Pero… ¿por qué les preocupaba tanto a los franceses lo que yo hiciera o dejara de hacer en la Casa de las Indias Orientales? La respuesta a esta pregunta no estaba en absoluto a mi alcance por muchas vueltas que le diera, así que, por lo tanto, decidí que dejaría a la dama tan pronto como me fuera posible para poder reflexionar en privado sobre este nuevo giro del asunto. Sin embargo, me obligué a esperar un buen rato, para que ella no cayera en la cuenta de que su arranque había revelado algo de sí misma.
La acompañé -o, para ser más exactos, ella me acompañó a mí, porque conocía mucho mejor que yo el dédalo de calles de St. Giles- hasta High Holbourn, donde deseaba procurarle un carruaje. Mientras íbamos hacia allí, comenzó a quitarse y guardar en un bolso que llevaba los elementos de su disfraz: su peluca; sus guantes remendados, que cambió por otros limpios; un paño que le sirvió eficazmente para quitarse el maquillaje que afeaba su rostro… Seguía vistiendo unas ropas que difícilmente servían para realzar sus encantos, y sus dientes todavía estaban manchados por la pintura, pero para cuando emergimos en la transitada calle, ella no parecía ya una vieja bruja, sino una hermosa mujer mal vestida.
– ¿Cómo me preferís? -preguntó.
– Permitidme que lo piense -respondí- y os enviaré mi respuesta enseguida. -Mi mirada estaba pendiente de un cochero, que nos hacía señas de que fuéramos hasta él.
– No tendré en cuenta vuestra burla y aceptaré vuestra amable ayuda con el carruaje. Pero… ¿y vos? -me preguntó.
– Primero me cercioraré de que estáis a una distancia segura de aquí, y después ya buscaré mi propio medio de transporte.
– Quizá podríamos compartir este -me dijo pícaramente.
– No creo que viajemos en la misma dirección.
Ella se inclinó y se arrimó a mí.
– Quizá podamos arreglar que esa dirección sea precisamente adonde queramos ir los dos.
No creo que en la vida haya luchado tanto por dominar mis pasiones. Ella me miraba, con el rostro levemente inclinado y sus negros ojos muy abiertos; incluso separó un poquito los labios para que yo pudiera distinguir entre ellos el tentador color rosa de la punta de su lengua. ¡Habría sido fácil, tan fácil, seguirla a donde deseara ir… permitir que me tomara en sus brazos…! Yo podría decirme a mí mismo que lo hacía por la causa… que estando tan cerca de ella sin duda averiguaría más de sus planes. Sin embargo, sabía que aquello era falso. Sabía que si cedía a sus insinuaciones, a mis deseos, a partir de aquel mismo instante ya no podría fiarme de mis instintos. Si se hubiera tratado solo de mi vida, si solo estuviera en juego mi seguridad, habría sido feliz aceptando la apuesta y lanzando alegremente los dados. Pero mi más querido amigo, un bondadoso caballero ya de cierta edad y mi tío enfermo dependían de que yo obtuviera un rápido éxito, y que no me lanzara despreocupadamente a la que podía ser la más dulce de las prisiones, cuando la vida de muchos otros dependía de mi éxito.
– Temo que tengo que acudir a una cita que no puedo excusar -le dije.
– Tal vez podría concertar una cita urgente con vos para otra noche -me propuso.
– Tal vez -me las arreglé para decir con la boca reseca-. Buenas noches, señora.
– Esperad -dijo, al tiempo que sujetaba atrevidamente mi muñeca con su mano. Una sacudida de excitación, ardiente como fuego, pasó a través de mi carne. Pienso que ella debió de sentirla también, pues se apresuró a soltar mi mano-. Espero -dijo, como si tartamudeara intentando encontrar las palabras-. Bueno… sé que puedo mostrarme traviesa, pero confío en que tengáis buena opinión de mí. La tenéis, ¿verdad?
– Por supuesto, señora -logré articular.
– Y, sin embargo… ¡sois tan formal! ¿No os sentiríais a gusto conmigo?
– De verdad que me encantaría -dije-, pero no creo que este sea el momento. Buenas noches -me despedí de nuevo, y me apresuré a alejarme y dejar entre los dos un buen trecho.
Le había dicho la verdad: que me encantaría estar a solas con ella y que aquel no podía ser el momento. No había nada falso en todo ello. Simplemente olvidé mencionar a propósito que no creía que bajar la guardia delante de ella fuera beneficioso para mi libertad y hasta para mi vida.
