3

Era apenas media mañana cuando salí de la casa de Cobb, pero deambulé por las calles haciendo eses como si acabara de levantarme de una taberna o un burdel en el que hubiera pasado de juerga toda la noche. En consecuencia, tuve que hacer toda clase de esfuerzos por dominarme, porque no tenía tiempo para empezar a darme golpes de pecho como Job y lamentar mis sufrimientos injustos. No sabía por qué Cobb se había tomado tanto trabajo para convertirme en su deudor, pero estaba decidido a seguir soslayándolo hasta que dejara de hallarme en su poder. Una vez me hubiera librado de su deuda, pongamos, y lo tuviera tendido en el suelo con un puñal en su garganta, me sentiría feliz preguntándole sus motivos. Porque si se los preguntaba mientras él podía aún amenazarme con la prisión, difícilmente podría soportar la sensación de estar suplicándole.

La súplica, sin embargo, estaría a la orden del día y, aunque no pudiera hacerme a la idea de vivir en poder de Cobb, me dije a mí mismo que encontraría fuerzas más benevolentes en el mundo. En consecuencia, decidí permitirme el gasto de alquilar un carruaje -pensando que unas pocas monedas de cobre difícilmente cambiarían la magnitud de mi ahora monstruosa deuda-, y me dirigí a la pestilente y sucia parte de la metrópoli llamada Wapping, donde tenía su almacén mi tío Miguel.

Las calles estaban demasiado congestionadas por el tráfico los mendigos y las mariscadoras para que yo pudiera desmontar enfrente del edificio, así que recorrí a pie los últimos minutos oliendo el fuerte olor a salmuera del río y el apenas un poco menos pestilente de las ropas de los mendigos que me rodeaban. Un chico vestido solo con una andrajosa camisa blanca y nada más debajo, a pesar del frío, trató de venderme unas gambas que probablemente estaban ya podridas desde la semana anterior, y cuya pestilencia arrancó lágrimas de mis ojos. Aun así, no pude dejar de observar con pena sus pies descalzos, ensangrentados y sucios, con la basura helada incrustada casi en su carne, y movido de un impulso caritativo, dejé caer una moneda en su montón de gambas, porque pensé que quien estuviera tan desesperado como para intentar vender aquella basura, debía de encontrarse al borde de la inanición. Pero cuando lo vi alejarse con una chispa de luz en sus ojos, comprendí que acababa de caer en su trampa. Y me pregunté si quedaría alguien en la metrópoli que fuera lo que aparentaba ser.

Esperaba verme asaltado por el habitual caos del negocio cuando entré en el almacén de mi tío. El hombre se ganaba sus buenos dineros con el oficio de importador-exportador, merced a sus contactos con las distantes comunidades de judíos portugueses extendidas por todo el mundo. De ellas traía para vender toda clase de bienes -ámbar gris, frutas en almíbar, higos y dátiles secos, mantequillas holandesas y arenques…-, pero el grueso de su comercio consistía en la importación de vinos de España y de Portugal, y la exportación de paños de lana ingleses. Era un comercio que tenía motivos para admirar en un pariente tan cercano, puesto que cada vez que visitaba su casa podía confiar en que me regalaría una hermosa botella de oporto, de vino de madeira o canario.

Estaba acostumbrado, pues, a tropezar, nada más entrar en el almacén, con incontables hombres ocupados en el proceso de trasladar inexplicablemente cajas, barriles y cajones de un lugar a otro, atentos a su trabajo y tan seguros de llevarlos a su destino como las miríadas de hormigas de una pujante colonia. Esperaba ver los suelos repletos de altos contenedores y que el olor del edificio estuviera impregnado por el denso aroma del vino derramado y la fragancia dulzona de los frutos secos. Pero ese día solo había allí unos cuantos mozos y la atmósfera del edificio era densa y húmeda, cargada con el olor de las lanas inglesas y con algo más pernicioso todavía. Porque, en realidad, el almacén parecía frío y casi vacío, y eran pocos los trabajadores ocupados allí regularmente que se habían presentado al trabajo.

Miré esperando ver a mi tío, pero en su lugar me vi abordado por su ayudante y colaborador desde hacía muchísimo tiempo, Joseph Delgado. Como los componentes de mi familia, Joseph era un judío, portugués de nación, nacido en Amsterdam y trasladado a Londres de niño. Cualquier observador superficial solo vería en él a un inglés, porque vestía como un hombre dedicado al comercio y llevaba el rostro perfectamente rasurado. Era un buen hombre, al que yo conocía desde mi infancia y que siempre había tenido una palabra amable para mí.

