El señor Franco no tenía ya, en mi opinión, ningún motivo para temer. Sin duda seguían abundando las trampas, las trapacerías y las intrigas, pero por el momento los franceses estaban acabados y por eso el señor Franco no tenía ya que temer por sí ni por su hija. Así y todo, Elias, mi tía y yo mismo seguíamos viviendo bajo la amenaza de ir a parar a la prisión por deudas.
Una vez liberado, el señor Franco pudo marchar a casa en un carruaje, pero yo decliné acompañarlo. Era tarde, me sentía agotado en cuerpo y espíritu, y el día siguiente iba a exigirme más trabajo aún, pero debía hacer una parada antes de poder retirarme. Todo quedaría resuelto en el plazo de un día, pero, para asegurarme de que todo saliera conforme a mis deseos, tenía que disponer las cosas con sumo esmero.
Alquilé, pues, un carruaje para que me llevara a Ratcliff Highway y en la oscuridad y el silencio del crepúsculo matinal, cuando incluso los gritos de Londres se reducen a gañidos y gimoteos, entré en la misma taberna en la que el eficiente oficinista, el señor Blackburn, me había dicho algo de muchísimo valor. Bien es verdad que solo en las últimas horas había llegado a darme cuenta del alcance de su información.
Vi al dueño de la taberna, que recordaba era el cuñado de Blackburn y, puesto que él también me reconoció, pude vencer su natural desconfianza y persuadirlo de que me revelara dónde podría encontrar a su pariente. Me explicó que no tenía por costumbre revelar el domicilio de un hombre sin su permiso, pero no vio ningún mal en revelarme el lugar donde trabajaba y para eso me informó de que el buen señor Blackburn había aceptado un trabajo temporal en el negocio de un conocido cervecero, que deseaba poner en orden su contabilidad. Me dijo también que el señor Blackburn tenía especial empeño en realizar su tarea con rapidez y precisión y que podría encontrarlo en las oficinas del cervecero desde la temprana hora de las siete de la mañana.
Desayuné con el buen hombre, compartiendo con él pan todavía caliente traído de una panadería cercana y un cuenco lleno de uvas y frutos secos, que pasamos con ayuda de una estimulante cerveza. Después yo me dirigí a New Queen Street, donde encontré al excelente señor Blackburn en un cuartucho sin ventanas, rodeado de un montón de libros de contabilidad y con aspecto de ser el hombre más feliz que yo hubiera visto en la vida.
– ¡Vaya! ¡Pero si es el señor Weaver! -exclamó. Se levantó y me hizo una reverencia desde una distancia tan cómoda como pudo interponer entre los dos-. Como veis, he aterrizado con buen pie, señor, a la manera de un gato. La Compañía puede intentar ensuciar mi buen nombre, pero la verdad saldrá a la luz. y pienso que las buenas personas a las que sirvo ahora dirán la verdad.
– Es un maravilloso contable -gritó uno de sus compañeros con evidente buen humor.
– Jamás nuestros libros han estado tan bien ordenados -dijo otro.
Me di cuenta enseguida de que Blackburn había encontrado un lugar en el que tanto sus servicios como sus peculiaridades iban a ser valoradas, y me sentí menos incómodo con respecto a la circunstancia de haber contribuido a que perdiera su puesto.
– Me alegra oír que sois tan feliz.
– Prodigiosamente feliz -me aseguró-. Estos libros, señor, son un desastre. Es como si se hubiera abatido sobre ellos un huracán de cifras y errores, pero serán puestos en orden. He de decir que es un placer ver que aquí las dificultades no son más que errores de ignorancia…
– Lamentable ignorancia -dijo uno de sus compañeros.
– Y no malicia -concluyó Blackburn en voz mucho más baja-. Aquí no hay engaños, ni gastos secretos ni trucos tendentes a disfrazar cualquier tipo de maldad.
– Pues por este motivo precisamente he venido a veros -le dije-. Tengo que haceros una pregunta a propósito de un tema que mencionasteis en una ocasión. ¿Recordáis que me hablasteis de una ocasión en la que mi patrón os pidió que disfrazarais en los libros la pérdida de cierta suma y que, cuando os negasteis a hacerlo, averiguasteis que la suma en cuestión había desaparecido?
– Lo recuerdo bien -dijo-. Aunque por alguna razón no puedo recordar habéroslo dicho.
Preferí no detenerme en este punto.
– ¿Podéis decirme de qué suma se trataba?
Él consideró brevemente mi petición.
– Supongo que ya no pueden causarme más daño del que me han hecho.
Así que me dijo lo que deseaba saber, y fue en ese momento cuando vi confirmadas mis sospechas y me pareció que lo entendía todo. Pero aún tenía que poner a prueba una teoría más, y entonces se demostraría si aventajaba a mis enemigos o si ellos eran mucho más listos de lo que podía vislumbrar ahora.
A continuación me dirigí a Spittalfields, donde estuve llamando repetidamente a una puerta hasta que, finalmente, respondió una sumisa criatura cuya condición no conseguí identificar, puesto que me parecía a la vez sirvienta, hija o esposa. Le expliqué que era un asunto de suma urgencia y que no podía esperar. Ella me explicó que los hombres como él necesitaban descansar, y yo le repliqué que lo que le traía era mucho mejor que una noche de sueño. Por último, mi voluntad fue más fuerte que sus defensas y me invitó a entrar. Me senté en una salita deprimente y mal iluminada, sin que me fuera ofrecido nada para aliviar la espera, e intenté resistir mis ganas de abandonarme al sopor.
Finalmente, apareció en la puerta Devout Hale. Llevaba gorro y camisón de dormir y, aunque la mala iluminación hacía mucho por atemperar los efectos de su escrófula, la crueldad de ser despertado a aquella hora era de lo más obvia.
– ¡Por Dios, Weaver! ¿Qué puede traeros aquí a estas horas? Si no venís con el rey a remolque, no quiero saber nada de ello.
– Con el rey no -respondí-, pero sí con un rescate regio. Sentaos y os contaré lo poco que necesitaréis para comprenderlo. -Se sentó frente a mí, encorvado, aparentemente con alguna dificultad para respirar. Sin embargo, al poco estaba completamente despierto, con los ojos muy abiertos y escuchando el relato en el que le informaba de cosas que antes le había ocultado. Le conté que Pepper había sido mucho más inteligente de lo que cualquiera de ellos sospechara; que había inventado una máquina de tejer algodón que dejaría sin valor las rutas comerciales de la Compañía de las Indias Orientales, y de cómo los agentes franceses, británicos e inclusive indios, habían estado haciendo todo cuanto estaba a su alcance para recuperar su invento, cada uno con el propósito de salvaguardar los intereses de su respectiva nación.
– Me han dicho -le expliqué- que debo devolver estos planos a la Corona británica, porque conviene a los intereses de este país que la Compañía de las Indias Orientales siga siendo fuerte. Me considero un patriota, Hale, pero el corazón de lo que amo en este reino está en su pueblo, en su constitución, en sus libertades y oportunidades, no en sus compañías. Me complace mucho haber ayudado a frustrar los planes de los franceses, pero eso no significa que no pueda ver con mis propios ojos los peligros que hay en entregar las riendas del reino a unos hombres que solo valoran el dinero y el beneficio.
