierto la puerta que nos sirviera unos refrescos, con lo cual, para satisfacción de Elias, aludía, por lo visto, a un vino tonificante.
Bebí un sorbo de él, pero nada más; ya había cubierto mi capacidad de bebida, y no quería que se me nublara la mente.
– ¿Qué podéis decirnos acerca de vuestro difunto marido y de vuestra vida en común, señora? -pregunté.
– Mi Absalom… -respondió en tono evocador. Dejó la copa sobre la mesa, como si tratara de evitar que la fuerza de su suspiro derramara parte del contenido-. ¿Podéis creerlo…? Mi padre no quería que me casara con él. No podía ni verlo.
– ¿Y cómo os las arreglabais vos para verlo? -preguntó Elias haciendo un esfuerzo para olvidar momentáneamente su copa de vino.
– ¡Era un hombre tan apuesto…! Mi madre lo conocía, por supuesto, pero ella tampoco quería que me casara con él porque pienso que se sentía algo celosa, Absalom era el hombre más atractivo que haya existido y además era amable y bondadoso en extremo. Mi padre decía que solo quería casarse conmigo por mi dote, y es verdad que esta no duró mucho en sus manos, pero porque Absalom era un soñador y tenía grandes planes.
– ¿Qué clase de planes? -pregunté.
La dama me sonrió con una mezcla de compasión y de ternura, como lo haría un clérigo al responder a un bobo que le hubiera preguntado por la naturaleza de Dios.
– Iba a hacernos ricos -respondió.
– ¿Por qué medio?
– Con sus ideas, por supuesto -nos informó-. Siempre estaba pensando, y poniendo por escrito sus ideas. Debían de ser sumamente importantes, porque es la razón por la que me han concedido esa pensión anual. Hasta mi propio padre se sentiría impresionado, si accediera a hablarme; pero no ha querido oír nunca ni una sola palabra de mis labios desde que Absalom perdió el dinero de mi dote. Todo lo que he escuchado de él es que ya me lo había dicho, pero sin duda Absalom estaba en lo cierto y ahora puede mirarlo y perdonarlo desde el cielo por su desconfianza.
– En realidad, señora -dijo Elias-, si hemos venido a visitaros es, en parte, a causa de esa pensión vuestra.
La sonrisa se borró de su rostro.
– Ahora lo entiendo. Pero debo deciros, caballeros, que no me faltan pretendientes y que no deseo ninguno. Ya me hago cargo de que una viuda con pensión es un dulce que atrae a las moscas, si me permitís que lo exprese de una forma tan ruda, pero yo no estoy aquí esperando que alguien venga a llevarme. He estado casada con Absalom Pepper, comprended, y no puedo hacerme a la idea de ser la esposa de otro. Sé cómo son vuestras mercedes, caballeros: pensáis que conceder una pensión a una viuda es tirar el dinero. Pero yo lo veo como un homenaje a la vida y el espíritu de Absalom, y jamás lo desmereceré dando mi mano a otro.
– No se trata de eso, señora -me apresuré a decir-.Aunque no podría reprochar a ningún hombre que buscara vuestra atención, con pensión o sin ella, no es asunto de nuestra incumbencia. Hemos venido a interesarnos por el tema de vuestra pensión, señora. Es decir… desearíamos conocer las circunstancias en que os fue concedida.
Al llegar a este punto, se borró en un instante de su rostro la expresión de autosuficiencia, la radiante energía de quien ha conseguido tocar la orla de un santo.
– ¿Me estáis diciendo que hay alguna dificultad? Me garantizaron que la pensión sería vitalicia. No me parece justo que esa condición deba modificarse ahora. No sería justo. Tened la seguridad de que así lo ve también uno de mis pretendientes, que es hombre de leyes y que, aunque no tiene ninguna posibilidad de conquistar mis favores, sé que hará cualquier cosa por servirme. Os garantizo que no permitirá que se cometa conmigo semejante injusticia.
– Os ruego que nos perdonéis -intervino Elias-. Lamento haberos alarmado. Mi socio no pretendía hacer eso. Vuestra pensión no depende para nada de nosotros, así que no tenéis nada que temer por ese lado. Simplemente desearíamos que nos explicarais, si es posible, cómo habéis accedido a ella. En otras palabras, por qué motivo os la han asignado.
– ¿Por qué motivo? -preguntó, cada vez más agitada-. ¿Por qué iba a ser? ¿O por qué no me la iban a conceder? ¿Acaso no es lo habitual entre los tejedores de seda?
