15

Mientras fingía con Ellershaw, le ocultaba cosas a Cobb, me conchababa con Carmichael y perfeccionaba mis planes con Elias, en ningún momento se me había ocurrido pensar que los bellacos gabachos pudieran confiar tanto en mi muerte inminente que se jugaran su dinero por ella. Aquella idea, cuando menos, me resultaba desconcertante pero, como había descubierto no hacía mucho en el café Knightly, hasta la más segura de las apuestas nunca es segura del todo, y yo tenía puesta toda mi confianza en que aquellos petimetres extranjeros vieran perdidos sus esfuerzos.

Me habría gustado pasar más tiempo con Elias pues, aunque gran parte de lo que nos desconcertaba había salido a relucir en los cinco primeros minutos de nuestra conversación, hay, con todo, revelaciones que necesitan tiempo para asentarse y calar, como una botella de buen vino lo requiere antes de que estemos listos para consumirla. Pero yo no pude gozar de este lujo de la fermentación lenta, porque tenía una cita pendiente y, a pesar de mi intranquilidad, no podía acudir a ella con retraso.

Era algo que había estado en mis pensamientos durante todo el día, y en cuanto pude dejar Craven House sin llamar la atención, me dirigí a St. Giles in the Field. Mi lector sabe ya que esta no es ni mucho menos la zona más agradable de la metrópoli, y aunque yo no rehúyo los vecindarios menos gratos, reconozco que este presenta especiales dificultades con sus calles y callejones laberínticos y trazados en curva, que parecen diseñados para confundir al navegante más experimentado. Pero yo me las arreglé para seguir mi rumbo con razonable celeridad y unas pocas monedas en la palma de la mano de una charlatana prostituta me encaminaron directamente a El Pato y la Carreta.

Era esta una taberna de cierta prestancia arquitectónica, por lo menos dada su ubicación. Mi entrada no llamó especialmente la atención salvo entre los jugadores, las furcias y los mendigos, todos los cuales estaban atentos a la llegada de nuevas y confiadas bolsas. Pero yo me he movido por mi trabajo en esta clase de establecimientos y sé bien cómo adoptar una máscara amenazadora. Los desgraciados que pululan por esas aguas en busca de una presa fácil, saben percibir enseguida el olor de un tiburón como ellos y, en consecuencia, guardan las distancias.

No me costó mucho darme cuenta de que El Pato y la Carreta entraba en esa categoría de tabernas que se conocen como tugurio. Cerca de las cocinas habían dispuesto una olla enorme, casi tan grande como para que un hombre se bañara dentro, y a su alrededor había una decena de hombres que habían pagado tres peniques a cambio de la oportunidad de realizar dos o tres intentos o «buceos», según las normas del establecimiento. Cada uno tenía en la mano un largo cuchillo, que introducía a ciegas en aquella lotería gastronómica. El vencedor ensartaría un trozo de carne, en tanto que los menos afortunados encontrarían con su espetón algo tan poco sustancioso como un nabo o una zanahoria.

Ocupé una mesa en un rincón oscuro, lejos de los alterados y descorazonados gritos de los «buceadores», y me encasqueté bien el sombrero para ocultar mejor mi rostro mientras bebía una cerveza aguada. Bebí otras dos más antes de que llegara la señorita Glade, y debo confesar que en un primer momento no la reconocí. No fue que la oscuridad o el tener mis sentidos algo embotados me impidieran reconocerla al instante, sino la forma como iba vestida. Se diría que el de criada o el de mujer metida en el mundo de los negocios no eran los únicos disfraces empleados por aquella intrigante criatura: se presentó con la apariencia de una prostituta vieja y desaliñada, tan repelente en su fingida personalidad, que bien pudiera pasar por invisible. No podía haber mejor disfraz -pensé- que ir vestida como una criatura en la que nadie desea fijar su mirada. Cientos de estas pobres mujeres ya envejecidas, cuyos cuerpos marchitos ya no les sirven para ejercer su oficio, pululan por las calles con la esperanza de encontrar a un hombre demasiado borracho o demasiado desesperado para que no les importe el género que compran. Y allí estaba de esa guisa la señorita Glade, vestida de andrajos y los cabellos desgreñados. El maquillaje que embadurnaba su cara creaba la ilusión de vejez, y se había ennegrecido unos dientes y oscurecido los demás para crear un efecto suficientemente desagradable. Pero, por encima de todo eso, estaba su forma de caminar. Yo jamás había observado antes que las putas viejas tuvieran unos andares especiales, pero ahora pude ver que era así. Solo sus ojos negros, brillantes, vivos y rebosantes de apasionada curiosidad, traicionaban su auténtica personalidad.

