Me dirigí a la casa del señor Cobb, pensando que sería mejor informarle de lo que había hecho al proponerle a Ellershaw el nombre de Elias. Puesto que Cobb no quería que yo tramara con mi amigo algo en contra de él, pensé que tal vez podría enfurecerlo que yo hubiese propuesto como cirujano a mi amigo y también víctima de extorsión. Pero, por el contrario, Cobb aprobó, complacido, mi decisión.
– Confío en que podréis controlar a vuestro amigo -me dijo-. Deberá tener los sentidos alerta para captar lo antes posible lo que Ellershaw desea oír de él y, después, decírselo. Y vos tenéis que calmar a ese hombre por todos los medios que podáis. Ganaos su afecto a través de vuestro cirujano. Pero ni se os ocurra discutir otros asuntos con él. Porque, por privadas que puedan ser vuestras conversaciones, puedo aseguraros que nos enteraremos de su contenido.
No dije nada, porque no había nada más que decir.
En los días siguientes empecé a organizar una rutina con mi trabajo en la Casa de las Indias Orientales. Ya después del primer día, cuando me presenté allí a las diez de la mañana, Ellershaw me informó de que se esperaba de mí que cumpliera el horario de la
Compañía como cualquier otro, de las ocho a las dieciocho, pero, por lo demás, nadie supervisaba mi trabajo. Comencé por obtener del fastidioso señor Blackburn una lista de todos los vigilantes contratados por la Compañía. Una vez le hube explicado que deseaba establecer una rutina de trabajo bien organizada, él me animó a hacerlo y elogió mi sentido del orden.
– ¿Qué sabéis de ese individuo proveniente de las Indias Orientales, el llamado Aadil?-le pregunté.
Blackburn pasó unos momentos hojeando algunos papeles, antes de responderme que ganaba veinticinco libras al año.
Comprendí que tenía que aclarar mi pregunta.
– Lo que quiero decir es si sabéis qué clase de hombre es.
Blackburn me miró, con una leve expresión de extrañeza en su cara.
– Gana veinticinco libras al año -repitió.
Comprendí que no iría demasiado lejos por ese camino, así que intenté adoptar otra línea de investigación. No había olvidado mi curioso encuentro con el caballero de Seguros Seahawk, y pensé que tal vez el señor Blackburn pudiera ayudarme en ese aspecto. Por consiguiente, le pregunté si los conocía.
– Oh, sí -respondió-. Tienen sus oficinas en Thogmorton Street, cerca del Banco. El señor Slade, el director, vive encima del despacho. Tienen un buen negocio, sí.
– ¿Cómo sabéis eso?
Él se ruborizó levemente.
– Reconozco que mis servicios tienen cierta demanda, señor, y no solo por parte de los caballeros de Craven House… Ocasionalmente, he sido contratado por varias empresas para poner en orden sus libros, y mi reputación es bien conocida tanto en el mundo mercantil como en el de los seguros. De hecho, el año pasado dediqué varios domingos consecutivos a poner en orden los libros de Seahawk.
Era una buena noticia para mí, ciertamente, pero no quise parecer excesivamente interesado y levantar sospechas por ello.
– Tenéis que decirme cómo podéis hacer semejante cosa.
Ignoraba por completo que alguien pudiera reordenar unos asientos contables.
Ninguna otra pregunta hubiera podido hacer más feliz a aquel caballero y, aunque me vi obligado a escuchar una explicación asombrosamente aburrida que se prolongó hasta ser la más larga que yo hubiese soportado jamás, me enteré de una serie de valiosísimos detalles: como, por ejemplo, el que los registros de las transacciones de la Compañía se guardaban en el primer piso, en las oficinas de un tal Samuel Ingram, que era una de las principales figuras de la casa y que estaba encargado de valorar, en general, las propuestas más arriesgadas.
