En mi juventud sufrí demasiado de cerca la proximidad de las mesas de juego de toda clase y condición, y vi horrorizado cómo la Diosa de la Fortuna repartía dinero, a veces no exactamente el mío, en las manos de otros. Como hombre ya más maduro, a punto de entrar en la tercera década de la vida, he tenido el buen juicio de no entregarme a herramientas tan peligrosas como son los dados y las cartas, instrumentos dañinos que no hacen ningún bien más que el de darle al hombre esperanza antes de precipitarse a sus fantasías. Sin embargo, nunca me resultó difícil hacer una excepción en las raras ocasiones en que era dinero de otro hombre lo que tenía en mi bolsa. Y si aquel otro hombre había montado una martingala que garantizara que los dados rodarían en mi favor o que me vendrían las mejores cartas, tanto mejor entonces. Tal vez los moralistas más escrupulosos sugerirán que alterar ilícitamente las probabilidades a favor de uno es lo más bajo en lo que un hombre puede caer. Esos hombres también dirán que es preferible ser un ladrón, un asesino, incluso un traidor a su país, a hacer trampas en la mesa de juego. Quizá sea así, pero yo hacía trampas al servicio de un generoso patrón y eso, en mi espíritu, acallaba los ecos de la duda.
Empiezo esta narración en noviembre de 1722, ocho meses después de los sucesos de las elecciones generales sobre las que he escrito anteriormente. Las turbias aguas de la política habían inundado Londres unos meses antes y ciertamente toda la nación, pero una vez más la marea se había retirado sin dejarnos más limpios. En la primavera, los hombres habían luchado como gladiadores al servicio de este candidato o de aquel partido, pero al llegar el otoño las cosas se habían calmado sin que se hubiera filtrado nada importante, y las relaciones entre el Parlamento y Whitehall seguían galopando como de costumbre. El reino no afrontaría otras elecciones generales en los próximos siete años y, mirándolo en retrospectiva, ya ni siquiera podíamos recordar qué fue lo que desató el alboroto de las pasadas.
Yo había sufrido muchas heridas en aquellos sucesos que conmocionaron la vida política, pero, en definitiva, mi reputación como cazarrecompensas me valió algunas ventajas. Alcancé, por ejemplo, cierta notoriedad en los periódicos y, aunque buena parte de lo que decían de mí los escritorzuelos de Grub Street era de lo más rastrero, mi prestigio había salido de allí notablemente aumentado, y desde entonces ya no faltaron llamadas a mi puerta. Había, es verdad, algunos que ahora preferían mantenerse alejados de mí, temerosos de que mis actividades tuvieran la desagradable costumbre de atraer la atención, pero eran muchos más los que veían con buenos ojos la idea de contratar a un hombre como yo: un hombre que había librado encarnizadas peleas como pugilista, que se había fugado de la prisión de Newgate y demostrado su temple resistiéndose a las personalidades políticas más poderosas del reino. Un tipo capaz de hacer tales cosas -razonaban esas personas- sin duda podrá dar con el paradero del sinvergüenza que debe treinta libras, encontrar al granuja que planea escapar con una hija decidida a todo y llevar ante la justicia al pillo que ha robado un reloj.
Estos eran el pan y la sal de mi oficio, pero estaban también quienes hacían un uso menos común de mis talentos; por eso me encontraba yo ahora aquella noche de noviembre en el café de Kingsley, en otros tiempos un establecimiento anodino, pero que en la actualidad está mucho más animado. En la última temporada, Kingsley ha sido una casa de juego muy de moda entre la gente bien, y tal vez seguirá disfrutando de esta posición una o dos temporadas más. Los intelectuales de Londres no podrían disfrutar mucho tiempo de ese entretenimiento o de otro cualquiera sin cansarse, pero por el momento el señor Kingsley había sacado partido de la ventaja que le había ofrecido su suerte.
