30

En el coche que nos conducía a los dos, Elias seguía sacudiendo la cabeza:

– ¿Cómo no adivinaste que Franco era un espía?

– No me dio ningún motivo para sospechar de él. Es más, creo que la mayoría de sus acciones eran sinceras y tal como él hubiera querido comportarse, sin actuar con ningún disimulo.

– ¿Y adonde vamos ahora?

– Queda solo un último cabo suelto -dije-, que quiero resolver aunque no sea más que por mi propia satisfacción.

Fuimos a la taberna habitual donde encontramos a Devout Hale bebiendo amigablemente con sus compañeros y nos sentamos a su mesa. Presenté entonces a Elias, y los dos hombres se pusieron a conversar de inmediato sobre la escrófula. Elias se ganó la voluntad del tejedor con sus conocimientos acerca de su enfermedad, hasta que yo no pude aguantar más que congeniaran tanto.

– ¡Basta ya de charla! -dije dando una palmada sobre la mesa-. ¿Pensabais que no me enteraría de vuestra artimaña?

– ¿De qué? -preguntó Devout Hale, fingiendo una ignorancia nada convincente.

– Dejadme hablar, entonces. Me habéis traicionado y habéis traicionado a vuestros hombres. Os di un libro que obligaría a doblar las rodillas a la Compañía de las Indias Orientales, y habéis ido a entregárselo a Ellershaw. ¿Por qué obrasteis así?

Él bajó la cabeza, incapaz de ocultar su vergüenza.

– No me juzguéis con demasiada dureza. Es mi enfermedad la que me ha descarriado. Os dije que necesitaba desesperadamente sanar, y cambié el libro por eso. Fui a ver a los hombres de la Compañía y ellos me aseguraron que, a cambio del libro, me conseguirían una audiencia privada con el rey. No era más que un libro, Weaver…, algo sin importancia para mí, que no sé leer. Supongo que no podéis reprochar a un enfermo por cambiar algo que no puede usar o entender por lo que puede salvar su vida.

– No, supongo que no puedo censurar a un hombre por hacer tal cosa. Vuestra decisión me parece errónea, pero comprensible. -Bebí un sorbo de mi cerveza-. Salvo por una cosa… ¿Cómo se os ocurrió entregar el libro precisamente a la persona que más lo deseaba? Hay mucha gente en la Compañía, muchos directivos… ¿Por qué a Ellershaw?

– No sé… Una coincidencia, supongo.

– No, no fue una coincidencia -le dije-. Lleváis un tiempo trabajando con Ellershaw, ¿verdad?

– ¡Claro que no! Eso es absurdo.

– ¿Lo es? No tenía sentido al principio, pero cuando supe que la Compañía de las Indias Orientales tenía a su servicio urdidores de seda, debí haber comprendido que vos os habrías ofrecido a ella porque era evidente que estabais tan desesperado por obtener un remedio, que aceptaríais cualquier riesgo. Cuando hoy, en la asamblea de accionistas, mostró ese libro, supe enseguida lo que habíais hecho. Él no lo necesitaba para destruir a su rival, pero fue una buena baza para jugarla delante de la asamblea. Traicionasteis el futuro de vuestra causa por una gratificación de un hombre de la Compañía.

– Bajad la voz -me susurró.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Elias-. ¿Vuestros hombres no saben que vivís del dinero de la Compañía?

– ¡Por supuesto que lo saben! -se apresuró a decir-. Ellos también hacen la vista gorda y no les importa si el dinero les llega de las Indias Orientales o de otra parte. Es un arreglo incómodo, pero han acabado aceptándolo.

Entonces yo me puse de pie.

– Os ruego unos momentos de atención, señores tejedores de seda… ¿Es cierto que sabéis que el señor Hale está a sueldo de la Compañía de las Indias Orientales?

Los ojos de todos se fijaron en mí. Creo que me habrían condenado por mentiroso y por canalla, si Hale no se hubiera levantado y corrido a la puerta con toda la rapidez que su estado se lo permitía. Media docena de hombres lo siguieron. Dudé de que Hale pudiera ir muy lejos y la única cosa que no sabría decir fue qué le harían una vez lo atraparan. Era un hombre desgraciado y enfermo, que había vendido a sus muchachos por la falsa esperanza de una curación mágica. Serían muy duros con él, de eso no me cabía ninguna duda, pero tampoco la tenía de que Hale viviría para aceptar su recompensa de ser tocado por el rey… y para descubrir la falsedad de su esperanza.


Elias y yo pensamos que lo mejor era ir a otra taberna, y encontramos una no lejos de allí. Nos sentamos pensativos frente a nuestras jarras.

– Admito tu astucia en descubrir la traición de Hale -me dijo-,pero la verdad, Weaver…, encuentro que ha sido demasiado poco y demasiado tarde. No puedo evitar pensar que teníamos que haber venido aquí antes.

Yo enarqué una ceja.

– ¿Qué dices?