Una vez conseguida esta información, aguardé a que se presentara el momento de poder librarme educadamente de semejante tostonazo, y aproveché la primera ocasión para hacerlo. Pude ver, sin embargo, que mis preguntas, en lugar de atraer sobre mí los recelos del señor Blackburn, me habían granjeado su afecto.
Me costó solo un par de días habituarme a las rutinas de mi nueva vida, y empecé luego por escribir una nota y ponerla en el almacén principal. En ella indicaba quiénes, cuándo y cuánto tiempo tenían que trabajar, qué ronda tenía que hacer cada hombre, y demás cosas por el estilo. Los hombres que sabían leer quedaban obligados a informar de sus obligaciones a los que no sabían. Aunque la novedad del sistema causó de entrada cierta consternación, los hombres no tardaron en descubrir que tendrían que trabajar menos horas si todos cumplían con lo que se esperaba de cada uno. Solo Aadil y un grupito de tres o cuatro individuos de aspecto avinagrado, que parecían pertenecer al círculo de sus íntimos, expresaron su desagrado por las nuevas normas.
A pesar del hecho nada insignificante de que continuaba ganando cinco libras más al año que sus subordinados, difícilmente podía sorprenderme que Aadil me tuviera rencor por mi intrusión en su pequeño reino. Tampoco que hubiera reunido en torno a sí a sus seguidores, porque los hombres de carácter fuerte suelen obrar así. Lo que me sorprendió, sin embargo, fue que su círculo pareciera extenderse más allá de los límites de los trabajadores comunes. En mi segundo día de trabajo en los almacenes, fui un poco antes de la hora y me encontré dos personas enfrente mismo del almacén principal, que estaban de pie allí fuera ajenos al frío y a la fina llovizna helada que caía: uno de ellos era el indio y el otro nada menos que el señor Forester, el joven miembro de la junta de comisionados que parecía sentir tanto desdén por el señor Ellershaw. Los dos estaban conversando en voz baja. Aadil, que era tan alto como ancho, se encorvaba como un gigante dirigiéndose a un mortal.
Yo no tenía el más mínimo deseo de entrometerme y, si bien no podía imaginar qué pudieran tener que decirse aquellos dos, no creí que debiera inmiscuirme. Me desvié, pues, como si tuviera algo que hacer en uno de los almacenes pequeños. Ellos me vieron, sin embargo, y mientras que Aadil encontró un momento para mirarme con evidente desprecio en su rostro marcado por las cicatrices, noté que Forester parecía alarmado, ya fuera por mi presencia o porque lo hubiera descubierto en compañía de aquel rufián. Palideció y dio la vuelta rápidamente, sacudiéndose de su casaca verde los trocitos de escarcha que aterrizaban sobre él y se fundían.
Aadil vino hacia mí, con más aspecto de toro en embestida que de ser humano.
– No se os ocurra decir nada de él -me conminó-. No es asunto vuestro.
– No se me habría ocurrido pensarlo siquiera, si no me hubierais dicho que lo pasara por alto -observé-. Si queréis que los otros no se fijen en vuestros actos, debéis tratarlos como si no fueran merecedores de llamar la atención.
– Si decís algo, os pesará -replicó, y se alejó, haciendo crujir con sus pesadas botas la capa de hielo formada sobre la tierra.
Ese mismo día, más tarde, encontré la oportunidad de hacer un aparte con el orondo y amable señor Carmichael, quien -después de mi negativa a azotarlo- se había convertido en mi aliado más íntimo en el mundo de los vigilantes. Podía haber tenido peor suerte, porque, por lo visto, gozaba de gran influencia entre los trabajadores de los almacenes. Cuando supe que Aadil estaba ocupado con alguna tarea en el otro extremo de la finca, le pregunté a Carmichael por la conversación que había visto entre el indio y Forester.
– En cuanto a eso -me respondió-, debería aconsejaros que lo paséis por alto.
