No queríamos ser irrespetuosos con nuestro recién hallado y repentinamente perdido socio, pero Elias y yo comprendimos que debíamos evitar llamar la atención sobre nosotros y ciertamente no queríamos dar con cualesquiera alguaciles que decidieran presentarse. Sabía demasiado bien que una comparecencia ante un juez, no importa cuál fuera el grado de culpabilidad o inocencia de uno, podía llevar fácilmente a una larga estancia en prisión, y no estaba de humor para intentar justificarme ni ante la más mítica de las criaturas: un magistrado honesto.
Reacios a afrontar el caos de una nueva travesía en barca, buscamos un carruaje que nos pudiera conducir a través del puente. Elias se retorcía nerviosamente las manos y se mordía el labio, pero yo podía notar que tenía controladas sus emociones y se comportaba con filosofía. Es muy duro, incluso para alguien como yo que ha elegido una vida a menudo plagada de violencia, ver morir a un hombre ante los propios ojos, o haber estado en la misma habitación con otro y saber que, momentos después, ha perecido abrasado. Como cirujano, Elias se había visto a menudo enfrentado a las heridas, y con frecuencia tenía que infligirlas él mismo, pero eso nada tiene que ver con ser testigo de la violencia causada a un inocente, que a él se le hacía intolerable presenciar.
– ¿Qué habrá querido decir? -preguntó finalmente-. Sus últimas palabras acerca de la señorita Glade…
El descubrimiento de la entrevista de Elias con ella se me hacía ahora algo lejanísimo, como si hubiera pasado de aquello toda una vida; no me quedaban energías para pensar ahora en eso. A la luz de todo cuanto había ocurrido, aquella traición había sido insignificante, y como tal me proponía tratarla.
– Podrían ser dos cosas -dije-: que debemos acudir a socorrerla o que tenemos que protegernos de ella.
En la oscuridad del interior del carruaje, pude ver que asentía metódicamente:
– ¿Y cuál de ellas piensas tú que es?
– No sé nada, pero tenemos que ver al señor Franco inmediatamente. Tengo que averiguar qué es lo que sabe de ese hombre, Teaser, y del invento de Pepper.
– Se suponía que era tu amigo -dijo Elias-. ¿Puede ser que esté al servicio de la Compañía?
– No lo creo -respondió. Me parece más probable que haya hecho algunas inversiones en esa máquina y que esta sea la razón de que aparezca metido en esta locura. Si hay alguna forma de conseguir los planos de ese artilugio para tejer el algodón, tendremos que llevárselos a Ellershaw, y debemos hacerlo antes de mañana a mediodía.
– ¡Cómo! -exclamó Elias-. ¿Por qué? ¿Dárselos a la Compañía? ¿Aún no te has dado cuenta de lo monstruosa que es?
– Claro que me doy cuenta, pero todas estas compañías han nacido para convertirse en monstruos. No podemos pedirles que no sean lo que son. Ellershaw dijo en una ocasión que el gobierno no es la solución a los problemas de la empresa: es el mismísimo problema de la empresa. Se equivocaba en eso. La Compañía es un monstruo, y le corresponde al Parlamento decidir el tamaño y la forma de su jaula. No me enfrentaré a los hombres de la Compañía por el hecho de que busquen su beneficio y por eso no veo gran daño ni en ocultar esos planos a Ellershaw ni en descubrírselos.
– ¿Por qué hacerlo, entonces?
– Pues porque la única cosa que sé acerca de Cobb, lo único de lo que puedo estar seguro, es que él ha oído hablar de los planos de la máquina de Pepper y desea desesperadamente poseerlos. Por eso debemos encontrarlos. Veremos quién amenaza a quién si arrojo los planos al fuego o si prometo entregarlos a Craven House. Ya es hora de que seamos nosotros quienes conduzcamos este coche. Mi tío ha muerto. El señor Franco se pudre en la cárcel. Los hombres a los que buscaba para que me guiaran han acabado asesinados. Es una locura pensar que las cosas nos irán mucho mejor a menos que dictemos nuevas reglas para este juego.
– Cobb ahora solo nos amenaza a nosotros y a vuestra tía -observó Elias-. Si nosotros optamos por soslayar la amenaza y eludir a los alguaciles que envíe tras nosotros, no puede detenernos. En cuanto a tu tía, no me cabe duda de que soportará cualquier dificultad temporal que haya de sufrir, por molesta que sea, si puedes emplearla para devolver el golpe a tus enemigos.
