6

Se lo prometí. Para mí fue como prometerle a un hombre que su billete de lotería saldría premiado con una fortuna. Peor que eso, porque la lotería, como juego de azar que es, puede ser forzada, manipulada -yo sabía de eso-, pero no existía ninguna manera de falsificar un encuentro con el rey. Aun así, la promesa hizo efecto, y dos noches después me encontraba yo en el mercado de verduras que había en el lado este del complejo de las Indias Orientales, fingiéndome ocupado en examinar coles rebajadas, pues estas eran las mercancías que no habían encontrado comprador aquel día y entre las que un avispado comprador sin excesivos remilgos podía encontrar una ganga si no le importaba encontrar entre las hojas algún gusanillo. El aire había refrescado mucho durante la tarde, y yo pasaba ahora mis manos enguantadas por una gran variedad de productos hortícolas examinándolos de cuando en cuando con cara de decepción. Mi capote era de mejor calidad que el de cualquiera de los basureros y atraía sobre mí mayor atención de la que yo hubiera querido, así que recibí con alivio el inicio de la operación.

Faltaban solo unos minutos para que dieran las ocho cuando oí gritar a una mujer atemorizada, y supe entonces que el señor Hale y sus hombres habían cumplido su parte del trato. Junto con otros compradores tardíos -muchos de los cuales emplearon aquella distracción como excusa para abandonar el lugar sin haber pagado sus mohosas verduras-, corrí hacia Leadenhall Street y observé la presencia de unos treinta o cuarenta tejedores de seda situados ante el edificio, desafiando el frío con sus pobres ropas. Una media docena de ellos llevaban antorchas. Otros tantos arrojaban cascotes de ladrillo, manzanas podridas o ratas muertas a los muros que rodeaban el edificio. Prorrumpían en airadas críticas ante la barrera, denunciando las prácticas injustas de la Compañía contra los simples trabajadores: se las ingeniaba para reducirles sus ingresos, ampliaba sus mercados y corrompía con lujos orientales los gustos de la gente sencilla. Se vociferaban también algunos epítetos en contra de Francia, aunque no fuera más que porque aún no había nacido ningún inglés que supiera cómo montar una algarada sin mencionar a esa nación.

Aunque muchos habían tenido motivos para quejarse de la lentitud de la justicia británica y de su forma de hacer cumplir las leyes, en el presente caso podía resultarme muy útil cierta dosis de esa lentitud. Para conseguir que los tejedores de seda se dispersaran, un alguacil tendría que haber instado a un juez de paz que tuviera el valor necesario para presentarse delante de todos para leerles en voz alta lo esencial de la Riot Act, la ley antidisturbios. A partir de ese momento, los amotinados tenían una hora para dispersarse antes de que se desplegara el ejército para acabar con la violencia… irónicamente, mediante el uso de la violencia. Era un sistema antiguo, pero ya acreditado y muchas experiencias habían demostrado que bastaba disparar los mosquetes contra uno o dos de los trabajadores revoltosos, para que los restantes se dispersaran de inmediato.

Devout Hale me había asegurado que él y sus hombres apoyarían mi intentona durante todo el tiempo que les fuera posible antes de que corrieran el riego de sufrir algún daño. Dicho en otras palabras, que no arrostrarían por mi causa el fuego de los mosquetes, pero que seguirían lanzando por los aires roedores muertos mientras pudieran seguir haciéndolo con seguridad.

Era lo más que podía pedirles y, si yo mismo quería que mi misión fuera también segura, tendría que entrar en el edificio, encontrar lo que Cobb deseaba y salir de allí antes de que los soldados dispersaran a los alborotadores. Por consiguiente, dejé atrás el tumulto, notando el calor de las antorchas encendidas y oliendo el sudor rancio de los trabajadores, para doblar a toda prisa la esquina de Lyme Street. La oscuridad me rodeó entonces por completo y, contando con que los paseantes habrían sido atraídos por el espectáculo de la algarada y con que los vigilantes del edificio se estarían preparando para resistir el asedio de los trabajadores de la seda, me dije que podría escalar el muro con razonables esperanzas de éxito. Decidí también que, si me descubrían, me limitaría a decir que había sido perseguido por un alborotador enloquecido que me acusaba de pertenecer a la Compañía; y que, puesto que esa organización era la causante de mis aflicciones, confiaba en que quisiera ser también mi socorro.