Si durante las horas diurnas seguía siendo posible entrar allí para tomarse un café o un chocolate, disfrutar leyendo un periódico o escuchando el que otro leía, a la caída de la tarde se necesitaba tener una constitución de hierro para soportar las palabras más soeces. A esa hora había allí casi tantas prostitutas como jugadores, y prostitutas muy bien parecidas, además. Que no buscara nadie en Kingsley a las furcias enfermas o medio muertas de hambre de Covent Garden o St. Giles. Ciertamente los gacetilleros decían que la propia señora Kingsley inspeccionaba personalmente a las mujerzuelas para asegurarse de que satisfacían sus exigentes estándares. Había asimismo allí músicos que tocaban animadas cancioncillas mientras un contorsionista flaquísimo retorcía su calavérica cabeza y su cuerpo esquelético para forzarlos a adoptar las más improbables figuras y actitudes… sin que el numeroso público le prestara la menor atención. Abundaban en el local botellas de calidad mediana de clarete, oporto y madeira para complacer a los paladares más exigentes de unos hombres demasiado distraídos para diferenciar entre cualesquiera de esos caldos. Y allí, lo más importante de todo, estaban también las causas de su distracción: las mesas de juego.
No sabría decir qué fue lo que hizo que las mesas de Kingsley pasaran de la oscuridad a la gloria. Se parecían mucho a las de cualquier otro establecimiento pero, sin embargo, los más elegantes de Londres indicaban a sus cocheros que los llevaran a aquel templo de la Fortuna. Después del teatro, tras la ópera, al concluir una reunión, Kingsley era siempre el lugar elegido. Allí se podía encontrar a varios caballeros bien situados en el ministerio jugando al faro, así como a un miembro de la Cámara de los Comunes más famoso por sus espléndidas fiestas que por sus dotes de legislador.
Vi al hijo del duque de N…, que perdía decididamente al piquet. Varios galanes animosos intentaban enseñar a la actriz Nance Oldfield a dominar las reglas del azar… y habría que desearles buena suerte en su intento, pues se trataba de un juego desconcertante. Los grandes apostaban poco y los de posición más sencilla se jugaban importantes sumas, todo lo cual me divertía y entretenía, aunque mi disposición importara poco. Las monedas de plata que llevaba en mi faltriquera y los billetes de banco que tenía en el bolsillo no eran para apostarlos siguiendo mis propias inclinaciones; estaban destinados a provocar la vergüenza de una persona en particular: un caballero que anteriormente había humillado al hombre por cuya cuenta me había metido yo ahora en una competición de astucia y engaño.
Durante un cuarto de hora estuve paseando por el interior de Kingsley, disfrutando de la luz de sus incontables lámparas y el calor de sus chimeneas, porque aquel año se había adelantado el invierno y fuera reinaba un frío rudo y gélido. Por fin, una vez hube entrado en calor, con la música, las risas y las insinuaciones de las mujeres zumbando en mi cabeza, comencé a concebir mi plan. Me puse a sorber un vasito de madeira y traté de localizar a mi hombre sin dejar entrever que buscaba a alguien. Era tarea fácil, porque iba vestido como un dandi a la ultimísima moda, de forma que si los juerguistas que había a mi alrededor se fijaban en mí, solo verían a un hombre deseoso de llamar la atención y… ¿quién puede haber más invisible que un individuo así?
Lucía yo una casaca de color esmeralda bordada en oro hasta no poder más, con un chaleco del mismo color pero con dibujo a juego, que se cerraba con relucientes botones de latón de casi diez centímetros de diámetro. Mis calzas eran de finísimo terciopelo; mis zapatos, de charol brillante, con una gran hebilla de plata que apenas dejaba ver el cuero, y los encajes de mis mangas las abultaban dándoles la forma de adornados cañones de arcabuces. Para poder pasar inadvertido aun en el caso de que alguno conociera mi rostro, llevaba también puesta una enorme peluca rizada, del tipo de las más de moda aquel año entre los hombres más presumidos.
