Qué podría decir de mi consternación en aquellos momentos, que el lector no pueda imaginar por sí mismo? Moses Franco, un hombre por el que yo sentía afecto, que jamás me había hecho ningún daño y que solo deseaba mi bien, se veía arrojado ahora a una oscura mazmorra por culpa de mis acciones. Me dije que debía negarme a respaldar semejante injuria. Después de todo eran Cobb y su vil perro faldero Hammond quienes habían causado todo aquel mal. Yo jamás había buscado perjudicar al señor Franco. Sin embargo, no podía convencerme por completo de estar diciendo toda la verdad. En definitiva, había actuado de manera inconsciente en mis investigaciones, y no había informado de mis descubrimientos a quienes, a mi pesar, me tenían bajo su dominio. Había intentado servir a muchos señores, y a ninguno más que a mí mismo, y ahora la tocaba al señor Franco pagar por mi fracaso.
Pensé ir enseguida a la prisión de Fleet, pero ya era tarde y no tenía ningún deseo de turbar el descanso y el silencio que el señor Franco pudiera encontrar en aquel lugar miserable. Así pues, preferí pasar una noche de sueño intranquilo y salí temprano a la mañana siguiente para ir a enfrentarme a mis atormentadores. Como era domingo, no me esperaban en Craven House y tenía toda la libertad del mundo para pasarme el día entero sin tener que fingir estar al servicio de la Compañía de las Indias Orientales.
Llegué allí antes de las ocho de la mañana, una hora poco razonable, pero me tenía sin cuidado el trastorno que mi visita pudiera causar en la casa del señor Cobb. De hecho, quería despertarlos pronto y me había trazado el propósito de llegar antes de que salieran para ir al servicio religioso del domingo, suponiendo, naturalmente, que eran de esos hombres que se pasan seis días y medio cometiendo toda clase de villanías y que se creen justificados por unas pocas horas de hipócrita arrepentimiento.
Me sorprendió encontrar que necesitaba tirar de la cuerda de la campanilla para anunciar mi presencia, pero al momento salió a abrirme un peripuesto y animado Edgar, vestido de reluciente librea y sin la más mínima huella de sueño en sus ojos.
– Señor Weaver… -me dijo-. ¿Por qué será que vuestra presencia no me sorprende lo más mínimo?
Le di un empellón para pasar, y él se burló de mi rudeza. Poco se daba cuenta, sin embargo, de que el simple hecho de su vida, la terrible verdad de estar él viviendo en un mundo en el que había mujeres hermosas, niños risueños y juguetones cachorrillos me infundía tanta repugnancia que, de no haberlo apartado de mi camino de esa forma, no me hubiera quedado más remedio que emprenderla a golpes con él. Y no estoy hablando de una pelea viril ni tampoco de un par de tortazos… No… Si me hubiera quedado un instante más, en aquel pasillo, hubiera tenido que patearlo a conciencia, golpear con el codo su nariz hasta que le saliera sangre a borbotones, sacudirle un rodillazo en los testículos… Y no sé cuántas cosas más.
Fui siguiendo el tintineo de la plata con la porcelana y no tardé en llegar a un pequeño comedor: una estancia no tan grande y lujosa como el comedor de Ellershaw, sino más reducida e íntima. Supuse que Cobb tendría también un segundo comedor donde pudiera ofrecer, cuando quisiera, banquetes por todo lo alto. Pero incluso este contaba con toda clase de comodidades, aunque su alfombra turca era de tonos azules y marrones oscuros, el mobiliario de un color casi negro y las paredes de un verde tan oscuro que daba la sensación de estar bajo el cielo de una noche encapotada y sin luna. Había, sin embargo, grandes ventanales por los que se filtraban finos haces de luz y estos se entrecruzaban en la estancia como si fueran filamentos de unas telarañas tejidas por los dos hombres sentados a la mesa.
Cobb y Hammond, en efecto, se hallaban sentados el uno frente al otro en una mesa rectangular, de las dimensiones adecuadas para facilitar la conversación entre ambos. Sobre ella había comida suficiente para satisfacer el apetito de una decena de personas: panecillos, bollos y pasteles. Y mientras yo estaba allí mirándolos, deslumbrado por los rayos de sol que se cruzaban, una serie de criados se inclinaban sobre ambos, ocupados en llenar sus platos con toda forma imaginable de carne de cerdo: tiras de panceta, ristras de grises salchichas, lonchas de jamón cortadas tan finas que eran casi transparentes y cuya grasa relucía a la luz de las velas… Aunque yo ahora intentaba ajustarme a las leyes dietéticas de mi gente, no siempre lo había hecho. Sin embargo, en los últimos años, desde mi vuelta a Duke's Place y a las tabernas de los judíos, el olor a cerdo se había convertido en algo nauseabundo para mi olfato. Pero no fue eso lo que me hizo sentir una gran repugnancia, sino más bien el placer carnívoro que manifestaban aquellos hombres: viendo cómo se llevaban la carne a la boca, tuve la sensación de que, de haber podido, hubiesen preferido arrancar a los lechoncillos de las mamas de sus madres y devorarlos vivos.
Cobb me miró, hizo un gesto con la cabeza y pasó lo que tuviera en la boca con un trago de un líquido de color amarillo rojizo que burbujeaba en una enorme copa de cristal y que supuse sería una especie de ponche de arrack.
– Weaver… -dijo, una vez hubo tragado y dejado la copa en la mesa-.Vuestra visita no me resulta inesperada… ¿Le digo al chico que ponga un plato para vos?
– Oh, no os paséis… -dijo Hammond, levantando la cabeza de la fuente que hasta entonces había estado estudiando con absorta atención. Menos considerado que su tío, no esperó a tragar por completo lo que estaba comiendo, y la mesa se cubrió de trocitos de rosado jamón-. A este judío no le apetece comer con nosotros y nosotros no tenemos ningún deseo de hacerlo con él. Permitidle que espere ahí de pie, si tiene algo que decir. O, mejor dicho, que aguarde a escuchar lo que tenemos que decirle.