– Entonces…, ¿qué pensáis hacer con esos planos? -preguntó Hale.
– Se los daré a los hombres y las mujeres que sirven a este reino no con sus planes, sino con su trabajo. -Me llevé la mano al bolsillo y saqué de él el cuaderno in octavo de Pepper, y se lo tendí a Hale-. Se lo doy a los tejedores de seda.
Hale no dijo nada. Acercó más la lámpara de aceite y comenzó a examinar las páginas del cuaderno.
– Vos sabéis que no sé leer -dijo.
– Tendréis que fiaros de los que sí saben, pero sospecho que a ellos les llevará algún tiempo entender el contenido. Vos, sin embargo, y vuestros hombres, lo desentrañaréis y, cuando lo hayáis hecho, estaréis en situación de dictar condiciones a los que queráis. Solo os pido que compartáis la riqueza con vuestros compañeros trabajadores…, que no os convirtáis en la cosa que más despreciáis. Este libro contiene la promesa de grandes riquezas que perdurarán a lo largo de generaciones, y espero que me daréis vuestra palabra de administrar sus posibilidades con generosidad más que con codicia.
Él asintió.
– Sí -dijo con voz entrecortada-. Puede hacerse, Weaver, sí. Puede que no produzca riqueza en todos los días de mi vida, aunque me las arreglaré lo mejor que pueda. Pero, decidme…, ¿no queréis nada de esa riqueza para vos mismo?
Solté una carcajada.
– Si os hacéis rico y queréis hacerme un regalo será el momento de discutir eso. Pero no… No formaré una sociedad con vos. Os pedí que me hicierais un favor, recordadlo, para ayudarme en una tarea que, aunque despreciaba, necesitaba llevar a cabo. Lo hicisteis y me pedisteis algo a cambio, algo que yo no he podido conseguiros. Os doy esto en lugar de lo que no puedo daros, y espero que sirva para que consideréis pagada mi deuda.
– Lo acepto en estos términos -me dijo-, y que Dios os bendiga.
No tendría muchas horas de sueño antes de mi siguiente visita, pero estaba decidido a dormir todas las que pudiera. Envié una nota a Elias pidiéndole que viniera a reunirse conmigo en mi alojamiento a las once de esa mañana, lo que nos dejaría tiempo suficiente para llegar a mediodía a la asamblea de accionistas. Aún no sabía lo que le diría a la señorita Glade cuando me pidiera el libro. Quizá le diría la verdad. Pero incluso entonces me habría gustado más que nada darle lo que deseaba para ver si en ese momento podía encontrar dentro de ella algo que no fueran planes y tramas.
Lo cierto es que se presentó en mis habitaciones a las diez y media. Por suerte, yo estaba despierto -tras solo una hora de sueño- y vestido y, aunque no con mis sentidos alerta, fui capaz de encajar lo que ella quisiera decirme.
– ¿Os introdujisteis en la casa? -me preguntó.
Yo le dediqué una sonrisa. O mi mejor imitación de su propia sonrisa.
– Conseguí liberar al señor Franco, pero no pude encontrar los planos. Edgar no sabía nada, y Hammond se quitó la vida. Registré las habitaciones…, toda la casa, lo mejor que pude, pero no conseguí encontrar ni rastro de ellos.
Ella se puso de pie al instante y sus faldas se agitaron como hojas en un ventoso día de otoño.
– No pudisteis encontrarlos -repitió con una nota de escepticismo en su voz.
– No pude.
Estaba allí mirándome, con las manos en las caderas. Puede que estuviera haciendo un esfuerzo por parecer enfadada -o puede, ¡qué sé yo!, que no estuviera haciendo esfuerzo alguno-, pero me parecía tan asombrosamente bella, que me sentí tentado de confesárselo todo. Resistí, sin embargo, la tentación.
– Vos… -dijo- no estáis siendo sincero conmigo.
Me levanté yo también para que nuestras miradas se cruzaran.
– Lamento, señora, que me obliguéis a recurrir a un refrán tan manido, pero en este caso debo observar aquello de que donde las dan, las toman. ¿Me acusáis de ocultaros la verdad? ¿En qué ocasión no me habéis ocultado vos la verdad? ¿Cuándo no me habéis dicho más que falsedades?
La expresión de su cara se suavizó un tanto.
– He tratado de ser sincera con vos.
– ¿Sois siquiera judía? -le pregunté.
– ¡Pues claro que lo soy! -me aseguró, dejando escapar un suspiro-. ¿O pensáis que inventaría algo así meramente para ganar vuestra voluntad?
– Esa idea me ha pasado por la imaginación, sí. Pero, si sois lo que decís, ¿por qué habláis, cuando os pillan desprevenida, con el acento de una francesa?
Al oírme, sus labios se curvaron en una media sonrisa. Tal vez no la agradara verse descubierta, pero yo era consciente de que, en el fondo, tenía que complacerla mi habilidad para descubrir su astucia.
– Todo cuanto os expliqué acerca de mi familia es cierto -dijo-, aunque no os conté que pasé los doce primeros años de mi vida en Marsella…, una ciudad, he de añadir, en la que los judíos de mi condición no eran más apreciados por los judíos de la vuestra que lo que lo son aquí mismo. Pero, en todo caso…, ¿qué puede significar un detalle tan nimio?
– Podría no haber significado nada si no me lo hubieseis ocultado.
– Os lo oculté -dijo- porque sabía que estaba en marcha una conjura francesa contra vos y no quería que sospecharais que yo era parte de ella. Y, como no podía explicároslo todo, preferí callar lo que pudiera daros una falsa idea.
– Y lo único que conseguisteis con eso fue imbuirme la necesidad de ser receloso.
– Es una ironía, ¿verdad?
Como por un acuerdo tácito entre ambos, volvimos a sentarnos los dos.
– ¿Y vuestra primera historia? -le pregunté-. ¿Todo aquello de la muerte de vuestro padre, y las deudas, y vuestro… protector?
– Todo cierto. Me permití callar, sin embargo, que ese protector era un hombre de cierta influencia en el Ministerio y que con el tiempo llegó a tenerla mayor aún. Fue él quien se dio cuenta de mis talentos y me pidió que los pusiera al servicio de mi país.
– ¿Haciendo cosas como seducir a mis amigos?
Ella acusó el golpe y bajó la mirada.
– ¿Pensáis de veras que me habría hecho falta conquistar al señor Gordon para obtener la información que deseaba? Puede que sea un buen amigo y un fiel compañero, pero no está preparado para resistirse a las solicitudes de las mujeres. Tal vez me haya aprovechado de su interés, pero mi consideración hacia vos es tal que nunca hubiese querido crear dificultades en la amistad rindiéndome a él.
– ¿De qué amistad habláis? -le pregunté-. ¿De la mía con Elias o de la mía con vos?
Sonrió abiertamente.
– ¡De las dos, por supuesto! Y ahora que hemos aclarado las cosas, tal vez podríamos volver a ese cuaderno que quizá sí que hayáis encontrado, después de todo.