– ¿Los tejedores de seda? -pregunté sin poder contenerme, aunque tendría que haber mantenido la boca cerrada-. ¿Qué tiene que ver este asunto con ellos?
– ¿Qué es lo que no tiene que ver con ellos? -replicó la señora Pepper.
– Veréis, señora -intervino nuevamente Elias-, teníamos la impresión de que vuestra pensión provenía de la Compañía de las Indias Orientales…
Ella me miró como si le hubiera dirigido el insulto más grave que se pudiera imaginar.
– ¿Por qué iba a pagarme a mí una pensión la Compañía de las Indias Orientales? ¿Qué tenía que ver el señor Pepper con unos hombres como esos?
Yo estuve a punto de decirle que eso era precisamente lo que esperábamos que nos revelara, y creo que leí esas mismas palabras en los labios de Elias, pero él también prefirió callarlas. Después de todo, ¿qué podía ganarse con preguntar algo tan sumamente obvio?
– Me temo, señora, que hemos estado actuando con arreglo a una impresión errónea -dijo Elias-. ¿Podríais explicarnos de dónde proviene vuestra pensión?
– Pero si ya os lo he dicho, ¿no? Del gremio de los tejedores de seda. A raíz de la muerte del señor Pepper, enviaron a visitarme a uno de los suyos, que me explicó que Absalom pertenecía a su gremio y que a mí, como viuda suya, me correspondía una pensión de viudedad. Tenéis que jurarme que no vais a quitármela…
– Permitidme explicaros, señora… -dije-. En realidad, hemos venido a visitaros en representación de la compañía de seguros Seahawk. Ha habido un error burocrático con relación a una de nuestras reclamaciones, que consta como referente a la Compañía de las Indias Orientales. Intento asegurarme, por todos los medios, de que esa reclamación esté debidamente fundada, comprendedme. Se trata, en suma, de cerciorarme de que nuestros registros no presenten errores. En todo caso, estamos seguros de que esa pensión os corresponde, pero nuestros libros pueden tener muchas más confusiones de lo que pueda creerse. Eso sí, os garantizo que nada de cuanto nos digáis podrá poner en riesgo la seguridad de vuestra pensión. Servirá solo para ayudarnos a organizar mejor nuestra forma de gestionarla.
Dio la impresión de que aquello la ablandaba un tanto. Tomó un relicario que llevaba colgado del cuello y estudió la miniatura que tenía dentro -un retrato sin duda de su difunto marido- y, tras murmurar unas palabras en dirección a la joya y acariciar amorosamente la imagen con la yema del dedo, la puso de nuevo en su lugar y se volvió para mirarnos-. De acuerdo, señores… Intentaré ayudaros.
– Os lo agradeceremos -dije-.Y ahora, si os he entendido bien, ¿decíais que esa pensión forma parte de los beneficios comunes que facilita a sus miembros del gremio de los tejedores de seda?
– Es lo que me dijeron -asintió.
La mera idea de que pudiera ser así rebasaba los límites de lo absurdo. ¡Ciento veinte libras anuales para la viuda de un tejedor…! Unos hombres que podían considerarse afortunados si llegaban a ganar veinte o treinta libras al año y que, a diferencia de los pañeros, que habían organizado sistemas para ayudarse unos a otros, carecían de cualquier organización que pudiera compararse a un gremio… Pero era una suerte para mí contar con un contacto entre ellos: el mismo Devout Hale, de cuyos impulsos alborotadores me había valido para entrar por primera vez en la Compañía de las Indias Orientales. Solo podía confiar en poder servirme de nuevo de él, esta vez para obtener información.
– Solo para que no pueda existir la más mínima confusión, señora… -le dije-. ¿Vuestro marido trabajaba como tejedor de seda aquí, en Londres? ¿Es así?
– En efecto. ¿No sois vos también uno de ellos? Dijisteis que erais también un tejedor, ¿no?
Preferí no responder su pregunta y dejar que continuara con su malentendido.
– Entonces, señora, tenéis que conocer, por fuerza, los ingresos que obtenía vuestro marido de su oficio… ¿No os sorprendió que os correspondiera por su muerte una pensión que es tantas veces superior a sus ingresos anuales?
– Oh…, él jamás comentaba conmigo algo tan desdeñable como el dinero -respondió-. Sabía solo que ganaba lo suficiente para que viviéramos bien. Mi padre persistió siempre en su creencia de que un tejedor de seda no era mucho mejor que un ganapán, pero ¿acaso mi Absalom no me compraba ropas y joyas y me llevaba algunas noches al teatro? ¡Un ganapán, sí…!