Una noche de confusión y de insomnio no me aclaró las cosas, así que me pareció una gran suerte tener la oportunidad de encontrarme con Elias esa misma mañana. Ya era desesperante saber que los franceses estaban deseando mi muerte, pero enterarme de que la señorita Glade, una dama por la que estaba comenzando a sentir un apego nada pequeño, pudiera estar de parte de aquellos gabachos, me dejaba a la vez confuso y taciturno.
Tuve algunas cosas que hacer esa mañana con uno de los escribientes de Craven House y, después de haber hablado con él, me encantó ver a Elias en el vestíbulo del edificio, en animada conversación con una mujer. En un primer momento me extrañó su presencia, hasta que recordé que debía de encontrarse allí en razón de la enfermedad de Ellershaw. Me apresuré a ir hacia él, pero mi entusiasmo se disipó casi al instante cuando vi que la persona con la que estaba hablando era nada menos que… Celia Glade.
Antes de haberme acercado lo suficiente para oír las palabras que salían de su boca, me fijé en su actitud: su cuerpo alto y recto como una vara, su sonrisa amplia y deslumbradora, su mano apoyada en el pecho, en una continua demostración de varonil desenvoltura… Elias estaba buscando su presa con la seguridad y la constancia de un depredador.
Adiviné que Elias acababa de decir algo divertido, porque la señorita Glade se llevó la mano a la boca para ahogar una carcajada… un ruido que se consideraría de lo más inapropiado en el interior de Craven House. Y más inapropiado aún me pareció que intentara conquistarla o, lo que era todavía más horroroso, que ella se sintiera prendada de él. Me dije que no podía confiar en que Elias fuera capaz de mantener sus defensas frente a tan formidables encantos femeninos, pero yo tenía suficiente experiencia de ellos para dejarme convencer por mis propias explicaciones.
Lo cierto es que me precipité derecho hacia ellos, dispuesto a acabar con aquel encuentro tan inadecuado. Me preguntaba qué sabría la señorita Glade. ¿Estaría al tanto de mi amistad con Elias? ¿Sabía que su suerte estaba tan íntimamente unida a la mía? La única cosa de la que yo podía estar seguro era que deseaba que no averiguara más cosas que las que ya sabía.
– Buenos días, Celie -la saludé, eludiendo a Elias por el momento-. ¿Os parece prudente anunciar a todos los de la Compañía que tenéis necesidad de hablar con un cirujano?
Recordándolo ahora, me doy cuenta de que pude haber elegido un método menos virulento para poner fin a su conversación, un método menos alusivo a la historia que ella me había contado, probablemente falsa a todas luces. Pero que en aquel momento me pareció eficaz, pues pude ver que zanjaba la conversación: la señorita Glade se ruborizó y se alejó enseguida.
Elias, en cambio, contrajo los párpados y apretó los labios: señal muy clara de su irritación.
– Has estado de lo más grosero, Weaver.
Como tenía muchas cosas que comentar con él y no podíamos hacerlo allí, no dudé en saltarme las normas y dejar los locales de la Compañía para ir a una taberna próxima. Durante todo el camino Elias no dejó de quejarse de la forma como había puesto yo fin a su charla con la señorita Glade.
– Esa muchacha era un delicioso bombón, Weaver. Tardaré en olvidar lo que me has hecho, te lo aseguro.
– Ya lo discutiremos después -gruñí.
– ¡Pero es que yo quiero discutirlo ahora! -insistió-. Estoy demasiado molesto contigo para hablar de cualquier otra cosa.
Agaché la cabeza para evitar uno de los muchos carteles de tiendas famosas de la metrópoli que cuelgan a alturas demasiado bajas y que teníamos ante nuestras narices. Elias estaba demasiado irritado para verlos, y yo lo estaba también, tanto que a punto estuve de dejar que chocara con uno; pero al final no pude permitir que se hiciera daño, aunque fuera cómico y pequeño: alargué el brazo y tiré de él para que se agachara mientras caminaba. Gracias a eso no perdió el equilibrio y ni siquiera el paso.
– Oh… -me dijo-. Eso ha estado bien. Pero no excusa tu ultraje, Weaver. Ultraje he dicho, sí. Pediré algo muy caro en la taberna, e insistiré en que lo pagues tú.
