Debería haber pasado otra noche insomne, pero el agotamiento que se había apoderado de mí era tal que podía sentirlo como una verdadera carga. Aunque, de alguna manera, a medida que avanzaban las horas, pasé más allá del dolor, la tristeza y la ira para alcanzar una especie de insensible objetividad. Sabía que despertaría por la mañana y que mi vida debería continuar prácticamente igual que antes. Que volvería a Craven House, que tendría que hablar nuevamente con Cobb y que tendría que seguir obedeciendo sus órdenes y trabajando en su contra.
Por eso, a la mañana siguiente me preparé para llevar a cabo todo aquello. El sueño había devuelto algo de vida a mi tristeza, pero pensaba también en mi tía, en su fortaleza y en su férrea determinación para salir de la sombra de mi tío. Decía que se ocuparía del negocio, y parecía tan deseosa de ocuparse de mí y de ofrecerme su consejo como había hecho mi tío Miguel. Por mi parte, no podía hacer otra cosa más que descubrirme ante su fortaleza y tratar de emularla.
En consecuencia, me lavé en mi jofaina, me vestí y me dirigí a la casa de Cobb, adonde llegué poco después de que el reloj hubiera dado las siete. Ignoraba si lo encontraría o no despierto, pero siempre podría encontrar su dormitorio y despertarlo personalmente, si era necesario. Edgar salió a la puerta para responder a mi llamada, deferente y distante esta vez. No quería mirarme a los ojos, comprendiendo quizá que ese día, en la presente ocasión, no debía oponerme resistencia.
– El señor Cobb aguarda vuestra visita. Está en la salita -me dijo.
Allí lo encontré, en efecto. Al entrar yo, se puso de pie y me estrechó la mano como si fuéramos viejos amigos. Ciertamente, a juzgar por la expresión de su rostro, cualquiera que no estuviese al corriente de la situación hubiera podido pensar que era su familia la que había sufrido una desgraciada pérdida, y yo, un mero visitante que acudía a ofrecerle mis condolencias.
– Señor Weaver -empezó con voz trémula-, permitidme que os exprese la pena que he sentido al enterarme de la muerte de vuestro tío. Es una verdadera tragedia, aunque ya se sabe que la pleuresía es una dolencia muy grave contra la que un médico puede hacer poca cosa.
Emitió algunos sonidos más, palabras iniciadas tan solo, creo, pero que, en definitiva, no llegó a pronunciar. Me pareció comprender su esfuerzo: quería expresar la idea de que mi tío había muerto por su enfermedad, no por la aflicción que le hubieran causado sus deudas. Pero tenia que darse cuenta también de que el mero hecho de hacer esa observación iba a enfurecerme, por lo cual no se atrevía a hablar.
– Veo que estáis tratando de evitar vuestra responsabilidad -dije.
– Solo pretendo deciros que nada… -Cortó aquí su frase, sin duda porque no sabía cómo continuar.
– Os diré lo que he pensado yo, señor Cobb… He pensado deciros que os fuerais al diablo, y permitir que se dieran las consecuencias que fuesen. He pensado mataros, señor, lo que pienso que me libraría de cualquier obligación hacia vos…
– Debéis saber que ya he tomado medidas por si acaso me sucediera algo…
Levanté la mano pidiendo silencio.
– No he elegido esa opción. Solo os pediré que libréis a mi tía de las cargas que habéis hecho sufrir a mi difunto tío. Si canceláis esas deudas, le devolvéis las mercancías de mi tío que tenéis retenidas y no obligáis a esa dama, en estas dolorosas circunstancias, a responder a las demandas de acreedores rapaces, las cosas podrán continuar como antes.
Él guardó silencio unos momentos. Al final, concedió:
– No puedo hacer lo que me pedís -dijo-, pero sí paralizar las cosas, señor. Puedo retrasar las reclamaciones de pagos y asegurarme de que los acreedores no la molesten hasta, por ejemplo, que haya pasado la asamblea de accionistas. Si cuando llegue ese momento estamos satisfechos de vuestro trabajo, liberaré a esa dama, y solo a ella, de todos estos agobios. Si no, no podrá haber ninguna apelación a la indulgencia.
Era, en realidad, un arreglo mejor de lo que yo había previsto, así que presté mi conformidad.
– Y ahora que estáis aquí -dijo Cobb-, ¿tenéis que darme alguna información nueva? ¿Algún progreso que hayáis hecho?
– No tentéis la suerte, señor -dije, y me despedí al punto.
Ya en Craven House, los hombres con quienes trabajaba, incluido el señor Ellershaw, se mostraron corteses y deferentes al verme pero, como suele ocurrir en lugares así, pronto olvidaron mi pesar y, para el final de la jornada, las cosas habían vuelto a ser casi igual que antes. Tuve ocasión de pasar varias veces durante el día por donde estaba Aadil, y él me dedicó gruñendo sus habituales comentarios hoscos, a los que respondí también como solía replicarle normalmente. Tenía motivos para creer que yo no sospechaba de él en cuanto al robo de mis notas, y no vi ninguna necesidad de cederle esta que tal vez era la única ventaja que tenía y sobre él. En realidad, no tardé mucho en restaurar mis habituales recelos hacia él y en verlo de la misma manera a como lo veía antes de la carrera de faetones.
Había, sin embargo, una diferencia porque Aadil me recordaba constantemente las muchas dificultades a que me enfrentaba, las responsabilidades que me tenían agobiado, y eso me espoleaba para olvidar mi malestar y pasar a la acción. En algunos momentos de soledad podía lamentar la muerte de mi tío, pero tenía demasiado que hacer al servicio de los que vivían, y el recuerdo de la fortaleza y determinación de mi tía me impulsaba a seguir.