– Es lo que dijo Aadil…
– Él es la razón por la que os conviene soslayarlo. Aadil y ese tal señor Forester llevan algo entre manos.
– ¿De qué se trata?
Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie nos observaba.
– No debería decíroslo, pero, si contribuye a que no sigáis indagando, tal vez sea mejor. No sé qué es exactamente lo que traman, pero tiene algo que ver con el tercer piso del almacén sur, el que llaman Greene House, porque tiempo atrás fue adquirido a un sujeto llamado Greene.
– ¿Qué hacen en el tercer piso de la Greene House?
– No lo sé, porque no permiten que ninguno entre allí. Cualquier entrega o salida de mercancías tiene que ser realizada por los hombres de Aadil y nadie más, y cada vez que traen o sale algo el señor Forester no está demasiado lejos.
– ¿Le habéis preguntado por ello?
– No; preferiría meter la cabeza en la boca de un lobo. No tenéis más que ver la jeta de ese individuo para saber que no admite preguntas y que, si apreciáis vuestro puesto aquí, tenéis que manteneros al margen de ese negocio.
– ¿Acaso no es parte de mi negocio todo lo que ocurre en los almacenes? -pregunté con deliberada cerrazón.
Él se rió.
– Llevo trabajando aquí la mayor parte de estos veinte años, señor Weaver, y puedo deciros una cosa: Craven House es un escenario de secretos, alianzas ocultas y ansias de poder del que una obra de teatro podría estar orgullosa. Así ha sido siempre. Las personas que quieren medrar han de intrigar, actuar rastreramente y destruir a los que son mejores que ellas. Eso es todo. No ganaréis nada descubriendo a los que están metidos en esto pero, por otra parte, tampoco tenéis nada que perder si no los descubrís. A mi entender, eso significa que más vale dejarlos tranquilos y ocuparos de vuestras propias obligaciones.
En cuanto a tales obligaciones, no estaba muy seguro de qué era lo que tenía que hacer durante diez horas al día. Una vez hube elaborado los detalles del programa de trabajo de cada uno, comprendí que apenas necesitaría unas pocas horas cada semana para mantenerlo. Aparte de hacer alguna ronda por los almacenes y asegurarme de que los hombres parecían estar vigilantes cada uno en su puesto, no se me ocurría otra cosa. Se lo comuniqué así al señor Ellershaw, pero él me dijo simplemente que continuara llevando a cabo mi excelente trabajo.
Elias me informó de que hasta el momento el señor Ellershaw no se había puesto en contacto con él y, puesto que me pareció imprudente insistir por mi parte en el asunto, seguí dando vueltas por los almacenes, charlando amistosamente con los vigilantes, escuchando sus chismorreos y esperando tropezar con alguna mención del misterioso Absalom Pepper de Cobb. Pero ninguno pronunció su nombre y yo no me atreví a mencionarlo.
En mi segundo día de trabajo, el mismo en que había visto la extraña conversación entre Aadil y Forester, me quedé hasta avanzada la noche con la excusa de ver a los hombres cuando realizaban sus últimas rondas, y aproveché una vez más la oscuridad para examinar los papeles de Ellershaw en busca de aquel nombre. Pero buscar semejante referencia a una persona entre tantísimos documentos habría requerido un asombroso golpe de suerte, que no se produjo. Permanecí, pues, despierto casi toda la noche y no descubrí nada: lo único que saqué de mis esfuerzos fue un dolor de cabeza por haber estado forzando la vista con la luz de una simple vela.