Cuando la hora y las circunstancias me parecieron óptimas, me aproximé a la mesa del cacho y me acerqué a mi hombre. Era un individuo aproximadamente de mi misma edad, vestido con ropas caras, pero sin los adornos ni los vivos colores con que me había vestido yo mismo. Su traje era de un sobrio azul oscuro con ribete rojo, bordado elegantemente con hilo de oro; le sentaba muy bien. La verdad es que tenía un rostro agraciado bajo su peluca corta. En su mesa, observaba con la seriedad de un estudioso las tres cartas que tenía en la mano, mientras decía algo más o menos en dirección al escote de la mujer que tenía sentada en sus piernas. Ella se reía, con una risa que, en mi opinión, había tenido mucho que ver en la forma como había conquistado el favor de su señor.
El hombre en cuestión era Robert Bailor. A mí me había contratado un tal Jerome Cobb, el hombre al que Bailor había humillado en un juego de azar, cuyo resultado, según creía mi patrón, se debía más a las trampas que a la fortuna. La historia que a mí me había contado iba en esta línea. Después de haber perdido una buena cantidad de dinero, mi patrón había descubierto que Bailor tenía fama de ser un jugador que tanto desdeñaba los azares de la suerte como lo tenían sin cuidado los duelos. Actuando según sus prerrogativas de caballero, retó al tal Bailor, pero este se había excusado con insolencia, sin dejarle al caballero ofendido otra opción que la de recurrir también él a la perfidia.
Así pues, como le hacía falta un hombre que actuara como agente suyo en estos asuntos, me había buscado para exponerme sus necesidades y solicitar mis servicios movido, según me contó, por mi reputación. Mi tarea era muy sencilla. Siguiendo las instrucciones del señor Cobb, tenía que amañar una partida de cartas con Bailor. El señor Cobb me había empleado para eso, pero yo no era el único comprado por él: lo estaba también cierto repartidor de cartas de Kingsley, que se ocuparía de que yo perdiera cuando quisiera perder y, lo que era más importante todavía, que ganara cuando deseara ganar. Una vez hubiera conseguido humillar al señor Bailor delante de un público tan numeroso como pudiese congregar en torno a la mesa, tenía que susurrarle al oído, de forma que solo él lo oyera, que acababa de sentir la larga mano del señor Cobb.
Me acerqué a la mesa de terciopelo rojo en la que tenía lugar la partida de cacho y me quedé observando un momento a la prostituta de Bailor y después, al propio Bailor. El señor Cobb me había informado de todas las particularidades que sabía acerca del carácter de su enemigo, entre las que estaba que le desagradaba que lo miraran los extraños y que aborrecía a un dandi por encima de cualquier otra persona. Estaba claro que un dandi curioso forzosamente tendría que atraer su atención.
Bailor dejó sus tres cartas sobre la mesa y los otros dos jugadores hicieron lo mismo. Tras una breve escaramuza, llevó para sí el montón de dinero de las apuestas. Después, despacio, dirigió hacia mí unos ojos levemente entornados. La luz del local me permitió observar su apagado color gris, así como los círculos rojos que los enmarcaban: señales claras de un hombre que ha estado jugando demasiado tiempo, ha abusado del alcohol y está muy necesitado de sueño.
Aunque con sus facciones algo afeadas por unas cejas pobladas y una nariz achatada de anchas e irascibles aletas, tenía también fuertes pómulos y un mentón cuadrado, así como la constitución del que disfruta más cabalgando que comiendo carne y bebiendo cerveza. Daba, en conjunto, sensación de mando.
– Dejad de mirarme, señor -me dijo-, o tendré que enseñaros modales que vuestra educación lamentablemente ha omitido.
– ¡Vaya! Así que sois un tipo duro, ¿eh, muchacho? -dije, remedando el acento escocés, además de los modales de un petimetre, pues me habían dado a entender que Bailor detestaba a los naturales del norte de la Gran Bretaña y yo estaba perfectamente preparado para arrostrar su ira-. Pero me estaba entrando el gusanillo de echarle también una miradita a esa joven que tenéis vos encima. Pensaba que, si la empleabais tan solo para calentaros un poco las piernas, tal vez podríais prestármela un rato.