Hacia el final del día, me las arreglé para buscar una excusa que me permitiera pasar por el despacho del señor Blackburn. Tenía gran curiosidad por saber si recordaba algo de las informaciones que me había dado y si creía tener motivos para temer el uso que pudiera hacer de ellas. Para mi gran sorpresa, no lo encontré trabajando, sino ocupado en reunir sus efectos personales y ordenar sus cosas.
– Señor Blackburn -lo llamé para atraer su atención-. ¿Qué está ocurriendo aquí?
– Ocurre -respondió con la voz alterada- que me han despedido. Tras tantos años de servir fielmente a la Compañía, han decidido prescindir de mí.
– Pero… ¿por qué motivo?
– Dicen, señor, que mis servicios no están a la altura del sueldo que han estado pagándome. Que debo marcharme, porque no quieren tener aquí a un hombre que cree valer más de lo que gana, ni pagarle más de lo que vale en realidad. Con lo cual, me han ordenado que me vaya antes de que concluya el día.
– Lo siento mucho por vos -le dije-. Sé lo mucho que valorabais vuestro puesto.
Entonces se acercó a mí, manteniendo bajos los ojos y la voz.
– Supongo que no habréis dicho nada de nuestra conversación. ¿No le habréis dicho a nadie lo que hablamos?
– No, no lo he hecho. Jamás os traicionaría de esa forma.
– No importa. Creo que estaban vigilándonos. Creo que nos vieron juntos en la taberna y que por eso han decidido quitarme de en medio.
– Lamento muchísimo haber sido la causa de este problema.
– Yo también lo lamento. No debía haberme dejado ver con vos -dijo, pero no había resentimiento en sus palabras. No parecía echarme las culpas, sino más bien considerarlo como un error suyo; como si hubiese emprendido una alocada carrera con un caballo y hubiera salido herido de ella.
– Siento haber sido el causante de esta injusticia -dije. Lo sentía sinceramente, aunque omití añadir que debía sentirse afortunado de que solo lo hubieran despojado de su puesto y no de su vida, al contrario que otros desgraciados a los que mis esfuerzos para averiguar lo que necesitaba saber les habían costado muy caros.
– Sí, yo también lo lamento. Lamento que la Compañía llegue a arruinarse sin mí. Porque… ¿dónde, señor, encontrarán a un hombre de mi talento? ¿Dónde?
Yo no tenía respuesta, y tampoco la tenía el señor Blackburn, que había empezado a derramar lágrimas de pesar.
– Si hay algo que pueda hacer para ayudaros, señor -dije-, no dudéis en hacérmelo saber.
– Nadie puede ayudarme ahora -se lamentó-. Soy un oficinista sin empleo. Soy semejante a un fantasma, señor. Un espíritu al que permiten vagar por la tierra sin función ni misión.
Yo no tenía respuesta para aquello, así que lo dejé, debatiéndome en el intento de cambiar mis sentimientos de culpa por otros de ira. Juré que no me culparía a mí mismo, sino a Cobb. Cobb tendría que responder de aquello.
Al volver a casa esa noche, me encontré con que Devout Hale había respondido a mi mensaje. No se me ocurría mejor manera de ocupar mi tiempo que, siempre con el propósito de vengarme de Cobb, hacerle una visita a Hale. Me informaba en su respuesta de que esa noche podría encontrarlo en cierto café de Spitalfields, así que, después de hacerle una breve visita a mi tía, me dirigí allí.
En cuanto Hale me vio, me pasó el brazo por el cuello y me condujo a un lugar retirado.
– ¿Tan urgente es la cosa, entonces? -me preguntó. Su estado me pareció peor que la última vez que lo había visto, como si su escrófula se hubiera agravado junto con mis problemas en Craven House. Cruzó una sobre otra sus manos enrojecidas y se quedó mirándome con sus ojos hundidos y surcados por pequeñas venas rojas-. Habéis estado dejándome mensajes en todas partes y advierto en vos cierta nota de alarma. ¿Tenéis alguna noticia acerca del rey?
– Aún no he podido hacer ningún progreso en ese asunto -dije-. Lo siento, Devout, pero ya os advertí de que mis contactos no son tan buenos como pensáis y, además, me he visto absorbido por mis problemas con la Casa de las Indias Orientales.
– Como nos ocurre a todos. En fin… de momento, os pediré solo que tengáis presente vuestra promesa. Y ahora decidme en qué puedo ayudaros.
– Necesito preguntaros por alguien. ¿Habéis oído alguna vez el nombre de Absalom Pepper?
– ¡Sí, por supuesto! -Se pasó la mano por sus caedizos cabellos y la retiró con un alarmante mechón entre los dedos-. Era uno de mis hombres -explicó-. Manejaba el telar.
Hice una pausa para reconsiderar esa confirmación.
– ¿Recordáis si mantenía algunos tratos con la Compañía de las Indias Orientales?
– ¿Él? Lo dudo mucho. No era hombre para esas cosas, comprendedme… Era un tipo astuto, menudo y paliducho, con un aspecto más femenino que varonil, en mi opinión. Y también agraciado como una muchacha… Ahora hay algunas mujeres a las que les encanta esa belleza femenina en el hombre pero, si he de seros sincero, yo siempre he desconfiado un poco de esa clase de hombres. En cuanto a lo que preguntáis, no era hombre para tener tratos con Craven House. A los demás se nos podía pasar por la cabeza ir a arrasar ese maldito lugar, y él nos acompañaría con sus buenos deseos, pero sin nada más. Aun así, reconozco que era un tipo muy hábil con el telar, y muy listo, además. Creo que era el más listo de todos, en mi opinión, aunque uno jamás lo diría. Guardaba las cosas para su coleto, y en sus ratos libres se pasaba todo el tiempo del que podía disponer escribiendo en un cuadernillo Dios sabe qué cosas. Bueno… vos ya sabéis que la mayoría de nuestros chicos no sabe leer ni escribir, así que lo miraban como si fuera el mismísimo diablo, y él, a cambio, a sus espaldas, los miraba con el mismo desdén con que los miraría el diablo.
