7

Para la tarde siguiente concerté una reunión en casa de mi tío, a la que asistió también Elias, porque los tres éramos las personas más afectadas por este problema…, dejando aparte al señor Franco, al que me referiré más adelante. Nos sentamos en el estudio de mi tío a catar a sorbitos su vino…, aunque en el caso de Elias «trasegar» sería una descripción más adecuada, porque se pasó todo el rato haciendo equilibrios entre la necesaria claridad de pensamiento y la abundancia de clarete en el hogar de un comerciante en vinos.

– No he conseguido averiguar nada acerca de ese hombre, el tal Jerome Cobb -anunció mi tío. Se retrepó en su asiento y a mí me pareció entonces menudo y frágil entre los brazos de la butaca. Aunque sentado junto al fuego, tenía encima un pesado edredón y llevaba un pañuelo atado alrededor del cuello. Su voz emergía con un ronco resuello, que me hacía temer por su salud-. He hecho algunas preguntas discretamente, entiende, pero la mención de su nombre solo da lugar a caras de completa ignorancia.

– ¿Podría ser que los que respondían a vuestras preguntas estuvieran fingiendo? -pregunté-. Quizá estén tan asustados de Cobb que teman cruzarse en su camino.

Mi tío sacudió la cabeza.

– No lo creo. Llevo demasiados años como mercader para no saber olfatear el engaño; o, por lo menos, el desasosiego. No…, el nombre de Cobb no significa nada para aquellos a los que he preguntado.

– ¿Y qué hay de ese sobrino suyo, el de las Aduanas? -insistí.

Mi tío sacudió otra vez la cabeza.

– Se sabe que trabaja allí, pero es una persona bien situada y que guarda las distancias. Muchas de las personas con quienes he hablado tienen alguna idea de él, pueden decir incluso que lo conocen de vista, pero no saben nada más.

Elias, que se estaba secando la boca con el dorso de su muñeca, asintió vigorosamente.

– Yo he podido averiguar algo más. He sabido que su criado obtuvo el arrendamiento de su casa en una puja, ofreciendo una cifra muy generosa y pagando tres años por adelantado. Hará de eso unos seis meses. De entonces acá, no se sabe nada. Ahora bien…, en Londres no vive ningún hombre de buena posición sin atraer la atención de la sociedad. Puesto que estaba claro que tenía ciertos propósitos acerca de ti, me he dedicado a sangrar en algunas de las posadas más de moda de Londres, he tirado de algunos dientes bien situados y he extraído algún encumbrado cálculo renal. Incluso he tenido el placer de aplicar una crema contra sarpullidos en un par de los pechos más admirados de Londres… pero nadie de importancia ha oído mencionar ese nombre. Tú ya sabes cómo corren estas cosas en el mundo elegante, Weaver… Un hombre de esa clase, con dinero no solo de boquilla sino puesto innegablemente en circulación, no puede entrar en la metrópoli sin generar atención. Aun así, el señor Cobb se las ha arreglado para pasar completamente inadvertido.

– Por lo visto no tiene más servicio que ese desagradable criado suyo, y yo diría que tampoco tiene cocinera -observé-. Debe de comer fuera, por tanto. Y con seguridad alguien tiene que haberlo visto en la ciudad.

– Una observación muy astuta -dijo Elias-. Pienso que será posible averiguar un par de cosillas por ese lado. Redoblaré mis esfuerzos. Hay un elegante hijo de un duque, un tercer o cuarto hijo, de escasa significación, en realidad, ya me entendéis, que vive no lejos de Cobb. Padece unos dolorosos diviesos en el trasero. La próxima vez que vaya a sajárselos, le preguntaré si sabe algo acerca de su vecino.

– Confío en que nos transmitas su respuesta, sin explicarnos más detalles de su tratamiento -dije.

– ¿Tiene que ser solo mi amor a la salud humana lo que me lleve a disfrutar de la vista de un divieso sajado?

– Sí -le aseguré.

– Bueno, Weaver…, verás. No me hace gracia mencionarlo, pero creo que vale la pena decirlo. Ese tal Cobb es, obviamente, un individuo poderoso y astuto… ¿No te convendría buscar como aliado otro hombre poderoso y astuto como él?