– Deseo que liberéis de la cárcel al señor Franco -dije.
– Puedo entender cómo debéis sentiros, señor Weaver -dijo Cobb-, pero tenéis que comprender nuestra posición. No nos habéis servido de gran ayuda.
– Una ayuda que os hemos estado pagando, además. Ahí está el quid del asunto -dijo Hammond-. Porque no se trata simplemente de que os hayamos obligado a cumplir nuestras órdenes, ¿verdad, tío? No… habéis recibido buenos dineros también. Y dinero de la Compañía de las Indias Orientales, además. Y ahora tenéis la osadía de acusarnos de actuar injustamente con vos porque castigamos vuestra incompetencia en el cumplimiento de vuestros deberes. Yo diría que tiene suerte en no ser él quien languidece allí, a la espera de morir de fiebre en la cárcel antes de que el Parlamento pueda dictar alguna insensata ley para aliviarlo.
Cobb se llevó el puño a la boca y tosió discretamente sobre él.
– Tenéis que comprender nuestra posición, señor Weaver. El señor Hammond tiene tendencia a los excesos. Pero yo no. Sin embargo, hasta la paciencia del hombre más tranquilo tiene un punto en el que se rompe. Seguro que lo comprendéis. Habéis estado haciendo indagaciones por todo Londres, averiguando solo Dios sabe qué, y no nos habéis informado de un solo hecho. Es más: habéis tratado incluso de interferir en mi propia red de comunicaciones, lo que me parece sumamente perjudicial.
– ¿Os referís al hombre que intentó apoderarse de mis notas: -pregunté.
– Ciertamente. Lo tratasteis con mucha rudeza, y debo reprenderos.
– ¿Pero cómo podía saber yo que estaba a vuestro servicio, y no era alguien leal a los intereses de Craven House? -sugerí, sin creer ni yo mismo que eso me sirviera de excusa.
– ¡Oh, qué salida tan tonta! -dijo Hammond-. Tontísima. Sois como el niño pillado con la mano en la despensa, que alega que pretendía abrirla para cazar un ratón.
Cobb había mordido una especie de pastel de manzana y lo masticaba metódicamente. Después de tragarlo, me miró con aire grave, como si fuera un maestro reprendiendo a su alumno favorito por mera fórmula.
– Creo, señor Weaver -dijo-, que haréis mejor en contarnos todo lo que habéis descubierto hasta ahora. Y a partir de este momento preferiría que nos enviarais con regularidad vuestros informes. Deseo saber el contenido de vuestras conversaciones en la Casa de las Indias Orientales, y conocer todos los detalles de vuestra investigación, incluso aquellos aspectos de los que no podéis obtener ningún resultado. Si pasáis el día interrogando a un sastre que pensáis podrá deciros algo, y descubrís luego que no sabía nada, quiero saber su nombre, su dirección, lo que creíais que sabría y lo que sabe en realidad. Confío en que me hayáis entendido.
Apreté el puño y pude notar que se me encendía el rostro pero, aun así, asentí. Tenía que pensar en Elias… en mi tía. Y también, por supuesto, en el señor Franco, al que esperaba ver pronto en libertad. Por este motivo, seguí el consejo de mi tía: tomé mi ira y la guardé dentro de un armario cuya puerta abriría algún día, pero no en el presente.
– Temo haber estado demasiado ocupado para informaros con regularidad -dije a manera de disculpa-, pero si queréis discurrir un sistema mediante el cual pueda enviaros comunicaciones a vuestra entera satisfacción, podéis tener la seguridad de que procuraré emplearlo. Y, en cuanto a lo que puedo contaros ahora, espero que, una vez lo haya hecho, dejéis al señor Franco en libertad.
– Ni lo soñéis -se apresuró a decir Hammond, que no quería que su tío respondiera a mi petición-. No podemos acceder a eso. Weaver nos ha desafiado, y por eso castigamos a su amigo. Si ahora lo sacamos de la prisión por el mero hecho de que ha accedido a hacer las cosas bien, no tendrá ningún incentivo para seguir siendo leal a nosotros. Podrá hacer lo que le plazca y pensar que nos contará lo que le pedimos o nos engañará según le parezca. No…, debo insistir en que Franco siga en prisión mientras dure esto, como recordatorio de lo que les espera a los demás si Weaver se pasa nuevamente de listo.
– Me temo que debo deciros que estoy de acuerdo con mi sobrino -dijo Cobb-. No os reprocho que hayáis intentado engañarnos; creo que era natural que lo hicierais. A vos no os gusta esta situación, y es muy comprensible que presionéis para ver cómo podéis tener la esperanza de escapar de ella. Pero ahora debéis aprender que, aunque no deseo causaros ningún daño, estoy resuelto a hacerlo si no hay otro remedio. No, señor Weaver, vuestro amigo deberá permanecer en la prisión de Fleet, aunque quizá no para siempre. Si, después de que haya transcurrido algún tiempo, pienso que os habéis comportado lealmente con nosotros, consideraré la posibilidad de liberarlo. Deberá permanecer encerrado suficiente tiempo, entendedlo, para que su prisión deje de parecemos necesaria. Porque, en caso contrario, se produciría el efecto a que se ha referido mi sobrino y vos ya no tendríais ninguna cortapisa para, por así decir, hacer las cosas a vuestra manera en vez de hacerlas a la nuestra. Y ahora, señor, debo rogaros que nos expliquéis detalladamente cómo habéis empleado vuestro tiempo y qué es lo que no deseabais que supiéramos. En otras palabras: me gustaría oír qué es lo que juzgabais tan interesante como para preferir guardarlo para vos a proteger a vuestros amigos.
– ¡Basta de tener contemplaciones con él, por Dios! -exclamó Hammond-. La maldita asamblea de accionistas está a la vuelta de la esquina, y aún no tenemos ni idea de lo que ha planeado Ellershaw. No sabemos nada de Pepper ni de…
– Weaver -lo interrumpió Cobb-. ya es hora de que nos digáis lo que sabéis.