Dado que pretendía dar esa explicación si me apresaban, no podía llevar conmigo mi equipo de garfios, porque mal podría pasar por un espectador inocente llevando, inexplicablemente, esas cosas encima. Por eso tuve que trepar por el muro según el método más primitivo que emplean los chiquillos y los que se introducen para robar en las casas: sin ninguna herramienta. Pero debo decir que me resultó fácil…, sobre todo porque la calle estaba desierta y los paseantes se habían ido todos a observar el escándalo que se estaba desarrollando en Leadenhall. Durante una inspección de reconocimiento que había hecho a la luz del día, había visto en el muro numerosos agujeros y grietas, que resultaron ser muy útiles para encaramarme por ellos hasta los tres metros de altura y bajar por el otro lado. La mayor dificultad fue trepar cargando con el pesado saco que llevaba a cuestas y que contenía una serie de criaturas vivas que se agitaban nerviosas en su interior.

Aun así, pude arreglármelas, cambiando de cuando en cuando el peso del saco de la mano a los dientes, y de esta forma conseguí escalar el muro exterior. Después me quedé tumbado arriba un momento para examinar el terreno. Tal como había previsto, la mayoría de los vigilantes habían abandonado sus puestos y ahora estaban dedicados al viril arte de proferir insultos a los alborotadores en respuesta a la basura que estos les lanzaban. Además del griterío se oía también un incesante ruido metálico, que me mostró que los alborotadores habían improvisado alguna clase de tambores. Eran buena gente, porque sabían que cuanta mayor distracción y enfado pudieran provocar, mayores serían mis posibilidades de entrar y salir con impunidad.

Bajar del muro me resultaría más complicado que subir a él, pero entonces vi, a unos seis metros hacia el sur, junto a los almacenes, un montículo que se levantaba junto al muro, desde el que mi caída hasta allí no llegaría a un metro. Me deslicé hasta allí como una serpiente y me apresté a pisar la finca.

Fue justamente entonces cuando me descubrieron los perros: cinco fieros mastines que saltaron hacia delante, con atronadores ladridos y amenazadoras fauces. Al notar que se aproximaban, eché mano de mi engorroso saco y saqué de dentro el primero de los conejos que había comprado horas antes en el mercado. Lo dejé caer al suelo y, después de un instante para orientarse, vi que los perros iban hacia él y que el conejo escapaba corriendo: llevaba las de ganar, porque en el saco se había mantenido caliente, al contrario que los perros, visiblemente ateridos por el frío de la noche. Tres de los perros se fueron tras él en una persecución poco acalorada; yo, entonces, solté el segundo de mis conejos, que se llevó detrás a los otros dos perros. Retuve un tercer conejo, porque sospechaba que tendría que utilizarlo cuando me dispusiera a salir.

Tras esto, me dejé caer en cuclillas sobre el terreno blando. Seguí moviéndome así, agazapado, hasta que conseguí deslizarme entre los almacenes y la propia Craven House. Mi tarea sería mucho más complicada ahora, porque la zona estaba iluminada y, aunque yo vestía ropas de caballero para que mi aspecto no moviera a ninguno a gritar pidiendo socorro, suponía que los oficinistas y trabajadores del interior de la casa reconocerían enseguida una cara extraña. Solo podía esperar que la mayoría de aquellos hombres hubieran abandonado ya el trabajo al concluir la jornada -aunque tenía entendido que muchos de ellos dedicaban largas horas de trabajo en la Compañía- y que los que permanecieran todavía allí estuvieran siguiendo la algarada con diversión y preocupación a partes iguales.

Me deslicé a través del jardín, procurando, en la medida de lo posible, no salir del amparo de las sombras, y abrí la puerta trasera de la casa, pensando que me encontraría en una especie de cocina o algo semejante. Me llevaría, con todo, dos sorpresas. La primera, que la habitación en que entraba no era una cocina, sino un gran salón de reuniones, con capacidad para sesenta o setenta personas, a condición de que estuvieran todas de pie y no abundaran demasiado entre ellas las excesivamente gruesas. Supuse que era allí donde la Compañía realizaba las ventas de acciones, los intercambios y las subastas de grandes cantidades de bienes importados de las Indias Orientales entre un número reducido de hombres acaudalados. A aquellas horas de la noche, con todo, no había ninguna razón para que la estancia estuviera ocupada, y eso la convertía para mí en un excelente punto de entrada.

Un detalle menos agradable era que la puerta llevaba atada una campanilla, que alertaba a cualquiera que estuviera oyéndola de que alguien acababa de entrar en la sala.

Corrí inmediatamente al extremo opuesto, donde había un estrecho hueco entre dos estanterías, esperando que si alguien entraba allí, aunque fuera llevando una vela, las sombras servirían para esconderme. Pero nadie acudió a interesarse por el ruido de la campanilla, y al cabo de unos minutos concluí que las idas y venidas de la gente que había dentro no eran materia suficiente para que los criados acudieran corriendo a investigar provistos de antorchas. Me hubiera gustado deducir que aquello significaba que no había en la casa nadie atento a la campanilla, pero tuve que descartar esa idea al oír el crujido de unos pasos en el piso de arriba.