Aunque no podía verla en la oscuridad, le ofrecí una sonrisa. Había sido una noche terrible para él y para nuestra amistad, pero yo sabía de sobra lo que quería decirme. Arrostraría las iras de Cobb y se mantendría a mi lado. Y era consciente de que arriesgaba mucho más que su libertad. Elias era un cirujano de excelente reputación: tenía una clientela de hombres y mujeres de buena posición. Arriesgaría todo eso para ponerse a mi lado y luchar contra mis enemigos.
– Te lo agradezco -le dije-. Si tenemos suerte, esto se resolverá pronto. Sabremos más después de que hablemos con el señor Franco.
– ¿Me estás proponiendo que vayamos tranquilamente a dormir y esperemos a que abran la prisión de Fleet?
Dejé escapar una carcajada amarga.
– No -respondí-. No tengo ninguna intención de esperar. Iremos a Fleet ahora mismo.
– No permitirán que visites a un prisionero en plena noche.
– Cualquiera puede conseguir un poco de tiempo a cambio de dinero -le dije-.Ya lo sabes.
– Ciertamente -asintió. Resultaba difícil no advertir el tono de amargura en su voz-. ¿No ha sido todo esto una demostración de este punto de vista?
El cochero se mostraba reacio a llevarnos a la zona de las Normas de Fleet, temeroso de que nos negáramos a pagarle y porque, dadas las peculiaridades de aquella zona, no tendría ningún recurso legal para exigir el dinero. Pagarle por adelantado acabó con esa preocupación, aunque se siguió mostrando intranquilo con respecto a las intenciones de dos hombres que querían acceder al Fleet durante la noche. A pesar de eso, aceptó llevarnos y aguardar nuestro regreso, aunque ni Elias ni yo nos sorprendimos mucho cuando oímos que el carruaje se marchaba en el instante en que le dimos la espalda.
Era bien pasada la medianoche cuando llamé a las puertas de la prisión. Transcurrieron varios minutos antes de que alguien acudiera a descorrer la mirilla y mirara quiénes éramos y qué deseábamos.
– Tengo suma necesidad de visitar a un preso -dije-.A un tal Moses Franco. He de hablar con él de inmediato.
– Y yo debo de ser el rey de Prusia -replicó el guardia-. No se admiten visitas durante la noche. Y, si no fuerais un malhechor, dedicado a alguna tarea nefanda, lo sabrías perfectamente. -Olfateó varias veces el aire como un perro ansioso-. Apestáis como el tiro de una chimenea…
No hice caso de su observación, que sin duda era muy cierta.
– Dejémonos de juegos -dije-. ¿Cuánto hay que pagar por ver al prisionero ahora mismo?
El guardia ni siquiera lo pensó.
– Dos chelines.
Le tendí las monedas.
– Valdría más que, como en cualquier posada pública, colocarais una pizarra con los precios del día y ahorrarais a vuestros clientes el problema de las adivinanzas.
– Tal vez sea que me gustan las adivinanzas -respondió-. Ahora esperad aquí mientras voy a buscar a vuestro hombre.
Nos arrimamos bien a las resbaladizas piedras del edificio, porque la lluvia no había cesado y, aunque apenas una hora antes había dado indicios de mejoría, ahora teníamos frío y nos sentíamos calados y miserables. El guardia se ausentó durante lo que nos pareció una eternidad, pero al final volvió una media hora más tarde.
– No puedo ayudaros -me dijo-. Al prisionero lo han dejado en libertad. Se ha ido.
– ¿Que se ha ido? -exclamé-. ¿Cómo ha podido irse?
– Me han contado una historia muy extraña. Habría vuelto antes si no me hubiera quedado a oírla hasta el final; pero, pensando que os gustaría oírla, he esperado un rato para enterarme bien. Ahora, tras consultar la pizarra con los precios del día, veo que las historias interesantes acerca de prisioneros liberados cuestan también dos chelines. Pagadlos y dad gracias de que esta semana la prisión no cobre nada por las caminatas infructuosas en busca de un preso.
Pasé las monedas por la mirilla y el guardia se apresuró a guardarlas.
– Bien… Esto es lo que he oído. Se ha presentado un caballero que ha ofrecido liberar de sus deudas al prisionero y abonar los gastos de su prisión. Nada raro en esto. Es algo que sucede a diario, naturalmente. Pero en este caso el relato ha corrido de boca en boca porque parece ser que el tipo que se ha presentado a aflojar la mosca es el mismo que antes hizo que lo encerraran: un individuo llamado Cobb. Y lo más curioso del caso es que el prisionero no quería que lo soltaran para irse con él. Dijo que prefería seguir en prisión. Pero, a pesar de lo que vos habéis dicho, este negocio no es una posada, e hicieron falta un par de carceleros para obligar al remiso y liberado señor Franco a entrar en el carruaje de su liberador.