– Bueno…, no es la primera vez que ha ocurrido esto. Te implicas en alguna investigación, y descubres que hay grandes fuerzas que están intentando manipularte…, pero luego, a pesar de todos tus esfuerzos, al final acabas siendo manipulado por ellas. Tal vez logres que algunas de las personas más culpables reciban su castigo, pero aquellas que son más poderosas acaban logrando exactamente lo que desean. ¿No te molesta eso?

– Por supuesto que me molesta.

– ¿No hay forma de que seas más cauto? -preguntó-,ya sabes…, ¿de que evites que esta clase de cosas ocurran con tanta regularidad?

– Supongo que la habrá.

– Entonces…, ¿por qué no te sirves de ella?

Alcé la vista y sonreí.

– ¿Quién dice que no la empleo ya? -Acabé mi cerveza y dejé la jarra sobre la mesa-. Con tantos espías y tanta manipulación por medio, no podía evitar la preocupación de que algunos quisieran aprovecharse de la situación si abandonaba mi vigilancia un momento. Como siempre que trato con hombres tan poderosos, no hay mucho que pueda yo hacer, pero creo que en esta ocasión he puesto todo mi empeño en frustrarlos.

– ¿Por qué lo dices? -me preguntó.

– Acaba tu cerveza y lo averiguarás.


Tomamos un carruaje hasta Durham Yard, donde llamamos una vez más a la puerta y una vez más fuimos recibidos por Bridget Pepper, la hija de la mujer de Ellershaw. Era la principal, creía ahora, de las que había optado finalmente por llamar «viudas Pepper». Elias y yo fuimos introducidos enseguida en la casa, donde estuvimos esperando un momento antes de que la buena señora acudiera a la salita.

– Buenas tardes, señora -la saludé-. ¿Está vuestro mando en casa?

– ¿Qué cruel broma es esta? -me preguntó-. Sabéis muy bien que mi marido está muerto.

– Creí que lo sabía, sí -le expliqué a Elias, pero con la intención de que ella me oyera también-. Es una de las pocas verdades básicas que me facilitó Cobb. Pero luego comencé a preguntarme… Con tanto engaño que hay en esto…, ¿cómo sé que Pepper está realmente muerto? ¿Y si Cobb me hubiera engañado, o si alguien hubiera engañado a Cobb? Dado lo que sabemos de sus mentiras, ¿por qué no pensar que esta también lo era?

– Es decir… ¿que Pepper no ha muerto?

– No. Eso fue parte del acuerdo que alcanzó con la Compañía de las Indias Orientales. Entregaría los planos…, los planos que ellos sabían que jamás podría reescribir por sí mismo porque, como nos dijo una de sus otras viudas, olvidaba sus ideas en cuanto las ponía por escrito. A cambio de este sacrificio, se le permitiría seguir casado con esta joven dama aquí presente. Y tal vez algo más. Una nueva vida en el extranjero, sospecho. Debéis de sentir un gran amor por él, para continuar a su lado a pesar de…, digamos…, sus excesos.

– No sé por qué os empeñáis en difamar su memoria y atormentarme así -dijo la dama-. Está muerto. Muerto.

– Me pregunto… -dije, sacando algo del bolsillo que mostré a sus ojos-. Me pregunto si no será esta la clase de cosa que podría sacarlo de la tumba…

Y, con la mejor de mis sonrisas, tendí a la joven dama el cuaderno in octavo que contenía los planos del telar de Pepper.


– Entonces… ¿qué era lo que tenía Ellershaw? -me preguntó Elias cuando íbamos a la parte de atrás de la casa.

– El primer libro, que recibí de la dama en Twickenham -dije- parecía muy similar en su forma y su contenido, y no había forma de decir que los planos que contenía fueran incorrectos. La verdad es que a mí me parecieron auténticos y que, de no haber sido por una pequeña imperfección en la piel del otro cuaderno, una marca en forma de P, no hubiera podido distinguirlos.

En la trasera de la casa estaba sentado el señor Pepper con un libro y un vaso de vino en la mano. Se levantó para saludarme.

– Debo confesaros -me dijo- que tenía la remota esperanza de esta posibilidad, pero jamás pasó de ser una vaga esperanza. Sois, realmente, un hombre admirable.

Pero no era yo el admirable. De hecho, había algo en Pepper que irradiaba más afecto, más bondad y más satisfacción de la que he visto jamás en un hombre. Era apuesto, sí, pero el mundo está lleno de hombres apuestos. No…, él tenía algo más, y aunque supiera yo que era falso, era notable e imposible de ocultar, como la descarga de un relámpago que causa temor, pero produce también admiración.

Le tendí el cuaderno.

– Os sugiero que os trasladéis a alguna otra parte del reino. Puede que la Compañía de las Indias Orientales no vea con buenos ojos un intento vuestro de hacer realidad estos planos.

– No. Como dedujisteis, este fue el acuerdo. Se divulgaría ampliamente mi muerte para ponerme a salvo de los franceses. El ministro se tomó mucho trabajo en hacer que ciertos espías franceses interceptaran cartas en las que se decía que la Compañía me había asesinado.