Una vez estuvimos provistos de nuestras jarras de cerveza y Elias tuvo ante sí una fuente de pan y fiambre, se despejó la cabeza con una pizca de rapé y volvió a la carga:
– En el futuro, Weaver, cuando me veas con una chica linda, te agradecería mucho que…
– Tú vida, la mía, y la vida de mis amigos dependen de lo que ocurra en Craven House -le corté con cierta aspereza-. En cuanto a ti concierne, soy yo quien dicta las normas allí. Harás lo que te diga y cuando te lo diga, y no gruñas por eso. No permitiré que tus insaciables apetitos y tu incapacidad para percibir el peligro aun cuando lo tengas ante tus narices nos lleve a la ruina a los dos y a los otros. Puede que encuentres divertido eso de no poder controlar tu apetito por las mujeres, pero en este caso puede que te esté llevando al borde de la autodestrucción.
Contempló el fondo de su jarra, tomándose el tiempo que necesitaba para dominar sus pasiones.
– Sí -dijo finalmente-. Tienes razón. No es un lugar adecuado para buscar placeres, y es verdad lo que dices de que no soy precisamente un ejemplo en tomar decisiones prudentes cuando se trata de mujeres, en especial si son lindas.
– Excelente -asentí. Y le di una palmada en el hombro, para dar a entender que lo mejor era que olvidáramos los dos el asunto-. Siento mucho haberme enfadado. Pero es que últimamente la mala suerte se ha ensañado conmigo.
– No, no tienes por qué disculparte. A mí me hace falta de vez en cuando un buen rapapolvo, y mejor que me lo den mis amigos que mis enemigos.
– Haré un esfuerzo para recordar tus palabras -respondí sonriendo y con un gran alivio al ver que el disgusto había pasado-. Y ahora háblame de tus demás aventuras… de las apropiadas quiero decir.
No sé si le costó mucho esfuerzo o si su carácter voluble le permitía olvidar con tanta presteza su resentimiento, pero lo cierto es que se le iluminó la cara enseguida.
– Tu amigo el señor Ellershaw sufre una terrible dolencia. -El tono de su voz era grave, pero acompañó la noticia con una sonrisa.
– ¿La sífilis?
– No, la sífilis no -aclaró-. Una enfermedad más inglesa [8]. La locura.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es que cree estar padeciendo un avanzado y virulento caso de sífilis (a veces él le da el nombre de gonorrea, pues no entiende la diferencia entre una y otra enfermedad), aunque no presenta ni un solo síntoma. No puedo encontrar señales de úlceras, pústulas, erupciones o inflamaciones. Ni siquiera huellas de haber tenido nada de eso.
– ¿Estás seguro?
Bebió un largo trago de su cerveza.
– Mira, Weaver… Me he pasado la última hora manoseando el miembro más privado de un viejo gordinflón… No me salgas tú ahora preguntándome si estoy seguro de eso, por favor. Tengo que borrar de mi mente el recuerdo de esta mañana, y a toda velocidad, además.
– ¿Qué le dijiste, entonces?
– Tú ya sabes que estoy obligado por mi juramento a tratar a mis pacientes con mi mejor saber y capacidad…
– Sí, sí… Pero… ¿qué le dijiste?
– Como no tengo ninguna obligación de abstenerme de fingir tratar a un hombre sano que se crea enfermo, en particular si lo hago para tranquilizarlo, le informé de que conocía algunos remedios muy particulares, traídos recientemente de Barbados, que sin duda aliviarían sus síntomas. Le hice una pequeña sangría, purgué sus intestinos y lo dejé con un diurético bastante fuerte. Cuando hayamos acabado esta charla, escribiré una nota a mi boticario y haré que le envíen una mezcla de sustancias que no tendrán otro efecto que el de calmar su agitación. Y puesto que, por lo visto, tiene fe en mi tratamiento, tal vez consiga tranquilizar su espíritu. -Me mostró una reluciente moneda de una guinea-. Lo que puedo decirte es que se mostró muy agradecido.
– Eso veo… ¿Seguirás tratándolo?
– Lo mejor que pueda, pero es posible que se muestre inquieto cuando me niegue a aplicarle mercurio, cosa que yo tendría que evitar puesto que no requiere verse expuesto a una acción tan fuerte como la que tiene ese elemento.
– Dale lo que te pida, mientras eso sirva para que te mantenga en tu puesto.
– El mercurio es sumamente eficaz contra la sífilis, pero tiene otros efectos perniciosos. No me parece ético aplicarle a un hombre un tratamiento que no necesita y que provocará una enfermedad que no tiene por qué padecer.
– ¿Te parece ético permitir que pases el resto de tus días en una prisión para deudores, simplemente por proteger la salud de un codicioso loco?
– No te falta razón en lo que expones -respondió-. Reconsideraré mis opciones cuando llegue el momento.
Asentí.
– Me parece muy acertado, pero habla conmigo antes de hacer algo, por favor.