– ¡Ah, el señorito Benjamin! -exclamó. Siempre me había divertido que se siguiera dirigiendo a mí como si todavía fuera un niño, pero comprendía sus razones: no le gustaba llamarme por el apellido que yo empleaba ahora, Weaver, porque lo había adoptado cuando escapé de niño de casa de mi padre y era un recuerdo de mi rebeldía. Él no podía entender que me negara a volver a mi apellido familiar, Lienzo, así que prefería no llamarme por el uno ni por el otro. En realidad, ahora que mi padre estaba ya muerto y que yo me había acostumbrado a vivir en excelentes relaciones familiares con mi tío y mi tía, el apellido familiar había dejado de incomodarme. Pero la gente me conocía por Weaver, y puesto que yo me ganaba la vida gracias a mi reputación…, no podía dar marcha atrás.

Le estreché la mano saludándolo.

– Esto se ha vuelto muy tranquilo, por lo que veo…

– Oh, sí -asintió él en tono serio-. Muy tranquilo. Tanto como un cementerio.

Me fijé en su curtido semblante y en el aire sombrío de su expresión. Las arrugas y los surcos de su cara parecían ahora brechas y valles recortados.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

– Supongo que es por eso por lo que os ha llamado vuestro tío, ¿no?

– Mi tío no me ha llamado. He venido por un asunto mío -dije. Pero, después, cayendo en la cuenta de lo que implicaban sus palabras, pensé que me daban pie a temer lo peor-. ¿Está enfermo?

– No, no es eso. Sus achaques son los de costumbre. Pero las cosas le van bastante mal. ¡Si tan solo descargara más en mí (o en algún otro, no importa quién fuese) el peso del negocio…! Temo que sus responsabilidades acaben deteriorando su salud.

– Lo sé -respondí-. Ya lo he hablado con él antes de ahora.

– Todo esto ocurre porque no tiene ningún hijo -comentó Joseph-. Si por lo menos vos quisierais respaldarlo…

Sacudí la cabeza.

– Necesito que mi tío se recupere, no que se hunda en la desgracia de ver cómo arruino yo su negocio. No sé nada de su oficio, y no tengo ningún deseo de aprender sabiendo que cada error mío puede perjudicarlo.

– Pero tenéis que hablar con él. Tenéis que suplicarle que descanse. Ahora está en su despacho. Id a verlo allá atrás, muchacho. Id a verlo vos.

Caminé hacia el fondo del edificio, donde encontré a mi tío sentado en su despachito, detrás del escritorio, que estaba lleno de libros de contabilidad abiertos, mapas extendidos y listas de embarques. Estaba bebiendo el contenido de una copa de peltre llena de denso vino -oporto, supuse- y tenía la mirada dirigida hacia el Támesis a través de un triste ventanuco. No me oyó llegar.

Llamé a la puerta mientras entraba.

– Tío -le dije.

Él se volvió despacio, dejó la copa sobre la mesa y se levantó para saludarme, ayudándose para ello con una frágil mano, que apretaba con firmeza el puño de su bastón de paseo, cuya parte superior tenía tallada una artística cabeza de dragón. A pesar del bastón, sin embargo, cada paso que daba era trabajoso y lento, como si estuviera vadeando una corriente de agua. Aun así, me abrazó afectuosamente y me hizo señas de que me sentara.

– Me alegra que hayas venido, Benjamin. Por nada especial, supongo. Yo estaba pensando en llamarte.

– Joseph me lo ha dicho. ¿Hay algún problema?

Llenó una copa de peltre idéntica a la suya con el denso y aromático oporto, y me la tendió con mano temblorosa. Aunque mostraba gran parte de su cara cubierta por una barba cuidadosamente recortada, observé que tenía la tez seca y amarillenta, y los ojos profundamente hundidos en sus cuencas.

– Hay algo en lo que tal vez esté en tu mano ayudarme -dijo-. Pero supongo que tú has venido a verme para tratar algún asunto tuyo. Oigámoslo primero y después te abrumaré yo con mis dificultades.

Las palabras le salían lentamente y con un ronco estertor, como si le costara respirar. En los pasados meses, mi tío había sufrido una pleuresía que le provocaba una respiración jadeante y fuerte dolor en el pecho. Temíamos todos que aquello pudiera ponerlo al borde de un lastimoso final, pero entonces, tras habernos aterrado a todos cuantos lo queríamos, su dolencia remitió y su respiración volvió a ser la que ahora nos parecía normal…, por más que fuera más penosa y fatigosa de lo que había sido con anterioridad al comienzo de su enfermedad. Aunque mi tío era visitado regularmente por un médico experto y de excelente reputación, se le practicaban las sangrías que este ordenaba y sus prescripciones eran preparadas al punto por el boticario, su estado general seguía empeorando. Lo único que podría ayudarlo -a mi entender- sería dejar Londres, cuya atmósfera estaba demasiado viciada en los meses de invierno para un hombre aquejado por problemas pulmonares. Pero mi tío no quería ni oír hablar de ello, pues no estaba dispuesto a dejar su negocio, arguyendo que era lo que había hecho durante toda su vida y que no sabría vivir de otra manera.