No tenía elección. Tenía que estar allí de pie, sintiéndome de nuevo como un colegial al que habían hecho salir al frente de la clase para conjugar verbos latinos o leer una redacción. Pero ahora toma una difícil decisión que tomar, porque debía resolver si les contaba algo, y qué, acerca de Absalom Pepper. Aquel bergante muerto -ahora lo sabía- era la clave de lo que buscaba Cobb, y si yo podía averiguar lo que había de cierto al final de aquel largo y sinuoso camino, estaría en condiciones de destruir a los que me empleaban ahora. Pero, si no iba con cuidado, podía dar por hecho que no cejarían en su propósito de destruirme.
En consecuencia, recité mi lección. Les hablé de Ellershaw y de su imaginaria enfermedad que lindaba con la locura. Les hablé de Forester y de su secreta relación con la mujer de Ellershaw, así como de mi extraña velada en la casa de Ellershaw. Iba volcando sobre ellos todos estos sórdidos detalles, que trataba de utilizar como humo para confundir y ocultar lo que no quería revelarles. Y, así, les describí cómo se me pidió que amenazara al señor Thurmond, el defensor de los intereses de la lana; les describí la embarazosa situación doméstica del señor Ellershaw, e incluso la tristeza que sentía la señora Ellershaw por su hija perdida, que se veía forzada a ocultar. Les hablé de Aadil, pero solo para decirles que era un hombre hostil, pero que no me parecía que estuviera tratando de vengarse de mí. Dio la impresión de que en este punto titubeaba, pero mi titubeo era a propósito: tenía algo más que contar y deseaba parecer reacio a revelarles lo que me veía forzado a decir.
– ¿Podéis explicarnos -preguntó Hammond- esa carta que enviasteis a vuestro amigo cirujano, y a qué obedecen vuestras continuas visitas a las tabernas frecuentadas por tejedores de seda?
– Sí, a eso iba -dije-. Reconozco que lo he dejado para el final, porque creo que es la última pieza del rompecabezas… por lo menos hasta donde he sido capaz de reconstruirlo. Veréis… Supe que Forester mantenía una parte de uno de los almacenes como depósito secreto, aunque nadie sabía qué guardaba en él. Con la ayuda de uno de mis vigilantes logré introducirme en aquella estancia secreta para ver por mí mismo qué guardaba allí Forester. Mientras estábamos dentro, fuimos descubiertos. Yo logré escapar sin que me vieran, pero a mi compañero lo capturaron y mataron, aunque su muerte fue disfrazada como un accidente. Estoy convencido de que fue ese indio, Aadil, quien lo mató.
– No le echéis tanto cuento al asunto, e id al grano -protestó Hammond-. Esto no es una lectura dramatizada del Gondibert [11] ¿Qué había en ese almacén secreto? ¿Tenía algo que ver con Pepper?
– No puedo decirlo. Pero ese almacén es el motivo de mis encuentros con tejedores de seda. Comprendedme… yo no lo sabía muy bien, ni entendía por qué valía la pena ocultarla e incluso proteger su existencia mediante un crimen.
– ¡Sobadlo de una maldita vez! -estalló Hammod.
– Seda cruda -mentí, confiando en que aquello fuera suficiente para ponerlos a los dos sobre una pista falsa-. Seda cruda producida en las colonias meridionales de la América británica. Forester y un grupo de personas de la Compañía, cuya identidad se mantiene en secreto, han encontrado una forma para producir seda barata en el suelo de las colonias británicas.
Hammond y Cobb se miraron con estupefacción, y yo me di cuenta de que mi mentira había dado en el clavo. Había sustituido la inexplicable acumulación de calicó ordinario por algo que, como yo sabía por Devout Hale, podría ser el santo Grial de la producción textil británica: una seda que no requiriera comerciar con Oriente. Solo me cabía esperar que mi engaño fuera lo suficientemente fabuloso como para ofuscarlos.
Una vez hube ofrecido mi relato a Cobb y a Hammond, dejé de existir para ellos: me sumí en la nada mientras ellos discutían amargamente entre murmullos -señal clara de que ya no deseaban mi compañía- acerca de lo que podía significar la información que les había dado y cómo deberían actuar con ella. Por consiguiente, murmuré unas cuantas palabras corteses de despedida y me marché casi sin que se dieran cuenta, dejándolos que salieran por sí mismos de sus perplejidades y persiguieran la ficticia presa que les había lanzado. En cuanto a las posibles consecuencias de mis acciones, me dije que importaban muy poco. En el caso de que descubrieran que no les había dicho la verdad, me limitaría a echar las culpas de la falsa información a los trabajadores de la seda. Y que Hammond, si se atrevía, fuera a pedirles cuentas a los hombres que militaban bajo la enseña de Devout Hale… No se atrevería. De eso estaba seguro.
Mi siguiente y desgraciada visita debía ser nada menos que a la mismísima cárcel, y para ello me dirigí a Clerkenwell y a ese temido infierno para deudores conocido por todos como la prisión de Fleet. Ese gran edificio de ladrillo rojo puede parecer majestuoso desde el exterior, pero es el lugar más espantoso para los pobres. Hasta los que tuvieran algún dinero encima encontrarían dentro comodidades solo tolerables y cualquier hombre que no estuviera allí encerrado por deudas se verá pronto acosado por ellas, puesto que el más pequeño mendrugo de pan vendido dentro cuesta una fortuna. Hasta el extremo de que al deudor, una vez apresado, no le cabe más esperanza que una intervención de sus amigos para liberarlo.
Puesto que en alguna ocasión yo había tenido negocios con aquella institución -ninguno de ellos irregular, afortunadamente, porque me hubieran acusado a mí de insolvencia-, me resultó fácil encontrar a uno de los vigilantes que era conocido mío y averiguar de él sin problemas el lugar donde se hallaba el señor Franco.