– Claro. Y ahora, si me permites abordar por última vez el tema de esa joven…, ¿has pensado que si pudiera tener una aventura con ella, eso me daría un motivo para venir a verla más a menudo, y que estar tú y yo dentro pudiera ser más eficaz que el que estuvieras tú solo…?
– Es una espía francesa -dije, poniendo punto final a su pregunta con la violencia de un pistoletazo.
Lo lamenté enseguida. Aunque lo que yo sabía de ella y la fuerza de voluntad de Elias pudieran rebajar los impulsos predatorios de este, dudaba mucho de que fueran suficientes para contrarrestar las habilidades de la dama en cuestión. Si ella lo presionaba, mucho me temía que pudiera leerle en la cara, tan claro como si estuviera escrito con tinta, que estaba al tanto de su condición.
Pero yo había empezado ya, y no tenía más remedio que continuar:
– En alguna parte de aquí está en marcha un complot francés, Elias. No sé si se trata de la más infame de las intrigas que rodean a la Compañía, pero ciertamente es un complot. Primero nos enteramos de que hay unos franceses invirtiendo dinero en mi muerte, como si yo fuera un valor cotizable en el mercado, y después me encuentro a una espía francesa que está intentando descubrir todo lo posible acerca de la Compañía y de mí.
Pasé a contarle mi entrevista de la noche anterior con la señorita Glade y aunque puse sumo cuidado en disimular cualquier elemento amoroso, Elias me conocía desde hacía mucho tiempo y era demasiado buen conocedor de la naturaleza humana para no sospechar algo.
– ¿No me estarás diciendo que te estás enamorando de una criatura tan traicionera?
– Eso es lo que ella quiere -respondí.
– Y, puesto que es bella y encantadora, te resulta difícil no acceder a sus deseos…
– Yo soy dueño de mis pasiones -le aseguré-, y no tengo ningún deseo de enamorarme de una mujer cuyos motivos debemos presumir que son maliciosos. No tienes que preocuparte de mí en ese aspecto.
El dedicó un momento a mirarse fijamente las bien cortadas uñas, un indicio claro de que iba a decir algo fuera de tono.
– Confío en que hayas aceptado ya que jamás tendrás éxito con la viuda de tu primo…
Moví la cabeza en un gesto de incredulidad.
– ¿De verdad crees que mi añoranza de Miriam es el único obstáculo que se puede oponer a que yo me enamore de verdad de una espía embustera?
– Sé que has estado enamorado mucho tiempo de Miriam Melbury y que ella te hizo añicos el corazón, pero reconozco que, cuando la expresas de esta forma, mi teoría no parece válida.
– Me alegra oírtelo decir.
– Aun así, estás llegando ya a la edad en que un hombre debe buscar esposa.
– Mira, Elias… Si me interesara ese tema, iría a visitar a mi tía Sophia, que podría hacerme esa recomendación de forma mucho más elocuente que tú, me irritaría menos y probablemente me serviría algo agradable para comer. Eso aparte, yo podría decirte a ti lo mismo, porque no veo que estés buscando esposa.
– Bueno, Weaver… yo no soy de los que se casan. Y, si lo fuera, necesitaría a una mujer con una gran dote que no tuviera en cuenta mis relativos problemas financieros. Tú, en cambio, eres judío, y tu gente no puede reprimir la manía de casarse. Si quieres saber lo que pienso, creo que una esposa te iría muy bien.
– Me parece que le voy a decir al señor Cobb que te envíe a prisión ahora mismo.
– Los que dicen la verdad están expuestos siempre a los ataques del resentimiento.
– Sí, y a ti te ha tocado en la vida sufrir mucho de eso. ¿Puedo sugerirte que dediquemos nuestro tiempo a discutir el significado de esa implicación de los franceses?
Elias dejó escapar un suspiro.
– Muy bien. Nunca he oído que los franceses enviaran agentes para intrigar contra las grandes compañías, pero no me sorprende que hayan pensado hacerlo. Después de todo, estas compañías producen una prodigiosa riqueza para la nación y la Compañía de las Indias Orientales es, también, un medio de exploración y de expansiones. Podría haber bastantes razones para que los franceses desearan infiltrarse en Craven House.
A esto, por desgracia, se reducía todo el análisis de Elias y, para cuando él hubo terminado de exponerlo, yo ya había apurado mi jarra de cerveza y estaba pensando en que era hora de volver a la Casa de la India si no quería que mi ausencia fuera advertida.
No pensaba que de eso pudiera derivarse algún mal, pero convenía a mis intereses no atraer la atención sobre mí.