Daba por descontado que su eventual ociosidad lo mataría más aprisa que el trabajo y el aire contaminado. Yo creía que mi tía seguía esforzándose ocasionalmente en convencerlo, pero, por mi parte, hacía tiempo que había dejado de intentarlo, a la vista de que los argumentos no le hacían mella y de que ninguna objeción que yo le planteara conseguía hacerlo cambiar de criterio.

Vi, pues, cómo se movía con pasos de anciano para sentarse a su gran escritorio de roble, ante un fuego bien alimentado. Mi tío no era un hombre alto, y en los últimos años había ido aumentando de carnes como un buen comerciante inglés; pero desde que había enfermado aquel verano, gran parte de aquellas carnes añadidas se habían fundido como hielo bajo el sol.

– No tenéis buen aspecto, tío -dije.

– No es una buena forma de empezar la conversación… -replicó con una débil sonrisa.

– Tenéis que confiarle a Joseph más responsabilidades, y procurar recuperaros.

– Puede que no haya ninguna recuperación.

– No digáis eso…

– Puede que no haya ninguna recuperación, Benjamin. He aceptado eso, y tú debes aceptarlo también. El deber que tengo hacia mi familia es asegurarme de que les dejo un negocio floreciente, no un montón de deudas.

– Tal vez deberíais llamar a José -propuse, refiriéndome a mi hermano, del que llevábamos distanciados muchos años y con el que no había hablado desde que éramos niños.

Las cejas de mi tío se arquearon levemente, y por un instante me recordó al hombre sano de apenas medio año antes.

– Debes de estar muy preocupado para proponer semejante cosa… Pero no, no quiero molestarlo. Él tiene sus negocios y una familia propia en Amsterdam. No puede abandonar su vida para poner en orden mis negocios. Y te aseguro que aún me quedan fuerzas y voluntad para hacer lo que debo. Y ahora cuéntame qué es lo que te ha traído a ti aquí…, aunque te ruego, por amor a la paz doméstica, que no me salgas con que has venido por encargo de tu tía, ya que bastante tengo con aguantar sus discursitos en casa.

– Ella no tenía necesidad de aleccionarme, como podéis ver. Pero dudo en sumar a las vuestras mis preocupaciones…

– ¿Piensas que no contribuirías a aumentarlas si te abstuvieras de pedirme ayuda pudiendo yo dártela? Ahora, en mi enfermedad, veo con mayor claridad que nunca cuán poco importa todo lo demás, aparte de la familia. Si puedo ayudarte, me dará una gran satisfacción hacerlo.

No pude menos que sonreír ante aquella generosa disposición suya. Solo un hombre de tan buen carácter como mi tío podía intentar hacerte creer que lo ayudabas cuando eras tú quien le pedías ayuda.

– Estoy en un apuro, tío -le dije-. Y, aunque por nada del mundo quisiera aumentar vuestras preocupaciones, me temo que sois la única persona a la que puedo recurrir.

– Entonces…, me alegra mucho que hayas venido a verme.

A mí no me alegraba, sin embargo. En muchas ocasiones, cuando barruntaba que mis finanzas no iban demasiado bien, me había dicho que estaba dispuesto a prestarme cualquier ayuda que necesitara. Por mi parte, yo me había acostumbrado a rechazar su ofrecimiento. Incluso en aquellas ocasiones en que me veía obligado a circular a escondidas por la ciudad para evitar ser capturado por alguaciles provistos de órdenes de detención solicitadas por tal o cual acreedor exasperado. Pero ahora se trataba de algo muy diferente. No era que yo hubiese gastado más de lo que ganaba… -¿quién de mi condición no ha incurrido en semejante culpa?-, sino que me habían engañado de una forma tan vil. que ahora no podía solventar mis problemas sin ayuda. Aquello hacía más fácil para mí solicitar un préstamo, porque mi necesidad no era culpable, pero seguía siendo una montaña.

– Tío -comencé-, ya sabéis que siempre he rechazado la idea de aprovecharme de vuestra generosidad, pero me temo que estoy en la más deplorable de las situaciones. Me han engañado, entendedme…, engañado vilmente, y necesito un préstamo de cierta cantidad de dinero para reparar el crimen del que he sido víctima.

Él apretó los labios en un gesto de difícil interpretación quizá de simpatía o tal vez de dolor físico.

– Por supuesto -me dijo; aunque con mucho menor entusiasmo del que yo había previsto. Tenía delante a un hombre que siempre había intentado ponerme una bolsa de dinero en la mano. Pero que, ahora que yo se la pedía, mostraba cierta reticencia a dármela-. ¿Cuánto te hará falta?

– Me temo que se trata de una gran suma… Mil doscientas libras. Comprended…, un hombre ha urdido una trampa para fabricar una deuda en mi contra, y debo pagarla para librarme del peligro. Una vez quede libre, estaré en condiciones de descubrir y, espero, también de recuperar esas cantidades.

Me callé, porque vi que el rostro de mi tío había palidecido. Se hizo el silencio entre nosotros, roto solo por su trabajosa respiración de enfermo.