Noté que vacilaba mi resolución, pero, aun cuando creyera su historia -a lo que me sentía inclinado-, eso no significaba que deseara que la Compañía de las Indias Orientales tuviera aquel cuaderno. Ella podía creer que era lo justo y su sentido de la política hacerle ver mil razones para querer tener los planos de Pepper, pero mi sentido de la justicia no me consentía entregárselos.
– Debo repetiros que no he podido encontrar los planos.
Cerró los ojos.
– Tengo la sensación de que no os preocupa que los franceses puedan construir esa máquina.
– Me preocupa, y preferiría que fracasaran miserablemente en sus proyectos; pero soy un patriota, señora, no un hombre al servicio de la Compañía de las Indias Orientales. Y no creo que la intención del gobierno sea proteger a una empresa del genio creador de la invención.
– Jamás os hubiera creído capaz de esta traición -dijo. Su belleza, aunque no precisamente ocultada, parecía enmascarada ahora por el rubor de la ira. No estábamos discutiendo un proyecto en el que ella estuviera casualmente implicada: comprendí que la señorita Glade era una apasionada defensora de su causa. Que estaba íntimamente convencida de que el gobierno británico, y solo el gobierno británico, debía tener el control de esos planos, y ya no tuve dudas de que comprendía mi papel en el intento de evitar ese resultado.
– No es una traición -dije serenamente-. Es justicia, señora. Y, si no fuerais tan parcial en vuestro criterio, también lo entenderíais así.
– Sois vos el parcial, señor Weaver -dijo en tono amable. Me halagó que, aunque desaprobara mis acciones, comprendiera que las mantenía por creerlas rectas-. Había pensado que llegaríais a confiar en mí, a confiar en que lo que hago es lo mejor. Pero veo que no aceptáis orientación de nadie. Tanto peor, porque me estoy dando cuenta de que no comprendéis nada de este mundo moderno.
– Y vos no comprendéis nada de mí -dije-, si pensáis que porque quiero complaceros, debo querer complacer también a la Compañía de las Indias Orientales. Ya he sufrido antes, señora, y he aprendido que es mejor sufrir por lo que es justo, que recibir una golosina como recompensa por lo que no lo es. Podéis continuar persiguiendo y matando inventores, si queréis, no puedo impedíroslo, pero no cometáis nunca el error de pensar que me uniré gustosamente a esa causa.
Pasó por sus labios una sonrisa.
– Servisteis a Cobb y allí no había voluntad ninguna, señor… Eso es lo que quienes sirven a vuestro rey saben de vos: que lucharéis, y lucharéis poderosamente, además, por una causa en la que no creéis, para proteger a las personas que amáis. No penséis que lo olvidaremos.
– Y mientras recordáis lo que haré bajo coacción, os ruego que recordéis también que Cobb está en prisión ahora, y el señor Hammond, muerto. A los que tratan de torcer mi voluntad para obtener sus propios fines no les ha ido tan bien como les hubiera gustado.
Sonrió de nuevo, esta vez sin ninguna reserva, y después sacudió la cabeza.
– La triste verdad, señor Weaver, es que siempre os he tenido afecto. Creo que las cosas hubieran podido ser muy diferentes si vos también hubierais sentido afecto por mí. No hablo de desearme, señor, de la manera como puede un hombre desear a una puta cuyo nombre ni siquiera se molesta en aprender, sino de albergar por mí los sentimientos que yo me sentía inclinada a albergar por vos.
Y así fue como me dejó. Con un glorioso revoloteo de sus faltas se marchó dejando tras de sí la nota de determinación que conviene tanto a la frase final de una tragedia. La pronunció con tanta energía que pensé ciertamente, que iba a ser la última vez que tendría tratos con ella y me sentí inclinado a lamentarme de mis palabras, ya que no de mi conducta. De hecho, no iba a ser la última vez que vería a la señorita Celia Glade. En realidad, ni siquiera la última vez que la vería ese mismo día.
Elias se presentó con solo media hora de retraso sobre la que había prometido llegar, lo que me pareció muy amable de su parte. La verdad es que no me molestó su tardanza, porque me dio un poco de tiempo para recuperar mi compostura e intentar dejar a un lado la tristeza que sentía tras la visita de la señorita Glade.
No permití que Elias se entretuviera y enseguida tomamos los dos un carruaje para dirigirnos a Craven House.
– ¿Cómo es -me preguntó- que nos permitirán asistir a una reunión de la asamblea de accionistas? ¿No nos darán con la puerta en las narices?
Me reí.
– ¿Quién va a querer asistir a una reunión de este tipo, si no tiene algún negocio en ella? La idea es absurda. No puede haber nada tan tedioso y que interese menos al público en general que una reunión de la Compañía de las Indias Orientales.
Mi idea de esta clase de reuniones era muy correcta, aunque en los últimos años hemos visto que algunas de ellas se han convertido en un tema de notable interés público, resonancia teatral y comentarios en periódicos. En 1723, sin embargo, hasta el gacetillero más desesperado preferiría pescar con optimismo noticias en el café menos de moda de Covent Garden a intentar buscarlas en un lugar tan aburrido como la asamblea de Craven House. Pero si el tal gacetillero se hubiese hallado presente allí ese día, habría visto recompensado su optimismo.
Como había predicho, nadie puso en duda si podíamos o no estar allí. Vestíamos los dos como caballeros, por lo cual encajamos perfectamente con el otro centenar y medio de hombres de traje oscuro que llenaban el salón de actos. Si en algo destacábamos, era solo en ser más jóvenes y menos orondos que la mayoría.
La reunión se celebró en una sala que había sido construida a propósito para albergar estos acontecimientos trimestrales. Yo ya había estado anteriormente en ella, y me había llamado la atención por mostrar el aspecto desolador de un teatro vacío, pero ahora estaba llena de vida… por más que se tratara de una vida lenta, aletargada. Pocos miembros de la asamblea se mostraban particularmente interesados en su desarrollo: formaban grupitos, charlaban unos con otros. Bastantes dormitaban en sus asientos. Uno de entre los que eran más jóvenes que yo parecía ocupado en aprender de memoria versos en latín. Algunos daban cuenta de la comida que habían traído consigo, y un sexteto intrépido había acudido con botellas de vino y jarras de peltre.
Había un estrado en la parte de delante y, sobre él, un podio. Cuando entramos en el salón, un miembro de la asamblea estaba ensalzando los méritos de cierto gobernador colonial, cuya valía había sido puesta en tela de juicio. Resultó que el tal gobernador era, también, sobrino de uno de los principales accionistas y que las opiniones, aunque no pueda decirse que fueran apasionadas, se decantaban por la tibieza.
Elias y yo ocupamos unos asientos en la parte de atrás. Él se arrellanó de inmediato en su asiento y se encasquetó el sombrero hasta los ojos.
– Aborrezco el anticlímax -dijo-. Ten la bondad de despertarme si sucede algo.
– Puedes irte, si quieres; pero, si te quedas, debes permanecer despierto. Necesito que alguien me ayude -observé.
– Porque, si no, supongo que tú también te dormirías. Dime, Weaver… ¿qué esperas que ocurra?