– Os referís a ese bribón de Jonathan Wild -dijo mi tío, pronunciando el nombre con evidente disgusto. Tuvo que hacer un esfuerzo considerable, pero echó el cuerpo hacia delante en su butaca-. No quiero ni oír hablar de eso.

Wild era el cazarrecompensas más famoso de toda la ciudad, pero era asimismo el ladrón más astuto del país, probablemente del mundo y muy posiblemente de la historia del mundo. Que yo supiera, ninguno había podido crear un imperio criminal tan vasto como el que había forjado Wild, y lo había hecho aparentando ser un gran servidor público. Los hombres poderosos de la ciudad o ignoraban por completo su verdadera condición o fingían ignorarla porque la ignorancia convenía para sus propósitos.

Wild y yo éramos ciertamente adversarios; de eso no cabía ninguna duda; pero también habíamos trabado en otros tiempos precarias alianzas, y yo sentía un cauteloso respeto por el segundo de Wild, un tal Abrabam Mendes, un judío de mi mismo vecindario.

– Si he de seros sincero -expliqué-, yo ya había considerado esta posibilidad. Por desgracia, Wild y Mendes operan ahora en Flandes y no se espera su regreso aquí hasta dentro de dos o tres meses.

– Es una lástima -dijo Elias.

– No lo veo yo así -dijo mi tío, volviendo a apoyarse en el respaldo de su butaca-. Cuanto menos trates con ese hombre, tanto mejor.

– Me siento inclinado a daros la razón -dije-. De hallarse él aquí, no tendría más elección que ir a verlo para pedirle consejo e incluso su ayuda. He trabajado con él anteriormente, cuando se solapaban nuestros intereses, pero no querría tener que pedirle un favor. Hacer eso le daría demasiado poder sobre mí.

– Estoy de acuerdo -remachó mi tío-. Con todo, señor Gordon, vuestra proposición es muy bien recibida. Valoro mucho vuestra ayuda.

– Difícilmente puedo ayudaros -dijo Elias-, porque mis finanzas y mi propio futuro están tan comprometidos como los vuestros.

– Sin embargo -continuó mi tío-, estoy en deuda con vos, señor.

Elias se levantó para hacer una reverencia.

– Y ahora espero que nos excusaréis, pero tengo que hablar a solas con mi sobrino.

– Oh… -exclamó Elias, comprendiendo ahora que los elogios de mi tío habían sido una torpe transición. Miró con pesar su vaso medio lleno de clarete, preguntándose (pude adivinarlo en la expresión de sus ojos) si lo apuraría de un rápido sorbo o hacer tal cosa parecería una grosería imperdonable-. Sí, por supuesto.

– Al salir, decidle a mi encargado que he dado instrucciones para que os entregue una botella de obsequio. El sabrá dónde encontrarla.

Aquellas palabras de mi tío devolvieron la alegría al rostro de mi amigo.

– Sois muy amable, señor.

Hizo una nueva reverencia y se despidió.

Una vez se hubo ido, mi tío y yo permanecimos callados unos minutos. Finalmente, fui yo quien habló:

– Tenéis que saber que lamento muchísimo haber sido la causa de vuestros problemas.

Él sacudió la cabeza.

– Tú no has hecho nada. Te están haciendo daño y tú no has hecho nada. Solo querría poder ofrecerte alguna ayuda.

– ¿Y qué hay de vos? ¿Cómo soportaréis estas pruebas?

Se llevó a los labios un vaso de humeante ponche, tan cargado de miel, que el perfume de esta se difundía por la habitación y llegaba hasta mí.

– Tú no te preocupes. No es la primera vez en mi carrera que me cuesta encontrar dinero. Ni será la última. Un comerciante hábil como yo sabe cómo sobrevivir. Procura hacerlo tú también.

– ¿Y con respecto al señor Franco? ¿Habéis sabido algo de él?

– No -dijo mi tío-. Puede ser que aún no haya descubierto sus dificultades.

– Tal vez no las descubrirá nunca.

– No, eso tampoco me parece posible. Puede que nunca sepa que su suerte está ligada a la tuya, pero si existe el riesgo de que lo lleven a prisión por su causa, pienso que primero debería saber algo del asunto por ti.