Entornó los ojos.
– Dudo mucho que sepáis qué hacer con una mujer, Sawny [1] -respondió, empleando ese nombre insultante para los escoceses.
Por mi parte, fingí no hacer caso de semejante insulto:
– Lo que sé es que no permitiría que se aburriera mientras yo me sentaba a jugar a las cartas. De eso estoy seguro.
– Me ofendéis, señor… -replicó él-. No solo por vuestras odiosas palabras, sino también por vuestra mera presencia, que es una afrenta para esta ciudad y el país entero.
– No responderé a eso. Vuestra ofensa es cosa vuestra. Pero… ¿me prestáis o no esa moza?
– No -dijo en voz baja-. No me da la gana. Lo que sí haré es desafiaros a un duelo.
Sus palabras arrancaron una exclamación ahogada de sorpresa entre los circunstantes, y vi que un puñado de ellos se volvía para observarnos; serían veinte o treinta: dandis elegantemente vestidos, con sonrisas cínicas, y sus pintadas acompañantes, se acercaron más intercambiando excitados susurros entre ellas y agitando sus abanicos como un gran revoloteo de mariposas.
– ¿Un duelo, decís? -Dejé escapar una carcajada. Sabía perfectamente qué quería decir, pero fingí ignorancia-. Si vuestro honor es algo tan delicado, os ayudaré a que veáis quién es el hombre entre nosotros dos. ¿En qué habéis pensado? ¿Arma blanca, pistolas? Os aseguro que, por mi parte, me da exactamente lo mismo.
Replicó con una risa desdeñosa y una sacudida con la cabeza, como si no pudiese creer que todavía hubiera una criatura tan torpe como para luchar con semejantes instrumentos de violencia.
– No malgastaré mi tiempo en esas rudas demostraciones de barbarie. Estoy hablando de un duelo con las cartas, Sawny, si estáis dispuesto a aceptarlo. ¿Sabéis jugar al cacho?
– Sí, conozco ese juego. Es una diversión para damas y damiselas, así como para muchachitos a los que aún no les ha salido pelo en el pecho, pero, como veo que también vos os entretenéis con él, no me achantaré si ese es vuestro desafío.
Los dos caballeros que se sentaban antes a su mesa la abandonaron ahora y se apartaron para que yo pudiera ocupar uno de los asientos. Así lo hice y entonces dirigí una mirada fugaz y subrepticia al encargado de repartir las cartas. Era un hombre rechoncho, que tenía una marca de nacimiento en la nariz, exactamente como me lo había descrito mi patrón, el señor Cobb. Pero a partir de ese momento no hubo ya más miradas entre nosotros. Todo marchó conforme al plan establecido.
– Traedme otro vaso de este madeira -pedí en voz alta al criado que pudiera estar cerca para oírme. Saqué de mi casaca una cajita de marfil para rapé, delicadamente trabajada y, con deliberadas parsimonia y minuciosidad, tomé una pulgarada de la abominable sustancia. Después me dirigí al señor Bailor y le pregunté-: ¿Qué idea teníais, muchacho? ¿Cinco libras? ¿Os parecería demasiado apostar diez?
Sus amigos se rieron. Él comentó son sorna:
– ¿Diez libras? ¿Acaso estáis loco? ¿O es que no habéis pisado Kingsley anteriormente?
– Si tanto os interesa saberlo, es mi primera visita a Londres. ¿Pasa algo? Puedo aseguraros que mi reputación es muy sólida en mi tierra.
– Ni siquiera sé de qué callejón de Edimburgo habéis salido…
Lo interrumpí.