Entré, pues, por la puerta principal y fui hacia los almacenes. Pero aún no había dado más que unos pocos pasos cuando oí pronunciar mi nombre con tono apremiante:
– Señor Weaver, por favor… deteneos.
Me volví y me encontré a Carmichael persiguiéndome. Corría en pos de mí sujetando con la mano su sombrero de paja.
– ¿Qué ocurre?
– El señor Ellershaw ha bajado aún no hace media hora. Parecía muy preocupado porque nadie supiera cómo podía localizaros.
Yo asentí y me dirigí de inmediato hacia el edificio principal para subir enseguida al despacho de Ellershaw. Nada más llamar a la puerta, me dijo que entrara y en cuanto crucé el umbral me encontré también al señor Forester, sentado al otro lado de su mesa y examinando varias muestras de tela extendidas sobre el escritorio. Pronto vi que ninguno de los dos se mostraba encantado de verme.
– ¡Weaver…! -dijo Ellershaw, escupiendo una parte de la materia marrón que estaba masticando-. ¿Dónde os habíais metido? ¿Os pago para que os entretengáis con vuestras cosas o por vuestro trabajo?
– Lamento que no me hayáis visto -respondí-. Estaba a punto de hacer una inspección de los almacenes cuando me habéis llamado.
– Si estabais inspeccionando los almacenes, ¿cómo es que nadie sabía dónde andabais?
– Pues porque no quiero que lo sepan. Las inspecciones son eficaces sobre todo cuando resultan una sorpresa para los inspeccionados.
Ellershaw reflexionó un momento sobre lo dicho, y asintió luego despacio sin dejar de masticar lo que tenía en su boca.
– Así es -dijo.
Forester tenía en la mano una pieza de tejido azul, que estudiaba atentamente. En realidad, se estaba esforzando en mantener sus ojos fijos en la tela. Sospechaba que no se fiaba de poder ser capaz de contener su expresión si se cruzaban nuestros ojos, y a mí aquello me pareció un detalle que me sería útil tener en cuenta. Forester no se creía capaz de disimular.
– ¿Qué es lo que queréis? -me preguntó ahora Ellershaw.
– Solo venía a veros, ya que vos me buscabais, señor -respondí.
– Ahora no tengo tiempo para vos -replicó-. ¿No veis que estamos ocupados con cosas que no son de vuestra incumbencia? ¿No sois de mi misma opinión, Forester?
El aludido seguía sin levantar la vista.
– Así es -remachó-. Un hombre de su condición no tiene nada que aportar a nuestra discusión.
– Pues a mi me parece que eso que decís es una afirmación exagerada -le espetó Ellershaw-. Puede que Weaver no sea un hombre de la Compañía, pero es un tipo inteligente. ¿Pensáis que tenéis algo que decirnos, Weaver?
– No sé de qué discutís -dije.
– Nada que pueda interesaros -murmuró Forester.
– Hablamos de estas telas. Lo que estáis viendo, Weaver, son los tejidos que el Parlamento, que ojalá vaya a pudrirse al infierno, nos permitirá vender en el mercado interior después de Navidades. Como podéis ver, se trata de un plan un tanto diabólico. La mayor parte de nuestro comercio en estas islas se centrará ahora en estos tejidos azules -sostuvo en alto una pieza de algodón azul claro-, y mucho me temo que el comercio que podamos hacer sea una mera sombra del que manteníamos antes.
Guardé silencio.
– Como podéis ver -dijo Forester-, este hombre no tiene experiencia ni interés en estos asuntos. No quiero ofenderlo, pero no es una persona cuya opinión debáis solicitar.
– ¿Para qué se usa ahora esta tela? -pregunté.
– Pañuelos -dijo Ellershaw-. Medias, lazos y otros accesorios semejantes, y también para vestidos para las damas, naturalmente.
– ¿No sería prudente -sugerí- animar a los hombres que siguen la moda a que se hicieran sus trajes de este material?
Forester soltó una fuerte carcajada.
– ¿Un traje, decís? Ni el más necio de los petimetres se atrevería a lucir un color tan femenino. Esa idea es ridícula.
– Tal vez lo sea -dije encogiéndome de hombros-. Pero el señor Ellershaw observó que la clave del éxito es permitir que los almacenes dirijan la moda y no que la moda dicte lo que se deba almacenar. Podéis vender tanto género de este tipo como deseéis, sin que la Compañía deba esforzarse en cambiar los gustos del público en vez de amoldar vuestro producto a sus percepciones. Como se me ha dado a entender, solo necesitáis cierto número de trajes de este color y darlos a un número suficiente de caballeros que crean la moda para que este color deje de ser absurdo. Y, si tenéis éxito, para la temporada que viene nadie se acordará ya de una época en la que los trajes de este tono de azul eran impopulares.