Sentí que me atenazaba un nudo de temor por el ultraje inferido al señor Franco. No había pasado mucho tiempo desde que Elias y yo razonábamos que Cobb no podría amenazarme ahora con nada para lo que no estuviera yo preparado; pero él, por lo visto, se había adelantado a estas reflexiones. No contento con dejar que el señor Franco languideciera en la prisión, se había apoderado ahora del hombre. Yo estaba ahora más decidido que nunca a devolverle el golpe, pero no tenía la más mínima idea de cómo hacerlo.
A la mañana siguiente, ya a solo dos días de la reunión de la asamblea de accionistas, Elias vino a verme a mis habitaciones como le había pedido y tan temprano como le decía: señales evidentes de que estaba tan preocupado como yo.
– ¿No deberías estar en Craven House -me preguntó- ocupándote de todo desde allí?
– No hay nada de lo que pueda ocuparme -respondí-. Si no puedo encontrar los planos de la máquina de Pepper, no estoy en condiciones de hacer nada. Me encantaría poder dar con ellos antes de la asamblea de accionistas, puesto que el triunfo de Ellershaw solo puede significar la derrota de Cobb. Pero antes de eso, hemos de ir a rescatar a Franco.
– ¿Y cómo piensas conseguirlo?
– Se me ocurren algunas ideas, pero primero tenemos que hablar con Celia Glade.
Noté que se ponía pálido y se le encendía el rostro después.
– ¿Estás seguro de que eso es una buena idea? Después de todo, pudiera ser que el señor Baghat haya querido advertirnos de que nos mantuviéramos lejos de ella.
– Quizá sí, pero también cabe que nos estuviera diciendo que le pidiéramos ayuda. No quisiera fallarle en hacer lo que se esforzó en decirnos con sus palabras de moribundo.
– Si esas últimas palabras de un moribundo fueran una advertencia? ¿No lamentarías ponernos en peligro a los dos?
– Mucho. Pero afrontar el peligro es preferible a no hacer nada. Si es nuestra enemiga, tendremos una oportunidad para encararnos con ella.
– Te aconsejo que no hagas nada hasta que sepamos más de ella.
– Suponía que lo harías -le dije-, puesto que tu conducta con ella debe de hacerte desear evitarla, y más en mi presencia. Por eso me he tomado la libertad de enviarle una nota esta mañana, pidiéndole que venga a verme si tiene algo importante que decir.
Elias, que claramente no tenía nada importante que añadir, cedió.
Pasamos las horas siguientes conversando acerca de cómo podríamos rescatar al señor Franco de las garras de Cobb y me pareció que habíamos dado con varias excelentes ideas. Era casi mediodía cuando mi casera llamó a la puerta para decirme que una dama me aguardaba fuera en un carruaje y que manifestaba su vivo deseo de que la recibiera.
Elias y yo intercambiamos una mirada, pero perdimos poco tiempo en bajar a la calle y dirigirnos a un elegante coche de color plata y negro. Mirando a través de la ventanilla aparecía una dama maravillosamente vestida, bellísima en sus galas de seda, que sin duda tenía que ser una figura distinguida y rica en la alta sociedad. Por lo menos, ese fue mi primer pensamiento. Porque el segundo pensamiento fue que aquella criatura era Celia Glade.
– ¡Ah, caballeros! Me alegra mucho encontraros. Veo que no soy la única que ha pensado que ahora ya no vale la pena volver a Craven House. Si los dos fuerais tan amables de aceptar subir a mi coche, podríamos dar una vuelta por la ciudad y conversar privadamente. Estoy segura de que tenemos muchas cosas que contarnos.
Elias sacudió la cabeza casi imperceptiblemente, pero yo lo vi con claridad. Y entendí también lo que aquello significaba. Me pareció que su temor a Celia Glade no se basaba solo en la advertencia de Aadil, sino que se confundía ahora con un sentimiento de culpabilidad: que deseaba evitarla porque su presencia le recordaba el comportamiento que había tenido conmigo, impropio de un amigo. Y eso me pareció una base muy pobre para dictar una estrategia.
– ¿Por qué tendríamos que fiarnos de alguien que juega a dos barajas como vos? -pregunté, más por complacer a Elias que porque esperara obtener una respuesta clarificadora.