– ¿Qué escribía en ese cuadernillo suyo? -pregunté.
– Jamás me lo dijo -respondió Hale- y, si queréis que os diga la verdad, a mí nunca se me ocurrió preguntárselo. No era amigo mío, y yo tampoco era amigo suyo. Es decir, no existía enemistad entre nosotros, pero tampoco había amistad. Hacía su trabajo y se ganaba bien su puesto, pero a mí no me hacían gracia los humos que se daba. Eso es bastante para un trabajador, pero no responde a lo que yo pido de un amigo.
– Y, cuando murió, ¿le ofrecisteis alguna compensación a su viuda?
– ¿Compensación? ¡Ja! ¡Esta sí que es buena! En ocasiones, cuando muere un hombre, se hace una especie de colecta; pero eso ocurre, habitualmente, cuando el hombre ha muerto en algún accidente relacionado con el trabajo. O, como mínimo, cuando se trata de alguien a quien los muchachos aprecian. Pero Pepper… Tengo entendido que se emborrachó y se ahogó en el río una noche. O igual lo arrojaron a él, digo yo, con sus ínfulas señoriales y todo. Puede que empujara a algún rufián y que este, a su vez, le devolviera el golpe, por así decir.
– Entonces… ¿no es posible que vos y vuestro gremio estéis pagando una pensión a su viuda?
– ¿Una pensión, decís? ¡Menuda ocurrencia! Sabéis perfectamente que apenas podemos pagar al panadero. ¡Una pensión…! Como os decía, cuidamos de los nuestros. El año pasado, cuando murió Jeremiah Cárter de la gangrena que se le produjo después de un accidente en el que perdió los dedos, reunimos más de dos libras para su viuda…, pero Jeremiah fue siempre un hombre muy popular y dejó a su viuda con tres hijos pequeños…
Yo no hice ningún comentario acerca de aquella suma y de la fortuna que obtenía de la Compañía la viuda de Pepper.
– Como veis, me he mostrado comunicativo, Weaver. Supongo que ahora os toca serlo a vos. ¿De qué va todo esto?
La verdad era que no lo sabía.
– Es demasiado pronto para poder decirlo -empecé, formando las palabras despacio mientras trataba de decidir qué cantidad de información podía comunicarle sin correr ningún riesgo. El gran peligro que nos amenazaba a mí y a mis amigos me hacía reacio a contarle nada, pero sabía también que Hale era digno de confianza y siempre se había comportado amablemente conmigo; pero también, y eso era tal vez lo más importante, que quizá podría extraer más información contándole lo poco que sabía. Por consiguiente, le pedí que me jurara mantenerlo en secreto y procedí a contarle todo lo que me pareció seguro decirle.
– En realidad, no sé de qué va -le dije-. Sé que la Compañía de las Indias Orientales se las ha arreglado para pagarle a su viuda una pensión considerable, y que luego ha atribuido ficticiamente ese pago a la generosidad del gremio de los tejedores de seda.
– ¡Una pensión considerable, y un cuerno! -exclamó Hale-. ¡Pero si esta pobre muchacha vive en la miseria!
– Pienso que estáis mal informado. He estado en Twickenham y he podido ver personalmente que esa dama vive notablemente bien para ser la viuda de un trabajador de la seda… o la viuda de cualquiera, en realidad.
– Jamás os hubiera tomado por una persona tan necia, Weaver. Esa viuda no vive en Twickenham. Ni ha soñado nunca con vivir allí. Vive en una vieja casa medio derruida en Little Tower Hill, y os aseguro que no ha recibido ninguna clase de pensión. Lo único que le dan es ginebra, y se puede considerar afortunada cuando consigue una buena provisión de ella.
Cruzamos varios comentarios y réplicas más de este estilo, pero una vez hubimos establecido las credenciales de ambas damas, resultó crecientemente obvio para mí que el señor Absalom Pepper pudiera haber incurrido muy bien en el delito, demasiado común entre hombres de clase inferior, de estar casado con dos mujeres a la vez. Por esta razón, y por muchas otras, estaba comenzando a parecerme un personaje muy interesante.
En el carruaje, de camino a la casa de la segunda viuda Pepper, Hale no dejaba de rumiar.
– Hay algo raro en todo esto… -decía gruñendo por lo bajo. Sus palabras sonaban como los resoplidos de un perro al percibir pasos en la periferia de su capacidad auditiva-. No hay en el mundo una pandilla de ladrones más insensibles y cicateros que los que forman la Compañía de las Indias Orientales. No buscan más que su propio beneficio y, si están pagando dinero a esa pretendida viuda Pepper, tiene que ser porque quieran comprar su silencio. Porque habrán hecho algo despreciable. Como haberle quitado la vida. Podéis estar seguro de ello. ¿Cuánto le pagan?
En contra de mi propio sentido común, le informé de la suma.
– ¡Santo Cielo! -exclamó-.Eso tiene que ser dinero manchado de sangre, si ha existido cosa así alguna vez. Es absurdo que paguen tanto, y absurdo también que ella pueda llegar a creer que el dinero sale de nosotros. Nada de esto tiene sentido, Weaver.
Tenía razón, por supuesto. Era la misma conclusión a la que habíamos llegado Elias y yo. Aquella suma atraía la atención por sí misma y no era verosímil que encajara en un intento de ocultar un crimen.
– La mujer nos dijo que Pepper estaba siempre tomando notas sobre toda clase de cosas. ¿Conserváis alguno de esos escritos suyos?