Me quité el capote y lo metí dentro del saco con el conejo, asegurándome de que quedaba bien cerrado, para poder moverme con mayor libertad por dentro de la casa. El señor Cobb había tenido la amabilidad de explicarme cómo podía encontrar el despacho que necesitaba, pues sabía que se encontraba en el extremo sudeste del segundo piso. No sabía más, sin embargo, por lo cual era yo quien tenía que averiguar ahora dónde estaba la escalera de la casa. Me escabullí con cuidado para que no se oyeran mis pisadas y llegué ante una puerta cerrada por cuyas rendijas no se filtraba ni una línea de luz: buena señal, entonces. Probé a mover el picaporte y vi que se abría. Iba preparado para, en caso necesario, encarnar a un individuo que tenía negocios que resolver en Craven House, en vez de pasar por el ladrón que era.

En el extremo más alejado de la puerta, distinguí otra, también sin cerrar con llave y sin rendija de luz por fuera. Una vez más me atreví a abrirla y me encontré entonces en un pasillo. Aquello, por lo menos, significaba una variación esperanzadora. Aunque tenía algo confundido mi sentido de la orientación, creía saber qué camino debía tomar para llegar a la fachada de la casa y me dije que allí encontraría por fin la escalera. Había recorrido ya la mitad del camino por el pasillo cuando vi aparecer una luz en él. El resplandor me cegó momentáneamente pero, tras parpadear varias veces, vi que se trataba de una joven que se aproximaba a mí con una vela. Incluso en la oscuridad pude darme cuenta de que era muy linda, con los cabellos oscuros ocultos solo parcialmente por su sombrerito y unos grandes ojos inexpresivos de un color oscuro que ahora difícilmente podría decir cuál era. Y, aunque me dije que debía ocupar mis pensamientos con cosas más urgentes, no pude menos que admirar su bella figura femenina que la sencillez de su atavío pudiera tal vez ocultar, pero nunca desmentir.

– ¡Ah, sois vos! -me dijo-. Con esos malditos alborotadores armando jaleo ahí fuera, pensé que no seríais capaz de encontrar el camino; pero sospecho que sois mucho más inteligente de lo que me habían dado a entender.

Estuve a punto de preguntarle si era Cobb quien la había enviado, pero contuve mi lengua. Si Cobb hubiese introducido una mujer en Craven House para moverse libremente por ella, no me habría necesitado. No…, tenía que tratarse de alguna otra cosa.

– Debería sentirme molesto porque haya alguien que pueda haberos inducido a pensar que no soy inteligente…

En la oscuridad, vi que sus ojos se abrían desmesuradamente.

– Os ruego me disculpéis, señor. Pensé que se trataba de otra persona. -No estaba seguro, pero me pareció que su rostro se ruborizaba también. Era evidente que aquel error la desconcertaba profundamente.

Aunque estaba dispuesto a salirle con alguna otra respuesta intrascendente, pensé que más valía seguir refrenando mi lengua. Tenía que hacerle creer que era un empleado de la Compañía de las Indias Orientales, y debía representar ese papel, no precisamente el de un hombre que acaba de conocer a una joven encantadora. Así que le solté con el tono hosco que esperaba fuera típico de los hombres de Craven House, a la vez que me alejaba de ella:

– Vuestros errores son cosa vuestra, y a mí me tienen sin cuidado.

– Señor -me llamó-. Un momento, señor.

No tenía más elección que detenerme pues, si intentaba escaparme de ella, comprendería con toda seguridad que yo no pertenecía al personal de la casa. De haberse tratado de un hombre -me dije-, no me hubiera arriesgado y habría liquidado el asunto asestándole un golpe que me librara de su interferencia, pero mi espíritu es demasiado sensible para lastimar así a una persona tan delicada, por lo cual me limité a volverme y mirarla con la impaciencia de un oficinista atareado que debería estar haciendo tres cosas diferentes en el mismo momento.

– ¿Qué hay?

Ella acercó a mí su vela. Pensé que lo hacía para estudiar mis rasgos, pero enseguida me di cuenta de que yo pensaba como un hombre que tiene algo que ocultar, en tanto que ella lo hacía probablemente como una criada.

– Veo que vos no lleváis luz y, puesto que está todo bastante oscuro aquí, he pensado que tal vez querrías llevaros mi vela. Perdonad mi atrevimiento, señor, pero con todos esos alborotadores ahí fuera, temía por vuestra seguridad.

La joven acercó la luz a mi rostro y por un instante quedé cegado, en parte por la llama, en parte por el encanto de sus faccio nes. Tenía ganas de decirle alguna frase ingeniosa, tal como que no me parecía que un simple trozo de cera y una mecha pudieran iluminar más que su belleza, pero me la callé pensando que sería inadecuada para la identidad que había asumido, y acepté su ofrecimiento.