– Entiendo -me dijo-. Había pensado que se trataría de unas treinta o cuarenta libras tal vez. Podría prestarte incluso un centenar, si fuera preciso. Pero mil doscientas no podré dejártelas.

Era una gran suma, en efecto, pero su titubeo me sorprendió. Él manejaba habitualmente sumas mucho mayores, y tenía amplias líneas de crédito. ¿Podría ser que no se fiara de mí?

– En circunstancias normales, yo no dudaría en darte lo que me pides y más -dijo, dejando que su voz adquiriera un tono áspero que en los últimos meses yo había aprendido a reconocer como señal de su agitación-. Sabes que siempre he buscado la oportunidad de ofrecerte ayuda, y que me duele tu negativa a aceptarla, pero ha ocurrido una catástrofe en mis negocios, Benjamin. Esta es la razón de que pensara llamarte. Hasta que este problema se resuelva, no puedo disponer de una suma de ese calibre.

– ¿De qué problema se trata? -pregunté. Sentía por dentro un nudo en el estómago. Como si de entre la niebla comenzara a surgir una vaga imagen.

Él se volvió para atizar el fuego, reuniendo -supuse- fuerzas para narrar su historia. Tras un minuto o poco más de golpear los troncos con el atizador y arrancar centellas que salían volando, se dio la vuelta de nuevo y me miró fijamente:

– Hace poco adquirí un gran cargamento de vinos…, un cargamento muy importante, de hecho. Como ya sabes, importo regularmente vinos de Portugal, y me envían por mar uno o dos cargamentos al año para llenar mis almacenes y mantener las existencias. Este tenía que ser uno de ellos. Como siempre, contraté un seguro sobre el envío para protegerme contra esta clase de cosas, pero no me ha servido de nada. Verás…, el embarque llegó como estaba previsto y fue entregado en las Aduanas y registrado allí. Una vez descargado, el seguro marítimo perdió su vigencia, porque se consideró que el embarque había sido entregado satisfactoriamente, pero ahora resulta que ha desaparecido.

– ¡Desaparecido! -repetí.

– Sí. En las Aduanas alegan no tener ninguna constancia de mi embarque. Dicen que mis recibos son falsos, que han sido falsificados. Más aún: han amenazado con querellarse contra mí si decido denunciar el caso, haciéndome ver, además, lo poco que pueden esperar de la justicia en este país los naturales de nuestra raza. No puedo entenderlo. Llevo décadas tratando con esta gente, comprende, y siempre he hecho los pagos necesarios para mantener buenas relaciones con los aduaneros. Jamás me ha llegado de ellos ni una sola palabra de queja, ni una protesta porque me negara a compartir con ellos los beneficios de tal o cual cosa. No tengo la más mínima prueba de que estén descontentos de mi generosidad. ¡Y ahora me salen con esto!

– ¿Creéis que juegan con vos? ¿Que retienen vuestro cargamento como si se tratara de un rehén?

– No hay ningún indicio de ello -respondió mi tío-. La verdad es que he hablado con mis contactos allí, hombres a los que conozco desde hace mucho tiempo y a los que considero casi mis amigos, hombres que no me desean ningún perjuicio porque están muy contentos de mis pagos… Pues bien…, están tan perplejos como yo. Pero el resultado es que, hasta que aparezca ese cargamento, me veo abrumado por las deudas, Benjamin. Tengo letras de crédito que vencen, y todo esto me está costando, además, cantidades ingentes de cambios y maniobras contables para evitar que mi situación se descubra y me vea en la ruina. Aunque solo necesitaras unas pocas monedas, la situación no sería distinta, pero es que ahora no soy capaz de imaginar de dónde puedo conseguir mil doscientas libras. Si quitara de mi edificio un ladrillo así, el resultado solo podría ser que se desmoronara por completo.

– Pero la ley… -sugerí.

– He iniciado procedimientos legales, por supuesto. Pero tú ya sabes cómo funcionan estas cosas. Todo son retrasos, bloqueos, oscuridad… Se necesitarían años, imagino, antes de que me sea posible obtener una respuesta de la ley.

Me detuve un momento a considerar lo que estaba oyendo. ¡Qué extraño que mi tío se viera a sí mismo comprometido en una deuda tan considerable en el mismo momento en que yo tenía un problema igual! Pero no…, no tenía nada de extraño. Todo obedecía a un plan, y ahora ya no me cabía ninguna duda. Como Cobb había dedicado tanto tiempo a decirme, Tobías Hammond, su sobrino, trabajaba para las Aduanas.

– ¿Te parece, Benjamin, que podría convencerte de que te ocuparas de este asunto con las Aduanas? Tal vez conseguirías descubrir qué ha ocurrido, y, sabiéndolo, podríamos obtener una resolución más rápidamente.

Di un puñetazo sobre su escritorio.