Descubrí con algún alivio que su estado de penuria no era tan atroz que no le permitiera procurarse un alojamiento decente, pues me encaminaron a una de las mejores zonas de la prisión. Allí encontré una galería húmeda, en la que entraba la luz escasa del cielo encapotado a través de altas ventanas provistas de barrotes. Las salas olían a cerveza, perfume y carnes asadas, y tenía lugar en ellas un animado comercio protagonizado por traficantes, putas y mercachifles que se abrían paso a través de las galerías vendiendo sus mercancías a cuantos quisieran comprarlas. «El mejor vino de Flandes», pregonaba un hombre. «Empanadas de carnero recién hechas», gritaba otro. Y en un rincón oscuro vi la figura grotesca de un individuo gordinflón, destetado hacía mucho tiempo, que deslizaba la mano bajo el corpiño de una mujer tan poco apetecible como él.
Pronto encontré el alojamiento del señor Franco, quien salió a abrir la puerta en cuanto llamé. Tenía bajo el brazo un libro de poesía en portugués. Lo vi preocupado, con los ojos enrojecidos y enmarcados en profundas ojeras pero, por lo demás, seguía igual que siempre: se había tomado mucho esfuerzo en mantenerse limpio y digno; un esfuerzo heroico, sin duda, dadas las difíciles circunstancias.
Para mi gran sorpresa y mortificación, me dio un fuerte abrazo. Me di cuenta de que hubiera preferido su enojo. Después de todo, ¿no era lo que me merecía con creces? Su amistad me resultaba más dolorosa que cualquier ultraje que pudiera hacerme.
– ¡Mi querido Benjamín…! ¡Cuánto os agradezco que hayáis venido a verme! Entrad, por favor. Lamento tener que recibiros en un lugar tan inconveniente, pero os prometo tratar de hacer que lo olvidéis.
La habitación era pequeña, un cuadrado de unos cuatro metros y medio de lado, con una cama y un viejo escritorio que parecía tener una pata más corta que las otras y que daba la impresión de tambalearse al menor soplo de aire que se colara dentro… aunque en ningún momento entró ninguno, pues la atmósfera era fría, viciada por el olor a sudor, a vino rancio y lo que parecía el tufo de descomposición de un ratón muerto en alguna grieta ilocalizable.
El señor Franco me hizo señal de que tomara asiento en la única silla que había allí dentro, mientras él se acercaba a su escritorio…, sin duda el elemento más importante del mobiliario, puesto que posibilitaba la redacción de degradantes cartas a lo; amigos, solicitando cualquier ayuda que pudieran prestar. Pero, en este caso, la mesa no contenía papeles, sino libros; había, además, tres botellas de vino, unos cuantos vasos de peltre, una hogaza de pan a medio comer y un gran pedazo de queso de color amarillo pálido.
Sin preguntarme si deseaba algún refrigerio, vertió vino en uno de los vasos y me tendió la botella. Yo tomé otro y, después de que él hubiera bendecido el vino, bebimos un buen trago los dos.
– Debéis saber -le dije- que cualquier cantidad de dinero que pudiera reunir no sería suficiente para liberaros de estos muros. Mis enemigos han tramado las cosas para asegurarse de que sigáis aquí. Sin embargo, me han indicado que, si actúo como desean, os devolverán la libertad en unas pocas semanas.
– Entonces debo prepararme para una larga estancia porque, si tengo alguna influencia sobre vos, seguiré tratando de evitar que actuéis según sus dictados. Me castigan a mí para haceros más maleable, Benjamín. No podéis darles esa satisfacción. No ahora. Haced lo que debáis. Yo seguiré aquí. Quizá podáis enviarme algunos libros y aseguraros de que tenga una comida aceptable; con eso estaré bien. ¿Sería mucha molestia para vos que os hiciera una lista de las cosas que necesitaría?
– No es ninguna molestia. Será un placer procurároslas.
– Entonces, no os preocupéis por mi encierro. Esta estancia, aunque no sea la más lujosa en que he habitado, no es ningún tormento; y con vuestra ayuda tendré también alimento para el cuerpo y el espíritu. En realidad no es difícil ejercitar ambos, así que encontraré cómo mantener a punto los dos. Todo irá bien.
Admiré, tras aquellas palabras, la actitud con que aceptaba su destino como un filósofo, y agradecí su encargo de traerle algunas cosas, pues con ello mitigaba mi culpa.
– ¿Hay algo más que pueda hacer para que vuestra prisión os resulte menos odiosa? -pregunté.
– No, no. Salvo que ahora podéis contarme todas las cosas, porque no hay riesgo de que pueda sobrevenirme ningún daño. Tal vez incluso, el estar encerrado sea para bien.
No podía negar la verdad que contenían sus palabras: siempre me había preocupado que, si averiguara algo por sí mismo, se pudiera sentir obligado a actuar sin tener en cuenta su propio interés. Yo, en cambio, en tales circunstancias, preferiría filtrar la información, en su interés y en el mío propio.
Así pues, le conté al señor Franco no exactamente todo, pero sí casi todo: lo que les había dicho a Cobb y Hammond, y buena parte de lo que me había callado. Por ejemplo, le dije que sospechaba que Celia Glade era una agente de Francia. Le hablé de Absalom Pepper y de sus dos esposas. Lo único que me reservé fue la verdad acerca de lo que guardaba Forester en su almacén secreto. En parte porque temía que, incluso entre aquellas paredes, pudiera ocultarse la presencia vigilante del enemigo y porque temía no haber visto aún lo peor de cuanto Cobb y Hammond podían ofrecer. Porque… ¿cómo estar seguro de que no se sentirían capaces de recurrir a formas de interrogatorio más crueles aún? Decidí, pues, que sería preferible guardar en secreto algunas cosas, sin revelárselas siquiera a mis amigos.
El señor Franco escuchó con particular interés mi descripción del misterio que rodeaba a la hijastra de Ellershaw.
– Este es el lugar perfecto para indagar su paradero -dijo-. Si contrajo un matrimonio clandestino, habrá tenido que hacerlo según las normas de Fleet. [12]
– Muy cierto -dije, aunque sin demostrar entusiasmo. -Ya que estáis aquí, tal vez podríais ahondar en esta línea de investigación.