Mi tío tenía razón, y yo no podía negar su prudencia.

– ¿Conocéis bien al señor Franco? -le pregunté.

– No tanto como me gustaría. Lleva poco tiempo viviendo aquí, ya sabes. Es viudo y él y su encantadora hija viajaron desde Salónica para disfrutar de las libertades de la vida en la Gran Bretaña. Ahora su hija ha regresado a Salónica. Aún no entiendo por qué no la asediaste con más tenacidad -añadió.

– Ella y yo no hacíamos una buena pareja, tío.

– Vamos, Benjamín… Ya sé que aún tienes tus esperanzas puestas en Miriam…

– Ya no -dije con toda la fuerza de convicción que pude poner en mis palabras, en gran parte sincera-. Las cosas entre ella y yo están irremediablemente rotas.

– También parecen estarlo entre Miriam y yo. Apenas he tenido noticias de ella, y ninguna de sus labios -me dijo-. Después de su conversión a la Iglesia, ha cortado todos sus lazos con esta familia.

– También los ha cortado conmigo.

Me miró con cierto escepticismo, porque no creía que la conversión y el nuevo matrimonio de Miriam fueran la causa de que hubiera acabado para siempre nuestra amistad. Ni debería creerlo.

– Supongo que no hay nada que hacer -dijo.

– Nada -repetí-. Pero ahora volvamos al tema del señor Franco.

Mi tío asintió.

– Se dedicó al comercio de joven, y le fue moderadamente bien, pero no tiene madera para este negocio. Sus deseos son bastante modestos, y tengo entendido que ahora no lleva una vida activa en los mercados y se interesa sobre todo por la lectura y la compañía de sus amigos.

– Entonces -observé con preocupación-, si solo ha conseguido reunir lo suficiente para retirarse con relativa modestia, una deuda importante podría arruinar fácilmente su vida.

– Así es.

– Supongo que lo mejor será que vaya a hablar con él cuanto antes.


El señor Franco tenía su hermosa y agradable casa en Vine Street, a un corto paseo de mi alojamiento y de la casa de mi tío. Dada la hora, era posible, y hasta probable que tuviera visitas o hubiera salido, pero lo encontré en casa y tal vez deseoso de tener compañía. En cuanto me vio en su recibidor, me invitó a sentarme en una artística silla y me sirvió un vaso de vino sabiamente mezclado con especias.

– Estoy encantado de veros, señor -me dijo-. Después de que Gabriella retornara a Salónica, temí que no hubiera más contactos entre nosotros. Espero volver a tenerla aquí pronto, y volveré a sentirme feliz, porque un hombre tiene que estar con su familia. Es una gran bendición cuando uno se hace mayor.

El señor Franco me sonreía amablemente y yo me sentí odioso y me enfurecí con Cobb por lo que iba a tener que decirle. Era un hombre de aspecto agradable, con un rostro redondo que sugería un cuerpo entrado en carnes que no poseía. Al igual que mi tío, evitaba la moda londinense y lucía una barba muy recortada que atraía la atención de su interlocutor a sus ojos cálidos e inteligentes.

Era, en muchos aspectos, un hombre poco corriente. Buena parte de los motivos que había tenido mi tío para animarme a buscar aquel enlace estribaba en que, a diferencia de muchos judíos respetables de Londres, el señor Franco no habría considerado un insulto para su familia la alianza con un cazarrecompensas. Es más, le complacía que yo hubiera alcanzado cierto renombre entre los gentiles de la ciudad y consideraba mis éxitos como una señal -demasiado optimista, en mi opinión- de que se avecinaban tiempos de mayor tolerancia.

– Había temido por nuestra amistad cuando vi que no se producía una relación entre mi hija y vos…, no, no, no protestéis. Ya veo que desearíais corregirme, pero no es necesario. Sé que mi hija es encantadora y muy bella, así que no hace falta que me lo digáis. Pero sé también que no todas las mujeres encantadoras y bellas pueden inspirar en todos los hombres el deseo de casarse con ellas porque, de ser así, el mundo sería un lugar muy extraño e incómodo. No lo tomo a mal. Ambos encontraréis vuestra media naranja, y solo deseo a vuestra merced que la encuentre pronto, porque un hombre debería saborear pronto las bendiciones del matrimonio.