A petición suya, pues sin duda lo quiso así para mantener la integridad de su disfraz, pedí ginebra para ella; unos cuantos clientes se rieron de mi escaso gusto para las mujeres, pero a ninguno le causó especial extrañeza nuestro arreglo: yo no estaba en mis cabales, y aquella mujer había tenido la suerte de dar conmigo.

– Sí, vale… -dije sintiéndome inexplicablemente torpe-. Vuestra mascarada me ha sorprendido mucho, pero ahora no se trata de eso y tenemos mucho de que hablar.

– Y nos resultará bastante difícil hacerlo, porque ninguno de los dos se fía del otro. -Una sonrisa, su auténtica sonrisa, emergió como un palimpsesto de debajo de las capas de maquillaje.

– Esa, señora, es la triste verdad. Tal vez no os importaría decirme qué es lo que hacéis en Craven House. Y, ya puestos a ello, quizá pudierais decirme también cómo fue que la algarada de los trabajadores de la seda desbarató vuestros planes la otra noche.

Hubo un levísimo cambio en su mirada, y yo supe que había dado en el blanco.

– ¿Mis planes? -preguntó.

– Cuando me visteis, me dijisteis «Sois vos», o algo por el estilo, y expresasteis vuestra sorpresa de que el alboroto ante la verja no me hubiera impedido entrar. Está claro que pensabais que yo era otra persona y que por eso os dirigisteis a mí con vuestra verdadera voz, en vez de la que utilizáis dentro de Craven House. De no haber sido por ese error, supongo que yo nunca habría pensado que erais otra cosa que la persona que fingís ser cuando servís en la Compañía de las Indias Orientales.

– Suponéis muchas cosas… -dijo.

– Lo sé. Pero me sentiría menos dado a las suposiciones si vos me dierais hechos que las hicieran innecesarias.

– Claro que también vos podríais explicarme vuestras idas y venidas…

Dejé escapar una carcajada.

– No avanzaremos mucho si no dejamos de jugar a este juego… Vos sois quien me habéis invitado a venir aquí, así que debéis de haber dedicado alguna consideración al tema.

Ella cerró los labios con fuerza y quedó pensativa.

– Tenéis razón, sí. No tiene objeto que sigamos dando vueltas al asunto y, si ninguno de nosotros se atreve a hablar, nada resolveremos. La verdad es que mi mayor deseo sería que vos y yo no nos encontráramos en bandos opuestos.

– ¿Y eso por qué? -pregunté.

Una vez más asomó a sus labios su auténtica sonrisa.

– No debéis hacerle a una dama esa clase de preguntas -respondió-. Pero creo que ya sabéis la respuesta.

Creía saberla, en efecto. Pero, con todo, no podía permitirme confiar en aquella mujer. Sí, tenía encantos, belleza y buen humor… una combinación a la que yo difícilmente podía resistirme, y todas estas maravillosas cualidades se combinaban en ella de una forma que me parecía casi mágica. Todo cuanto había podido ver de ella me decía que había elevado a la perfección el arte del disimulo, lo que me obligaba a suponer que cualquier muestra de afecto hacia mí debía de ser tan falsa como uno de sus disfraces.

– Señor… -me dijo-, debo haceros una pregunta sencilla. En el negocio que os ha traído a Craven House, ¿estáis interesado en perjudicar o en ayudar a la Compañía?

– Ni lo uno ni lo otro -respondí sin dudar ni un momento. No había previsto aquella pregunta en concreto, pero intuía que solo podía haber una respuesta segura. La neutralidad es la postura más fácil de cambiar.

– Me es indiferente lo que pueda ocurrirle a la Compañía, y no permitiré que su marcha en un sentido u otro dirija mis acciones.