– Preferiría no hacerlo -respondí-.Ya tengo suficiente trabajo con inquirir en los asuntos de la Compañía. No deseo meterme en cuestiones personales y aumentar las dificultades de la señora Ellershaw o de su hija.
– A menudo, en los negocios, el camino más tortuoso resulta ser el más conveniente. Ese asunto ha salido ya a relucir, y vos me decís que ese tal Forester da la impresión de ocultaros algo…
– Sí, pero alberga sentimientos amorosos por la señora Ellershaw, y parece probable que lo oculte para ayudarla.
– No veo ningún inconveniente en seguir ahondando en el tema, por si estuvierais equivocado. No deseo aprovecharme de mi posición para influir en vos, pero desearía que emplearais todas las ventajas que podáis para presionar a los que tienen en sus manos nuestro destino.
El señor Franco tenía razón. Dedicar unas pocas horas al tema podría no dar ningún resultado y, de ser así, no me costaría olvidar que había seguido esa pista.
– Quizá estéis en lo cierto.
– Incluso puede ser que os ahorre algún tiempo. Esta mañana he conocido a un sacerdote llamado Mortimer Pike, que vive bajo las Normas, en el Old Baily, y que, por lo menos según su propia declaración, es con mucho el rey de los matrimonios de Fleet. Parece orgulloso de ese título, de ser quien ha celebrado más ceremonias de esta clase que cualquier otro. No puedo confirmar la veracidad de su pretensión, pero tiene un negocio sumamente activo en esto y, lo que es más, conoce a los demás sacerdotes que lo hacen.
Le agradecí la información. Y, después de continuar mi visita otra media hora, partí en busca de aquel sirviente de Himeneo.
Siempre ha sido uno de los aspectos más curiosos de la ciudad que haya en ella pequeños sectores en los que no se aplican las leyes normales que gobiernan nuestra vida: casi como si uno pudiera encontrarse de pronto en un vecindario donde un objeto que soltamos en el aire suba hacia arriba en lugar de caer hacia abajo, o en el que los viejos se hagan jóvenes al paso de los años, en lugar de que los jóvenes envejezcan. Las Normas del Fleet, el denso y enmarañado barrio que rodeaba la prisión, era uno de esos sectores, puesto que allí un hombre no podía ser arrestado nunca por deudas, y por eso iban a residir allí los deudores más desesperados de la ciudad, que jamás se aventuraban a salir de esa zona salvo los domingos, que son días en los que nadie puede ser arrestado por deudas. En virtud de una tradición igualmente curiosa, en la zona de las Normas del Fleet podían celebrarse matrimonios de personas menores de edad sin permiso paterno y sin la obligada lectura de las amonestaciones.
Me puse a caminar por las calles de las Normas, a la sombra de la catedral de St. Paul, escuchando las voces de los muchachos empleados por los sacerdotes… sin dinero, sin ministerio, e incluso algunos impostores.
– ¡Bodas, bodas, bodas, bodas! -pregonaba un mozalbete desde debajo del cartel de una tienda.
Otro se agarró a la pernera de mis calzas con las manos sucias:
– ¿Queréis casaros, señor?
Solté una carcajada.
– ¿Con quién? -pregunté-. No tengo ninguna mujer a mano.
– Eso podemos solucionarlo, señor, porque no nos faltan.
¿Acaso era ahora el matrimonio como una buena comida, algo que un hombre podía procurarse cuando sintiera necesidad y que debería agenciarse aun cuando los ofrecimientos le resultaran indiferentes? Le dije al chico que estaba buscando el despacho matrimonial del señor Pike, y se le iluminaron los ojos.
– Trabajo precisamente para él, de veras. Acompañadme.
No podía evitar sentir iguales dosis de diversión y de pesar por semejante forma de comercio, pero tal es la naturaleza del matrimonio en nuestro reino. Se ha dicho, en efecto, que hasta una tercera parte de todos los matrimonios que se celebran son de carácter clandestino lo que, si es así, obliga a preguntarse si las normas que gobiernan esta institución no necesitan ser revisadas cuando hay tanta gente reacia a cumplirlas. Por descontado que no habría ley capaz de legalizar una buena parte de esos matrimonios -como son los matrimonios entre hermanos u otros parientes próximos, aquellos entre personas ya casadas, entre niños o, peor aún, entre adulto y niño-, pero, aun así, la mayoría de esos matrimonios secretos se dan entre jóvenes que no desean someterse al largo proceso que les exige el derecho canónico.
A la luz de esta demanda, difícilmente puede sorprender que la tarea de oficiar estos matrimonios se haya convertido en un medio muy popular de generar ingresos para los sacerdotes endeudados y, asimismo, entre hombres con deudas capaces de fingir pasablemente el papel de un sacerdote.
No sabría decir en qué categoría de estas se incluía Mortimer Pike, pero estaba claro que dirigía un negocio muy rentable en El Abanico de la Reina, una taberna lo bastante próxima a la acequia del Fleet como para estar continuamente invadida por el hedor de aquel albañal.
En cuanto entré en ella observé que aquel no era el lugar más adecuado para tomar entre aquellas paredes la decisión más solemne de la vida del hombre. Era un espacio más bien miserable, una antigua construcción de madera con el techo bajo, cargada de humo, atestada de gente y con todas las superficies pringosas. Un reloj de pared señalaba las nueve menos unos minutos, porque, por ley, un matrimonio debía celebrarse entre las ocho de la mañana y el mediodía, de manera que allí el tiempo estaba siempre detenido entre esas horas.
Cierto número de futuros esposos se preparaban bebiendo para entrar en el templo de Himeneo, mientras al fondo, en un pequeño hueco decorado con deslustrados ornamentos eclesiásticos, el buen cura administraba sus servicios. Escuché sus palabras antes de fijarme en los contrayentes, y después observé que apresuraba caprichosamente la ceremonia de manera que, aunque no soy experto en la doctrina de la Iglesia, me hacía sospechar que no leía exactamente las oraciones del ritual. Esta pequeña confusión se aclaró cuando percibí en su voz el característico chapurreo de quien ha bebido más de la cuenta y me fijé en que el libro que sostenía en sus manos no era precisamente un texto eclesiástico, sino un volumen de comedias de John Dryden, que sostenía, además, al revés.