– Pues no es la forma correcta de dirigirse a mí. Sabed que soy el señor de Kyleakin -le espeté con voz tonante, aunque yo ni sabía dónde estaba Kyleakin, ni si se trataba de un lugar con suficiente entidad para albergar un señorío. Como si no supiera que la mitad de los escoceses residentes en la metrópoli presumían de señores de algún lugar y que aquel título le valía a quien lo invocaba más burlas que respeto.
– No me interesa a qué cenagal llaméis vos hogar -replicó Bailor-. Sabed que en Kingsley nadie juega por menos de cincuenta libras. Si no os podéis permitir una suma así, marchaos y dejad de apestar el aire que respiro.
– Me cago en vuestras cochinas cincuenta libras. Son solo un pedo para mí. -Metí la mano en el bolsillo y saqué de él una cartera, de la que extraje dos billetes de banco de veinticinco libras cada uno.
Bailor los examinó para asegurarse de que fueran buenos, porque unos billetes falsos o la promesa de un disoluto señor de Kyleakin no servirían para sus propósitos. Aquellos, sin embargo, provenían de un banquero local de cierto renombre, y mi adversario se sintió satisfecho. Dejó sobre la mesa, por su parte, dos billetes suyos, que yo recogí y procedí a estudiar atentamente, aunque no tenía ningún motivo para desconfiar, o para preocuparme de su legitimidad: simplemente, deseaba provocarlo tomándome mi tiempo. Según eso, los miré desde todos los ángulos, los sostuve encima de las velas que ardían y desplacé mis ojos por ellos para examinar minuciosamente la impresión.
– Dejadlos ya de una maldita vez -dijo al cabo de un rato-. Si todavía no habéis llegado a una conclusión, nunca lo haréis a menos que hagáis venir a alguno de los videntes de vuestras tierras altas. Y, lo que es más, aquí es bien conocida mi reputación, a diferencia de la vuestra. Empecemos ahora con una apuesta de cincuenta libras, pero cada apuesta adicional tendrá que ser de diez libras al menos. ¿Lo habéis entendido?
– Sí. Juguemos, pues. -Dejé mi mano izquierda sobre la mesa con el índice doblado: era la señal convenida para que el que daba las cartas supiera que yo quería perder aquella mano.
Incluso en aquel entonces, cuando jugaba con frecuencia a las cartas, no tenía confianza en el cacho, porque es un juego en el que el jugador tiene que tomar demasiadas decisiones basadas por completo en factores desconocidos. En otras palabras, porque es un juego de suerte más que de habilidad y esa clase de juegos tienen poco interés para mí. Se juega con una baraja reducida, en la que se incluyen solo las cartas del uno al seis de cada palo. A cada jugador se le da una carta y hace su apuesta; se repite dos veces más, hasta que cada jugador tiene tres cartas en la mano. Con el uno, o el as, como carta más baja, el jugador que tenga la mano más alta o, en este caso, la mejor de las dos, es declarado ganador.
Yo recibí un as de corazones: un mal comienzo en un juego tan sencillo, en el que las manos a menudo se ganan, simplemente, con una carta alta. Sonreí y, como si hubiera recibido la carta que más deseaba, puse diez libras en el centro de la mesa. Bailor igualó mi apuesta, y el que repartía las cartas y estaba conchabado conmigo, me dio otra carta: el tres de diamantes. Una mala carta de nuevo. Aposté otras diez libras y Bailor hizo otro tanto. Mi última carta fue el cuatro de picas: una mano perdedora, si alguna vez he visto una que lo fuera con claridad. Los dos apostamos diez libras más, y después Bailor me instó a mostrar mis cartas. Yo no tenía nada de valor; él, en cambio, presentó un cacho: tres cartas del mismo palo. En una sola partida me había sacado ochenta libras…, aproximadamente la mitad de lo que espero poder ganar en todo un año. Sin embargo, no era mi dinero y a mí me habían dado instrucciones de perderlo, por lo cual no podía lamentar gran cosa su pérdida.