– Sois muy amable -dije, dedicándole una inclinación de cabeza desde mi asiento.

– Me han dado a entender que vos teníais cierta relación con la nuera de vuestro tío -apuntó sagazmente-. ¿Fue tal vez esa dama un obstáculo entre mi hija y vos?

Suspiré al darme cuenta de que no podía evitar aquel tema tan turbador.

– Es verdad que durante un tiempo deseé vivamente casarme con ella -admití-, pero, como ya sabréis, buscó su felicidad por otro camino. No representa ningún obstáculo en mi vida.

– Dicen que se convirtió a la Iglesia de Inglaterra…

Asentí.

– Pero también tengo entendido que ha enviudado de nuevo.

– Estáis muy bien informado.

– Y también me doy cuenta de que no deseáis que siga insistiendo en este tema -concluyó, con una sonrisa.

– Confío en que os sintáis siempre libre para abordar conmigo cualquier tema que queráis, señor Franco. Por mi parte, jamás podré ofenderme cuando un hombre de vuestra condición me hable con toda libertad y con el corazón en la mano.

– Oh…, dejad de ser tan ceremonioso conmigo. Lamentaría mucho que esperarais que yo lo fuera con vos, señor. Cuando vos y Gabriella decidisteis no aspirar a una relación más solemne, temí que dejáramos de ser amigos. Espero que no sea ese el caso.

– Yo también me había envanecido de que pudiéramos seguir siendo amigos -dije-, pero cuando hayáis oído lo que tengo que deciros, tal vez desearéis no haberme invitado jamás a vuestra casa. Me temo que debo mostrarme circunspecto y reservarme algunos detalles que tal vez os gustaría saber, pero lo cierto es, señor, que hay personas que pretenden perjudicaros como medio para hacerme daño a mí.

Inclinó el cuerpo hacia delante y el crujido de su asiento me sobresaltó.

– ¿Perjudicarnos a los dos? ¿Qué queréis decir?

A pesar de sentirme violento, le expliqué tan claramente como pude que mis enemigos habían elegido a unas cuantas personas próximas a mí y estaban actuando contra sus intereses financieros.

– Por lo visto -concluí-, mis frecuentes visitas a vuestra casa les han dado a entender que entre vos y yo existía una relación más estrecha.

– Pero no existe ningún problema en mis finanzas.

– ¿Tenéis deudas, señor Franco?

– Todos los hombres tienen deudas -respondió, con una nota de tensión en la voz.

– Por supuesto. Pero lo que están haciendo esos hombres, casi con toda seguridad, es comprar todas las deudas que pueden. Si os hiera reclamado en un mismo día el pago de todas vuestras deudas, ¿os veríais en una situación apurada?

No respondió durante unos momentos, pero su rostro palideció alrededor de su barba y los dedos que apretaban su vaso adquirieron el color del marfil.

– Lamento muchísimo haberos traído esta noticia -dije, dándome cuenta de la debilidad de mi consuelo.

Él sacudió lentamente la cabeza.

– De lo que me decís, deduzco que vos no habéis hecho nada. Esos hombres deben de ser lo suficientemente viles como para aprovecharse de vuestros sentimientos, sabiendo que vos seríais capaz de soportar el daño que os hicieran, pero no el de otros. Me siento furioso, ciertamente, señor Weaver, pero no con vos, que no habéis causado ningún daño.

– No merezco vuestra comprensión, señor, pero os la agradezco muy de veras.

– No…, pero tenéis que decirme más. ¿Quiénes son esos enemigos vuestros? ¿Qué quieren de vos?

– Creo que es preferible que no me extienda en los detalles. Pero os diré que lo que quieren es que les preste unos servicios que yo, si no me presionaran de esa forma, no querría prestarles.

– ¿Qué clase de servicios? Porque, ni siquiera para evitarme la prisión, debéis hacer algo que vaya en contra de vuestro sentido del deber moral o de las leyes de este reino.

Pensé que era preferible soslayar la cuestión.

– En cuanto a la naturaleza de esos servicios, tal vez sea mejor decir lo menos posible.