– ¡Bobadas! -dijo Forester.
– No -replicó, pensativo, Ellershaw-. Tiene razón. Eso es lo que hay que hacer. Empezad a enviar notas a vuestros asociados en el mundo de la moda. Concertad citas para que un sastre vaya a visitarlos.
– Pero, señor…, eso solo va a ser una pérdida de tiempo y esfuerzos -objetó Forester-. Nadie querrá llevar un traje de ese absurdo color.
– Todo el mundo llevará estos trajes -lo corrigió Ellershaw-. Bien pensado, Weaver. Con menos de dos semanas para el inicio de la asamblea, tal vez logre asegurar mi puesto. Volved ahora a vuestras obligaciones. Luego tendré más que deciros.
Aquella noche, a la hora acordada, Carmichael y yo nos encontramos detrás del almacén principal. El cielo estaba más oscuro de lo normal -nublado, sin luna y con ocasionales ráfagas de cellisca-, y aunque la finca estaba bien iluminada, había amplias zonas de sombra por las que podíamos avanzar en silencio. Los perros estaban ya familiarizados con mi olor y lo pasarían por alto, y conocíamos, además, las horas de las patrullas, las rondas que harían los vigilantes, por lo que no nos sería difícil movernos en la fría y oscura noche.
Carmichael me llevó hacia el extremo norte de los terrenos de la Casa de las Indias Orientales, donde se alzaba el edificio llamado Greene House. Tenía cuatro pisos de altura, pero era estrecho y no estaba en buen estado. Había oído decir que tenían pensado derribarlo en algún momento del próximo año.
La puerta, naturalmente, estaba cerrada, pues a los vigilantes no les estaba autorizado acceder al interior para que no tuvieran la tentación de llevarse cualquier cosa que pudiera haber dentro. Pero a mí, como capataz de los vigilantes, nadie iba a impedirme acceder y, tras aguardar a uno de los hombres que hacían la ronda, que tenía los andares tambaleantes de quien ha estado bebiendo demasiada cerveza durante el trabajo, entramos allí.
Yo había tenido la precaución de esconder velas y yesca donde pudiera encontrarlas después, así que luego, en el espacio oscuro y resonante, me volví para mirar el rostro de Carmichael, que el parpadeo de la llama parecía agitar.
– ¿Adonde vamos? -pregunté.
– Hacia arriba. Está en el piso más alto, que ya no se emplea porque cuesta muchísimo acarrear cajones subiéndolos y bajándolos de allí. Y la escalera no es nada del otro mundo, así que tendremos que ir con mucho cuidado. Deberéis apartar de la ventana la luz que lleváis, si no queréis que alguien la vea desde abajo. No hay forma de saber quiénes son hombres de Aadil y quiénes no.
Era un buen consejo, sin duda, y por eso le tendí la vela y decidí ponerme en sus manos. Se me ocurrió como muy posible que Carmichael pudiera no ser lo que parecía, que pudiera no ser de fiar o no estar decidido a ayudarme. Yo ya había encontrado allí más agentes dobles de lo que es normal incluso en instituciones como esas compañías, que alientan las puñaladas por la espalda de la misma manera que los asilos crían putas. A pesar de todo, a mí no me quedaba otra elección que seguir adelante, y así lo hice, procurando no apartarme de mi guía.
Cuando llegábamos al último piso, Carmichael se volvió hacia mi:
– A partir de aquí, la cosa se pone algo más difícil.
Levantó la vela y comprendí enseguida lo que quería decir. Los escalones parecían estar en ruinas y a punto de desmoronarse, sin ninguna señal que indicara qué parte de ellos resistiría el peso de un hombre y qué otra parte se desmoronaría con solo pisarla. Supuse que no podían ser tan frágiles como parecían, porque en tal estado Aadil y los suyos no podrían subir los cajones hasta el cuarto piso. Sin embargo, procuré que mis pies pisaran exactamente los lugares en que lo hacía Carmichael.
Cuando llegamos al rellano, mi guía me condujo por un polvoriento corredor que se abría a la izquierda, hasta que llegamos por él a una puerta. Probé a abrirla, pero vi que estaba cerrada con llave. Yo ya iba preparado, no obstante, y saqué del bolsillo un juego de ganzúas, que brillaron al dar en ellas la luz de la vela que llevaba Carmichael. Pero este no quiso ser menos: vi, a la escasa luz, que sus labios se curvaban en una sonrisa mientras hurgaba en sus ropas y sacaba de ellas una llave.