– Siento muchísimo que esto os haya ocurrido, tío. Os han atacado por mi culpa. Ahora veo que alguien ha perjudicado vuestro negocio para impedir que yo pudiera recibir vuestra ayuda.

Le expliqué brevemente mis tratos con Cobb, en parte porque quería saber si conocía a aquellos hombres y si podía decirme algo de ellos. Aunque lo cierto era que necesitaba también explicarle todo lo que me había ocurrido, con la esperanza de que no me juzgara con demasiada dureza por el papel que yo hubiera podido tener en crearle todos aquellos problemas.

– Jamás he oído hablar de esos hombres. Puedo hacer averi guaciones, si quieres. Si ese Cobb tiene tanto dinero para despilfarrarlo en conseguir someterte, tiene que ser una persona conocida.

– Agradeceré cualquier cosa que podáis decirme de él.

– Pero, entretanto -dijo-, tienes que descubrir qué es lo que quiere.

Titubeé un instante.

– No tengo muchas ganas de hacerlo. No soporto ser un títere del que él mueva los hilos.

– No podrás luchar contra él si ignoras quién es o por qué se esfuerza tan diligentemente en quitarte los dientes. Al revelarte lo que está fraguando, puede que te revele también el secreto que te permitirá derrotarlo.


Era un buen consejo, y no podía pasarlo por alto. Por lo menos, no por mucho tiempo. Sin embargo, aún no estaba preparado para volver a entrevistarme con Cobb. Necesitaba averiguar más cosas antes de hacer eso.

Me dispuse, pues, a ir a ver a mi amigo y frecuente colaborador Elias Gordon, a un café llamado Greyhound, en Grub Street, en cuyo interior esperaba encontrarlo con un periódico y una taza de chocolate, o tal vez con una bebida bastante más fuerte. Pero, al acercarme allí, observé que estaba en el exterior del café, en plena calle, haciendo caso omiso de la nieve que caía con creciente intensidad y conversando acaloradamente con una persona a la que yo no conocía.

El individuo con el que sostenía aquella apasionada discusión era más bajo que Elias, como la mayoría de los hombres, pero también más grueso y de una constitución más recia…, como lo son también la mayoría. Aunque vestía como un caballero, con un amplio abrigo de elegante aspecto y una peluca larga atada por detrás con un costoso lazo, su cara estaba congestionada ahora, bufaba al hablar y sus palabras destilaban tanto veneno como las del peor rufián callejero.

Elias tenía muchas grandes cualidades, pero la de enfrentarse a los matones de las calles, o incluso a simples hombres de condición ruda, no se contaba entre ellas. Alto, larguirucho, con miembros demasiado flacos hasta para su enteca figura, mi amigo se las arreglaba siempre para irradiar no solo aplomo, sino también una clase de buen humor que yo había observado con frecuencia que complacía a las damas. Y también a los hombres y a las matronas, porque, a pesar de sus humildes orígenes en Escocia, Elias había conseguido convertirse en un cirujano de cierto renombre en la ciudad. Lo llamaban a menudo de las familias mejor situadas de la metrópoli para cortar hemorragias, curar heridas y arrancar los dientes de alguno de sus miembros. Sin embargo, como muchos hombres hábiles en congraciarse con todos, se creaba inadvertidamente enemigos por donde pasaba.

Apresuré el paso para asegurarme de que Elias no sufriera ningún daño. Un hombre que se ha ganado la vida con sus puños aprende a la fuerza que a los demás hombres no les gusta ser tratados y sobreprotegidos como si fueran niños, así que no pensaba amenazar abiertamente a su enemigo. Aun así, confiaba en que mi presencia impondría algún freno a cualquier demostración de violencia. Por la calle circulaban a aquella hora muchos vehículos y peatones, pero no me costó nada cruzarla y pronto me encontré al lado de Elias.

– Os lo repito, señor -decía, acompañando la frase con una profunda reverencia que hizo que la cinta de su peluca se inclinara también hacia delante-. Desconocía vuestra relación con la dama, y lamento muchísimo haberos incomodado.

– ¡Vaya si lo lamentaréis! -dijo el otro-. Para empezar, os daré un repaso como la basura callejera que sois, y después me aseguraré de que no haya dama ni caballero en la ciudad que permita que un escocés tan depravado como vos vuelva a entrar en su casa.

– ¿Puedo inquirir por el motivo de esta discusión? -pregunté aclarándome la garganta y dando un paso para interponerme entre ambos caballeros.

– ¡Maldita sea! No sé quién sois vos, pero, si os entrometéis por curiosidad, largaos. Y, si sois amigo de este granuja, manteneos quieto si no deseáis que os haga también objeto de mi ira.

– Es un terrible malentendido -me explicó Elias-. Una condenada equivocación…, eso es todo. Yo trabé relación con una amable joven (una relación casta, si se me permite decirlo, castísima), que por lo visto está comprometida con este caballero. ¿Me permites que te presente al señor Roger Chance? Señor Chance…, permitidme que os presente al señor Benjamin Weaver.