– Vos podéis no haber hecho nada para meterme en este apuro, señor Weaver, pero me veo en él, y no sería correcto dejarme en la ignorancia.

Su observación era muy atinada y, por ello, tras insistirle nuevamente en la necesidad del secreto, tanto en su interés como en el de los otros, le expliqué todo cuanto me pareció seguro: que un hombre muy rico e influyente quería utilizar mis servicios contra uno de los directivos de la Compañía de las Indias Orientales.

– ¡Aja! -exclamó en tono de triunfo-. Ya he tenido tratos con la Compañía de las Indias Orientales, y también con sus competidores, y creedme que no soy un novato en este juego y que sabré contrarrestar sus maniobras.

– Puede que no sea sencillo -objeté.

El sonrió demostrando que se hacía cargo de la dificultad.

– ¿Pensáis que porque esos hombres son ricos y poderosos es imposible manejarlos? Esa es la gran ventaja del mundillo del Change Alley. [6] La fortuna es una diosa voluble, capaz de asestar golpes donde uno no los espera y de elevar al mendigo a grandes alturas. Los hombres de la Compañía de las Indias Orientales no tienen motivos para apreciarme, pero su enemistad jamás me ha causado ningún daño. Existen reglas en este juego que jugamos, ya sabéis.

– Puesto que vos, yo mismo, mi tío y mi mejor amigo se están balanceando ahora con los pies sobre las llamas de la ruma, yo diría que las reglas del juego han cambiado.

– Eso parece. Pero, decidme…: ¿quién es ese hombre que trata de perjudicar a la Compañía? ¿Cómo se llama? ¿Qué relaciones tiene?

– Nadie ha oído hablar de él, y yo no me atrevo a mencionar su nombre más que en caso de absoluta necesidad. Pienso que el más leve desliz por mi parte podría resultar desastroso para vos o para alguno de mis otros amigos. De hecho me han advertido que no debo tener conversaciones como esta y, si me he arriesgado a mantenerla con vos, es porque tenéis todo el derecho a saber que existen invisibles agentes actuando en vuestra contra. Sin embargo, aunque es muy justo que lo sepáis, debo encareceros que resistáis la tentación de actuar conforme a lo que os he explicado. Hasta que pueda ver una ocasión mejor, poco podemos hacer ninguno de nosotros, si no es aparentar que somos mansas ovejas que esperamos que se presente por si sola la gran oportunidad.

– Vos no me conocéis demasiado bien, señor Weaver, pero pienso que sabéis que no soy un hombre capaz de romper mi palabra. Puedo aseguraros que temo más eso que el verme arrojado a la prisión de Marshalsea o a cualquier otro lugar igualmente horrible. Además, recordad que he comerciado indirectamente con las compañías de esta nación que tienen intereses en Oriente, así como con las holandesas y las nuevas proyectadas por los franceses. Si ese hombre tiene algún papel activo en el escenario de las Indias Orientales, conoceré su nombre y vos podréis contar con una ventaja que ahora no poseéis.

No podía negarme a su petición y, por eso, aunque con una dificultad que ni yo mismo esperaba, pronuncié su nombre:

– Jerome Cobb.

El señor Franco guardó silencio un largo rato.

– Jamás he oído hablar de él -dijo al cabo.

– Nadie lo conoce. Mi tío y la otra víctima, mi amigo Elias Gordon, un cirujano bien relacionado, tampoco han podido descubrir nada acerca de él. Es un hombre con mucho dinero, pero nadie lo conoce en Londres.

– Quizá no sea su verdadero nombre.

– Ya he pensado en eso.

– Sin duda. La verdad, señor Weaver, es que esto hace las cosas más difíciles. Os ruego que me mantengáis informado de vuestros progresos. Si voy a tener que verme encarcelado por deudas, solo puedo pediros que me lo hagáis saber con alguna antelación. Y, puesto que conozco el oficio, tal vez me sea posible daros algún consejo.

Le aseguré que haría lo que me pedía. Por supuesto estaba convencido de que el señor Franco podría ser un aliado inesperado en estos asuntos; pero, para servirme de él, tendría que poner en peligro su libertad, y ese era un riesgo mucho mayor del que yo me atrevería a correr.

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