– No dudo de que seréis hábil con esas ganzúas, señor, pero creo que esta conseguirá lo que queremos de forma más sencilla.
Guardé las ganzúas y asentí. Después, tomando la vela para darle luz, vi cómo insertaba la llave, daba una vuelta al pomo, empujaba y abría la puerta. Finalmente, con un gesto teatral, que me pareció fruto de algo que no era simple cortesía, me invitó a pasar yo primero.
Así lo hice, levantando en alto mi vela para iluminar una amplia, si no enorme, estancia, llena de cajones de diferentes tamaños. Algunos estaban apilados hasta llegar casi al techo, otros diseminados por el suelo aquí y allá en aparente desorden. Todos estaban cerrados.
Bajé la vela, y al distinguir una palanqueta de hierro, la así y me acerqué al cajón que tenía más cerca.
– Aguardad -me detuvo Carmichael-. No podéis abrirlo. Sabrán que hemos estado aquí.
– Sabrán que alguien ha estado aquí, probablemente. Pero no quiénes han sido. Y nosotros no hemos subido hasta aquí simplemente para echar un vistazo a los cajones que hay en esta estancia. Necesito saber qué contienen.
Me dirigió un gesto de aceptación, nada entusiasta, así que desclavé la tapa del cajón. Estaba lleno de gruesos rollos de telas de vivos estampados florales. Acerqué la vela a ellos.
– ¿Qué es? -le pregunté a Carmichael.
Él tomó una pieza de tela en sus manos, la frotó entre los dedos, pasó la mano por encima y después la acercó a la vela.
– Nada de particular -dijo en voz baja-. Son solo las mismas telas que llevan a los demás almacenes.
Abrimos al azar otra media docena de cajones y de nuevo no encontramos en ellos más que telas normales importadas de las Indias Orientales:
– No le veo ningún sentido a todo esto -dijo Carmichael-. ¿Por qué tendrían que tomarse la molestia de hacer tantas cosas extrañas con reuniones a escondidas y entregas de mercancías en secreto y de noche? ¿Para artículos meramente ordinarios?
Dediqué un momento a imaginar por qué un miembro de la junta de comisionados podía dedicarse a reunir clandestinamente una serie de artículos que podrían almacenarse en cualquier otra parte.
– ¿Estarán intentando robarlos? -pregunté-. ¿Puede ser que planeen vender el contenido de esta estancia en su propio beneficio?
– ¿Robar? -Carmichael dejó escapar una carcajada-. ¿Con qué objeto? Dentro de un mes, habrá desaparecido por completo el mercado para estas telas.
– ¿Un mercado negro tal vez? ¿Puede ser que pretendan seguir vendiéndolas clandestinamente?
– No -objetó-. La ley no prohíbe el comercio de calicós, sino solo usarlos. Si quisieran guardar o vender estas telas, pueden hacerlo, pero no habría nadie que quisiera comprarlas. Pasadas las Navidades, no podrán desprenderse de ellas. Aquí, en Inglaterra, el valor de todo esto es menos que nada.
– ¿Y estás seguro de que se trata de tejidos normales?
Él asintió solemnemente:
– Calicó ordinario.
Tenía la certeza de estar pasando por alto algo significativo. También lo leía en la cara de extrañeza con que me miraba Carmichael.
– Quizá si pudierais echar un vistazo a los registros… -me sugirió-. ¿Y si la clave no estuviera en el contenido de los cajones, sino en el lugar de donde provienen o al que están destinados?
Era una excelente sugerencia, y estaba a punto de decírselo así cuando oímos el inconfundible sonido de una puerta que se abría en el primer piso y el ruido de voces apagadas pero presas de agitación.
– ¡Por el culo del demonio! -maldijo Carmichael-. Deben de haber visto la luz por la ventana, a pesar de todo. Tenéis que salir de aquí.
– ¿Cómo?
– Por la ventana. Por esa de ahí. Esta fachada del edificio tiene piedras mal talladas, que si las escogéis bien, os permitirán subir hasta el tejado y esconderos allí.
– ¿Y vos?
– Tendré que cerrar la ventana cuando hayáis salido. Pero no os preocupéis por mí, señor Weaver. Conozco estos almacenes como un chiquillo conoce su propia calle. No me encontrarán, os lo aseguro.
– No puedo permitir que os las arregléis solo.