El cuarto día, sin embargo, tuve un encuentro de particular importancia para el curso de estos hechos. A última hora de la mañana, dejé los almacenes para ir a las cocinas de Craven House, donde esperaba poder tomar un par de vasos de vino que me fortalecieran para sobrellevar las obligaciones del resto de la jornada. Entré allí y me encontré con que se habían ido prácticamente todos los sirvientes: solo estaba la encantadora Celia Glade, a la que, desde nuestro encuentro en el despacho de Ellershaw, solo había podido ver a lo lejos o en espacios llenos de gente. Estaba ocupada en disponer una bandeja con platos y tazas de café, destinada sin duda para el despacho de algún directivo. Le sonreí al entrar en la estancia, pero noté un nudo en el estómago, como quien se siente caer de una gran altura. Allí estaba una mujer que conocía mi oscuro secreto o, por lo menos, que sabía que tenía uno. Y lo único que me protegía de ella era el hecho de que yo sabía que ella también ocultaba un secreto.
– Buenos días, señorita Glade -me adelanté a decirle.
Ella se volvió y por un instante me sentí penetrado por una terrible sensación de miedo… miedo de no poder controlar mis sentimientos. La joven era simplemente una mujer, muy bella, sí… y sin duda también muy inteligente. Pero… ¿qué podía importar todo eso? ¿No estaba Londres lleno de mujeres así? ¿No había disfrutado yo de mi cupo de ellas? Sin embargo, al verme en su presencia, notaba que en ella había algo más, más allá de su belleza y su perspicacia. Estaba representando un papel, como yo, y lo hacía muy bien. Tanto, que yo creía estar en presencia de alguien muy capaz de echar por tierra mis esfuerzos.
Me saludó con una reverencia e inclinó el rostro respetuosamente, pero siguió manteniendo sus ojos oscuros fijos en los míos.
– Oh… no está bien que os dirijáis a mí en esos términos -dijo, mostrando su acento de las horas diurnas, en lugar del tono de dama que había empleado durante nuestro encuentro nocturno-.Aquí todo el mundo me llama simplemente Celia, o Celie mis amigos.
– ¿Y soy yo amigo vuestro, Celie? -le pregunté.
– ¡Oh, bueno! Eso espero, señor Weaver. No deseo tener enemigos.
Se la veía tan atareada y con el entrecejo fruncido y mostrando concentración, que durante un brevísimo instante tuve que preguntarme si sería realmente ella la misma mujer con la que me había encontrado de noche. No podía descubrir en ella nada revelador de que no era la mujer que quería que el mundo creyese que era.
No obstante, insistí.
– Si no recuerdo mal, cuando hablamos la primera vez vuestra voz tenía un tono diferente…
– ¿Cuando le llevé al señor Ellershaw su medicina para que la bebiera? Debía de estar distraída con mi trabajo u otra cosa así.
– Será como decís, Celie…
– Y ahora tengo que volver a mis obligaciones, señor. -me dijo. Pero cuando pasó a mi lado, rozándome, casi tropieza con la bandeja y tuve que alargar el brazo para ayudarla a no caer al suelo. En la confusión del momento, se las arregló para murmurarme hábilmente dos frases al oído-: Están siempre escuchando -me susurró tan quedamente que apenas pude oír su voz por encima del tintineo de la porcelana en su bandeja. Y después añadió-: El Pato y la Carreta, en St. Giles… esta noche.
– Esta noche no puedo -respondí susurrando también.
Ella asintió.
– Claro… vuestra cena con el señor Ellershaw… ¿Mañana por la noche, entonces?
– Mañana por la noche -confirmé.
Durante un breve instante, ella tomó mi mano entre las suyas.
– De acuerdo.
Mi corazón palpitó con fuerza mientras la vi salir de la cocina. Se diría que yo había olvidado que no se trataba precisamente de una invitación a una cita. Sentí incluso una punzada de sorpresa al darme cuenta de que, por lo visto, estaba al corriente de mi invitación a cenar con el señor Ellershaw. No tenía ni idea de lo que eso pudiera significar, ni sabía si encontrarme con la señorita Glade en un lugar de su elección era una ocurrencia sensata. En el mejor de les casos, tal vez recibiría alguna explicación de aquella doble naturaleza suya. En el peor, tal vez me vería metido en alguna clase de trampa.