Mi respuesta pareció satisfacerla.

– Me alegra oíros, porque eso significa que no tendremos que enfrentarnos. Y ahora, en cuanto a lo que hago… ¿Sois consciente, señor, de que, a diferencia de las otras compañías comerciales, la Compañía de las Indias Orientales no tiene el monopolio en su terreno? Cualquier compañía puede comerciar con las Indias si cuenta con el capital y los medios para hacerlo.

Me reí.

– Sí, ya he oído eso. Yo diría que es un tema de perpetuo interés en Craven House.

– Como debe ser. La Compañía de las Indias Orientales debe estar siempre en guardia contra quienes quieran arrebatarle la que es su riqueza. Por consiguiente, a menudo emprende acciones para derrotar a sus competidores potenciales. Pero a veces va más allá. A veces adopta prácticas inicuas, puro robo, con la intención de arruinar a algunas pequeñas empresas que solo aspiran a obtener una pizca de las riquezas de Oriente.

– ¿Y vos representáis a una de esas empresas?

– Así es -dijo-. Estoy al servicio de un caballero comerciante, cuyas ideas y contactos fueron robados por agentes de la Compañía de las Indias Orientales. He entrado en Craven House para encontrar pruebas de este expolio y reparar la injusticia. Como vos, no busco perjudicar ni ayudar a la Compañía: solo deseo que se remedie el daño causado.

– Dudo que los hombres de la Compañía vean las cosas como vos, pero a mí no me importa. La suerte de la Compañía no me concierne y, si vuestro patrón ha sido perjudicado como decís, entonces, ciertamente, aplaudo vuestros esfuerzos.

– Os lo agradezco, señor. Y ahora tal vez accedáis a explicarme algo de vuestros negocios…

– Por supuesto. -Desde el momento en que la señorita Glade me había propuesto aquella cita, yo había estado reflexionando y había construido una ficción que pensaba que serviría admirablemente para mis propósitos-. Estoy a las órdenes de un caballero de más méritos que medios. Es, en realidad, el hijo natural del señor Ellershaw, quien lo engendró hace unos veinte años, pero no ofreció a su hijo ni a la olvidada madre del chico la ayuda de la que esos infortunados muchachos dependen. De hecho, desoyó cruelmente las justas peticiones de ayuda de la madre. Estoy aquí a petición del joven, para ayudarlo a descubrir alguna prueba de su patrimonio que pueda permitirle demandar a un padre tan insensible.

– Me parece que ya he leído algo acerca de ese incidente -dijo la señorita Glade.

– ¿De veras? -dije, sin que mi rostro pudiera ocultar mi sorpresa.

– Sí. En una de esas encantadoras novelas de la señorita Eliza Haywood.

Se me escapó una risa nerviosa. Un hombre sentado a la mesa contigua miró hacia mí para ver si me estaba muriendo de asfixia.

– Sois muy graciosa, señora, pero ya sabéis que esos novelistas se precian de escribir historias sacadas de la vida real. No puede sorprenderos que una historia tomada de la vida real se parezca de alguna manera a lo que se intenta narrar.

– Sois tal vez más listo que inteligente, señor -dijo abriendo los brazos, en un ademán no exento de una buena dosis de humor.

– Sin embargo -añadí-, puestos a desconfiar, permitidme que os pregunte algo. ¿Cómo puede ser que una joven dama como vos posea semejante habilidad para el disfraz? Porque vos no solo sois capaz de vestir cualquier ropa, sino que sabéis alterar la naturaleza de vuestra voz e incluso vuestro porte.

– Sí -asintió ella bajando la vista-. No os lo he dicho todo, señor Weaver, pero, puesto que estamos en plan de confidencias y estoy segura de que vos no queréis causarme ningún daño, procuraré ser más sincera con vos. Mi padre, señor, era un artesano de raza judía que…

– ¿Vos sois judía? -Necesité toda mi fuerza de voluntad para evitar un grito… que se quedó en un gruñido mascullado.

Sus ojos se abrieron, divertidos.

– ¿Os asombra eso?

– Sí -respondí sin rodeos.