– Tengo otras cosas de que preocuparme que de los garabatos de un tejedor de seda.
– ¿Os fijasteis alguna vez en lo que escribía?
– Si he de seros sincero, sí. Pero no me sirvió de gran cosa porque jamás aprendí a leer. -Al ver que mis ojos se abrían por efecto de la sorpresa y la expresión alicaída de mi rostro, Hale se apresuró a añadir-: No sé leer, es cierto; pero conozco las letras cuando las veo, y los garabatos de Pepper no consistían solamente en letras.
– ¿No eran letras?
– Bueno…, había algunas, pero eran dibujos también. Dibujos de cosas.
– ¿Qué clase de cosas?
– No sabría decirlo, porque apenas les eché un vistazo. Cada vez que Pepper me sorprendía mirando sus papeles, me los quitaba y se enfurecía conmigo. Yo intentaba tomarlo a broma, diciéndole que no era más capaz de leer lo que había escrito que lo que se publicaba en el periódico, pero con aquello no conseguía ponerlo de mejor humor. Decía que estaba intentando robárselos, y yo le respondía que no tenía ningún interés en robarle sus papeles, ni la menor idea de que pudieran interesar a alguien.
– Pero… ¿qué había en esos dibujos? -pregunté de nuevo.
– Por lo poco que me dejó ver -respondió Hale-, yo diría que nos dibujaba a nosotros.
– ¿A los tejedores de seda?
– No precisamente a los hombres, sino el taller en que trabajamos, el equipo, los telares… Como os decía, solo fue un vistazo, pero esa es la impresión que saqué. Aunque no puedo imaginar para qué querría robar alguien un dibujo de un puñado de trabajadores de la seda y sus cosas… ¿Quién querría mirar algo tan poco importante?
La única respuesta que se me ocurría era que a una organización que se había sentido perjudicada por la voluntad de los tejedores de seda: la Compañía de las Indias Orientales.
Hale le dijo entonces al cochero que se detuviera. Yo salté del carruaje y le tendí la mano a mi enfermo amigo para ayudarlo a bajar, pero él no me lo permitió.
– Os he traído hasta aquí, Weaver, pero no iré más lejos. Conozco a la pobre Jane Pepper desde que era niña, y no tengo corazón para verla como se encuentra ahora. Su padre, que en paz descanse, era amigo mío, y me subleva pensar que se pasó toda la vida ahorrando para reunir las veinte libras que fueron la dote de su pequeña. En aquel entonces yo ya pensé que era tirar el dinero permitir que se casara con Pepper, pero ahora lo sé con seguridad. -Movió la cabeza-. Hay algunas cosas que prefiero no ver.
Me resultaba muy comprensible su repugnancia. A mí jamás me había gustado estar en St. Giles después de anochecer y, con la advertencia de Hale que no presagiaba nada bueno, se me hacía aún menos apetecible. Aun así, seguí sus indicaciones y no tardé en encontrar la casa a la que me había encaminado. Llamé a la puerta y salió a abrir una mujer muy anciana, que vestía prendas andrajosas. Cuando le dije que quería hablar con la señora Jane Pepper, dejó escapar un suspiro de exasperación, o tal vez de tristeza e hizo un ademán indicándome un tramo de escaleras.
La señora Pepper salió a mi encuentro en semejante estado de desnudez que ni siquiera me permitió fingir que no sospechaba lo mucho que se había hundido su posición en la vida desde la muerte de su esposo. Llevaba sueltos los cabellos y el vestido, que dejaba al aire buena parte de sus grandes pechos. Y además apestaba a ginebra. Incluso pude ver, en las duras líneas que se marcaban en torno a sus ojos, y en la forma como los huesos de sus pómulos se proyectaban contra la tensa piel de su rostro, que, en desafío al orden natural de las cosas, era la bebida la que parecía poseer al bebedor. Y, sin embargo, bajo la dura costra de miseria y desesperación, eran visibles todavía los restos de una criatura encantadora. No podía caber ninguna duda de que Absalom Pepper había tenido buen ojo para la belleza.
– ¡Hola, cariño! -me saludó-. Entra, por favor.
Acepté su invitación y tomé asiento, sin aguardar a que me lo pidiera, en la única silla que había en la habitación. Ella fue a sentarse delante de mí en su cama.
– ¿Qué va a ser esta noche, tesoro?
Hurgué en mi bolsa y saqué de ella un chelín, que le tendí enseguida.
– Solo unas preguntas. Esto es por vuestro tiempo. Arrebató la moneda de la forma como he visto que algunos monos agarran los confites que les ponen delante sus dueños.
– Mi tiempo -replicó con voz firme- vale tres chelines.
No podía creer que nunca le hubieran pagado tan bien por cualquier favor suyo, no digamos ya por uno tan discreto como el que yo buscaba, pero, puesto que no tenía ánimos para discutir con aquella pobre criatura, le di las monedas que reclamaba.
– Deseo preguntaros por vuestro difunto marido.
– Oh…, mi Absalom… -exclamó-. ¿Hubo jamás un hombre tan amado?
A mí me sorprendió enseguida la semejanza entre los sentimientos de las dos señoras Pepper. Ignoraba cómo podía haber encantado tanto a las damas el difunto señor Pepper, pero no pude evitar el deseo de aprender aunque no fuera más que una pequeña parte de sus secretos.
– ¿Era un buen marido, entonces?
– Era un buen hombre, señor. El mejor de los hombres. Y es bien cierto eso que a menudo se dice de que un hombre excelente no siempre tiene a su disposición el tiempo que quisiera para ser un buen marido…
«En particular, si está ocupado en ser un buen marido para alguna otra esposa», pensé yo, aunque ni se me pasó por la imaginación dar voz a semejante comentario.