– Hay muchos grados y niveles de experiencia entre los tejedores de seda, naturalmente -observé-. Quizá podríais decirme en cuál de ellos se ocupaba vuestro marido, para que pueda…
– Trabajaba en la seda -aseguró con brusca determinación, como si de alguna manera yo estuviese ofendiendo su reputación con mis pesquisas. Y añadió, finalmente, en tono más ligero-: Él no quería afligirme con sus preocupaciones. Era consciente de que se trataba de un trabajo duro… pero ¿qué importaba? Ganaba nuestro pan con él y una parte importante de nuestra felicidad.
– Y en cuanto a la Compañía de las Indias Orientales -pregunté-, ¿sabéis si tenía alguna relación con vuestro esposo?
– Ninguna. Pero, como os he dicho, yo no me entrometía en sus asuntos de negocios. No hubiera sido correcto. ¿Decís que mi pensión no corre peligro?
Aunque aborrecía ser el causante de la inquietud de una dama tan merecedora de consideración, comprendía que no tenía más elección que presentarme como su aliado contra un posible ataque, porque, si quería volver a hablar con ella, deseaba poder hacerlo con sinceridad y ganas de ayudar.
– Espero que no haya peligro; haré todo cuanto me sea posible para asegurarme de que continuáis recibiendo esa suma.
En el camino de regreso en la diligencia, Elias y yo tuvimos que conversar en voz baja, porque compartimos el carruaje con dos caballeros de avanzada edad y semblante especialmente adusto. Los dos se olieron enseguida que yo era judío, y se pasaron buena parte del viaje mirándome con cara de pocos amigos. De vez en cuando, uno de ellos se volvía a su compañero y le decía algo de este tenor:
– ¿No os fastidia tener que compartir la diligencia con un judío?
– No me hace ninguna gracia -le respondería su amigo.
– Es intolerable -añadiría el primero-. ¡Qué forma tan miserable de viajar!
Dicho lo cual, volvían a las miradas malévolas hasta que pasaba el tiempo suficiente para repetir otro intercambio de frases igualmente explícito.
Tras tres o cuatro diálogos como este, me volví a los caballeros:
– Tengo la norma, señores, de no arrojar de un vehículo en movimiento a nadie que haya rebasado los cuarenta y cinco años de edad; pero cada vez que abren la boca vuestras mercedes rebajan en unos cinco años ese escrúpulo mío. Según mis cálculos, y basándome en vuestra apariencia, la próxima vez que os permitáis un comentario tan desagradable, me sentiré plenamente autorizado para arrojaros de aquí sin pensarlo. Y, en cuanto al cochero, no debéis preocuparos por su intervención: unas cuantas monedas servirán para tranquilizar su conciencia y, como es sabido, los judíos tenemos siempre una bolsa repleta.
Aunque era poco probable que yo no dudara en arrojar fuera de la diligencia a un setentón, pude ver que la amenaza de semejante castigo bastó para que cesaran todas aquellas agudezas. Pareció, incluso, que ni siquiera se atrevían a mirarnos, lo cual facilitó bastante la conversación entre Elias y yo.
– Heloise y Absalom… -murmuró para sí Elias, dirigiendo mi atención otra vez al asunto que nos ocupaba-. ¡Qué asociación de nombres tan poco adecuada! Me sugiere el título de un poema que no desearía leer…
– Pues la señora Pepper no debía de advertir ningún mal presagio en semejante asociación, pues parecía encantadísima de su difunto esposo…
– Uno tiene que preguntarse por fuerza qué clase de hombre fue -siguió diciendo Elias-. Aparte de los muchos encantos personales que tuviera, no puedo entender por qué la Compañía estaría dispuesta a retribuir tan espléndidamente a su viuda.
– Pues a mí me parece bastante obvio -dije-. Han hecho algo espantoso y desean que su viuda tenga la boca cerrada.
– Buena teoría -admitió Elias-, pero tiene un problema. Verás: si la Compañía le hubiera ofrecido veinte o inclino treinta libras al año, el cuento de una pensión anual del gremio hubiera podido resultar creíble. Pero… ¿ciento veinte libras? Aun cegada por una exagerada percepción de la valía de su difunto esposo, como parece ser el caso, la viuda no puede creer de veras que semejante beneficio es lo habitual. Por lo tanto, si la Compañía ha tramado de alguna manera la muerte de ese hombre, ¿por qué iba a comportarse de una forma que atrajera precisamente la atención sobre la mismísima irregularidad de esa concesión?
La pregunta era excelente, y yo no podía darle una respuesta fácil.