– Tengo motivos para pensar que, en cuanto entréis en mi coche, comprenderéis por qué -respondió, mirándome directamente, buscando mis ojos-. Podéis desconfiar de mí, señor, pero subid a pesar de todo, para que no perdamos tiempo en tonterías.
Me adelanté y abrí la portezuela. La señorita Glade estaba sentada en el interior del carruaje, luciendo el más espléndido vestido de seda verde, ribeteado con encajes de color marfil. Llevaba en la mano unos delicados guantes de piel y en la cabeza un lindo sombrerito. Pero, por maravillosas que fueran sus ropas, lo que la hacía más resplandeciente era la picara sonrisa que bailaba en su cara, expresiva de un dichoso triunfo. Y no podía reprocharle esos sentimientos, porque estaba claro que se había salido con la suya.
Sentado junto a ella con las manos atadas delante de él y las piernas atadas por los tobillos -las dos cosas con una gruesa soga de un color semejante al del encaje marfileño de la señorita Glade- se hallaba ni más ni menos que el mismísimo señor Cobb.
Ella rió como si compartiéramos una divertida broma.
– ¿Queréis saber algo más ahora?
– Tenéis toda nuestra atención -dije. Nos instalamos en nuestros asientos y el lacayo cerró la puerta detrás de nosotros.
El carruaje empezó a moverse. La señorita Glade estaba sentada con las manos delicadamente apoyadas en su regazo y una sonrisa de lo más seductora en el rostro. Elias no sabía adonde mirar y yo tenía los ojos fijos en Cobb. Este tenía la cabeza inclinada y los hombros caídos, más parecido a un prisionero de guerra que…, bueno, a lo que fuera, porque yo aún no sabía decir lo que era.
Asombrosamente, fue él quien rompió el silencio.
– Weaver… -dijo-. Tenéis que ayudarme. Hablad con esta loca y responded de mí. Ha amenazado con torturarme, encerrarme en prisión y hacer que me ahorquen. No puedo soportarlo. Comprendo que tal vez no os han gustado mis acciones, pero he sido amable con vos, ¿no?
Yo no iba a darle la satisfacción que deseaba. Había sido más cortés conmigo que su sobrino -eso era cierto-, pero me había impuesto su tiranía. Así que, en lugar de acceder, le pregunté:
– ¿Cómo ha podido esta mujer convertiros en su prisionero?
– No nos preocupemos ahora por los detalles -dijo la señorita Glade-. Esperaba que de momento os sintierais felices de ver que os traía al responsable de vuestras desgracias.
– ¿Y no puedo saber quién sois vos?
Ella sonrió de nuevo, y que me condenen si no consiguió que se fundiera mi corazón con su sonrisa.
– Podéis saber lo que deseéis -dijo-, pero preferiría no hablar delante del señor Cobb. Preguntadle ahora lo que os plazca, y después conversaremos más en privado vos y yo.
– Encuentro muy razonables las palabras de la señorita Glade -le repliqué a Cobb-. Decidme ahora quién sois y qué es lo que queréis. Me gustaría saber por qué habéis hecho lo que me habéis hecho. Y quiero saber también dónde está el señor Franco.
– ¡Por Dios, Weaver! ¿No veis que esta mujer es un monstruo?
– Aún no estoy seguro de si ella es un ángel o un demonio, pero de lo que no me cabe duda es de lo que sois vos, señor. Hablad ahora, o tendré que daros algún incentivo para hacerlo.
– ¿Me someteríais a tortura, después de todo lo que he hecho por vos?
– Me encantaría torturaros, sobre todo por esas afirmaciones que seguís empeñado en hacer. ¿Qué habéis hecho por mí para que deba estar contento de haber contado con vuestra ayuda? Me ha habéis utilizado, señor, me habéis convertido en vuestro títere y juguete, y me habéis mantenido en todo momento en la oscuridad. Habéis abusado de mis amigos y por culpa de vuestros planes han muerto tres hombres: el señor Carmichael, el señor Aadil Baghat (el hombre del Gran Mogol), y uno de los antiguos socios del señor Pepper, llamado Teaser.
Oí un grito ahogado de sorpresa: era la señorita Glade, que se había llevado a la boca uno de sus guantes.
– ¿Ha muerto Baghat? -preguntó con un hilo de voz-. No lo sabía.
Estuve a punto de decirle que era un alivio para mí que no supiera todo, pero pude ver que la noticia era dura para ella, y evité mis cáusticos comentarios.