– Comprendo. Nuestras mujeres deben permanecer siempre en el hogar, preparando comidas y encendiendo velas, y sacrificar su vida para asegurarse de que sus padres, hermanos y maridos estén bien atendidos. Solo a las mujeres británicas les está permitido deambular por las calles…

– Yo no he querido decir eso.

– ¿Estáis seguro?

No lo estaba, en realidad, y por lo mismo evité responder su pregunta.

– No somos tantos en esta isla como para que yo deba esperar que una extraña tan encantadora como vos se cuente entre los nuestros…

– Y sin embargo -insistió-, eso es lo que soy. Y ahora, por favor, permitidme que siga con mi historia.

– Por supuesto.

– Como os iba diciendo, mi padre fue un artesano… hábil en el arte de trabajar la piedra, que dejó de joven su ciudad natal de Vilnius y partió en busca de una vida más próspera. Los hombres así a menudo llegan a este reino, porque es con seguridad el lugar más atractivo de Europa para vivir en él los judíos. Fue aquí donde conoció a mi madre, inmigrante también a esta tierra, aunque ella había nacido en la pobreza en un lugar llamado Kazimierz.

– ¿Sois una tudesca, entonces? -pregunté.

– Así es como vuestra gente se empeña en llamarnos -dijo, no sin cierta amargura-. Los vuestros no nos quieren.

– Os puedo asegurar que yo no tengo ese prejuicio.

– ¿Y cuántos judíos de los nuestros contáis entre vuestros amigos?

Encontré de lo más desagradable aquel interrogatorio y por eso le sugerí que continuara con su historia.

– Debido en parte a la intolerancia del pueblo inglés, y en parte también al fanatismo del vuestro, encontró demasiado difícil ejercer su oficio aquí, pero tras muchos años de esfuerzos consiguió alcanzar una posición cómoda. Por desgracia, murió cuando yo tenía diecisiete años en un accidente relacionado con su trabajo. Tengo entendido que esos accidentes ocurren con mucha frecuencia entre las personas que trabajan la piedra. Mi madre no tenía medios para mantenernos y tampoco contábamos con familia en este país. Fue así como nos vimos obligadas a depender de la caridad de la sinagoga; pero esa institución, a diferencia de la vuestra, es tan pobre, que pudo hacer muy poco para facilitarnos pan y un techo sobre nuestras cabezas. Esta vergüenza fue demasiado para mi madre, que jamás había tenido una constitución fuerte, por lo que siguió a mi padre a la tumba cuando aún no habían pasado seis meses. En mi dolor, me encontré sola en el mundo.

– Siento mucho todas vuestras desgracias.

– No podéis haceros idea de mi pena. Todo lo que tenía había desaparecido, y no me quedaba ninguna aspiración que no fueran la penuria y la enfermedad. En aquella situación, sin embargo, decidí examinar las cuentas de mi padre y descubrí que había un hombre de cierta importancia que le debía aún tres libras. Para encontrarlo decidí, pues, viajar a la metrópoli, haciendo el viaje a pie y soportando toda clase de abusos, como podéis imaginar. Me arriesgué a hacerlo y a sufrirlo todo para cobrar la deuda, a pesar de que me doy cuenta de la locura de aquel intento, porque esos hombres, como he tenido ocasión de comprobar hace mucho tiempo, jamás pagan si pueden evitar hacerlo. Yo había esperado una tajante negativa, pero me encontré con algo totalmente distinto. A pesar de mis harapos y de mi aspecto desaliñado, el caballero me recibió personalmente y me entregó el dinero en la mano, expresándome al mismo tiempo sus más sinceras disculpas y su pesar por mis dificultades. Más aún: me pagó el doble de lo que me debía en atención a mis sufrimientos. Y me ofreció aún más, señor Weaver: me sugirió que podría seguir asociada con él viviendo en su casa.

Yo me esforcé en evitar que mi rostro expresara alguna emoción.