– ¡Maldita sea, Gordon, no tengo ningún interés en conocer a vuestros amigos!

– Oh, pero sin duda ya conoceréis de nombre al señor Weaver…, porque es un celebrado púgil…, diestro en las artes violentas, ya sabéis, y ahora muy reputado como rufián a sueldo. -Puede que yo me hubiera sentido reacio a saltar a la palestra, pero Elias, por lo visto, no lo estaba para cantar mis elogios-. En cualquier caso -siguió-, entre esa joven y yo… bien…, lo cierto es que surgió una relación…, una amistad pura y casta…, creo que ya lo he mencionado… Discutíamos meramente principios filosóficos de interés para las damas jóvenes con inquietudes. Por cierto…, que demostraba tener una comprensión muy cabal de la filosofía del señor Locke… -Su voz se apagó, al comprender, tal vez, lo absurdo de su pretensión.

– ¿Y se incluía entre esos principios filosóficos la práctica de quitarse las enaguas? -preguntó Chance.

– Tenía que plantearme una pregunta sobre anatomía… -explicó Elias, sin convicción.

– Señor… -intervine yo-. El señor Gordon os ha presentado sus excusas y ha alegado ignorancia. Su reputación es bien conocida…

– Reputación como sinvergüenza -remachó Chance.

– Reputación como hombre de honor, que jamás se hubiera entrometido en un compromiso entre un hombre y una mujer, de haber sabido que existía.

Esta era tal vez la mayor tontería que había dicho en mi vida, pero, si servía para defender a mi amigo, la soltaría con la mayor firmeza.

– El muy cobarde se niega a aceptar un duelo -explicó Chance-, así que no me quedará más elección que darle una paliza como si fuera un perro.

– Jamás me han gustado los duelos -replicó Elias-. Tal vez pudiera ofreceros, como reparación, algunos servicios médicos.

Aunque soy amigo de Elias, aquella sugerencia suya me hizo sentir vergüenza, y Chance estaba a punto de responderle como se merecía cuando un ruido sordo interrumpió su discurso. Todos nos quedamos de pronto atentos al estrépito, cuya causa aún no podíamos ver, aunque sí nos llegaban también los gritos de sorpresa de los peatones que despejaban la calle a la altura de Gracechurch Street. Segundos después, el primero de una serie de faetones se lanzó a toda velocidad calle abajo.

Heladas como estaban las calles -aunque atestadas igual que siempre de paseantes, vehículos y algún ocasional hato de ganado-, no era una pista adecuada para una carrera de faetones, pero esa clase de carreras había hecho furor aquella temporada, posiblemente porque hacía un tiempo excepcionalmente frío y las condiciones eran, en consecuencia, muy peligrosas, lo que servía de aliciente para la diversión inconsciente de los ricos, los jóvenes y los ociosos. Hasta entonces yo había oído hablar de diez londinenses inocentes atropellados y de un competidor gravemente herido en estas payasadas, pero, puesto que los participantes solían ser vástagos de las mejores familias del reino, se había hecho muy poco para poner coto a tan mortífera actividad.

Elias y yo nos arrimamos a los edificios al paso del primer faetón, y lo mismo hizo el señor Chance, aunque se colocó a cierta distancia de nosotros para que no pensáramos que nos aliábamos en la adversidad.

Yo no podía menos que maldecir la locura de aquel deporte. Incluso en las carreteras rurales, donde un carruaje pequeño conducido por un solo hombre y tirado por un único caballo puede competir sin riesgo para otros, esas máquinas no están hechas para alcanzar grandes velocidades: el conductor está en un carruaje abierto, y el menor bache puede desmontar a un hombre y lanzarlo de cabeza a la muerte. Mientras los faetones se precipitaban entre nosotros y nos dejaban atrás, conducido cada uno de ellos por un mocoso arrogante o un joven caballero altivo, tuve buenos motivos para lamentar que ninguno de aquellos individuos tuviera aquel fin.

Una vez hubo pasado el grupo de faetones, salió de todas las gargantas un suspiro de alivio, como un solo hombre, y la mayoría de los viandantes siguieron hacia sus ocupaciones. Pero no había concluido todo, porque llegaba un competidor más: un joven subido en lo alto de un faetón verde y negro que, por lo visto, se había quedado rezagado corría ahora furiosamente para alcanzar el grupo.

– ¡Apartaos todos de mi camino, maldita sea! -gritaba mientras se precipitaba por las de nuevo transitadas calles. Los viandantes tuvieron que arrimarse nuevamente a los muros, pero un pequeño, que aún no tendría cinco años, perdió aparentemente a su madre y se desorientó, para quedar de pie justamente en medio de la ruta que seguía el carruaje.