– Fue anoche -le expliqué-, en una taberna en el Southwark. Intentábamos rescatar a ese tal Teaser, aunque este no es su verdadero nombre. Era…
– Sé quién era -me cortó la señorita Glade-. Era el amante de Pepper. Uno de ellos.
– Sí. Intentábamos sacar de él toda la información que pudiéramos, cuando nos atacaron. El señor Baghat murió intentando salvarle la vida a Teaser. Siempre había fingido mostrarse ante mí como un hombre sin entrañas, un monstruo…, pero bastó muy poco tiempo para que conociera su verdadero carácter. -Me volví para mirar a Cobb-: Os desprecio por haber provocado la muerte de un hombre como él. No me importa si disparasteis vos la pistola, ordenasteis que otro lo hiciera o si fue simplemente la consecuencia de otra de vuestras intrigas. Os consideraré responsable de ella.
– Su país ha perdido un gran servidor -dijo la señorita Glade, sin rastro de ironía ni falsedad-.Y, por lo mismo, también este país. Era un decidido defensor de la Corona.
La miré con fijeza. ¿Podía ser sincera en lo que decía? Yo había creído durante mucho tiempo que ella era hostil a la Corona… ¿Podía haberme equivocado tanto?
– ¿Y vos quién sois, Cobb? -pregunté-. ¿Quién sois para haber tramado tantas muertes y con qué propósito?
– Solo soy un mandado -respondió-, con tan poco poder en todo esto como vos, señor. He sido manipulado exactamente igual que vos. ¡Oh…, apiadaos de mí, señor! Jamás he querido hacer daño a nadie.
– ¿Quién sois? -repetí.
– ¡Basta ya! -dijo Elias. Era la primera vez que hablaba desde que habíamos entrado en el coche-. ¿Quién es, Celia?
Reparé en el uso informal que hacía del nombre propio de la joven, pero me esforcé en evitar que mi rostro expresara mi decepción.
– Es un agente de la Corona francesa -dijo-, un espía que intriga contra el rey Jorge y la Compañía de las Indias Orientales.
– ¡Un espía francés! -estalló Elias-. ¡Pero si nosotros pensábamos que eso lo eras tú!
Algo parecido a la diversión iluminó la cara de la señorita Glade.
– Me gustará mucho saber cómo habíais llegado a esa conclusión, pero eso es para luego, y ahora le toca hablar a Cobb. Adelante, contádselo -le dijo-.Y explicadles todo cuanto quieran saber.
– Eso es solo verdad en parte, señor Weaver. Trabajo para los franceses, pero no es porque les deba lealtad. Comprendedlo…, me enredaron igual que lo hicieron con vos: a través de mis deudas. Solo que, en mi caso, no fue mi familia la amenazada, sino mi persona. No me cabe ninguna duda de que vos hubierais desdeñado esos peligros personales, pero yo nunca he sido el hombre que sois vos.
– Tal vez piense -sugirió Elias- que, halagándote, evitará que le rompas los dedos.
– Pues sería prudente que no confiara en eso -repliqué-. ¿Se puede saber por qué quería la Corona francesa emplearme en contra de Ellershaw?
– Lo ignoro -respondió Cobb-. No me informan de sus motivos; solo de sus deseos.
– Pues a mi me parece bastante obvio -dijo Elias-. Recuerda que te dije que los franceses están comenzando a desarrollar sus propios planes acerca de las Indias Orientales. En un grado importante, nuestra Compañía de las Indias Orientales es vista por ellos como un apéndice de la Corona británica, puesto que su riqueza aumenta la riqueza del reino y está implicada en una especie de conquista de los mercados. Cualquier cosa que los franceses puedan hacer para perjudicar a la Compañía de las Indias Orientales va en detrimento de la riqueza de la nación británica.
– Así es -asintió la señorita Glade-. Y aunque dudo que el amigo Cobb tenga una mente tan penetrante como la del señor Gordon, sospecho que todo eso ya lo sabe. Lo que sugiere que no merece ser bien recibido aquí y que tal vez no esté fuera de lugar esa propuesta de partirle los dedos de que antes hablábamos. He prometido devolver a este sujeto, pero no he hecho ninguna promesa acerca de en qué estado.
– Devolverlo… ¿a quién? -pregunté.
– ¡A quién va a ser! ¡A la Torre de Londres, naturalmente! Vivirá allí como prisionero del reino.
– Pero no antes de que libere a Franco de sus esbirros -dije.