– Muy amable de vuestra parte -murmuré, y tomé la vela, preguntándome qué clase de hombre es capaz de aceptar una luz de manos de una mujer ante la posibilidad de un peligro. La respuesta se me ocurrió fácilmente: un hombre de la Compañía de las Indias Orientales. Después me encaminé en la dirección que llevaba.

No necesitaba la vela, sin embargo, así que la apagué en el momento en que la joven desapareció de mi vista. Pero le agradecí, eso sí, que me hubiera facilitado alguna información valiosa, sobre todo la de que la casa estaba prácticamente desierta. Esto me animó a actuar con una decisión que lindaba casi con la inconsciencia. Avancé con toda confianza y, tras encontrar la escalera, subí por ella como alguien que estuviera habituado a visitar Craven House regular y lícitamente.

Una vez arriba, me apresuré a explorar la zona en busca de quienes pudieran estar observándome, pero el espacio parecía tan desierto y oscuro como las habitaciones del piso inferior. Recuperado mi sentido de la orientación, no tardé en encontrar el despacho que necesitaba… o, tal vez mejor dicho, que creía necesitar, pues no podía estar seguro de haber descubierto el lugar correcto. Sin otra elección más que la de confiar en haber acertado, entré en la habitación y, al encontrarla vacía, me dispuse a desvalijarla.

Actuaba con una serie de impedimentos que hacían más complicada mi tarea. Trabajaba a oscuras y no estaba familiarizado con los documentos que buscaba ni con el hombre que los poseía. Disponía de un tiempo limitado para encontrar lo que necesitaba Cobb, y las consecuencias de ser capturado o de fracasar eran igualmente espantosas.

Mis ojos se habían adaptado bastante bien a la oscuridad reinante. De hecho, las luces que provenían del caos de fuera con tribuían a iluminar la estancia, y podía oír desde allí, apagados, los gritos de desafío que lanzaban los tejedores de seda. Decidí no hacerles caso en la medida en que me fuera posible. Había luz suficiente para permitirme ver el mobiliario -un escritorio, unas cuantas sillas, estanterías para libros, mesitas auxiliares y demás-, pero no para leer los títulos de los libros sin acercarme muchísimo a ellos ni para distinguir qué imágenes eran las que se hallaban enmarcadas en la pared. Sobre el escritorio había varios montones de documentos, y por ellos empecé.

Cobb me había dicho todo cuanto pensaba que me haría falta saber, pero era evidente que le había parecido mejor no decirme más. Tenía que buscar entre aquellos documentos los papeles de un tal Ambrose Ellershaw -un hombre que, oportunamente, acababa de partir hacia su mansión en el campo, donde estaría los próximos dos días-, que era uno de los miembros de la junta de comisionados. Los componentes de ese grupo estaban preparando para marzo la reunión trimestral de la mucho más numerosa asamblea de accionistas, formada por las alrededor de doscientas personas que controlaban los destinos de la Compañía. Cada miembro de la junta había recibido el encargo de reunir datos para informar a la asamblea, y a Ellershaw le había correspondido la responsabilidad de reunir los relativos a la importación de tejidos indios en las islas Británicas y los correspondientes a las ventas de tejidos prohibidos en los mercados coloniales y europeos. Para elaborar estos datos, el señor Ellershaw tendría que revisar innumerables libros de contabilidad de donde obtener la información que necesitaba.

Mi tarea consistía en llevarme su informe. Ignoraba cómo podía saber Cobb que no existirían copias de él, pero tampoco me interesó preguntárselo porque no tenía el más mínimo deseo de ponerme las cosas más difíciles. Cobb me dijo que no sabía con certeza dónde guardaba Ellershaw su informe; solo que lo tendría en su despacho y que estaría claramente rotulado.

Empecé a revisar los documentos que tenía en la mesa, pero solo encontré correspondencia; la luz era insuficiente para permi tirme leer con facilidad y, puesto que tampoco tenía interés ni razón en enterarme del contenido de sus cartas, me preocupó poco esa dificultad. Perdí la noción del tiempo en mi frenético examen de todos aquellos papeles, y no sabría decir cuánto me costó repasar todos los que había encima del escritorio. Solo sé que me quedaban apenas dos o tres hojas por revisar cuando oí que el reloj daba las nueve. Los tejedores de seda podían contar con otra media hora, tres cuartos a lo sumo, antes de que peligrara su seguridad. Me di cuenta de que tenía que encontrar lo que buscaba, y hacerlo pronto.