Bailor soltó una carcajada tan grosera como la del malo de un espectáculo de títeres y preguntó si deseaba mortificarme jugando otra partida. Respondí que no me achantaría con su burdo desafío, y una vez más indiqué al repartidor de las cartas que deseaba que me repartiera cartas perdedoras. Así las cosas, no tardé mucho en quedarme sin otras ochenta libras. A consecuencia de eso comencé a mostrar el semblante de un hombre agitado por las pérdidas, gruñendo, murmurando en voz baja y bebiendo mi vino con tragos furiosos.
– Yo diría que habéis perdido este desafío -me dijo Bailor-. Ya he acabado con vuestra impertinencia. Volveos al norte, perdeos y dejad de turbar nuestros climas civilizados.
– No he perdido aún -repliqué-. A menos que seáis un cobarde tan rematado que no queráis ofrecerme la oportunidad de recuperarme.
– Sería un cobarde muy necio si evitara la certeza de llevarme vuestro dinero. Juguemos otra partida, pues.
Aunque tal vez yo hubiera tenido al principio algunas reservas sobre mi participación en este engaño, comenzaba a sentir ahora una genuina antipatía por Bailor y estaba deseando desplumarlo.
– Basta ya de apuestas infantiles -dije; y, abriendo mi cartera, saqué de ella billetes por valor de trescientas libras, que dejé de golpe sobre la mesa.
Bailer lo pensó un momento y después igualó mi apuesta. Yo apoyé mi mano en la mesa con el índice extendido: la señal de que ahora deseaba ganar, porque ya iba siendo hora de darle a aquel hombre su ración de desdichas.
Recibí mi primera carta… el seis de trébol. Buen comienzo, pensé, y añadí a las apuestas otras doscientas libras. Temí por un instante que Bailor recelara o se asustara de mi atrevimiento, pero la idea del desafío había partido de él, por lo que no podría retirarse ahora sin aparecer como un cobarde. Lo cierto es que igualó mis doscientas y subió otras cien libras más, que igualé a mi vez, feliz de que hubiera aceptado el envite.
El que repartía las cartas nos sirvió las siguientes. Yo recibí un seis de picas. Intenté disimular mi satisfacción. El hombre comprado por mi patrón buscaba asegurar mi triunfo. Aposté, pues, otras doscientas libras más. Bailor igualó la apuesta, pero no la subió. No podía extrañarme que estuviera crecientemente nervioso. Ahora teníamos apostadas ochocientas libras cada uno, y sin duda su pérdida sería un grave revés para él. Según me habían dicho, era un hombre dotado de algunos recursos, pero no infinitos, y nadie salvo los más acaudalados terratenientes y comerciantes puede perder sumas así sin lamentar de alguna manera esa pérdida.
– ¿No subís la apuesta esta vez, muchacho? -pregunté-. ¿Estáis empezando a temblar?
– ¡Cerrad esa maldita boca escocesa! -me espetó.
Yo sonreí, porque sabía que él no tenía nada, y mi personaje de escocés lo vería pronto también.
Y entonces recibí mi tercera carta: el dos de diamantes.
Tuve que reprimir mi impulso de decirle al que repartía las cartas que había cometido un error. Seguramente habría intentado darme un tercer seis. Con tanto dinero de mi patrón sobre la mesa, sentí una punzada de miedo por la posibilidad de perder. Sin embargo, no tardé en calmarme, pues me di cuenta de que había estado imaginando un desenlace mucho más teatral que el que había planeado el hombre que daba las cartas: una victoria por tres seises pudiera ser, en efecto, demasiado reveladora del engaño que habíamos tramado. Mi colaborador se limitaría a darle a Bailor una mano inferior a la mía, y la partida se resolvería por la carta más alta. La pérdida para mi oponente no sería menos amarga por el hecho de haber sido derrotado de una forma menos espectacular.