– Os aseguro -tartamudeó Cobb- que el señor Franco no corre ningún peligro. No puedo devolverle la libertad, pero no tenéis que temer que pueda sobrevenirle ningún daño.
– ¿No lo tenéis en vuestro poder? -pregunté-. ¿No está retenido en vuestra casa?
– Está allí, sí, pero vigilado por el señor Hammond.
– ¿Por vuestro sobrino?
– En realidad, no es sobrino mío -dijo Cobb.
Al final, comprendí.
– Y tampoco es vuestro subordinado, claro. El señor Hammond es un agente francés de alto rango, que se ha abierto camino hasta los niveles más altos de las autoridades aduaneras británicas, y vos sois solo su juguete. Os presentáis como la persona que da las órdenes porque eso le presta a Hammond un nivel más de protección, ¿no es así?
Cobb no respondió, pero su silencio confirmó de sobra mis sospechas.
– ¿Qué será de Franco una vez sepa Hammond que Cobb ha sido arrestado? -preguntó Elias.
– No se enterará -dijo la señorita Glade-. Descubrimos a Cobb en el momento en que se disponía a abandonar el país y viajar a Calais en lo que parece que era una gestión oficial para sus amos. No lo echarán de menos hasta dentro de un par de semanas, si no más. Hammond no tiene ni idea de lo que le ha ocurrido a su parásito.
El carruaje se detuvo. Miré a través de la ventanilla y vi que estábamos muy cerca de la Torre. Segundos después aparecieron cuatro soldados de rostro adusto.
– Un instante -les dijo la señorita Glade. Y a mí luego-. Tenéis más preguntas que hacerle al señor Cobb. Sospecho que no estará disponible en bastante tiempo.
– ¿Cómo puedo sacar al señor Franco de casa de Hammond?
– No podéis -me respondió Cobb-. Y yo no lo intentaría si estuviera en vuestro lugar. Dejadlo tranquilo, Weaver. Estáis tratando con hombres mucho más poderosos de lo que podáis imaginar, y no le harán ningún daño al señor Franco si no os entrometéis.
– ¿Qué pretende de él Hammond? ¿Confía en mantenerme a raya reteniendo a mi amigo en su poder?
– Hammond solo comenta sus planes conmigo cuando no le queda más remedio. Si queréis respuestas, mucho me temo que tendréis que hacerle estas preguntas directamente a él.
– Pues os lo aseguro -dije-. Tened la seguridad de que eso es lo que haré.
– Decid, pues -empecé-, ¿quién sois?
Íbamos en su coche de nuevo, uno menos, puesto que Cobb había sido abandonado a su destino en la Torre, a buen recaudo en poder de soldados. Seguramente le aguardaban dolor y torturas, pero aquello no parecía preocupar a la señorita Glade, que se mostraba tan serena y compuesta como siempre.
– ¿No lo adivináis?
– No sois agente de la Corona francesa, como había supuesto, pero ¿trabajáis para la Corona británica? -aventuré.
– Así es -admitió-. Somos conscientes desde hace algún tiempo del peligro que corre la Compañía de las Indias Orientales en dos frentes. Primero, que los franceses desean infiltrarse en ella para poder robar sus secretos y, si es posible, perjudicarla. Como sin duda habréis supuesto, no podíamos consentir que algo así ocurriera. Con ese objeto, hemos venido cooperando con el Gran Mogol de la India, quien tal vez no está muy satisfecho con la presencia británica en sus tierras, pero que es lo suficientemente prudente como para no querer que su país se convierta en el campo de batalla de las potencias europeas. Por eso yo he estado trabajando con Aadil Baghat, concertando en cierta medida nuestros respectivos esfuerzos. No diré que crea que aceptaba de buen grado mi colaboración, más que yo aceptaba la suya, pero sabía que era un buen hombre y me apena de veras la noticia de su muerte. Estos franceses son unos demonios que no se detendrán ante nada.
Una sombra de pena pasó por su rostro, pero desapareció en un instante.
– Habéis dicho que los franceses desean lograr dos objetivos… -le recordé.
– Sí. El segundo es la máquina del señor Pepper. Si los planos de ese artilugio cayeran en malas manos, podría causar un gran daño a la Compañía de las Indias Orientales. El té y las especias pueden ser rentables, pero es el comercio textil lo que la hace grande. Sin él, no es más que una simple empresa comercial.
– ¿Y qué es ahora? -preguntó Elias.