– No estoy muy seguro. Quizá nuestras acciones no tengan consecuencias perceptibles, pero ha habido muchas cosas que apuntan a una crisis. Y lo más importante de todo es que la suerte del señor Ellershaw depende de lo que ocurra hoy. Forester presentará una moción contra él, y aun cuando la mano de Celia Glade no sea visible en el resultado, y aunque en definitiva el papel de Cobb sea irrelevante, quiero ver cómo se desarrolla la cosa.
– ¿Y por esto debo permanecer despierto? -me preguntó-. No es precisamente lo que yo entiendo por amistad.
– Tampoco lo es intentar llevarte a la cama a la mujer que me gusta -observé.
– ¡Hombre, Weaver…! Pensaba que habíamos acordado no hablar más de eso…
– Excepto cuando yo esté intentando manipularte para que te comportes como deseo. En esos casos, lo sacaré a colación.
– Es una maldad por tu parte. ¿Hasta cuándo piensas jugar así conmigo?
– Durante el resto de tu vida, Elias. Si no lo saco a relucir, me amargará.
Él asintió.
– No puedo discutírtelo. Pero observo que hablas del resto de mi vida, no del resto de la tuya. ¿Tienes algún secreto de longevidad que yo no conozca?
– Sí. No intentar acostarme jamás con mujeres deseadas por alguno de mis amigos. Deberías probarlo alguna vez.
Estaba a punto de replicarme, cuando levanté mi mano.
– Aguarda -le dije-. Querría oír esto.
Un miembro de la asamblea de accionistas, cuya tarea parecía ser la de actuar como una especie de maestro de ceremonias, estaba informando a la sala de que el señor Forester, de la junta de comisionados, tenía que dirigirse a la sala acerca de un asunto urgente.
Sospeché que cuando un caballero deseaba hablar a propósito de la longitud de los clavos utilizados en los cajones, su parlamento sería descrito siempre como un asunto urgente, porque ninguno prestó especial atención. Los adormilados siguieron dormitando; los que almorzaban, almorzando; los que charlaban no dejaron de parlotear y el estudiante continuó estudiando. Mi atención, empero, se clavó fijamente en el podio.
– Caballeros… -empezó Forester-. Me temo que son dos los asuntos urgentes de los que voy a hablaros hoy. Uno presagia excelentes posibilidades para el futuro de la Compañía si somos capaces de gestionarlo bien. El otro es bastante desagradable y, aunque aborrezco tener que mencionarlo, temo que es mi deber hacerlo. Pero vayamos primero a lo bueno.
Forester hizo una señal a un sirviente al que no había visto antes, que se acercó con una decorativa caja de madera lacada, decorada con espirales de oro, rojas y negras, sin duda un producto de Oriente. En su parte superior tenía un asa en forma de elefante. Forester la levantó y entregó luego la tapa al sirviente. Sacó del interior de la caja un compacto rollo de tela. Con él en la mano, devolvió el resto de la caja al sirviente, que se alejó de allí. Era evidente que no había necesitado para nada la caja, pero comprendí que Forester era un hombre aficionado a los efectos dramáticos y me dije que estábamos a punto de asistir a alguna demostración fascinante.
– Tengo en mi mano el futuro de la Compañía de las Indias Orientales -anunció Forester-. No necesito deciros que el día en que el Parlamento aprobó la legislación que hace problemática la venta de telas indias en nuestro país fue uno de los momentos más decepcionantes de la historia de nuestra organización. Estamos a apenas unas semanas de vernos forzados a impedir a nuestros propios ciudadanos el acceso a las telas que importamos. Aunque se han hecho esfuerzos para ampliar los mercados en las pocas telas que aún podemos vender, la verdad es que la Compañía ha fracasado en montar un contraataque proporcionado frente a los intereses laneros, por lo que pudiera ser que pronto nos encontráramos con un descenso de nuestros beneficios. Me referiré a esto más tarde.
No me cabía duda de que Forester cargaría claramente sobre los hombros de Ellershaw la responsabilidad de esta situación; a menos que Ellershaw fuera capaz de prometer, de manera creíble, que la legislación iba a ser revocada, parecía seguro que tenía sus días contados.
– Lo que ha ocurrido en el Parlamento es, sin duda, terrible -siguió-, y ha habido rumores de futuras medidas más terribles aún. Todos hemos oído hablar de ellas. Se habla de una nueva máquina, una capaz de transformar el algodón americano en una réplica exacta de las telas indias, a la vez ligeras, cómodas y elegantes. Es muy cierto que la industria local del teñido lleva años perfeccionando sus técnicas y que gran parte de las telas indias que se disfrutan en este reino han sido teñidas aquí: por lo cual, si ese algodón americano fuera tejido en la fabulosa máquina que dicen, y se tiñera aquí, sería imposible para el consumidor señalar la diferencia. No me cabe duda de que los expertos de Craven House podrían señalar las pequeñas variantes, pero no los consumidores Por lo cual una máquina así podría suponer el fin de nuestro comercio textil con Oriente.
A estas alturas, los asistentes se mostraban mucho más animados. Silbidos y gritos de «¡no!» recorrían la sala. Hasta el propio Elias, que había estado fingiendo aburrimiento, se hallaba ahora completamente alerta.
– Ha sabido de su existencia desde el primer momento -me susurró refiriéndose a la máquina de Pepper.
– Estoy aquí para deciros dos cosas, caballeros. La primera, que esa máquina es real. He visto sus trabajos. -Los gritos apagaron su voz y tuvo que aguardar unos momentos antes de que en la asamblea se hiciera suficiente silencio para permitirle seguir. Lo hizo finalmente, pero el rumor en la sala hacía difícil oírlo-. Sí, es real. Esa máquina es una realidad. Pero la segunda cosa que debo deciros es que este no es un momento de derrota, sino de triunfo. Siempre se ha considerado semejante máquina como un enemigo de la Compañía, pero no lo es si somos nosotros quienes la tenemos. Si es nuestra, si podemos emplearla como queramos, en beneficio nuestro. Porque eso, amigos míos, significa riquezas inimaginables.
Tenía ahora atrapada toda la atención de la asamblea.
– Pensad en ello. Seguimos manteniendo el comercio con la India. Tenemos nuestra infraestructura allí y Europa entera desea que le vendamos telas indias. Pero dejamos de expansionarnos en la India y, en lugar de ello, invertimos en la producción algodonera norteamericana. Obtenemos el algodón de América, lo hilamos aquí en las máquinas de la propia Craven House, encargamos que sea teñido y lo vendemos luego en el mercado interior. En vez de competir con la producción textil del país, nos entretejemos con ella, si me permitís este juego de palabras. Sí, claro, los hombres que tienen intereses laneros continuarán dándonos problemas, pero ya no podrán decir que quitamos el pan de la boca de los trabajadores de esta nación. Por el contrario, crearemos nuevos trabajos y nos convertiremos en los ídolos de quienes los buscan. Y, puesto que seremos los dueños de las máquinas, la capacidad de esos trabajadores para dictarnos sus salarios se verá limitada. En suma, caballeros, con estas nuevas máquinas tendremos un poder absoluto sobre la industria textil: sobre los tejidos indios y los mercados extranjeros, sobre el algodón americano y nuestro mercado interior.