– Y -conjeturé yo- el señor Ellershaw medió en este trato consintiendo en que vivierais felizmente con su hijastra, procurándoos una generosa dote y pasando por alto vuestros otros líos, digamos, a cambio de que entregarais los planos.

La señora Pepper apoyó una mano en el hombro de su marido.

– No tenéis por qué pasar de puntillas sobre el tema -dijo-. Sé por qué sinuosos vericuetos tuvo que caminar mi Absalom antes de que estuviéramos juntos. No le echo en cara hacer lo que hizo, y ahora que estamos juntos me alegra olvidar su pasado.

– Pero el señor Ellershaw -sugerí- se volvió atrás. No podía arriesgarse a que continuarais vivo, y deseó borraros del mapa. Fue entonces cuando la señora Ellershaw os protegió y os escondió. Por eso creyó que yo buscaba información sobre su hija por encargo de su marido. Ignoro si conoció la verdad acerca de los otros compromisos del señor Pepper pero, si la conocía, difícilmente podía importarle más que su hija.

Pepper acarició la mano de su esposa y me sonrió con una expresión que era a la vez triunfal y lasciva.

– En realidad, y debo señalarlo porque me siento orgulloso de ello, esa buena mujer me entregó dos hermosas dotes. Tuvimos la suerte de que la señora Ellershaw se convenciera de que su marido desaprobaba vivamente nuestro enlace. Así que ella nos proporcionó la dote y, después, el señor Ellershaw, la igualó. Un excelente plan, creo yo.

No aguardó mi aprobación, sino que se puso enseguida a pasar las páginas del cuaderno.

– Oh, sí… Muy inteligente. Muy inteligente, en efecto. Tengo buenos momentos. A veces pienso que soy el mejor de los hombres.-Hizo una pausa y me miró-. Tenéis que explicarme por qué no os habéis quedado con estos planos. Pueden dar fruto para muchos años y yo, en cambio, no puedo ofreceros ninguna recompensa.

– No quiero los planos y no necesito la recompensa -dije-. No entendería vuestros dibujos y ponerlos en condiciones de sacarles alguna utilidad me costaría mucho más trabajo del que deseo. Seré sincero con vos, señor Pepper. Aunque no nos hayamos visto, os he seguido la pista por toda la ciudad y he averiguado que sois un hombre de lo más censurable. Tomáis lo que os place y no os importan en absoluto los sentimientos que herís.

– Es una acusación bastante dura -replicó sin acritud-, y estoy seguro de que encontraréis muchas personas que no están de acuerdo con vos.

– Sea como fuere -insistí-, no puedo pretender que me caigáis bien, pero pienso que el hombre que inventó esa máquina debe obtener el beneficio de ellos, aunque sea un canalla. Retener esos planos para mí sería un gran robo. Pienso también que, en definitiva, vos causaréis mucho menos daño en el mundo si tenéis una posición económica desahogada. Y, por último, mi meta en todo esto es que la Compañía de las Indias Orientales reciba el trato que se merece, y pienso que vos, con estos planos, haréis mucho para convertir en realidad esa meta.

– Os honra eso, señor.

– No, es una maldad -dije-. Quiero ver cómo fracasan sus esfuerzos. Toda esta energía malgastada en evitar que un hombre mejore una tecnología, en impedir que las personas tengan mayor control de los bienes que desean comprar… Creen que piensan en el género humano, cuando en realidad están pensando solo en su empresa. Os han tratado muy mal, señor Pepper, y la mayor satisfacción que puedo tener es asegurarme de que quienes han abusado de vos caigan de su pedestal. Sé que eso no ocurrirá pronto, pero me contento con saber que he plantado una semilla de la que saldrá el futuro.

Sonrió y se guardó el cuaderno en el bolsillo.

– Entonces, os lo agradezco, señor. Y lo emplearé para bien.

Ya en el carruaje, Elias soltó una carcajada.

– Realmente ese hombre está loco.

– Todos están locos. Todos nosotros estamos locos, cada uno a nuestra manera. Excusamos la locura en nosotros, y quizá también en los que amamos, pero nos encanta condenarla en otros.

– Estás muy filosófico, Weaver.

– Hoy me ha dado por esa vena.

– Entonces…, aquí hay algo que meditar -me dijo-. Es muy extraño que cuando trata con esas compañías, el hombre que, como tú ahora, actúa movido por un espíritu de desprecio y venganza, tenga eso como lo más moral. Supongo que se debe al poder envolvente de la codicia.

Sin duda Elias suponía correctamente. Yo ese día había asestado un golpe a la codicia -no renunciaría a la satisfacción de negarlo-, pero sabía que era como asestar un golpe contra una tormenta. Si un hombre tuviera un instrumento lo suficientemente delicado, tal vez fuera capaz de medir el efecto de su golpe, pero la tormenta seguiría arreciando de acuerdo con su inclinación y causaría su daño en el mundo aunque nadie supiera que alguien había empleado su voluntad, quizá toda su voluntad, en el intento de disminuir su fuerza.

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