– El nuevo rostro del imperio, por supuesto -respondió la joven-. Imaginad las posibilidades. La Corona británica puede estampar su sello en ella, puede ejercer su poder a través de ella, puede ver cumplida su voluntad en las naciones de toda la Tierra. Sin tener nunca que desplegar su poderío militar o naval, sin tener nunca que convencer a sus súbditos de que abandonen sus hogares y se trasladen a una tierra extranjera e inhóspita. La Compañía de las Indias Orientales nos ha mostrado el camino con su conquista mercantil. Financian sus propias expansiones, pagan a sus propios ejércitos, establecen sus gobernadores. Y con todo eso, los mercados británicos se expanden, crece la influencia británica y el poderío de nuestro país aumenta. ¿De verdad os extraña que deseemos proteger a la Compañía casi a cualquier precio?
– Entonces… ¿deseáis machacar el fruto de la inventiva británica para promover el imperio? -preguntó Elias.
– Oh, no os inquietéis tanto por eso, señor Gordon. Después de todo, el señor Pepper está muerto y ya no puede ganar nada con la promoción de su máquina.
– ¿Y qué me decís de su viuda? -pregunté, para arrepentirme inmediatamente de lo que había dicho.
– ¿Cuál de ellas? ¿Pensáis que alguna de esas cobraría alguna vez un penique, aun en el caso de que la máquina de Pepper se desarrollara? Sus derechos a la herencia quedarían inmovilizados durante años en los tribunales, y los propios abogados se esforzarían en rebañar hasta el último penique de ellos.
– Si un hombre ha podido inventarla -sugerí-. ¿no podrá hacerlo otro?
– Es posible y tal vez hasta inevitable, pero no tiene por qué ser ahora. El mundo no tiene noticia de esta invención y, puesto que la posibilidad es el terreno de cultivo para la creatividad, nadie pensará en probar a construirla de nuevo. Si la idea de transformar el algodón colonial americano en un tejido similar al calicó indio no se le ocurre a nadie, nadie inventará esa máquina. La tarea del Parlamento es mantener los textiles baratos y fácilmente accesibles, para que nadie necesite inventar algo que altere el sistema. Hay muchos que piensan que el Parlamento cometió un terrible error con la legislación de 1721, y yo me encuentro entre ellos. Aun así, lo que se hizo puede revocarse.
– ¿No os estáis olvidando de algo? -pregunté-. El señor Pepper murió, asesinado, por la Compañía de las Indias Orientales. No puedo creer que sea en interés del gobierno condonar una injusticia tan diabólica.
– La suerte que corrió el señor Pepper no está del todo clara -respondió-. Puede que no haya sido la Compañía la que causó su muerte. Tenía otros enemigos…,sus esposas, por ejemplo…, y cualquiera de ellos pudo haber decidido que había abusado de su hospitalidad. Puede que lo mataran los franceses en un equivocado esfuerzo por conseguir sus planos. Ahora mismo, no podemos decir cuál de estas posibilidades es la más probable.
Había otra posibilidad, una que no me atrevía a decir en voz alta: que no fuera la Compañía de las Indias Orientales, sino el propio gobierno, el que hubiera decidido que no podía correr el riesgo de que Pepper continuara con sus trabajos.
– Como cazarrecompensas que soy -dije-, quizá valdría la pena que me dedicara a investigar en la muerte del señor Pepper, para descubrir quién provocó su fin. Después de todo, si consigo llevar al asesino ante la justicia, recibiría una bonita suma del Estado…
– Me temo, señor, que no vais a tener tiempo para eso. Estaréis trabajando para otro.
– ¿Para quién?
– Para mí, por supuesto. -Su sonrisa, franca y gozosa y segura de sí misma a la vez, casi me acobardó-. Os estoy contratando, señor, por la generosísima cifra de veinte libras, para que prestéis unos pocos servicios en nombre de vuestro rey.
Yo desvié la vista porque no quería dejarme convencer por su belleza.
– No seré la marioneta de nadie. Ya no. Hammond tiene los días contados y debo creer que su capacidad para amenazarme a mí y a mis amigos ha de ser cosa pasada.
– Su capacidad para amenazaros, sí, pero aún están las deudas. Tenéis que confiar en un gobierno generoso que arregle estos asuntos a vuestra satisfacción. Y aún queda otra cosa, señor… El asunto de las últimas elecciones os implicó en toda clase de maniobras. Quizá penséis que el gobierno desconoce vuestros tratos con el Pretendiente, pero os aseguro que han trascendido en los más altos círculos de Whitehall. Al mantener contactos con él y no informar de sus actividades, vos habéis cometido un acto de traición… un crimen castigado con pena capital, ya sabéis.