Esta pequeña incorrección no acaparó mi interés mucho tiempo, porque enseguida advertí algo mucho más serio. La novia lucía un exquisito vestido de seda azul con corpiño dorado y justillo de color marfil. Llevaba una cadena de oro alrededor de su gracioso cuello y tenía todo el aspecto de una dama de calidad. El novio, en cambio, iba vestido con prendas sencillas de lana sin teñir, tenía la cara surcada por numerosas cicatrices y su apariencia era, en general, la de un hombre rudo. Ciertamente el matrimonio clandestino había sido inventado en gran parte para facilitar las uniones entre personas de rango desigual, pero allí se percibía algo de mayor importancia. La novia, elegantemente vestida aunque no muy agraciada de rostro, no podía mantenerse de pie por su propia voluntad, y tenía que ser sujetada a la vera del novio por dos individuos tan rudos como él: unos hombres que prorrumpían en grandes risotadas y se tomaban a chirigota el intento de mantener erguida la cabeza de la novia, pues para mí era evidente que estaba completamente aturdida por la bebida o por alguna otra pócima.
Era de esperar cierto grado de embriaguez en estos asuntos, aunque no siempre con el clérigo, y tampoco eso me hubiera alarmado de no ser porque, cuando el buen sacerdote le preguntó a la dama si accedía voluntariamente al enlace, uno de aquellos groseros testigos le agarró la cabeza y remedó un gesto de asentimiento, que suscitó una carcajada general entre los hombres.
– Aceptaré eso como un «sí» -anunció el sacerdote, que se volvió enseguida hacia el novio.
Tal vez el sacerdote pudiera aceptarlo, pero yo no. Sin pararme a considerar la prudencia o las consecuencias de mis acciones, arremetí al frente, desenvainando mi daga al hacerlo, y al instante me vi en medio del grupo, pero con la diferencia de todos los otros en que yo tenía el filo de mi arma apretado contra la garganta del novio.
– Decid una sola palabra -le dije-, y será la última que podréis pronunciar.
– ¡Por el coño de…! ¿Quién sois vos? -preguntó desoyendo mis órdenes, aunque no fuera una desobediencia tan grave que me obligara a cumplir mi amenaza. Después de todo, yo solo había pretendido que la ceremonia no se completara.
– Soy un forastero que he venido a dar casualmente con lo que me parece un rapto y un matrimonio forzado -dije. Estos delitos, por desgracia, eran una consecuencia más de la facilidad con que se celebraban los matrimonios clandestinos. No era un hecho infrecuente que mujeres jóvenes de buena posición fueran raptadas y privadas de sus sentidos de una forma u otra, para despertar al cabo de cierto tiempo y descubrir que durante su inconsciencia habían sido violadas, las habían casado sin su consentimiento y su marido reclamaba una dote.
– ¡Un matrimonio forzado! -exclamó el sacerdote, con una pobre imitación de un sentimiento de alarma-. ¡Qué escándalo!
– Dadnos un momento para hacer que este listarlo se ocupe de sus propios asuntos -dijo uno de los testigos, dicho lo cual los dos hombres dejaron caer al suelo a la novia como si fuera un saco de harina y se volvieron hacia mi, indicando con aviesas sonrisas que estaban más que dispuestos a responder a cualquier petición mía. Dejé al novio y rápidamente los amenacé con mi daga. Siempre he mantenido el criterio de que herir en el ojo a quien te va a atacar es la forma más eficaz de disuadir a un villano de causar otros daños, y vi en eso el camino para poner en fuga a los dos hombres. En cuanto hube rajado el ojo de uno de ellos, el hombre se dejó caer al suelo gritando y su compañero escapó por pies del local sin rechistar siquiera.
Para que mis lectores no me acusen de excesiva crueldad, permítanme decir que reservo esta táctica para cuando creo que mi vida corre peligro -lo que no sucedía en este caso- o para cuando he de vérmelas con hombres que se merecen algo más que una buena paliza. Quien piense que mi comportamiento fue cruel en esta coyuntura debe considerar que allí había un tipo que pretendía arrebatar de su familia a una joven dama, doblegar su voluntad mediante la bebida, obligarla a casarse con un monstruo al que no conocía, violarla y obligarla luego a pedir a su familia la dote que le correspondiera. Si ese hombre no merecía perder un ojo, me costaría decir quién puede merecerlo.
El villano estaba ahora caído en el suelo, hecho un ovillo sobre sí mismo y profiriendo gritos lastimeros. Yo me volví entonces al novio:
– El era solo vuestro ayudante, así que pienso que con un ojo será suficiente. Pero vos sois quien ibais a perpetrar el delito y por eso creo que os corresponde perder los dos ojos. Aun así, mi código de honor me exige que me amenacéis antes de que yo pueda, sin cargo de conciencia, privaros de vuestra visión.
Su sucia cara palideció y yo entendí que no estaba dispuesto a pelear. Retrocedió para alejarse de mí, y después dio una vuelta a mi alrededor, levantó del suelo a su amigo, tiró de él para sacarlo del edificio y se marcharon desentendiéndose de la boda.
El sacerdote, los que aguardaban ser casados y yo seguimos en silencio el lento éxodo. Cuando este hubo concluido, el cura se volvió al muchacho.
– Hacemos bien en pedir el pago por adelantado -le dijo. Y, después, dirigiéndose a la multitud, preguntó-: ¿Quién es el siguiente?
Para entonces, yo ya había levantado del suelo a la inconsciente novia y la sostenía pasándole una mano por debajo de la axila. No era, por supuesto, la actitud más caballerosa el mundo, pero sí la más práctica que tenía a mi alcance. Di gracias de que fuera de constitución delgada.