Me disponía a abrir uno de los cajones del escritorio cuando, de súbito, noté algo terrible. Oí un chirrido metálico que reconocí al punto: era el sonido de alguien que hacía girar la manecilla de la puerta.

Al punto me dejé caer en el suelo y me oculté lo mejor que pude tras el escritorio. No era el escondite que yo hubiese elegido -el rincón hubiera sido mejor, puesto que alguien podría entrar a buscar algo en el escritorio y no fijarse siquiera en el rincón-, pero lo cierto es que no tuve tiempo de escoger. Oí, pues, cómo abrían la puerta de la habitación y al instante se llenó de luz.

Ya sé que exagero porque, incluso escondido como me hallaba, podía decir que fue solo la simple llama de una vela o de una lámpara de aceite, pero su luz penetró en la valiosa protección que me prestaba la oscuridad e hizo que me sintiese desnudo y expuesto a la vista de cualquiera.

Solo podía esperar que el intruso hubiera venido a buscar un libro o un documento de encima de la mesa, pero no era este el caso. Oí el golpe amortiguado de algo -la vela, supuse- que dejaban sobre el tablero.

– ¡Oh! -exclamó una voz de mujer.

Levanté entonces la mirada y vi a la joven que me había dado su vela y que me miraba ahora con una expresión de curiosidad perfectamente comprensible.

Yo ya me había visto antes en situaciones difíciles, lo reconozco, y uno no las supera si no tiene la habilidad de improvisar. En lugar de dar por descontado que la joven llamaría a los vigilantes de la finca para que me condujeran al alguacil más próximo, le rogué que bajara la luz hacia el suelo. Y, cuando ella se dispuso a hacerlo, saqué de mi bolsillo un cortaplumas y lo deslicé bajo el escritorio. Después, mientras la joven sostenía la luz para mí, fingí buscar hasta encontrarlo y finalmente me puse en pie para adoptar una postura más digna.

– Muchas gracias, querida -dije-. Puede que esta navajita os parezca un objeto insignificante, pero perteneció a mi padre y me hubiera llevado un disgusto en el caso de extraviarla.

– Quizá si vos no hubierais apagado vuestra vela… -me sugirió.

– Oh, sí… Ha sido todo un desastre continuo. Se apagó la vela, y dejé caer al suelo el cortaplumas…, ya sabéis cómo son estas cosas. Un pequeño accidente lleva a otro.

– ¿Quién sois vos, señor? -me preguntó, observándome ahora más detenidamente-. No creo haberos visto antes.

– Sí, soy bastante nuevo en la casa. Soy el señor Ward -dije, sin saber por qué me vino a la mente antes que cualquier otro el nombre de aquel escandaloso poeta-, un nuevo escribiente al servicio del señor Ambrose Ellershaw. Yo tampoco os había visto antes.

– Pues me veréis mucho por aquí, os lo aseguro. -Dejó la vela sobre el escritorio, pero siguió mirándome fijamente.

– Sentaos, os lo ruego, señorita… -dije, dejando inacabada la frase.

– Señorita Glade -la completó ella-. Celia Glade.

Le hice una reverencia y después nos quedamos de pie juntos, ligeramente violentos los dos.

– Encantado de conoceros, señorita Glade.

Me estaba preguntando quién sería aquella mujer. Su forma de hablar era de lo más educada y no se parecía en nada a la de una sirvienta. ¿Podría tratarse de una empleada en las oficinas de la Compañía? ¿Era posible que la Compañía de las Indias Orientales tuviera criterios tan extravagantes en lo relativo a su personal?

Mi confusión se veía aumentada no poco por lo impropio que se me hacía estar allí a oscuras, en un espacio privado, con una mujer tan atractiva y de evidente buena posición.

– Decidme, señor Ward…, ¿qué os trae esta noche al despacho del señor Ellershaw? ¿No preferiríais estar fuera viendo cómo los tejedores de seda lanzan basura a los guardias?

– Es una tentación, lo reconozco; pero debo sacrificar mi placer al trabajo. El señor Ellershaw que, como vos sabréis, estará fuera de la ciudad un par de días, me ha pedido que revise su informe para la asamblea de accionistas. Yo me fui al concluir la jornada, y estaba pensando irme a casa cuando me acordé del informe y pensé que sería mejor regresar, tomarlo y revisarlo esta noche en mis habitaciones. Pero entonces se me cayó el cortaplumas y…, ya sabéis. Me alegro de que vos me hayáis oído y hayáis venido a ayudarme a encender nuevamente mi vela.

Levanté mi vela e hice que mi mecha tocara la de la suya, en un gesto tan denso de sugerencias amorosas que temí que, más que la cera y la mecha, fuese yo mismo quien me inflamara en llamas. La bajé para ponerla nuevamente en la mesa.