A todo esto, a nuestro alrededor se había formado ya un grueso círculo de espectadores y la atmósfera se había caldeado por el calor y el aliento de sus cuerpos. Todo se estaba desarrollando conforme a lo que hubiera deseado mi patrón. Dirigí una mirada furtiva al encargado de dar las cartas, y este me respondió con un movimiento de la cabeza casi imperceptible. Se había dado cuenta de mi duda y aquella era su respuesta.
– Otras cien -dije, sin querer apostar más porque se me estaba agotando el dinero que me había dado el señor Cobb, y aún quería tener un remanente por si Bailor subía la apuesta. Así lo hizo, subiendo otras cincuenta libras, con lo que me quedé con solo veinte o treinta libras del dinero del señor Cobb en mi bolsillo.
– Y ahora veamos quién es el mejor, Sawny -dijo Bailor sonriendo.
Le devolví la sonrisa y mostré mis cartas:
– No son tan estupendas como me gustarían, pero he ganado con menos.
– Tal vez -replicó él-, pero en esta ocasión habríais perdido con más.
Enseñó su juego: un cacho…, y no solo eso, sino un cacho con el seis, el cinco y el cuatro, que era la segunda jugada más alta del juego, a la que solo hubieran podido superar los tres seises. Yo había perdido, y lo había hecho estrepitosamente, además.
Me sentí aturdido. Algo había ido mal, horriblemente mal. Yo había hecho todo cuanto el señor Cobb me había dicho que hiciera. El que repartía las cartas había dado señales de ser el hombre de Cobb. Yo había hecho las indicaciones tal como las habíamos convenido. Y ahora, a pesar de todo, tenía que presentarme ante el hombre que me había contratado e informarle de que había perdido más de mil libras de su dinero.
Miré hacia el que había repartido las cartas, pero este esquivó mi mirada. Bailor, sin embargo, me dirigió una mirada tan lasciva, que pensé por un instante si no estaría deseando que fuera yo, en lugar de su puta, quien lo acompañara a sus habitaciones.
– ¿Vais a alguna parte, Sawny? -me preguntó uno de los amigos de Bailor.
– ¡Un viva para el señor de Kyleakin! -gritó otro.
– ¡Juguemos una mano más! -propuso el propio Bailor-. ¿O preferís que demos por concluido este desafío, declarándoos perdedor? -Después se volvió a sus amigos-: Tal vez debería llevarme mis ganancias, emplearlas para comprar todo Kyleakin y echar de allí a su actual señor. Sospecho que no necesitaría mucho más de lo que he ganado en esta misma mesa.
Yo no decía nada: solo estaba deseando salir de aquel café, que ahora me resultaba intolerable con el olor a vino derramado, a sudor y a perfume de algalia. Necesitaba que el aire frío de la noche de invierno bañara mi rostro para poder pensar en lo que haría después, reflexionar sobre lo que pudiera haber ido mal y sobre lo que podría decirle al hombre que me había confiado su dinero.
Debo de haber caminado más despacio de lo que creía porque, antes de haber llegado a la puerta, Bailor ya estaba a mi espalda. Llevaba a remolque a sus amigos, y tenía el rostro brillante, encendido por el triunfo. Por un instante pensé que tal vez pretendía retarme a un duelo de otra clase, y confieso que me hubiera complacido algo así porque mi espíritu estaba deseando la oportunidad de desquitarme en una violenta contienda.
– ¿Qué pasa? -le pregunté. Prefería que se regodeara en su victoria a parecer que huía de él. Porque, aunque iba disfrazado y ninguna actitud que yo adoptara bajo ese disfraz podría empañar mi reputación, seguía siendo un hombre y no estaba dispuesto a salir corriendo.
Él nada dijo en un primer momento, sino que se limitó a mirarme fijamente. Después se inclinó como si fuera a hacer una reverencia, pero, en lugar de ello, murmuró unas palabras a mi oído:
– Creo, señor Weaver -dijo, dirigiéndose a mí por mi verdadero nombre-, que esto os habrá enseñado cuán larga es la mano de Jerome Cobb.