Es fácil pensar que un hombre con el que uno tiene una desavenencia debe ser un malvado, pero a menudo no es así. y en esta ocasión vi que el enemigo de Elias, el señor Chance -del que debo decir, para no quedar yo en mal lugar, que era el que estaba más cerca del pequeño-, saltó hacia delante, sin pararse ni un momento a medir el riesgo en que poma su propia persona, y corrió para librar al niño del peligro. Tras levantarlo en brazos, dio media vuelta y lo alejó del camino que seguía el faetón. O al menos del camino que debería haber seguido, pues su alocado conductor se acercaba demasiado al lado de la calle.

– ¡Despeja el camino, idiota! -le gritó a Chance, pero, por lo visto, ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de refrenar a su caballo, de forma que se lanzó directamente contra el hombre que acababa de salvar a un chiquillo inocente.

Chance giró sobre sí y pudo evitar los cascos del caballo, pero, con todo, tropezó contra el suelo y el golpe lo envió a alguna distancia del carruaje. No la suficiente, sin embargo, pues una de las ruedas de este le pasó por encima de las piernas. El conductor del faetón se volvió a mirar, vio lo que había hecho y azuzó a su caballo para que siguiera. Los espectadores prorrumpieron en gritos y buscaron en el arroyo excrementos para arrojarle, pero él iba demasiado deprisa para que la lluvia de proyectiles lo alcanzara.

El señor Chance profería gritos de dolor, pero después se hundió en el silencio y quedó inmóvil en medio de la calle como un juguete roto. Elias corrió hacia él y estudió primero su rostro para determinar si vivía y, después, si estaba consciente. Viendo, que estaba vivo, pero que había perdido el sentido, le examinó entonces las piernas. Pasó las manos por cada una de ellas, y las retiró manchadas de sangre. El rostro de mi amigo se ensombreció de preocupación.

– Una pierna presenta simples contusiones -dijo-. Pero la otra está completamente rota.

Asentí, evitando pensar en el dolor que estaría padeciendo aquel hombre, porque yo también había sufrido la fractura de una pierna; una herida, por cierto, que acabó con mi carrera de pugilista. Fue Elias quien me atendió, y aunque muchos pensaron que perdería por completo el miembro o que, como mínimo, jamás volvería a caminar, él me cuidó hasta que estuve casi recuperado. Ahora dudaba de que su enemigo, por sensato que fuera, llegara a valorar la suerte que había tenido en contar con él como cirujano.

– ¡Ayúdame a meterlo ahí dentro! -me gritó.

Entre los dos llevamos al hombre al interior del café y lo tumbamos en una mesa larga. Elias dio entonces a un muchacho una lista de cosas que necesitaba, y lo envió a la botica más próxima. Durante el largo rato que duró la espera, el infeliz Chance recobró el sentido y profirió grandes gritos de dolor. Elias le hizo beber vino a sorbitos, y al cabo de un momento el hombre pudo articular unas cuantas palabras.

– ¡Maldita sea, Gordon! -dijo-. Si resulta que me matáis para no tener que batiros en duelo conmigo, haré que os cuelguen por ello.

– Reconozco que ese había sido mi plan -replicó Elias-, pero, puesto que vos lo habéis descubierto, tendré que idear otro.

Dio la impresión de que aquella humorada confundía a Chance, que tragó más vino.

– Salvadme la pierna -le pidió-, y os perdonaré vuestro crimen.

– Señor… -le respondió Elias-, estoy tan impresionado por vuestro valor y vuestro sacrificio al salvar a ese niño, que os prometo daros una satisfacción en cuanto os recuperéis…, y solo espero que la perspectiva de llenarme de plomo os anime a sanar cuanto antes.

El herido volvió a perder la conciencia, afortunadamente para él, pensé yo. Al poco rato regresó el muchacho con el equipo solicitado por Elias, y este se ocupó en la tarea de reducir la fractura, curar la herida, y encargarse, después, de que trasladaran al hombre a su casa. No tendré ocasión de referirme de nuevo a Chance en este relato, pero satisfaré la curiosidad del lector diciendo que casi se recuperó del todo y que posteriormente envió a Elias una nota para decirle que, en su opinión, la deuda que existía entre ellos había quedado saldada. No sé si yo habría llegado a enterarme de eso si no le hubiera sugerido a Elias que debía enviarle al señor Chance una factura por los servicios prestados y los gastos abonados por cuenta de él. Creo, sin embargo, que fue mi amigo el que salió mejor librado de aquello.

Después de que hubo acabado todo, Elias y yo fuimos a sentarnos en una taberna mientras él se tranquilizaba y recuperaba sus ánimos. Estaba agotado por tantos esfuerzos; la fatiga, en su caso, no hacía sino acrecentar su apetito de comer y beber. Se encorvó sobre la fuente que le habían servido, y se puso a devorar rápidamente fiambres y pan con mantequilla, mientras hablaba con entusiasmo entre mordisco y mordisco:

– Un asunto divertido, ¿no crees? Me refiero a todo el alboroto a propósito de las mujeres. «¡Oh! ¡Habéis destrozado la vida de mi esposa!» «¡Oh! ¡Habéis causado la desgracia de mi hermana!» «¡Oh! ¡Habéis sido la ruina de mi hija!» ¿Es que no pueden dejarme tranquilo?