– No debéis avergonzaros de hacer lo que debíais para sobrevivir…

– No he hablado de vergüenza -replicó mirándome valientemente a la cara-. Tenía seis libras en la mano. Quizá no corría el peligro de morirme de hambre en varios meses. Y, sin embargo, acepté su ofrecimiento… ¿Por qué? Pues porque me pregunté si no tendría derecho a disponer de ropas limpias, un lugar donde vivir y comida suficiente para existir más allá de la encumbrada situación de eludir meramente la muerte. Conozco algo de vuestra historia, señor, porque se ha publicado en los periódicos. En vuestra juventud, cuando no teníais ni un céntimo, elegisteis pelear en un cuadrilátero. Vivisteis, pues, de las ventajas que os proporcionaba vuestro cuerpo. Yo hice lo mismo, aunque cuando una mujer hace eso, a menudo la llaman con toda suerte de nombres desagradables. Además, si un hombre asume la tarea de cuidar de una mujer, asistir a sus necesidades, sus ropas, sus alimentos, su vivienda, y ella a cambio se obliga solo a no aceptar las atenciones de otro hombre… en algunas tierras llamarían a eso matrimonio. Pero aquí lo llaman amancebamiento.

– Señora… os aseguro que no os estoy juzgando.

– No me juzgáis con palabras, pero lo veo en vuestros ojos.

Yo no podía replicar nada, porque había interpretado bien mi expresión. Pero llevaba suficiente tiempo viviendo en las calles para saber cuánta necedad es juzgar a una mujer por emplear sus atractivos para librarse de la muerte o de un estado no mucho más deseable. Sabía también que el verdadero motivo de que los hombres fueran tan proclives a aplicar nombres tan insidiosos a las mujeres que se tomaban libertades con sus propios cuerpos no era otro que su deseo de mantenerlas dominadas. Aun así, me sentí decepcionado porque supongo que la deseaba pura e inocente, por más que ese deseo por mi parte fuera una insensatez. Después de todo, lo que tanto me atraía de Celia Glade era su aire de libertad, su ingenio, su sensación de encontrarse a gusto en el mundo; mejor dicho: de ser dueña del mundo.

– Como vos, yo también soy un producto del mundo en que vivo -dije a modo de excusa-. Desde joven me han educado para formar esos juicios sobre las mujeres que actúan como vos lo habéis hecho. Y si ahora, más maduro ya, deseo rechazar esas ideas, sigo encontrando dentro de mí una voz que se opone a esa voluntad.

– Sí -asintió ella-, he tomado decisiones… que sabía que eran las mejores que tenía a mi alcance, pero contra las que se sigue oponiendo una voz en mi conciencia. Pero, puesto que no querría que me condenarais, yo tampoco os condeno a vos. Y sigo con mi historia. Viví espléndidamente con él como su favorita, y a él le encantaba sobremanera mi tendencia natural a imitar a otros. Al principio me animaba a imitar a otras personas de su entorno, pero luego empezó a comprarme disfraces y a hacerme adoptar toda clase de personalidades: la de una mendiga gitana, la de una cortesana árabe, la de una joven campesina e incluso la de anciana. Por complacer al caballero aprendí todas esas habilidades que vos habéis observado. Pero, después, como ocurre a menudo en estas circunstancias, él conoció a otra mujer más joven e inexperta que yo y, por lo mismo, más dispuesta a seguir sus caprichos.

– Debe de ser el mayor loco que exista en el mundo, si prefirió a otra mujer antes que a vos.

Advertí en su mirada un destello de placer, pero prefirió pasar por alto mi galanteo.

– Aunque yo no era ya su favorita, el caballero, a quien no mencionaré por su nombre, creía en lo que consideraba su deber y continuaba asistiéndome en mis necesidades. Y entonces, al cabo de dos años de mantenerme en este amable olvido, se puso en contacto conmigo y me dijo que quería que empleara mis habilidades en su servicio. Se había portado tan bien conmigo en el pasado, que difícilmente hubiera podido negarme, sobre todo porque era consciente de que mi negativa equivaldría a sacrificar mi futura comodidad. Y por eso no me quedó otro remedio que entrar en Craven House y ser allí sus ojos y sus oídos para descubrir todo cuanto pudiera acerca de las prácticas ilícitas de la Compañía, con el fin de que el comercio con Oriente pudiera abrirse más a todos los hombres de negocios. La noche en que os encontré, pensé que erais uno de los criados de mi patrón, que venía a recoger unos papeles que yo había copiado para sus propósitos, y esa fue la razón de que os descubriera inadvertidamente.