– ¿Qué podéis decirme de él?
– Oh…, era bueno conmigo, señor. ¡Tan bueno siempre…! Cuando estaba conmigo, yo jamás hubiera sospechado siquiera que pudiera haber para él otras mujeres en el mundo, porque solo pensaba en mí, solo me miraba a mí cuando paseábamos juntos por la calle. Ya podíamos estar en St. James, con la gente más elegante de la metrópoli, que él no se fijaría en ninguna de ellas… Y quería… -Se cortó de pronto, y me observó con mirada crítica-. ¿Por qué queréis saberlo? ¿Quién sois vos?
– Os pido disculpas, señora. Mi nombre es Benjamín Weaver, y me han encargado investigar en los asuntos de vuestro marido para determinar si se le debía algún dinero con anterioridad a su fallecimiento.
Era una trampa cruel, y yo lo sabía, pero había muy poco que pudiera hacer yo por esta señora Pepper y mucho lo que tenía que hacer para ayudar a los que dependían de mi esfuerzo. Además, un poco de esperanza pudiera ser, en su caso, más un acto de piedad que una crueldad.
– ¿Dinero? ¿De quién? ¿Cuánto?
Extendí los brazos como para decir que las personas sencillas como nosotros somos incapaces de comprender los grandes designios.
– La verdad es que no puedo deciros cuánto, ni exactamente de quién. He sido contratado por un grupo de hombres inclinados a invertir en proyectos, y ellos me han pedido que inquiriera por los asuntos del señor Pepper. Aparte de eso, no sé nada más.
– Bien… -asintió ella, pensativa-, lo que puedo deciros es que estaba metido en más cosas que en su trabajo con la seda. Siempre tenía dinero en el bolsillo, a diferencia de los demás trabajadores. Y yo no iba a decirle nada de eso a Hale ni tampoco a los otros, porque no tenían por qué saberlo. En particular porque hubieran tenido celos de Absalom, por ser tan inteligente y apuesto.
– ¿Qué era lo que tenía entre manos, además de su trabajo con la seda?
– Nunca me habló mucho de ello -dijo la mujer-. Decía que no debía preocuparme con asuntos tan aburridos como esos. Pero me prometía que algún día no lejano seríamos ricos. Y entonces murió de forma trágica al caer en el río. Fue una crueldad muy grande del destino dejarme así, sola y sin un céntimo.
En su congoja, inclinó el cuerpo hacia delante, descubriendo aún más la rotunda turgencia de sus pechos. Yo no podía dejar de entender el significado de aquel gesto, aunque estaba decidido a fingir no darme cuenta. Era una mujer hermosa, pero endurecida, destruida, y yo no podía rebajarme hasta el punto de aprovecharme de su miseria. Podía tentarme, pero no serviría de nada.
– Lo que voy a deciros es muy importante -le dije-. ¿Os contó alguna vez algo el señor Pepper acerca de sus aspiraciones? ¿Mencionó nombres, lugares, algo por el estilo que pueda ayudarme a imaginar en qué trabajaba?
– No, no lo hizo nunca. -Se interrumpió un momento y me observó luego con expresión dura-. ¿Pretendéis robarle sus ideas, las cosas que escribía en sus cuadernos?
Sonreí ante su pregunta, como si fuera la idea más necia del mundo.
– No tengo el más mínimo interés en robaros nada, señora. Y os prometo, por mi honor, que si descubro que vuestro marido ha dado con algo de valor, me aseguraré de que recibáis lo que es vuestro. Mi misión no es llevarme nada de vos, sino solo saber y, en el caso de que sea posible, devolver a vuestra familia algo que tal vez se haya perdido.
Mis palabras tuvieron tanto éxito en calmar sus preocupaciones, que la pobre mujer se puso en pie y apoyó una mano en mi hombro con una dulzura que jamás hubiera esperado en alguien a quien el mundo había tratado tan mal. Me miró de una forma que me dio a entender en términos inequívocos que deseaba que yo la besara. Reconozco que me sentí complacido y hago constar en honor de sus encantos el hecho de que, como mi avisado lector habrá intuido, me halagara la buena disposición de una puta a la que ya le había dado dinero y a quien le había hecho vagas promesas de una futura riqueza. Lo cierto es que noté que mi anterior resolución había empezado a disiparse y que no podría decir con certeza cómo hubiera acabado la cosa de no ser porque en aquel momento ocurrió algo sumamente inesperado.
La viuda Pepper había empezado a mover los dedos hacia mi rostro, pero yo la retuve con un gesto y después me llevé un dedo a los labios reclamando silencio. Con el máximo sigilo que pude, me aproximé a la puerta de la habitación. Pero… ¡ay…! siempre preocupada por su seguridad, la señora Pepper la había cerrado con llave, lo cual restaría unos segundos preciosos a la ventaja de la sorpresa que hubiera podido dar cuando, lo más rápidamente que pude, hice girar la llave en la cerradura y abrí de par en par la puerta.
Tal como me temía, quien hubiera estado escuchando fuera había adivinado mis movimientos instantes antes de lo que yo hubiese querido, pero, aun así, distinguí la figura de un hombre que corría y casi caía escaleras abajo. Fui tras él de inmediato, pero supongo que carecía de la agilidad de mi presa porque el descenso me costó más que a él y para cuando pude llegar al piso inferior, ya había salido por la puerta delantera del edificio y corría por la calle.
Lo seguí lo más aprisa que pude y, cuando salía de la casa de la señora Pepper lo vi doblar por Tower Hill Pass en dirección a East Smithfield. El desconocido se movía con rapidez pero, ya sin la desventaja de la escalera, confiaba en que conseguiría, por lo menos, mantener el mismo paso que él y tenía confianza, además, en mi resistencia. Porque el hombre acostumbrado a pelear en un cuadrilátero ha de ejercitarse en seguir esforzándose incluso cuando siente vacías sus reservas de fuerza. Me dije, pues, que, aunque no pudiera superarlo al principio, si era capaz de mantener el paso, tal vez acabaría dándole alcance.