La sala se transformó en una alborotada confusión de voces. Había muchos hombres de pie señalando y agitando los brazos, asintiendo o sacudiendo la cabeza. Pero, por lo que yo podía adivinar, la mayoría de ellos se sentían entusiasmados por lo que acababan de oír.
Por mi parte, yo apenas podía entender todo aquello. Mis esfuerzos no habían servido para nada. La Compañía había tenido en su poder la máquina desde el principio, se aprovecharía de ella y convertiría en esclavos a los trabajadores de Londres. Solo podía encontrar cierta satisfacción en el hecho de que aquello significaba que no solo habían fracasado los amos franceses de Cobb en el intento de tener el control de la máquina, sino que también se habían quedado sin ella Celia Glade y sus jefes británicos. La Compañía les había ganado la partida a todos.
Tras unos minutos de caos en los que Forester intentó en vano recuperar el dominio de la asamblea, escuché una enérgica llamada al orden.
– ¡Calma! -gritó una voz-. ¡Tranquilizaos todos! -Era la voz de Ellershaw, que entraba en aquel momento en la sala con una seguridad en sí mismo que yo nunca le había visto antes. Llevaba un traje nuevo, limpio, flamante y, aunque caminaba arrastrando un poco los pies, su porte exhibía una autoridad que yo casi calificaría de regia.
Subió al estrado y se dirigió al podio.
– Debéis esperar -le dijo Forester-. Todavía no os he cedido el uso de la palabra.
– Sí lo habéis hecho -replicó Ellershaw-. ¿O pensáis que vuestra opinión es demasiado importante para consentir que las normas del procedimiento pongan fin a vuestra perorata?
– Pudiera ser -se burló Forester-, pero en cualquier caso no va a ser seguida por la de un loco de quien sabe todo el mundo que tiene el cerebro dañado por culpa de una escandalosa dolencia.
De la garganta de los reunidos salió un grito ahogado y observé tantos gestos de asentimiento y secreteos en voz baja que comprendí que los rumores a propósito del mal francés habían encontrado amplio eco. Pero fue entonces cuando tuve un barrunto del espíritu malicioso de Ellershaw.
– ¿Sabido por todo el mundo decís? Pues es curioso que yo no lo sepa, ni me lo haya dicho ningún médico de cuantos se han tomado la molestia de examinarme en vez de comportarse como bellacos y difundir mentiras. Casualmente, veo en esta misma sala un cirujano que me ha visitado. ¡Vos, señor! -dijo señalando a Elias-. Tened la bondad de decirles a los presentes si pensáis que tengo alguna dolencia que pudiera llevarme a alguna enfermedad del cerebro.
Elias se mostraba reacio a ponerse en pie, pero Ellershaw siguió insistiendo y los rumores de la multitud comenzaban a resultar amenazadores.
– Más vale que respondas -le dije.
Elias se puso en pie y carraspeó para aclararse la garganta.
– He examinado al caballero -anunció- y no he encontrado en él ningún síntoma de la enfermedad mencionada ni de ninguna otra que pueda derivar en locura.
Nuevos murmullos recorrieron la multitud, y Ellershaw solo pudo imponer orden golpeando el podio con un grueso volumen in cuarto a modo de maza.
– Ya lo veis -exclamó-: meros rumores aceptados sin ninguna base. Y ahora, volviendo al tema que nos ocupa, quisiera referirme a ese calicó producido a máquina del que ha hablado Forester. -Se volvió para mirar al aludido-. Como mínimo, deberéis permitirnos que examinemos esta tela. Aseguráis que es tan bueno como una tela india, pero solo tenemos vuestra palabra de que no es uno de esos tejidos ásperos y gruesos que rechazará el público. Ha habido anteriormente muchos ejemplos de nuevas máquinas de las que se predijo que serían nuestra ruina, pero hasta hoy ninguna de ellas valía una higa.
Forester intentaba cerrar el paso a Ellershaw, pero este avanzó y se apoderó con sus manazas del rollo de tela que sostenía el otro. Examinó el tejido, pasó los dedos por encima de él, lo sostuvo en alto a la luz, lo olfateó incluso. Luego hizo una pausa y pareció sumirse en una pensativa reflexión.
– Hasta vos, señor, que os habéis interpuesto en mi camino, debéis reconocer que está perfectamente logrado. -La voz de Forester vibraba casi con una nota triunfal-. ¿Sois capaz de encontrarle algún defecto?
– No, señor…, no puedo -respondió Ellershaw.
Supe, con todo, que allí no acababa la cosa, porque no había ninguna concesión en su tono de voz. Si acaso, Ellershaw disimulaba una sonrisa y, cuando habló, lo hizo con voz suficientemente alta para ser oído en toda la sala. No eran palabras intercambiadas entre dos personas, sino declamadas en un escenario.
– No puedo encontrar ningún defecto en él -dijo- ¡porque es tejido indio, zoquete! Nos habéis hecho perder el tiempo con esta payasada.
Los ánimos se habían encendido de nuevo en la sala, pero Forester intentaba detener el caos.
– Si tan parecido es al original que hasta a un hombre como Ellershaw le cuesta encontrar la diferencia, ¿no es suficiente prueba de la calidad del tejido?
Ahora fue Ellershaw quien prorrumpió en una fuerte y sonora carcajada.
– Os han engañado, señor. Alguien se ha burlado de vos. Os digo que se trata de auténtico tejido indio, y si fuerais un auténtico hombre de Craven House, y hubierais servido algún tiempo en la India, como yo, lo habríais notado enseguida. -Desenrolló como medio metro de tela y la sostuvo ante los presentes-. Caballeros…, sin necesidad de tocarla siquiera, ¿no podéis ver que Forester está en un error?
La sala enmudeció unos momentos mientras estudiaban todos el tejido. ¿Qué era lo que se suponía que tenían que ver? Yo no tenía la menor idea. Pero entonces se escuchó una voz:
– ¡Hombre…! Pues que esto ha sido teñido en la India. Conozco ese dibujo.
– Sí, sí -exclamó otro-. No hay ningún tintorero en esta isla capaz de copiar eso. ¡Es tela india!
La concurrencia enloqueció ahora. Todos podían verlo, o incluso los que no, fingían verlo igualmente. Se hacían señas y reían. Prorrumpían en risotadas.
Esta vez, sin embargo, Ellershaw fue capaz de instaurar en la sala en poco tiempo un relativo silencio. De alguna forma, la enormidad de lo que acababa de suceder posibilitó el retorno a una actitud disciplinada. Aunque Forester seguía en el estrado, se le notaba trastornado y confuso. Con el rostro rojo como la grana y los miembros temblando, supuse que nada desearía más ahora que escapar de aquella humillación, pero tal vez huir de ella sería todavía más humillante que aguantarla.
¿Cómo había podido ocurrir semejante cosa? Recordé entonces a Aadil, el espía indio que fingía servir a Forester. Era evidente que él había ayudado a orquestar esta caída. Forester andaba tras la máquina que tanto daño podía causar al comercio de la India. El espía indio le había devuelto el golpe saboteando los planes de Forester, fingiendo adquirir en el mercado nacional aquellos productos textiles y procurándole, en su lugar, simples tejidos indios, sabiendo que alguna vez debería llegar este momento de que se descubriera el engaño.