Pensé decirle que, por lo visto, yo no era el único en narrar historias fabulosas aptas para una novela, pero comprendí que sería muy descortés hacer eso. En consecuencia, me limité a asentir para manifestarle mi simpatía. Con todo, en aquel preciso instante me pareció ver que en sus ojos despuntaba una lágrima y alargué mi mano para acariciar la suya. Al hacerlo, golpeé sin querer su vaso de ginebra, que había permanecido olvidado en la mesa y cuyo contenido, lejos del fuego como estábamos, por fuerza tenía que estar completamente frío a la manera como ocurre con esos licores. Solo pude imaginar el sobresalto que tendría al notarlo derramado en su regazo.

– ¡Oh, está helado! -exclamó con su voz natural, que no era en absoluto la de una vieja furcia. Y al momento siguiente se echó hacia atrás y comenzó a sacudir de sus ropas la bebida derramada. Por suerte, no había llegado a calar demasiado, y aunque los otros clientes de la taberna se divirtieron con el espectáculo, ninguno de ellos pareció advertir que había oído el grito de una joven dama… en nada parecido a la cascada voz de una vieja bruja.

– Os pido perdón -me excusé. Y salí corriendo hacia el mostrador, donde convencí al tabernero de que me prestara una toalla relativamente seca, con la que sequé el asiento de la señorita Glade antes de permitirle que volviera a sentarse.

– Siento muchísimo mi torpeza -le dije, una vez hube devuelto la toalla-. Vuestra belleza debe de haberme deslumbrado tanto, que olvidé prestar atención a lo que hacía.

– Vuestras amables palabras resultarían más persuasivas si no fuera vestida de esta manera -me dijo con una sonrisa irónica, aunque yo ya sabía que había merecido su perdón. Ciertamente aquel incidente ayudó a aliviar la tensión entre nosotros.

Tenía mucho que pensar yo ahora, y no sabía cuánto de este descubrimiento debería compartir con el señor Cobb. Para mí había sido evidente que la historia de la señorita Glade era una mentira… por lo menos en la parte relativa a su intento de ayudar a un comerciante perjudicado. Su narración, por otra parte, se parecía demasiado a la mía: un cuento acerca de reparar una injusticia menor sin grandes esfuerzos. Nadie podía poner reparos o condenar su causa… nadie que no fuera un hombre de la Compañía, por supuesto, y fuera lo que fuese lo que ella sospechara de mí, sabía que yo no era uno de ellos.

¿Y qué había de la propia señorita Glade? Si no era lo que decía ser… ¿qué era? Yo tenía mis propias sospechas, porque no había creído aquella explicación suya de que se disfrazaba para su amante… Se me había ocurrido que pudiera haberse dedicado al teatro, pero ahora creía que no porque, de haber sido así, me hubiera dado esa explicación mucho más simple. Pero, entonces… ¿quién podría tener esa capacidad para disfrazarse?

A un intento de encontrar respuesta para estas preguntas obedeció mi acción de derramar sobre ella el vaso de ginebra. La estancia estaba fría y yo sabía que su bebida estaría casi a punto de helarse; por eso imaginé que gritaría y que su voz sería la auténtica, sin disfraz alguno. Fueron tan solo tres palabras, seis sílabas, pero suficientes para que yo pudiera percibir su acento. Aquella o inicial larga, prolongada, cantarina; con la h totalmente insonora, inexistente; y las a y las e bien diferenciadas, sin aproximarlas a ningún otro sonido, en tanto que la o final era breve y cortada, semejante a una u. No, no era el acento de una dama nacida en tierras británicas. Ni tampoco la forma de hablar de una nacida de judíos tudescos. Pero… ¡oh, sí, lo reconocía a pesar de tan pocas palabras!

La señorita Glade era una mujer francesa que fingía tener otro origen, y a mí no se me ocurría otra razón por la que quisiera ocultar ese origen, que la de que fuera una espía de la Corona francesa… al servicio de los hombres que, podía entender ahora ya, apostaban un dinero que recuperarían con creces en cuanto yo muriera.

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