En realidad, la agilidad de que había dado muestras en la escalera no se manifestaba en la oscuridad de las calles. Primero tropezó en un resbaladizo y negro charco de inmundicia y se cayó de bruces. Pero tan rápidamente como se desplomó, recuperó la vertical de un salto con la velocidad de un saltimbanqui italiano. Después se metió por uno de esos negros callejones que caracterizan la zona de St. Giles: laberintos de callejuelas sin luces, en los que, a menos que uno conozca bien el camino, puede estar seguro de que se perderá. Por más que yo ni siquiera tuve la oportunidad de perderme, pues, para empezar, perdí a mi hombre. En cuanto doblé la primera esquina, tan solo me llegó el ruido lejano de pasos, pero sin que me fuera posible determinar de dónde me llegaba ni hacia dónde iba.
No me quedó más remedio que abandonar la persecución. Y, aunque tuve que ver lo ocurrido con la melancolía que nace de un fracaso, intenté consolarme diciéndome que hubiera ganado muy poco de haber logrado alcanzar a aquel hombre. Además de tener una inesperada velocidad, se trataba de una persona corpulenta y, casi con toda seguridad, más fuerte que yo. Haberle alcanzado tal vez me hubiera resultado más peligroso que útil. Además, en el momento en que tropezó había podido observar sus rasgos fugazmente; no podía estar completamente seguro y hubiera tenido mis dudas en declarar su identidad ante un tribunal. Con todo, mi grado de certeza era alto: el hombre que había estado al otro lado de la puerta de la señora Pepper, espiándome o espiándola a ella, no era otro que el indio Aadil. Rastreaba mis pasos y no me quitaba ojo de encima; ¿por cuánto tiempo podría fingir no saberlo?
Dada la advertencia de Edgar, no me sentía muy decidido a faltar otro día a mis obligaciones en Craven House, pero por otra parte me creía muy cerca de obtener una respuesta al misterio y deseaba llegar al final. A la mañana siguiente, pues, envié una nueva nota al señor Ellershaw para informarle de que mi tía precisaba de mí para ciertas gestiones y que, por ello, acudiría tarde a mi trabajo.
Le rogaba, además, que, si quería darme algún encargo o indicarme alguna instrucción, se comunicara directamente con mi cirujano; con este objetivo, escribí otra nota para Elias en la que lo ponía al corriente de las mentiras que había tenido que decir y le expresaba mi confianza en que pudiera sacarme del apuro. Hecho esto, tomé la diligencia para Twickenham, para ir a visitar otra vez a la viuda del señor Pepper. La dama me recibió de nuevo, aunque en esta ocasión sin tanta cortesía: tal vez porque empezara a temer por el futuro de su pensión.
– Os repito, señora, que no deseo causaros ningún trastorno, pero me han pedido que venga a haceros unas pocas preguntas. Los caballeros de la compañía de seguros Seahawk quieren que os asegure que lo más probable es que vuestra pensión no corra ningún riesgo. No podemos obligaros a responder a nuestras preguntas, pero pienso que vuestros fondos estarán mucho mejor asegurados si decidís prestarles vuestra ayuda.
Dio la impresión de que estas palabras suscitaban precisamente el grado de alarma que yo buscaba, pues me respondió que ayudaría lo mejor que pudiera.
– Sois muy amable, señora. Lo cierto es que, como comentamos ayer, debéis comprender que una suma de ciento veinte libras anuales supone una cantidad fuera de lo común para un hombre con los ingresos de vuestro difunto marido. ¿Tenéis alguna idea de por qué lo elegiría su gremio para darle esta prueba de generosidad?
– Seguro que ya habréis indagado estas cuestiones. Y debo deciros que no me gusta que os toméis este tipo de libertades con la memoria del señor Pepper.
– Es cierto que he planteado estas preguntas -admití- pero, puesto que todavía no he recibido suficientes respuestas, me veo obligado a seguir indagando. En cuanto a lo que decís acerca de la memoria del señor Pepper, espero que me permitáis señalar que con estas preguntas se nos ofrece una oportunidad mucho mayor de honrar su memoria, descubriendo ejemplos perdidos de su sagacidad.
Era, en realidad, mi propia sagacidad lo que celebraba con esto, porque vi que mis palabras tenían el deseado efecto sobre la amante viuda. No es que se mostrara menos escéptica, pero me di cuenta de que no podía permitir que se le escapara ninguna oportunidad de celebrar al bendito señor Pepper.
– No puedo deciros gran cosa de eso, salvo que estaba siempre enfrascado en sus libros, leyendo y tomando toda clase de notas, y trazando sus dibujos.
Pensé que era muy insólito que un tejedor de seda tuviera libros de su propiedad, y no digamos ya muchos libros. Los libros costaban mucho dinero, algo de lo que un tejedor no andaría sobrado, aunque sabía ya lo bastante del señor Pepper para comprender que era una excepción a prácticamente todas las reglas. Cualquiera que fuese su interés en ellos, debía de tratarse de algo más que ociosa curiosidad. Debía de ser algo que él creyera rentable para su inversión de tiempo y de dinero en ellos.
– ¿Cómo conseguía los libros? -pregunté.
– Nunca nos faltaron, os lo aseguro. Aunque, por importantes que fueran para él, jamás habría podido soportar ese gusto si hubiera redundado en quedarme yo sin algo que necesitaba o deseaba.
– ¿Y tenéis alguna idea de la naturaleza de esos dibujos suyos? -insistí.