– No cabe otra elección. No podemos arriesgarnos a que os encuentren, en interés de los dos. Y creedme, nunca sabrán que estuve aquí. Dispongo de unos pocos minutos para poner todo en orden, cerrar la puerta y esconderme en algún hueco donde no puedan verme. Ya me veréis mañana por la mañana, pero ahora tenéis que salir por esa ventana.
No me gustaba hacerlo, pero vi la sensatez de su plan y comprendí que Carmichael no me lo proponía movido por un impulso altruista, sino porque era la decisión más razonable. Así que dejé que me guiara hasta la ventana que me señalaba. Estaba atascada por la falta de uso, pero me las arreglé para abrirla y echar un vistazo al exterior. Las piedras eran, ciertamente, muy desiguales. Un hombre que temiera las alturas o no estuviera acostumbrado a salir de situaciones difíciles -tal como entrar sin invitación en un lugar en el que no debía hallarse- podría estremecerse al ver aquello, pero yo solo podía pensar que, en el pasado, había salido de situaciones mucho peores, bajo la lluvia y la nieve también.
– Dejaré la ventana abierta lo justo para que encontréis un lugar al que asiros cuando volváis -me dijo Carmichael-, pero tendré que cerrar con llave la puerta cuando salga, así que más vale que sean buenas esas ganzúas vuestras.
No eran las ganzúas lo que había que probar, sino la habilidad de quien las manejaba, pero yo tenía cierta experiencia en eso, así que me limité a asentir.
– ¿Estáis seguro de que queréis quedaros?
– Es la mejor solución. Marchaos ahora -me instó.
No tardé en estar fuera, al otro lado de la ventana. Y, mientras me mantenía en equilibrio en el alféizar, que afortunadamente tenía la anchura suficiente para permitirme caminar por él en la oscuridad de la noche, distinguí una piedra saliente a la que podía agarrarme e hice fuerza para subir hasta ella, y después a otra, hasta situarme, con una facilidad casi pasmosa, en el tejado de la habitación. Una vez allí, me tendí de bruces en él, en un punto que me permitía ver bien la puerta de entrada del edificio. Pude oír cierto revuelo dentro, pero poco más. Y, después, tan solo los sonidos nocturnos de Londres: gritos lejanos de vendedores callejeros, los chillidos de prostitutas incitadoras o ultrajadas, el estrépito de los cascos de los caballos al golpear los adoquines. Desde diferentes lugares del patio me llegaban las toses, las risas y los gruñidos de los vigilantes.
Una fina llovizna empapaba mi capote verde y lo calaba poco a poco hasta alcanzar mi piel, pero permanecí allí sin moverme hasta que vi un grupo de hombres que salían del almacén. Desde mi elevado punto de vista no conseguí oír lo que decían, ni tampoco determinar quiénes eran; pero debían de ser cuatro y uno de ellos, por el bulto que se adivinaba bajo sus ropas, me pareció que debía de ser Aadil. Otro tal vez se hubiera lastimado en la escalera, pensé, porque uno de sus compañeros lo ayudaba a caminar.
Continué esperando allí varias horas hasta que temí que la luz vendría pronto a poner en evidencia mi escondite y así, con mucha mayor dificultad y más temor que en mi subida, fui bajando de saliente en saliente del muro hasta el alféizar de la ventana y empujé para abrirla… pues la encontré entornada como Carmichael me había prometido. Una vez dentro, descubrí que mis ganzúas eran innecesarias, pues habían dejado la puerta cerrada pero sin dar la vuelta a la llave. No sabía si sería mi aliado quien la habría dejado así por error o para ayudarme, o si los hombres que acudieron a inspeccionar el local se habrían mostrado poco cuidadosos. En aquel momento no le di ninguna importancia. Debería haberlo hecho. Más tarde me di cuenta de ello, pero entonces no lo hice.
Ahora, sin ayuda de una vela, bajé la escalera con sumo cuidado, sin dejar de preguntarme todo el rato si Carmichael vendría a reunirse conmigo en cualquier momento o si se las habría arreglado de alguna manera para salir del edificio sin que yo lo advirtiera. No hubo ninguna señal de él. Una vez en la planta baja, me acerqué a una ventana y estudié durante un rato los alrededores del almacén hasta estar seguro de que podría salir sin que nadie me viera. Luego me llevó como media hora más desrizarme sigilosamente por entre las sombras para evitar a los vigilantes y salir de la finca. Llegué a mi alojamiento con tiempo para dormir una hora antes de levantarme otra vez para recibir el nuevo día y la terrible noticia que iba a depararme.