– Amigos, amigos míos -dijo Ellershaw-, volvamos al orden. Este asunto no es cómico, sino más bien aleccionador. El señor Forester está en lo cierto al decir que hemos oído rumores de esas nuevas máquinas y obra bien en mostrarse vigilante. ¿Se le puede culpar porque unos granujas sin escrúpulos no hayan dudado en aprovecharse de su ignorancia y engañarlo? El señor Forester nos ha recordado que tenemos que permanecer en guardia, y eso es algo que debemos agradecerle.
Me sorprendió ver con qué rapidez controlaba Ellershaw aquel caos. La sala estalló en vítores y aplausos y Forester, ante mi gran asombro, fue capaz de retirarse con algo parecido al honor. Supuse que lo obligarían a dimitir de la junta, pero por lo menos pudo salir de la sala con una ilusión de dignidad.
Una vez se hubo marchado Forester, Ellershaw volvió de nuevo al podio.
– Sé que no me toca hablar ahora, pero, puesto que estoy ya aquí, ¿podría pronunciar unas pocas palabras?
El hombre que había presentado antes a Forester asintió vigorosamente. Ellershaw era un héroe ahora. Si hubiera pedido permiso para prender fuego a la sala, seguro que se lo hubiesen concedido también.
– Caballeros… He sido sincero cuando dije que debíamos mantenernos alerta contra esas nuevas máquinas, pero quizá también haya sido culpable de elogiarme a mi mismo. Porque, ved…, y he estado siempre alerta. Los rumores a propósito de una máquina así son demasiado ciertos, por desgracia. Existen planes para construir ese artilugio, no una máquina capaz de producir telas idénticas a las indias, pero sí un paso en esa dirección. Y pienso que era muy conveniente para los intereses de la Compañía suprimir esa máquina, para que no condujera al futuro perfeccionamiento de otras que pudieran, un día, comprometer nuestros mercados. Por este motivo he ido muy lejos en mi intento de obtener la única copia existente de los planos de esta máquina. -Metió la mano en el bolsillo de su casaca y sacó de él un pequeño volumen in octavo. Incluso desde la distancia en que me encontraba, supe que no podía haber ninguna duda: era el volumen que yo había entregado esa misma mañana a Devout Hale.
– Ahora bien -siguió el orador-, sé que ha habido cierta insatisfacción últimamente por el desempeño de mi cargo aquí. Ha habido voces que dicen que hubiera podido hacer más para desbaratar los intereses laneros e impedir la inminente legislación, que ciertamente supondrá un desafío para nosotros en los próximos años. No creo que eso sea cierto. Jamás he dejado de trabajar para que sea revocada esa legislación, pero eso es todo lo que podemos hacer, y los intereses de la lana tienen una relación duradera y profunda con el Parlamento, que se remonta a tiempos inmemoriales. No tengo ninguna duda de que recuperaremos el terreno que ahora hemos perdido, pero, en definitiva, lo que tenemos que hacer es expandir los mercados que tenemos abiertos y proteger tenazmente nuestros derechos y privilegios. Con haber paralizado esta máquina, creo haber demostrado mi valía.
Por lo visto la multitud estaba de acuerdo con él, porque estalló en vítores y aplausos. Ellershaw se regodeaba en su gloria y, al final, cuando la sala recuperó de nuevo la calma, se decidió a concluir su discurso:
– No pretendo dar a entender que todo esto lo he conseguido yo solo. He contado con una gran ayuda, y deseo agradecérsela públicamente a quienes me la han prestado. Nuestra Compañía ha tenido un nuevo abogado, un hombre que ha pasado, de apoyar los intereses de la lana, a la defensa de nuestra causa en el Parlamento. Me gustaría que todos dieran la bienvenida a nuestro círculo al señor Samuel Thurmond. Ha servido durante mucho tiempo a los intereses laneros, pero desde la pasada elección viene trabajando en secreto para nuestra Compañía y ha prometido emplear toda su influencia en conseguir que sea revocada esa odiosa legislación.
El anciano se puso en pie y saludó quitándose un momento el sombrero con una gran sonrisa en la cara. No era ya el hombre adusto al que Ellershaw amenazaba, ni el intrigante que se entrevistaba en secreto con Forester. El que allí vi era un hombre inteligente en la última etapa de su vida, que quería asegurarse cierto bienestar para sí y quizá también para aquel hijo al que se había referido Ellershaw. La intriga con las telas falsas había sido perpetrada contra Forester con la ayuda de Thurmond. Ahora me daba cuenta de que las amenazas en contra del anciano y la confrontación en Sadler's Wells habían sido escenificadas para engañarnos a Forester y a mí. Comprendí también, finalmente, cuál había sido el verdadero objetivo de mi presencia en Craven House: hacerle creer a Forester que sus intrigas estaban amenazadas por una investigación externa, para que centrara sus sospechas en mí en vez de hacerlo en Thurmond. Para que creyera que existía una conjura en su contra y que eso lo incitara a asestar un golpe que podría fallar y que, en su fallo, montaría el tinglado al que se encaramaría Ellershaw para proclamar su triunfo.
La sala era ahora una escena de gozoso tumulto, con Ellershaw estrechando manos a diestro y siniestro y los miembros de la junta dándole a Thurmond palmadas en la espalda y recibiendo su proyecto como si fuera una heroicidad. Lo cual me parecía a mí de lo más curioso, puesto que había obtenido este estatus traicionando a sus aliados de siempre. Me pregunté si esto le impediría traicionar más adelante a los intrigantes de Craven House. Aunque me dije que tal vez aquello no significaría nada: después de todo, esos hombres vivían solo de un período a otro, de una reunión de la junta a la siguiente. ¿Qué podía importar una futura traición, comparada con un éxito inmediato?
Me sentía profundamente asqueado de todas esas demostraciones, y pensé decirle a Elias que ya no aguantaba más todo aquello, pero en aquel instante levanté la cabeza y vi a Thurmond estrechando la mano de una persona a la que jamás hubiese esperado encontrar allí: nada menos que a Moses Franco.
Mil pensamientos cruzaron mi mente mientras intentaba entender por qué estaba allí y cómo era que mantenía relaciones tan amistosas con Thurmond y con algunos otros miembros de la Compañía. Pero luego me fijé en que se despedía y se encaminaba a la entrada principal, la que daba al interior de Craven House. Abrió la puerta y la cerró enseguida tras él, pero no tan rápidamente que no viera yo que alguien lo estaba esperando detrás y que, por el vestido y el lenguaje corporal, no dedujera que se trataba de… Celia Glade.
Me excusé ante Elias, diciéndole solo que prefería irme, y después me abrí camino entre la multitud. Mientras lo hacía. Ellershaw me agarró por el hombro y, al volverme, mi mirada de sorpresa se encontró con un rostro sonriente, mucho más seguro de sí y de su competencia que cualquier otra expresión que le hubiera visto anteriormente.
– No penséis que, porque he omitido daros públicamente las gracias, valoro vuestra contribución menos que la del señor Thurmond -me dijo.