– Yo soy el siguiente -gruñí como respuesta al sacerdote-. Tenéis que tratar conmigo.
– ¡Ah…! ¿Deseáis casaros con la dama vos mismo?
– No. Lo que deseo es pediros cuentas de vuestras acciones ¿Cómo permitís que se cometa un delito así?
– No es cosa mía inquirir los motivos que tienen las parejas para casarse, señor. Me limito a prestarles un servicio. Es un negocio, ya sabéis, un negocio que no tiene nada que ver con lo que es justo o no. La gente ha de responsabilizarse de su propia vida. Si esa dama no quería casarse, debía hacerlo saber ella misma.
– No me parece que estuviera en condiciones de decir nada.
– Pues, entonces… tenía la responsabilidad de no encontrarse en semejante estado.
Suspiré.
– Pesa bastante -observé-. ¿No tendríais algún cuartito detrás, donde pueda dejarla mientras trato con vos como me parece que debo?
– Tengo que celebrar más bodas -respondió.
– Tratad conmigo antes, u os juro que nunca volveréis a celebrar otra boda.
El no sabía qué me proponía, porque ni siquiera lo sabía yo, pero me había visto pasar mi acero por el ojo de un hombre apenas unos minutos antes, por lo que supuso que me refería a algo desagradable y reaccionó en consecuencia.
– Seguidme, entonces. -Mortimer era un hombre de unos cincuenta años, no muy alto, con el rostro arrugado y curtido, pero agradable y seductor, con unos ojos de color verde claro tan vivos como torpes eran sus movimientos embotados por la bebida.
Nos movimos despacio, embarazado como iba yo con mi carga, pero, una vez en su despacho, dejé a la dama en una silla, donde quedó tendida como una gran muñeca. Tras cerciorarme de que no se cayera, me volví al eclesiástico achispado y sin escrúpulos.
– Necesito revisar vuestros registros matrimoniales -le dije.
El me estudió un instante.
– Mi principal tarea consiste en casar a los que buscan la felicidad, señor mío, no precisamente en dejaros ver los registros. No puedo pensar en ayudaros mientras haya parejas aguardando mis servicios.
– Os ruego que no me obliguéis a reiterar mis amenazas.
O, peor aún, a cumplirlas. Si hacéis lo que os pido, podréis dejarme a mí la tarea de examinar esos registros y no será preciso que os moleste más.
– Procurar la felicidad de los otros es una tarea difícil o, mejor dicho, una bendición. La mayor que puede caberle a un hombre.
– El saber es también una bendición, y deseaba ser bendecido con la lectura del apunte matrimonial de una tal señorita Bridget Alton. Esperaba poder consultar vuestro registro en busca de esa anotación.
– El registro -repitió el cura. Y en el instante en que mencioné su libro, lo levantó en alto y, aunque era un volumen grande y pesado, lo apretó contra su pecho como si fuera su hijo del alma-. Debéis comprender que el registro de un matrimonio es un asunto sagrado y privado. Me temo que va contra las leyes de Dios y de los hombres mostrar este libro a cualquiera. Y ahora, si tenéis la bondad de excusar…
– Perdonad… -Lo agarré suavemente por el brazo para asegurarme de que no se me escapaba-. ¿Acaso no es la finalidad de ese libro proporcionar un dato para que quienes han de realizar el tipo de gestión que me han encomendado tengan la oportunidad de obtener una información correcta?
– Eso es lo que se cree comúnmente -replicó-. Pero, como acabáis de descubrir, esa creencia es errónea.
– O me permitís consultar ese registro, o llevaré a esta dama ante el magistrado y me aseguraré de que os cuelguen por lo que ha sucedido hoy aquí.
– Quizá podría permitiros echar un vistazo a este libro si respetáis mi vida y me dierais, además, dos chelines.
No pude menos que admirar la audacia de aquel hombre y, en consecuencia, acepté su oferta.
La joven, que dormía profundamente, dejó escapar un sonoro ronquido, que interpreté como un síntoma de que se recuperaría pronto. Lo cierto era que, después de todo, no podía llevarla a su casa hasta que supiese quién era y dónele vivía, así que decidí tenerla conmigo mientras me ocupaba de mi tarea.
Tras acceder a que consultara sus registros, Pike me condujo a un estante donde tenía amontonados numerosos folios.
– Llevo más de seis años -me dijo- procurando la felicidad de hombres y mujeres, señor Weaver. He tenido el privilegio de servir a los pobres, los necesitados y los desesperados desde que cometí el error de hacer unas inversiones equivocadas en la cría de ganado lanar. Si podéis creerlo, mi propio cuñado, «olvidó» mencionar que no tenía ningún plan concreto para adquirir ovejas. El caso es que se perdió todo el dinero y no pude pagar lo que debía. Aunque, para ser sincero a los ojos de Dios, debo decir también que no puse fin precisamente a mis gastos una vez ocurrido el desastre. Y así, por unos pocos cientos de libras, me enviaron aquí a pudrirme por una eternidad. La mayoría de los hombres se desesperarían, ¿no os parece?
– Tal vez sí -admití.
– Tenéis razón. Pero yo no. No. Aquí, en este infierno de desolación, he vuelto a servir a Dios. ¿Y de qué mejor forma puede ser servido el Señor, que celebrando el más santo de los sacramentos, el sacramento del matrimonio? ¿No manda el Señor que demos frutos y nos multipliquemos? Mi propia esposa, señor, ¿acaso no ha sido una bendición para mí todos estos años? ¿Estáis casado, señor Weaver?
Como no estaba muy seguro de que me permitiría marcharme de allí sin haber recibido la bendición del matrimonio, creí prudente mentir y decir que lo estaba.
– ¡Ah!, muy bien, muy bien, señor… Se os lee en la cara. No hay estado más dichoso que el matrimonial. Es la nave de la buena fortuna que todo hombre debe pilotar por sí mismo. ¿No lo veis vos así?
No dije nada, temiendo que intentara convencerme de que me casara con la mujer dormida.