– ¡Si consiguiera recordar dónde diablos me dijo el señor Ellershaw que había puesto ese maldito informe…! Perdón, señorita Glade…, os ruego que disculpéis la rudeza de mi lenguaje…

La joven dejó escapar una risa cantarina.

– No os preocupéis -dijo-. Trabajo entre hombres aquí, y esa forma de hablar está a la orden del día. Ahora, en cuanto a ese documento… -Se puso en pie y se acercó al escritorio, moviéndose tan cerca de mí que su femenina fragancia llenaba mis sentidos. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó de él una gruesa cartera de piel llena de papeles-. Creo que este es el informe del señor Ellershaw para la asamblea de accionistas. Es un documento bastante extenso. Tendréis que permanecer levantado hasta tarde, si habéis de revisarlo esta noche. Quizá sería más prudente que lo dejarais aquí para leerlo por la mañana.

Yo se lo quité de las manos. ¿Cómo podía saber ella dónde se guardaba? Era presumible que mi teoría acerca de una dama ocupada en las oficinas tenía fundamento.

– Mañana por la mañana tendré otro trabajo que reclamará mi atención. Sin embargo, os agradezco que os preocupéis por mí. -Me puse en pie, y ella retrocedió para dejarme pasar.

Con el paquete bajo el brazo y una de las dos velas en la mano, me acerqué a la puerta.

– Señor Ward -me llamó-, ¿cuándo os contrató el señor Ellershaw?

Yo me detuve ante la puerta.

– La semana pasada -respondí.

– Es muy poco habitual que se haya creado un nuevo empleo justo antes de la asamblea de accionistas, ¿verdad? ¿A través de qué partida lo financia?

Pensé decirle que no tenía ni idea de dónde sacaba el dinero para financiarlo, pero un escribiente del señor Ellershaw sin duda estaría al tanto de esas cuestiones, ¿no? Ni que decir tiene que yo ignoraba en realidad lo que pudiera hacer un escribiente, y no digamos ya un escribiente de Ellershaw, pero pensé que debía decir algo.

– El señor Ellershaw no ha recibido aún financiación de la asamblea; hasta que la tenga, me paga de su propio dinero. Con todo, puesto que está muy ocupado con la preparación de la asamblea, necesitaba contar con algún colaborador más.

– Debéis de prestarle servicios de vital importancia.

– Ese sería mi mayor deseo -le aseguré, y me excusé para salir del despacho.

No perdí tiempo en apagar la vela, sino que me apresuré a bajar la escalera y dirigirme a la puerta trasera. ¡Al diablo la campana!, pensé. Estaría lejos antes de que a alguno le pareciera extraño que saliera por la puerta de atrás. Aunque, en realidad, no era nada extraño porque… ¿por qué tendría que salir por la de delante mientras aún arreciaba el alboroto?

Recogí mi capote y mi saco, y tuve la suerte de encontrar el terreno libre de vigilantes, que seguían intercambiando improperios con los alborotadores. No vi ninguno de los perros, pero seguí asiendo con fuerza el conejo que me quedaba por si tenía necesidad de arrojárselo. Desde la fachada del edificio me llegaban maldiciones, mezcladas ahora con amenazas de que pronto se presentarían allí los soldados y les quitarían las ganas de arrojar basura cuando tuvieran el pecho atravesado por una bala de mosquete.

De vuelta en el montículo, escalé una vez más el muro. Ahora sería mucho más difícil bajar por el otro lado porque no quería caer de golpe los tres metros y allí no había ningún lugar más elevado en el que aterrizar. Inicié, pues, el descenso agarrándome lo mejor que pude al muro para reducir la distancia lo más posible y, cuando me pareció asequible, me dejé caer en tierra. No fue un aterrizaje cómodo, pero tampoco resultó terrible, y emergí de mi esfuerzo indemne y sin haberme despeinado casi. Después abrí el saco y solté al conejo para que corriera libremente a su antojo…, que era lo mejor que cualquiera de nosotros podía hacer ahora.


Volví luego a Leadenhall Street, donde los tejedores de seda seguían gritando, arrojando basura y pavoneándose ante las miradas de una compañía de soldados de casaca roja cuyas expresiones componían una espantosa combinación de tedio y crueldad. En el tiempo que tardé en acercarme, vi que el oficial que los mandaba miraba dos veces la torre del reloj de St. Michael: estaba ansioso por descargar su munición en el mismo instante en que la ley se lo permitiera. Por lo mismo sentí un gran alivio cuando vi a Devout Hale y le informé de que ya había concluido mi tarea y que él y sus hombres podían dispersarse libremente. Hale hizo correr la voz y en un instante los tejedores de seda desistieron y se alejaron pacíficamente mientras los soldados los provocaban, acusándolos de no ser lo bastante hombres para arrostrar el fuego de sus mosquetes.