No hice caso a la pulla y seguí adelante. Al final, fuera ya de la sala, me encontré en el espacio interior del edificio. Por suerte, aún pude verlos cuando iban por un pasillo y entraban en un cuartito que me constaba que había sido desocupado últimamente. Ninguno de los dos debía de esperar una intrusión mía ni de nadie, puesto que no habían cerrado la puerta y al llegar yo al umbral observé que la señorita Glade le tendía al señor Franco una bolsa.
– ¿Qué traición es esta? -pregunté con voz lo bastante alta como para sobresaltarlos a ambos.
– ¡Señor Weaver…! -exclamó animadamente Franco, aunque esta vez ya sin el acento que solía adoptar en mi presencia-. ¡Cuánto me alegra veros ahora que todo ha terminado! Supongo que me haréis algunas recriminaciones, sé que no voy a poder evitarlas, pero permitidme que os diga ahora que estoy en deuda con vos y que todo lo que siento hacia vos es estima y respeto.
Mi expresión debió de ofrecerle algún indicio que no deseaba, pues se volvió para mirar a la señorita Glade.
– Le habréis informado ya de este detalle, ¿no?
Ella se sonrojó.
– Me temo que aún no he tenido la oportunidad de decirle gran cosa.
– ¿Sois un espía, señor? -troné.
La señorita Glade apoyó la mano en mi brazo.
– No os enojéis con él. Si tenéis que culpar a alguien, podéis culparme a mí.
– Podéis estar segura de que lo haré. ¿Cómo os atrevéis a jugar con mis sentimientos y lealtades? ¿Ignoráis acaso cuánto me ha atormentado sentirme culpable de la prisión de este hombre? ¿Y ahora resulta que era un espía a vuestro servicio?
Franco extendió sus manos hacia mí en un ademán de rendición, que se vio no poco impedido por la bolsa que sujetaba ahora con la mano. Pero, más que temblar de temor, tenía el rostro rojo de vergüenza y yo sentí que lamentaba sinceramente haberme engañado. La vehemencia de este pesar me desarmó tanto que me quedé inmóvil, sin tener idea de qué podría decir o hacer.
La señorita Glade decidió compadecerse de mi incertidumbre.
– No censuréis a este hombre -dijo-. Fue tan solo otro desventurado como vos, al que obligaron a ponerse al servicio de Cobb.
– Me temo que a mi llegada a Londres hice unas cuantas operaciones con mi dinero que resultaron mal, incluida mi inversión en la máquina del señor Pepper…, que fue lo que atrajo sobre mí la atención de Cobb. El se las arregló para comprar mis deudas como hizo con vos y vuestros amigos, y después exigió de mí que cultivara la relación con vuestra familia.
– ¿Vuestra hija era espía también? -pregunté, sin disimular el disgusto que me producía semejante posibilidad.
– No -respondió-. No podía fiarme de una criatura tan dulce para engañaros, y por eso disimulé con ella también. Permitid que os diga, sin embargo, que, si los dos hubierais formado una pareja más conveniente, no habría puesto ninguna objeción a vuestro enlace.
– Sois muy amable -dije sin ocultar mi amargura. -Cuando me di cuenta de que aquel matrimonio no podía ser, la envié a Salónica para alejarla de esta locura. Siento mucho, señor, lo siento en el alma, haberme visto obligado a engañaros. Solo puedo esperar que, cuando lo sepáis todo, no me consideréis con tanto disgusto.
– En lugar de alentar vuestra indignación con el señor Franco -dijo la señorita Glade-, tal vez queráis darle las gracias. Fue por consideración a vos como él se puso en contacto con el ministro y decidió cambiar de partido y unirse a nosotros.
– Así es -dijo Franco-. Sabía que Cobb era un villano, y vos, un hombre de honor, y por eso, con mi hija ya en el extranjero, arriesgué mi seguridad para trabajar a favor de mi nuevo país, en lugar de intrigar contra él. Por desgracia, la condición que me impusieron para mi servicio fue que no debía deciros a vos nada de todo esto.
– ¿Y eso?
La señorita Glade se rió.
– ¿Acaso no es evidente que vuestras convicciones son demasiado sutiles como para que alguien pueda confiar en ellas en asuntos como este, en los que hay cierta ambigüedad entre lo que está bien y lo que está mal? Sabíamos que jamás serviríais de buen grado a los franceses y que, llegado el caso de tener que elegir, optaríais por servir a vuestro propio reino. Pero no estábamos tan seguros de lo que haríais si existía un conflicto entre vuestra idea de lo que era mejor para el reino y la idea que teníamos nosotros al respecto.
Expresé mi disgusto con un bufido.
– ¿Y por eso jugasteis conmigo como si fuera un títere?
– Nunca quisimos eso -afirmó Franco, compadeciéndome.
– Habéis vivido lo suficiente en este mundo, Weaver, para saber que no siempre es posible actuar como deseamos, y que a veces tenemos que sacrificar nuestras propias inclinaciones por un bien más importante. Si yo supiera que mi gobierno me ha engañado con ese objetivo, no protestaría. Elegiría siempre que actuara así, antes que perder una oportunidad por mi culpa -dijo la señorita Glade.
– Esa es vuestra elección, no la mía -apunté-. No creo que el gobierno haga un buen negocio apoyando a esta Compañía. Dos grandes poderes no pueden llevarse bien nunca, y llegará un momento en que uno de los dos tratará de destruir al otro.
– Puede que llegue un día en que el ministro se enfrente a Craven House -replicó la señorita Glade-, pero ahora tenemos que vérnoslas con Francia, y los franceses quieren destruir la Compañía de las Indias Orientales como medio para acabar con nuestro poder en el extranjero. La política no puede versar siempre sobre lo que es moral y justo y beneficioso para todos los hombres y todas las épocas. Versa sobre lo que conviene hacer ahora y sobre cuál es el menor de los males.
– ¡Triste forma de gobernar una nación! No sois mejores que los hombres de la Compañía, que solo piensan en lo que pueda ocurrir de una asamblea general a otra.
– Es la única manera de gobernar una nación -replicó-. Cualquier otro método está condenado al fracaso.
Tras una pausa, la señorita Glade se volvió hacia el señor Franco:
– Pienso que ya habéis tenido la oportunidad de defender vuestra postura como deseabais -le dijo-. ¿Podría sugeriros que nos dejarais ahora solos para que podamos cambiar unas palabras en privado?
Franco lo hizo así; hizo una nueva reverencia y salió del cuarto. La señorita Glade cerró entonces la puerta y se volvió hacia mí, mostrando en su boca una encantadora sonrisa con dientes blanquísimos.
– Veamos… -me dijo-. ¿De verdad estáis enfadado conmigo?
– Me habláis como si existiera entre nosotros una relación en la que mi enfado pudiese turbaros. Pero para mí no sois más que una traidora y una manipuladora.
– No quiero creer eso -respondió ella-. Estáis molesto conmigo, pero no pensáis de mí todo eso. Vuestro orgullo está herido porque yo he ido por delante de vos estas semanas, pero creo que me veréis con una luz más amable cuando consideréis más detenidamente lo ocurrido. Suponiendo, naturalmente, que no lo veáis ya así. Porque pienso que tenéis mejor concepto de mí de lo que estáis dispuesto a reconocer.
No respondí a eso, porque no quería ni confesar ni mentirle. En lugar de eso, cambié de conversación.