– Tal vez el crimen de la Compañía sea tan grave que convenga taparlo con un benevolente disfraz de veracidad. Quizá La viuda sepa que el gremio no es la fuente de esa pensión, pero desee perpetuar la ficción de una superioridad del señor Pepper sobre todos los hombres.
Elias reflexionó sobre aquella idea, pero no llegó a ninguna conclusión razonable y reconocimos los dos que no le veríamos la lógica hasta que no averiguáramos más.
De regreso en Londres, fui en busca de Devout Hale, pues esperaba que él pudiera aclararme el papel que había tenido Pepper entre los tejedores de seda, pero no conseguí localizar ni rastro de él en sus antros habituales. Dejé aviso en todas partes y después volví a mi alojamiento donde encontré esperándome nada menos que a Edgar, con su cara de pato. Muchas de sus heridas habían comenzado a sanar, pero aún tenía el ojo amoratado y, por supuesto, los huecos que quedaban donde otrora tuvo sus dientes.
– Querría hablar con vos en vuestras habitaciones -me dijo.
– Y yo querría que os largarais de aquí -repliqué.
– Lo haré, y podéis intentar echarme de aquí, si os place, pero sospecho que no querréis atraer la atención sobre vos en vuestro vecindario.
Tenía razón en eso, así que tuve que permitirle a desgana que entrara en mis habitaciones, donde me informó de que al señor Cobb le habían llegado noticias fiables de que yo no me había presentado ese día a trabajar en Craven House.
– Dicen que habéis avisado de una indisposición, pero a mí me parecéis perfectamente bien. No veo ningún síntoma de que os esté saliendo sangre por el culo.
– Tal vez querríais hacer un examen más de cerca…
Él no respondió.
– Me encontraba indispuesto -insistí ahora-, pero he empezado a sentirme mejor y salí a dar un paseo con la esperanza de que se me aclarara la cabeza.
– El señor Cobb desea que os asegure que no os valdrán trucos con él. Quiere que estéis en Craven House por la mañana… él sabrá por qué. Y os conviene hacerle caso.
– Ya habéis transmitido vuestro mensaje. Podéis iros ya.
– El señor Cobb me pide también que os pregunte si habéis podido descubrir algo acerca del nombre que os dio.
– No, no he sabido nada -dije.
Pero lo que sabía muy bien era presentarme como un dechado de veracidad al contar las mayores mentiras. No me preocupaba, pues, que mi actitud me delatara pero si Aadil trabajaba para Cobb y se había llegado a desentrañar el contenido de mi mensaje, por más que estuviera velado de algún modo, cabía dentro de lo posible que mi enemigo hubiese hablado con la viuda Pepper y supiera qué sabía yo. Posible -me dije-, pero no probable. No sabía qué era Aadil ni hasta dónde se extendían sus lealtades, pero no creía que llegaran hasta Cobb.
– Más vale que así sea -comentó Edgar-. Porque, si supiera que retenéis información, las consecuencias serían terribles y tendríais motivos para lamentarlas. Yo no lo dudo, y tampoco deberíais dudarlo vos.
– Id con el diablo, entonces. Ya he oído vuestro mensaje.
Edgar marchó, en efecto, y yo me quedé a la vez tranquilo y decepcionado por haber mantenido una entrevista con él que no había concluido violentamente.
Había dado mi día por concluido y, en consecuencia, me permití sentarme junto al fuego y beber un vaso de oporto, esforzándome en no pensar en nada, olvidar los sucesos del día, con las revelaciones y preguntas que planteaban, y en preparar mi espíritu para el sueño. Tal vez incluso me adormilé en mi butaca, pero mi sueño se vio interrumpido por un golpe en la puerta: mi casera me informó de que había abajo un chiquillo con un mensaje, cuyo contenido, en su opinión, no podía esperar.
Me puse de pie de mala gana, furioso por haber visto destruido el breve rato de descanso que me había permitido tomar, pero en cuanto bajé la escalera vi al momento que el muchacho en cuestión era judío. Lo conocía de haberlo visto en el almacén de mi tío y, por sus ojos enrojecidos, supe, sin necesidad de mirarla, lo que decía la nota que traía. La tomé con manos temblorosas y la desplegué para leer su contenido.
Me la enviaba mi tía, escrita en su portugués nativo, porque en aquellos momentos de desesperación, su laborioso e inseguro inglés tal vez le hubiera fallado. Me decía lo que más temía. La pleuresía de mi tío le había asestado un nuevo golpe, y no había podido recuperarse de él. Lo había acometido con rapidez y violencia, y por espacio de una hora había luchado con todas sus fuerzas para respirar, pero al final no había podido superar la fuerza de la enfermedad. Había muerto.