Yo no podía sentirme más feliz de que mi tiempo de servidumbre hubiera concluido ya, así que, en lugar de esperar hasta la mañana, tomé un carruaje hasta las proximidades de Swallow Street y llamé a la puerta del señor Cobb. Cuando Edgar respondió a la llamada, me arrepentí inmediatamente de la dureza con que lo había tratado. No lo digo por las marcas de una severa paliza que aún tenía en el rostro, porque me habría encantado administrarle la misma medicina si la merecía. Pero sabía que me había ganado un enemigo, alguien que no estaría dispuesto a perdonarme ni después de que su amo se olvidara de mí.

– Weaver -refunfuñó, con la voz alterada por las magulladuras y la pérdida de dientes. La hinchazón de su boca acentuaba su semejanza con la de un pato-. Tenéis la inmensa suerte de que el señor Cobb me haya pedido que no os haga daño.

– Me siento afortunado, sí -le aseguré-. Y cualquiera que sea la fuente de su divina misericordia, siempre le estaré agradecido por ella.

Se limitó a bizquear con su ojo sano, sin dar crédito a la sinceridad de mis palabras, y me condujo luego a la sala sin decir una sola palabra. Yo le entregué mi capote y mis guantes, que él tomó con el mayor desdén que pudo expresar.

Tras el mal rato que había pasado en Craven House, me pareció un lujo sentarme en una habitación caliente y bien iluminada. En cada aplique de la pared lucía una vela y había otras repartidas por la estancia, así como un fuego bien alimentado, que me quitó el frío que llevaba dentro. Un lujo bastante caro, a menos que Cobb esté esperando la llegada de un visitante, pensé. Deduje, pues, que aguardaba a alguien más esa noche, o que tenía un agente vigilando mis pasos en la Casa de las Indias Orientales, que le había informado de que me dirigía a verlo.

Al cabo de un rato que se me hizo interminable, entró Cobb en la sala y me tendió la mano. Yo debería haber desdeñado su gesto porque aún estaba enfadado con él, pero le devolví el apretón por la fuerza de la costumbre.

– ¿Lo tenéis vos? -me preguntó.

– Eso creo -dije. Solo entonces se me ocurrió pensar que no había examinado el contenido de la cartera. ¿Y si la señorita Glade me hubiera engañado? No podía imaginar por qué iba a querer hacerlo, pero tampoco podía imaginar de qué iba todo aquel asunto.

Cobb abrió la cartera de piel y empezó a pasar páginas, que examinó rápidamente.

– Ah, sí. Es esto. Esto precisamente. -Volvió a meter las hojas en la cartera y deslizó esta bajo la mesa-. ¡Bien hecho, Weaver! Vuestra reputación es menor de la que merecéis. Dudo que exista un lugar más seguro en la ciudad y, sin embargo, vos habéis conseguido penetrar allí de alguna manera, tomar lo que deseaba y salir bien librado. Estoy muy impresionado por vuestro talento, señor.

Sin esperar a que él me lo indicara, me senté junto a la chimenea y desentumecí las manos delante del fuego.

– Vuestra satisfacción significa poco para mí. He hecho lo que me pedíais, y ahora ha llegado el momento de que me liberéis y liberéis a mis amigos de cualquier obligación hacia vos.

– ¿Liberaros? -preguntó Cobb frunciendo el ceño-. ¿Por qué debería hacer algo tan absurdo?

Me puse en pie de un salto.

– No juguéis conmigo. Me dijisteis que, si hacía lo que me pedíais, repararíais todo el daño que habéis causado. Bien… Ya he hecho lo que me pedisteis.

– Si no recuerdo mal, dije que debíais hacer todo lo que yo os pidiera. Habéis hecho la primera cosa, por supuesto. -Apenas se movía. Apenas se daba cuenta de que yo me había puesto de pie y tenía los puños apretados, amenazándolo-. Hay más, muchas más cosas que necesitaré de vos. Oh, no, señor Weaver… Nuestra colaboración acaba de empezar.

Tal vez yo debería haber previsto este cambio de la situación, pero no lo había hecho. Había pensado que Cobb necesitaba aquellos documentos y que, en cuanto los tuviera en su poder, ya no tendría necesidad de utilizarme.

– ¿Cuánto tiempo os proponéis seguir abusando de mí?

– No se trata de tiempo, en realidad. Es cuestión de unos ob jetivos que debemos lograr. Necesito ciertas cosas. Vos sois el único que podéis conseguírmelas, y no lo haréis de buen grado. Trabajaremos juntos hasta que haya logrado mis objetivos. Es tan sencillo como eso.

– No seguiré robando casas por vos.

– ¡Por supuesto que no! No tendréis que hacer nada de eso. Estoy pensando en asuntos mucho más delicados.