– Decidme unas cosas: sugeristeis que los franceses dieron muerte a Baghat. ¿Mataron también a Carmichael? ¿Y qué le ocurrió a Pepper?
– En cuanto a Carmichael, tenemos cierta información que nos lleva a sospechar que lo hizo uno de los hombres de Ellershaw.
– ¡Cómo! -exclamé-. ¿Y lo dejáis en libertad con semejante delito encima?
– Tenéis que haceros cargo de todo lo que se está jugando aquí. Es una lucha entre naciones por la hegemonía mundial, por un imperio como nunca se ha visto otro semejante. Es un premio que ha de ser deseado, sí, pero, más aún, que nuestros enemigos podrían conseguir si no luchamos cueste lo que nos cueste. ¿Deseáis que Francia domine Europa y el mundo? ¿Habéis considerado el bienestar de cuantos viven bajo el dominio británico…aquí y en las colonias? ¿Debo explicaros cómo viven en los países católicos del continente?
– Soy consciente de todo eso -respondí. -No siento por Ellershaw nada más que odio y, como vos, querría que fuera castigado por sus crímenes; pero esto es una guerra…, una auténtica guerra, con las mismas, si no mayores, consecuencias que las que libran grandes ejércitos en los campos de batalla. Si hemos de aguantar a un canalla como Ellershaw, lo aguantaremos…, como los reyes tienen que aguantar a algunos monstruos que en ocasiones son notables comandantes en los combates.
– ¿No lo castigarán, entonces?
– No podrán. Aunque tuviéramos pruebas concluyentes, de las que carecemos, no sería prudente ir contra él. -Me sonrió al decirlo-. Y no se os ocurra sacar a relucir vuestro rudo sentido de la justicia, os lo ruego. Si al señor Ellershaw le ocurriera algún desgraciado accidente, no creo que el ministro accediera a echar tierra sobre el asunto, y yo no estaría en disposición de poder protegeros. Debéis pensar en otra forma de retribución.
Yo no podía saber a qué se refería con estas palabras, pero sospecho que conocía mis pensamientos mucho mejor de lo que yo hubiese querido. Me aparté, pues, de ella, con las manos cruzadas detrás de mi espalda.
– ¿Y qué hay de Absalom Pepper? ¿Quién lo mató, y será conducida ante la justicia esa persona?
– Veo que os habéis vuelto de espaldas para hacerme esta pregunta… -me dijo-. ¿Nos os fiáis de vos?
La ansiedad y la preocupación me llenaban en igual medida, pero no podía soslayar aquel reto. Así que me volví para mirarla.
– ¿Quién lo mató? -insistí.
– Creo que ya conocéis la respuesta -me dijo, con aquella sonrisa suya que yo encontraba a la vez irritante e irresistible.
– Si la supiera, ¿no iría a denunciarlo ante la justicia?
– Creo que lo haréis.
– ¿Y no me detendréis?
– No -respondió ella.
– ¿Aprobará eso el ministro?
– El ministro no se enterará.
Estudié detenidamente su rostro y me pregunté si estaría tendiéndome una especie de trampa.
– ¿Y, aun así, no trataréis de detenerme?
– No debéis pensar que me ciegue tanto mi lealtad. Haría cualquier cosa para impedir que Francia consiguiera el poder que busca la Gran Bretaña, pero eso no significa que sea incapaz de ver lo que representan estas compañías. Tenéis razón en preguntar qué ocurre cuando se hacen demasiado poderosas, y estoy de acuerdo con vos en creer que es mejor que ese poder sea recortado mientras aún tenemos el arma con la que combatirlo. Actuad, pues, como deseéis; que yo, en cuanto dependa oficialmente de mí, no me daré por enterada. Y en un nivel más privado, pienso incluso que os haré saber mi aprobación. Mi sorpresa era completa.
– Se diría, señorita Glade, que vos y yo compartimos bastante más de ese afán de justicia de cuanto yo había imaginado al principio…
– ¿Habíais podido dudarlo? Sé que actuáis como creéis que es lo mejor y, puesto que no estoy en desacuerdo con vos. os ayudaré en lo que pueda. En cuanto a las deudas acaparadas contra vos y vuestros amigos, podéis confiar en que el ministro resolverá el asunto. Lo que, sin embargo, no podré pagaros son las veinte libras convenidas.
¡Con qué descaro mencionaba esto último!
– Me las arreglaré para soportar esa pérdida.
– Será mayor de lo que pensáis porque espero que me compréis alguna chuchería bonita como prueba de vuestro aprecio. Y de vuestro afecto -añadió dándome la mano.
Yo no quería parecer -o ser- mojigato, pero aún no había llegado a confiar en aquella dama, y no sabía con seguridad si alguna vez me traicionaría. Se debió a esta razón que no reaccionara con mayor vehemencia a sus insinuaciones que, todo hay que decirlo, fueron muy bien recibidas por mí.
Pero lo cierto es que ella no pudo dejar de notar mi vacilación.
– Vamos, señor Weaver… -me dijo-. ¿Cortejaréis solo a mujeres como la señora Mulbery, cuyo sentido del decoro la lleva a rechazaros? Pensé que os encantaría conocer a una mujer que no solo es de vuestra raza, sino que tiene también vuestras mismas inclinaciones…
– Sois muy atrevida -le dije. Y creo que, a pesar de mis buenos deseos, se lo dije sonriendo también.
– Si es atrevimiento decir la verdad cuando una está a solas con un alma gemela, confieso mi crimen. Sé que lo que ha pasado entre nosotros puede haberos dado una pobre imagen de mí -siguió, ahora en tono más suave. Después tomó mi mano con una suavidad que encontré a la vez sorprendente y emocionante-. Tal vez queráis venir a verme cuando os sintáis menos herido y podamos comenzar de nuevo.
– Tal vez lo haga.
– Perfecto -dijo-. Pero no tardéis demasiado, o me veré obligada a venir a buscaros. Bien es cierto que también puede que me pidan que venga a buscaros a título menos personal, porque os aseguro que ahora el ministro tiene un montón de razones para aplaudir mi anterior intercesión por vos y todo lo que comentamos ahora es a propósito de vos y de cómo convenceros para que sirváis al rey.
Retiré mi mano de la suya.
– No creo que me gustara servir al rey de esa manera. Como habéis observado, no tengo la menor inclinación a torcer mi sentido de la rectitud por las conveniencias.
– Puede haber un momento en que el reino necesite un favor que no os presente ningún conflicto. Espero que no cerréis vuestra mente a esta posibilidad.
– Y, si no me interesa, ¿podré ir a visitaros a pesar de todo?
– Os suplico que no tardéis en hacerlo -respondió.
De haber estado en una habitación privada, sé muy bien ahora adonde hubiera podido llevarnos esta conversación, pero un cuartito vacío en Craven House, durante una reunión de la asamblea de accionistas, difícilmente podía parecer el lugar más adecuado para rendir culto a Venus. Con el acuerdo de que no estaríamos mucho tiempo lejos el uno del otro, nos separamos; ella, sin duda, convencida de que había empezado nuestra relación con un triunfo. Y yo me fui a buscar a Elias para decirle lo que había averiguado: una idea que avivaba mis pasos.