Elias se adelantó a hablar antes de que yo tuviera la oportunidad de hacerlo.
– ¡Pero qué poco conocéis a Weaver…! Si pensáis someter a este caballero a base de amenazas a su persona, sois mucho más necia de lo que yo hubiera podido suponer.
Ella le sonrió…, tan linda y comprensiva.
– No estoy amenazándolo, os lo aseguro. -Después se volvió a mí-: No es ninguna amenaza, porque el peligro ha pasado. Si menciono este incidente, señor, no lo hago para intranquilizaros, sino para daros cuenta de una circunstancia que vos habéis ignorado hasta ahora. Tras vuestro encuentro con el Pretendiente, vuestros enemigos en Whitehall dijeron que erais demasiado peligroso, que los rebeldes podrían triunfar algún día en poneros de su parte y que debíais ser castigado para dar ejemplo. No lo digo para darme importancia, sino para que sepáis que yo os favorecía antes de conoceros. Convencí al señor Walpole, el primer lord del Tesoro, cuya influencia impera sobre cualquier otra, para que os dejara libre, diciéndole que un hombre de vuestras dotes e integridad, estaría en todo caso al servicio del reino.
– ¿Intercedisteis por mí? -pregunté-. ¿Qué os movió a hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
– Tal vez porque creía que llegaría este día. O quizá porque era lo que me parecía justo. O porque sabía que no erais un traidor, sino un hombre atrapado entre opciones imposibles y que, aunque no actuarais en contra del Pretendiente, tampoco os uniríais a él.
– No sabría qué responderos -dije.
– No hace falta, salvo para escuchar mi petición. Vuestro rey os llama a servirlo, señor Weaver. ¿Querréis hacerlo? No puedo pensar que vuestro sentido de la rectitud no os lleve a abrazar nuestra causa, en particular cuando sepáis qué es lo que deseamos de vos.
– ¿Y qué deseáis?
– Queremos que entréis en la casa de Hammod y liberéis a vuestro amigo el señor Franco. No será demasiado difícil, sobre todo en ausencia de Cobb. No pueden contar con sirvientes que podrían trastocar sus planes y por eso son solo dos hombres además de vuestro amigo. Liberadlo, señor, y a cambio de este servicio os pagaremos la recompensa de veinte libras mencionada antes y pondremos en orden el caos financiero montado contra vos y vuestros amigos.
– Una espléndida oferta -observé-, en particular porque ofrecéis pagarme por algo que sabéis que yo haría de mil amores.
– Hay, con todo, un aspecto más en vuestra tarea. ¿No os preguntáis qué puede ser tan importante para que el señor Cobb estuviera dispuesto a abandonar su trabajo aquí y huir a Francia? Sabemos que tenía en su poder un libro en clave que, según ha confesado, contenía una copia de los planos de Pepper para la máquina para tejer calicó. Por lo visto, esa copia fue destruida. Pero ahora nos consta que el original, y lo único que queda, pues, de esos planos, lo tiene el señor Hammond. Se trata de un cuaderno pequeño encuadernado en piel, con toda suerte de diagramas y dibujos. Debe de estar bien guardado en esa casa. Id a rescatar a vuestro amigo y, mientras estáis en ello, encontrad esos planos y devolvédnoslos.
– ¿Por qué debería asumir ese riesgo adicional? -pregunté-.A mí me preocupa solo el señor Franco y se me da una higa la Compañía de las Indias Orientales.
Ella sonrió.
– Aun cuando soslayarais la deuda que tenéis con vuestro reino, no creo que os pareciera bien dejar los planos de esa máquina en manos de los que han perjudicado a vuestros amigos. Los franceses están detrás de toda esta maldad; han deseado esos planos más que cualquier otra cosa en el mundo, y ahora los tienen. ¿No os agradaría quitárselos?
– Tenéis razón -asentí-. Me conocéis ya lo suficiente para saber que ni puedo olvidar lo que os debo, ni soportaría semejante victoria por su parte. Conseguiré esos planos.
– Cuando los entreguéis, recibiréis vuestra recompensa -me dijo.
Yo no repliqué, porque sabía ya que me contentaría con hacerlo sin la esperanza de esas veinte libras. Ignoraba quién merecía tener esos planos, pero barruntaba ya quién iba a ser la persona a la que se los entregaría. Si la señorita Glade supiera lo que planeaba, sin duda hubiera hecho todo lo posible para detenerme.