– El jamás los compartió conmigo. Decía que no quería preocupar a una mujer con las ideas que tenía en su mente.
– ¿He de entender, entonces, que vuestro marido no os habló nunca de sus intereses?
Ella sacudió la cabeza.
– Mencionasteis que tenía unos cuadernos… ¿Podría verlos?
Sacudió la cabeza una vez más.
– Cuando vino el hombre del gremio de los tejedores, me dijo que esos cuadernos y papeles tal vez pudieran ser útiles para el gremio, y me ofreció comprarlos todos por otras diez libras. A mí no me servían para nada, y los hubiera vendido también en cualquier caso. No sé si diez libras fue un buen precio, pero pensé que, aunque no lo fuera, los del gremio habían sido tan amables conmigo, que hubiera sido una descortesía echárselo en cara.
– Se lo llevaron todo entonces, ¿no?
– Ya os lo he dicho -respondió con un tono de irritación asomando en su voz.
Pensé que más valía cambiar de tema, aunque solo fuera ligeramente.
– Decidme, señora Pepper… Ya he entendido que vuestro esposo no comentaba nunca sus investigaciones directamente con vos, y me hago cargo de que esos arreglos son normales entre marido y mujer, pero es rara la casa en la que la información no se filtra, por así decir, por las rendijas, de la manera como el olor de la sopa pasa de la cocina a las habitaciones contiguas…
Ella asintió y esperó, pero no se decidió a seguir la línea que le sugería si no es para comentar que no le gustaba que, en su hogar, los olores de la cocina se extendieran al resto de la casa.
– No es posible -seguí- que no hayáis sorprendido alguna conversación del señor Pepper con sus amigos y asociados a propósito de su negocio. No necesito deciros cuan importante sería que supiéramos algo acerca de su trabajo. Tal vez con esto, precisamente -añadí con un significativo guiño en mi ojo-, conseguiríamos acallar cualquier duda a propósito de vuestra pensión.
– ¿Por qué tendría que haber dudas? -Su voz alcanzó ahora un tono bastante más agudo que el habitual.
– Ciertamente mi más ferviente deseo sería descartar estas preguntas y dejar vuestro acuerdo tal como está. Me ayudaréis a hacer eso, ¿verdad?
Estaba muy claro que lo haría.
– Nunca me contó gran cosa acerca de sus investigaciones, como las llamaba, pero tenía un amigo íntimo con quien las comentaba. Yo jamás conocí a ese caballero, porque nunca visitó nuestra casa, pero el señor Pepper solía referirse a él en los términos más elogiosos, como alguien capaz de alentarlo y prestarle ayuda en sus estudios. Se encontraban fuera de casa los dos, y pasaban muchísimo tiempo con sus cuadernos estudiando todo aquello que desearan estudiar.
– ¿Sabéis el nombre de ese caballero?
– Claro…, aunque no su nombre completo. El señor Pepper se refería siempre a él como el señor Teaser.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para reprimir una tensa sonrisa. Lo de «señor Teaser» evocaba demasiado el nombre de un personaje de comedia, [10] e incluso empecé a sospechar que pudiera no tratarse de un hombre, sino de una mujer, y que las entrevistas de Pepper con aquella persona concreta tuvieran muy poco que ver con el deseo de investigar. Sin embargo, no me quedaba más remedio que examinar a fondo en el asunto.
– ¿Qué podéis decirme de ese señor Teaser?
– Muy poco, me temo. Rara vez hablaba de él y, cuando lo hacía, era con una extraña mezcla de satisfacción y desdén o algo semejante. Elogiaba la perspicacia del señor Teaser, pero a la vez se reía de él: decía que era simple como una criatura y que él, mi marido, el difunto señor Pepper, podía llevar a aquel infeliz a donde quisiera.
– ¿Pudiera ser -inquirí- que vos hubierais oído casualmente el lugar donde se celebraban esos encuentros?
– En eso sí puedo ayudaros. En cierta ocasión oí, por casualidad, que el señor Pepper, al conversar con un amigo suyo, le describía un próximo encuentro e identificaba el lugar como una casa de Field Lane, próxima a una taberna llamada El Racimo de Uvas, si no recuerdo mal. No podría decir si se trataba de un pub o un domicilio privado, pero recuerdo que le dio esa dirección.
– ¿Se os ocurrió ir allí personalmente?
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
«Porque sois curiosa -pensé yo-. Porque no hubierais recordado el lugar si fuese algo que no os importaba.» Me abstuve de decirlo, con todo, porque no ganaba nada descubriendo que sabía más de sus sentimientos de lo que ella deseaba que supiera, y porque no servía para mis propósitos demostrarle que me daba cuenta de que ella, en cierta manera, estaba extrañamente celosa del tal señor Teaser.
Unas pocas preguntas adicionales revelaron que la señora Pepper no tenía nada más que decirme, así que le di las gracias por haber abusado de su tiempo.
– ¿Y qué hay de mi pensión? -me preguntó-. ¿Está segura?
Puesto que no tenía ningún deseo de renunciar a la que creía que aún pudiera ser una fuente útil de información, preferí mostrarme impreciso.
– Haré todo cuanto esté en mi mano para serviros -respondí, al tiempo que le hacía una reverencia.
Ella se mordió el labio en un claro gesto de preocupación.
– Si os mostrara algo… si os permitiera verlo… ¿aceptaríais que lo hago movida por el deseo de cooperar y me prometeríais hacer todo lo posible por ayudarme?
– ¡Por supuesto que sí! -prometí, tratando de borrar de mi mente la doblez que encerraban mis palabras. No podía decir con qué objeto pagaba a aquella dama una pensión la Compañía de las Indias Orientales, pero si yo sacaba a la luz sus secretos, con toda probabilidad se cegaría aquella fuente de dinero. En otras palabras, que estaba haciendo todo lo posible para convencer a aquella mujer de que colaborara en su propia ruina.