– ¿Qué asuntos son esos?

– No puedo decíroslo, al menos con los detalles que vos desearíais saber. Es demasiado pronto aún, pero comprobaréis que soy muy generoso. Sentaos. Tened la bondad de sentaros.

No sé por qué lo hice, pero me senté. Tal vez por algo que noté en su voz, o quizá porque comprendí que mi resistencia era inútil. Yo no podía hacerle daño sin atraer sobre mi cabeza y sobre las de otros una horrible desgracia. Cobb había jugado sus cartas magistralmente, y yo necesitaba más tiempo para descubrir la manera de aventajarlo. No podía salir de aquello a puñetazos esa misma noche.

– Como os iba diciendo -prosiguió-, descubriréis que soy un hombre muy generoso. De momento, no dejaréis que nadie os contrate. Yo seré vuestro único patrón. Además de las treinta libras que os he prometido por vuestro trabajo, os pagaré otras cuarenta libras por trimestre, que es una suma muy generosa… supongo que tanto como ganaríais en el mismo tiempo, y tal vez más. Por otra parte, así no tendréis la preocupación de preguntaros de dónde obtendréis vuestros ingresos.

– Tendré la preocupación de ser un esclavo al servicio de los caprichos de otro hombre y de que la vida de las personas que quiero dependan de mis actos.

– Para mí que eso es menos una preocupación que un incentivo. Vamos, pensadlo, señor. Si me servís con lealtad y no me dais motivos para espolearos, ninguno de vuestros amigos sufrirá ningún daño.

– ¿Y durante cuántos trimestres requeriréis mis servicios? -pregunté haciendo fuerza para que no me rechinaran los dientes.

– No sabría decíroslo. Puede que sean unos pocos meses. Puede que sea un año, o tal vez más.

– ¡Más de un año! -protesté-. ¡No podéis dejar a mi tío en su estado actual durante un año! Devolvedle su cargamento y yo seguiré adelante.

– Me temo que no saldría bien. No puedo pensar que os sintierais obligado a mantener la palabra dada a un hombre que se hubiera portado tan mal como yo con vos. Dentro de unos meses, tal vez, cuando os hayáis comprometido más, cuando tengáis demasiado que perder si rompierais el trato vos mismo, podremos volver a hablar de vuestro tío. Entretanto, él me servirá para asegurarme de que vos no os alejáis de nuestros objetivos.

– ¿Qué objetivos son esos?

– Venid a verme dentro de tres días, Weaver. Lo discutiremos entonces. Mientras tanto, podéis llevaros vuestras ganancias y gozar de vuestra libertad, Edmond os pagará al salir por vuestra aventura de esta noche y el salario de vuestro primer trimestre.

– Seguro que no le hará ninguna gracia…

– Me tiene sin cuidado si le hace gracia o no, y si pensáis que montaré en cólera por haberle dado una paliza, estáis muy equivocado; podéis dejar de hacerlo.

– Podríais darme algún motivo mejor…

– Si golpear a mi criado calma vuestro malhumor y eso hace que os sintáis más a gusto, sacudidle todo cuanto queráis y yo consideraré que él se está ganando su sueldo. Hay otra cosa, sin embargo. No puedo menos que pensar que estaréis deseando saber por qué llego a semejantes extremos para obtener mis objetivos. Querréis saber qué contienen estos documentos, quién es el señor Ellershaw y más cosas del mismo tenor… Os aconsejo que moderéis vuestra curiosidad; que la sofoquéis por completo. Es una chispa que podría conducir a una gran conflagración que os destruiría a vos y a vuestros amigos. No quiero que husmeéis sobre mí o mis asuntos. Si averiguara que hacéis caso omiso de mi consejo, alguno de vuestros amigos lo pagaría para demostraros que hablo muy en serio. Debéis contentaros con manteneros en la ignorancia.

Aquellas palabras eran su despedida. Me puse en pie y salí al vestíbulo, pero Cobb me llamó.

– Ah, Weaver… No olvidéis esto -dijo, y me tendió los documentos.

Yo me quedé mirando los papeles que tenía en la mano.

– ¿No los necesitáis? -pregunté.

– No tienen ningún valor para mí. Lleváoslos, pero guardadlos en algún lugar seguro. Los necesitaréis dentro de unos días.

Ya en la puerta, Edgar me devolvió mis cosas y puso en mi mano una bolsa sin decir palabra. Fue una suerte para mí que los ladrones que poblaban las calles como hambrientos fantasmas no pudieran oler mi dinero, porque esa noche hubiera sido para ellos una presa fácil. Estaba demasiado aturdido para combatir, o tal vez incluso para advertir el peligro aun teniéndolo ante mis narices.

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