– Quizá podrías considerar la posibilidad de ser más prudente antes de seguir arruinando la vida de más mujeres -propuse-. A ti te parecerá ilógico, pero es evidente que no lo ven así los hombres con los que ellas deben tratar. Tengo la sospecha de que tu presencia deja efectos que se sienten mucho tiempo después de haberte alejado de ellas.

– Me gusta pensar que es así -dijo sonriendo.

– Sabes que no es eso lo que quiero decir. Dudo mucho de que puedas imaginar que esas mujeres retornan a sus vidas felices una vez que sus maridos, hermanos o padres se han enterado de sus devaneos. ¿No te preocupa eso?

– La verdad, Weaver…, te estás poniendo muy pesado con eso. Esas mujeres comprenden muy bien la naturaleza de sus actos. Si eligen divertirse un poco conmigo, ¿por qué debería negarles yo ese placer?

No hubiera sido difícil explicarle por qué, pero sí completamente inútil. Elias no sabía decir que no a las mujeres, ni siquiera a las feas y las desgarbadas. Desde que yo lo conocía, jamás había mostrado moderación en esta materia, y ahora sería insensato imaginar que uno podría conseguir que las cosas cambiaran a base de hacerle consideraciones.

Me miró como si esperase más de lo mismo por mi parte, y cuando vio que yo no le decía nada, tragó un buen mordisco de chuleta.

– Bueno, Weaver… Tú antes me estabas diciendo que querías verme por algo. Reconozco que nos hemos distraído bastante, pero podemos discutir ese asunto tuyo ahora mismo. Cualquier momento es bueno. -Bebió un sorbo de cerveza-. Espero que necesites mi ayuda para hacer alguna averiguación. Me encantará prestártela, pero ten en cuenta que acabo de gastar todo el dinero que llevaba encima en material quirúrgico para Chance. Paga mi cuenta, y tendrás toda mi atención.

Yo no era un hombre que nadara en la abundancia, así que me contrario un poco que me propusiera aquel arreglo solo después de haber encargado su comida, pero no tenía ganas de discutir y, por eso, asentí.

– ¿Podrás escuchar, o estás demasiado alterado por los acontecimientos del día?

– No sabría decirte -respondió-. Será mejor que tu historia resulte interesante.

– Oh, pienso que tendrá todos los ingredientes para eso -dije.

Y empecé a relatarle todo lo que había ocurrido, desde mi primera entrevista con Cobb hasta la reciente conversación con mi tío. Durante el curso de mi narración, Elias dejó de comer. En lugar de hacerlo, se quedó mirándome… con la vista perdida en el vacío.

– ¿Has oído hablar alguna vez de ese Cobb? -pregunté, una vez hube concluido.

– Nunca; lo cual, como supongo convendrás conmigo, es de lo más notable. Un hombre de esa posición, con tanto dinero… Parece imposible que jamás haya oído hablar de él, porque debe de ser una persona conocida, y yo conozco a todos cuantos merecen ser conocidos.

– Pareces demasiado estupefacto para seguir comiendo tu chuleta -observé-. Reconozco que mi historia es extraña, pero tú has oído historias más extrañas todavía. Así que, dime…, ¿qué es lo que te sorprende tanto en ella?

Apartó la fuente de sí, como si experimentara una inusitada pérdida de apetito.

– Como bien sabes, Weaver, yo no soy un hombre al que le guste vivir de lo que tiene. Por esa razón inventó el crédito el Señor…, para que pudiéramos utilizarlo. Y tú, además, sabes que, en general, soy bastante bueno manejando mis asuntos…

Salvo en aquellas ocasiones que había tenido que ir a rescatarlo de un centro de detención después de un arresto por deudas, lo que decía era correcto, y así lo reconocí.

– He descubierto que, en los últimos días, alguien ha estado interesándose en comprar mis deudas. No todo lo que debo, por supuesto, pero sí buena parte de ello. Hasta donde puedo decir, unas trescientas o cuatrocientas libras de efectos míos impagados, han ido a parar a una sola mano. Llevo días preguntándome la razón, y por qué esa persona no se ha puesto en contacto conmigo, pero creo que ahora lo entiendo.

– O sea…, que Cobbs persigue a mis amigos. Pero…, ¿por qué? Tú no podrías saldar mi deuda con él, así que tu deuda no cambiará las cosas. Pero…, ¿por qué desea tenerte como deudor suyo?

Dio la impresión de que Elias recordaba ahora su chuleta y su apetito, porque acercó la fuente que la contenía.

– No lo sé -respondió, asestando a la carne un buen tajo con su cuchillo-, pero pienso que sería prudente que lo averiguaras. Antes de que me vengan a arrestar, te lo ruego.

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