Al ver que no iba a responder, hizo un ademán señalando los libros:
– Estos abarcan los últimos seis años, señor. A razón de un centenar de bodas por semana. E incluyen un índice de nombres. ¿Me decís cuándo tuvo lugar el matrimonio que mencionáis?
– No hará ni seis meses -respondí.
– Será fácil… muy fácil. Es precisamente el libro que tengo en las manos.
Como no daba muestras de tendérmelo, metí la mano en mi bolsa y saqué de ella las monedas que había mencionado antes. Liberado de sus manos, el registro fue abierto delante de mí.
– Tal vez podáis recordar a la mujer que busco -dije-. Me han asegurado que es notable por su belleza. Una criatura alta, muy, muy pálida, con la tez y los cabellos casi blancos. Dicen que su rasgo más llamativo es que, a pesar de su palidez, tiene los ojos negrísimos. ¿Habéis visto a una mujer así alguna vez?
– Puede que sí -respondió, pensativo-. Pero, en mi penuria, mi memoria ya no es lo que era. Es muy triste para un hombre que sus pensamientos se vean distraídos por la preocupación de dónde va a poder sacar su próxima comida.
Le tendí otra moneda.
– ¿Ayuda esto a vuestra memoria?
– Por supuesto que sí, y ahora puedo informaros con seguridad de que jamás he visto a la joven que buscáis.
Dado que la joven procedía de una familia respetable, podía albergar la confianza, ya que no la completa seguridad, de que escribiría con una buena letra. Esa confianza, con todo, no me permitió contentarme con pasar una tras otra las páginas del libro, llenas de ininteligibles garabatos, sin dedicarles una segunda mirada. Me llevó, por consiguiente, casi dos horas recorrer de la primera a la última de las firmas que aparecían en el registro de los últimos seis meses sin que nada recompensara finalmente mi esfuerzo. Ni una pista de la dama en cuestión. Era posible, claro, que hubiese falsificado su nombre; pero ese sería el tipo de truco utilizado por un hombre que quisiera casarse en el sentido más físico de la palabra, aunque no fuese tal vez el más legal. A mi modo de ver, una mujer, incluso una mujer joven y enamorada, estaría menos dispuesta a trampear con la ya escasa legitimidad que confería una boda conforme a las normas de Fleet.
En el momento de cerrar el libro, el reverendo señor Pike emergió de las sombras en que había estado escondido. Sacudió tristemente la cabeza.
– Ya veo que no habéis tenido suerte -dijo-. Lo lamento mucho. Espero que volváis si alguna vez tenéis necesidad de consultar los registros matrimoniales.
– No lo dudéis -respondí, aunque me pareció una sugerencia curiosa que yo debiera ir a verlo regularmente con peticiones semejantes, como le dicen en la tienda donde venden rapé o medias a quien va a comprar con frecuencia. Miré hacia la mujer dormida, pensando que tal vez había llegado ya el momento de intentar despertarla y averiguar dónde vivía. Pero, antes de poder hacerlo, Pike carraspeó a mis espaldas.
– Si me permitís… -Abrió la puerta de su despacho y en la taberna había una fila de clérigos esperándome… un ejército de hombres de hábitos negros raídos y sucios con cuellos de camisas amarillentos que en algún tiempo anterior e imposible de imaginar sin duda fueron de un blanco prístino. Cada uno de ellos sostenía, con variedad de estilos diferentes, apretándolos unos contra el pecho, sujetos otros debajo del brazo o finalmente con ambas manos extendidas como si fueran ofrendas, volúmenes de distintos formatos y tamaños.
– ¿Qué es esto? -inquirí.
– ¡Jo, jo! -rió Pike con una carcajada cordial-. Pensabais que no se correría la voz, ¿verdad? Se propaga como el fuego, ya sabéis. Todos estos hombres han oído que he estado atendiendo a un caballero dispuesto a pagar dos chelines por el derecho a inspeccionar un registro matrimonial.
Tal vez hubiera sido más cauto con el dinero, de no ser porque pretendía que me lo reembolsara Cobb, pero el hecho es que acepté las avariciosas condiciones fijadas por el reverendo Pike. Otro chelín por el uso de su despacho, uno más por velas para iluminar las páginas cuando mis ojos comenzaron a fatigarse… Eso sí, debo reconocer que jamás gocé de un servicio tan excelente. Al primer signo de que mis labios se habían quedado secos, se ofreció a ir a buscar cerveza, y cuando mi estómago produjo ciertos runrunes significativos, pidió que me trajeran pan y queso…, todo ello, naturalmente, a precios descabellados.
Al final, trabajé durante más de dos horas, notando cómo se acumulaba el polvo debajo de mis uñas, en las aletas de mi nariz, en la superficie de mi lengua. Estaba mareado de tanto libro, pero quise revisarlos todos. Y no fue hasta que el séptimo u octavo cura, un hombre ladino con la espalda encorvada y sonrisa torcida, me presentó su pequeño registro encuadernado, cuando me sonrió la suerte. Mientras el extraño individuo se inclinaba sobre mí, apenas pude creer en mi asombrosa fortuna; porque allí estaba el nombre de la joven, Bridget Alton, escrito con toda claridad.
También figuraba el nombre del novio, aunque fue más difícil desentrañarlo. Me costó mirarlo atentamente antes de poder leerlo, y en cuanto lo hice me di cuenta de que sin duda se trataba de un nombre falso: Achitophel Nutmeg. Y difícilmente le hacían falta a un hombre raros poderes de percepción para adivinar la auténtica identidad del personaje, puesto que los nombres de pila provenían los dos de la tradición bíblica, para no mencionar el poema de Dryden, «Absalom y Achitophel», y los de los apellidos eran ambos productos básicos del comercio de las especias: Nutmeg, nuez moscada y Pepper, pimienta.
Una vez más había ido a dar con la extraordinaria capacidad de persuasión de Absalom Pepper, el hombre al que Cobb suponía asesinado por la Compañía de las Indias Orientales. Porque ahora resultaba que se había casado con la hijastra de Ellershaw.