Ella me pidió que esperara y desapareció unos instantes, al cabo de los cuales regresó con un librito encuadernado en piel en las manos. Lo tenía apretado contra su pecho, lo que me permitió ver que tenía en la cubierta una amplia franja descolorida.
– Mi marido, el difunto señor Pepper, solía decir que sus cuadernos eran su memoria… así me lo repitió muchas veces. Tenía que escribir en ellos sus ideas casi en el momento en que las tenía, de manera que no se le escaparan y le fuera imposible recuperarlas. De hecho, creía haber olvidado un número más elevado de ideas de cuantas pudieran tener a lo largo de su vida todo un ejército de hombres. Por eso tenía siempre estos cuadernos a mano y escribía en ellos incesantemente. Según él, muchos de estos cuadernos contenían ideas excelentes; otros, en cambio, apenas nada de particular. Cuando vinieron los hombres del gremio a buscar sus libros, me dijeron que lo querían todo. Pero yo, sin embargo, me quedé con algo: solo con este cuaderno, en realidad, y fue porque me dijo que contenía puntos de partida erróneos, ideas terribles. Era un cuaderno del que dijo en cierta ocasión que no le importaría perderlo. Yo lo guardé porque tenía ese defecto en la piel de la encuadernación que parece casi una letra P…, por Pepper, claro. En todo caso, me atreví a conservarlo para mí.
Extendí la mano y ella, a regañadientes, puso el cuaderno en ella. Página tras página, estaba lleno de una escritura prieta, inclinada, tan pequeña que apenas podía leerla. Las letras se juntaban, y no tardó en empezar a dolerme la cabeza por el esfuerzo de descifrarlas. Además de aquellos densos párrafos había también dibujos, como me había dicho Hale: dibujos que parecían representar los materiales y el equipo para tejer la seda.
El señor Pepper pensaba que aquel libro no tenía ningún valor, pero yo no estaba tan seguro de eso.
– ¿Podríais dejármelo? -pregunté-. Os prometo que os lo devolveré.
Le costó, pero al final accedió con un gesto.
Seguro ya de que mis esfuerzos no obtendrían más recompensa, me despedí de ella, prometí una vez más que comprometería mi empeño en proteger sus intereses y me dirigí a tomar la diligencia de vuelta. Por desgracia, iba a tener que esperarla más de lo que me hubiera gustado, y no pude llegar a la metrópoli hasta casi el crepúsculo. Ya allí, de nuevo en mis calles, tuve que hacer a pie el camino a casa, de forma que ya prácticamente había anochecido en Duke's Place cuando llegué a mi alojamiento.
Tanto viaje me había abierto el apetito, así que consideré seriamente detenerme a comer algo antes de retirarme; pero tampoco hay nada como el viaje para desear el descanso. Por lo cual, y consciente de que mi patrona no iba a tener una cena ligera a punto para mí, pensé que prefería tomar un poco de pan con queso en mi habitación a entrar en una taberna y cenar un guiso frío de carne con guisantes.
Llegaba ya a casa cuando sentí en el hombro el peso brusco de una mano. Me volví y… no puedo decir que me sorprendiera completamente ver el desagradable rostro del fiel Edgar, con su sonrisa despectiva.
– Se os ha descubierto el pastel, Weaver- dijo, apretando los labios de aquella manera que evocaba el pico de un pato-. Tratabais de esconderos como un cobarde con la excusa de la muerte de vuestro tío, pero no somos tan necios como creéis. ¿Pensabais que el señor Cobb no descubriría vuestro doble juego?
– ¿De qué doble juego me habláis, bellaco? -pregunté. Trataba de mostrarme indignado, pero en realidad me estaba preguntando cuál podía ser el engaño concreto que hubiera podido salir a la luz.
Él prorrumpió en una carcajada que revelaba claramente su satisfacción, ya que no júbilo.
– Una cosa es que pretendáis tomarnos a todos por bobos, y otra muy distinta fingir ignorancia una vez que os hemos descubierto. No sacaréis nada con eso, así que podéis aceptar que hemos destapado vuestros manejos y que os comportéis de otra manera si no queréis que reciban más daño vuestros amigos.
– ¿Más daño? ¿Qué queréis decir?
– Digo que el señor Cobb ha sido generoso con vos. Demasiado generoso, en mi opinión, pero que vuestra necedad ha hecho que os pasarais de la raya. Se os advirtió que si nos desafiabais, si os negabais a tratar con nosotros como un caballero, vuestros amigos lo pasarían mal. Está claro, demasiado claro, que no nos creeréis a menos que os demos una prueba de nuestra determinación, y por eso el señor Cobb ha decidido que es hora de demostraros lo que dice.
Estallé sin pensarlo ni un instante. Agarré a aquel cargante individuo por el pañuelo que llevaba al cuello y se lo retorcí con fuerza hasta hacer que su rostro se pusiera casi inmediatamente de un color oscuro cuyo tono me era prácticamente imposible determinar en la noche.
– ¿Qué habéis hecho? -le pregunté, aunque tal vez con demasiada rudeza, porque al momento pudo verse que no respondería si lo estrangulaba. O sea que lo solté a mi pesar y el hombre se desplomó en el suelo-. ¿Qué habéis hecho? -repetí, propinándole al tiempo una patada para que comprendiera la seriedad de mi pregunta.
– Se trata de vuestro amigo Franco -me dijo, tras una serie de histriónicas sacudidas como si se estuviera ahogando-. Se han llevado a Franco. Y, si no empezáis a obedecer órdenes, él va a ser simplemente el primero.