28

Elias se hallaba sentado en mi sala, dando cuenta de una botella de oporto que había descorchado esa misma mañana. Ocupaba mi butaca más cómoda y tenía los pies en alto, apoyados en la mesa que empleaba yo para la mayoría de mis comidas.

– La verdad es que no estoy muy satisfecho de cómo ha ido todo esto -me dijo.

– No lo dudo -respondí. Salía yo en aquel momento de mi dormitorio, llevando calzones oscuros y una camisa oscura a juego. Luego me enfundé en una casaca igualmente oscura, no de mucho abrigo, pues era tal vez más liviana de lo que reclamaba el tiempo y se ceñía más a mi cuerpo. Podía soportar el frío, pero lo que no podía tolerar sería una prenda demasiado holgada que se me enganchara o me retuviera.

– No creo que quieras venir -le dije-, ni que supieras cómo actuar si vinieras. Y, aunque puede que te guste la sensación de la aventura, debes comprender que existe siempre el riesgo de que te capturen y dudaría mucho que te gustara ser enviado a prisión.

El colocó de nuevo los pies en el suelo.

– Reconozco que es un punto de vista que había que considerar, pero hay gente desagradable en este barrio. ¿Qué voy a hacer hasta que vuelvas?

– Puedes esperarme aquí, si lo deseas.

– Me he bebido tu oporto -insistió apremiante.

– Tengo más de una botella, ¿sabes?

– Ah, bueno… Entonces, me quedaré aquí.


Había sido un día muy frío pero, sorprendentemente, la caída de la noche trajo un ligero aumento de la temperatura, con lo que, a pesar de ir vestido con menor protección de la que desearía, me sentí capaz de soportar el relente. El cielo estaba oscuro y encapotado, y la intermitente cellisca de nieve húmeda empapaba mi sombrero y mi rostro y convertía la mugre de las calles de Londres en un resbaladizo charco de aguas fecales. En circunstancias menos apremiantes, yo hubiera avanzado con suma precaución para evitar el arroyo de lodo, desperdicios y podredumbre, pero esa noche lo único que me preocupaba era mantener firme mi paso y mi determinación.

Rogaba en silencio que me acompañara la suerte. La reunión de la junta de accionistas tenía que celebrarse al día siguiente y. si no podía liberar al señor Franco y hacerme cargo de la máquina de Pepper antes de eso, no sabía si sería capaz de arreglar las cosas después. Para cumplir mis objetivos, necesitaba entrar en la casa que habían utilizado Cobb y Hammond. Yo ya había forzado anteriormente un buen número de domicilios, pero nunca una fortaleza mantenida por espías franceses. Debía pensar que contaría con precauciones, tal vez incluso trampas, para evitar intrusos y no me hacía ninguna gracia correr esos riesgos. Debía contar, además, con la ayuda de quienes ya habían descifrado el código.

Tras doblar hacia Sparrow Street, me detuve para observar los alrededores. Quien me conociera de vista tenía pocas probabilidades de reconocerme en aquel momento. Estaba apoyado contra la fachada de un edificio, con el ala del sombrero bajada para ocultarme en las sombras, lo que no era ningún problema cuando todo estaba envuelto en la oscuridad. No eran aún las diez de la noche y aunque a las calles llegaba algo de luz a través de las ventanas de las casas o gracias a las linternas de los carruajes que pasaban, estaban a oscuras, sin duda. Y, sin embargo, distaban mucho de aparecer desiertas y la presencia ocasional de un viandante o un cochero no intimidaría a un eventual asaltante. Eso, al menos, era lo que yo esperaba. Saqué una bolsa de mi faltriquera y la dejé caer al suelo, procurando buscar una piedra al aire libre que no estuviera cubierta de barro o de nieve. Di con lo que buscaba y dejé caer encima unas pocas monedas, que provocaron el musical tintineo con el que ya contaba.

En un instante me vi rodeado por más de una docena de negras figuras.

– Alejaos de vuestra bolsa, viejo piojoso, si no queréis recibir un buen puntapié.

– Lo haré gustosamente -respondí-, sobre todo porque no es mi bolsa, sino vuestra bolsa. Después de todo, pienso dárosla.

Alcé la barbilla y miré directamente a la cara del golfillo llamado Crooked Luke.

– ¡Vaya! -dijo otro-. ¿Pues no sois el fulano que le atizó al presumido matón ese de Edgar una lección o dos?

– Es él -dijo Crooked Luke. Me miró recelosamente, sin embargo, como si pudiera tratarse de un manjar obsequiado por un enemigo con cierta fama de emplear con frecuencia veneno-. ¿De qué va esto? El tintineo de la moneda en la piedra tenía por objeto atraernos, ¿no?

– Así es -admití-. Deseaba hablar con vosotros. Podéis decir o hacer lo que queráis; podéis ayudarme o no, pero la bolsa es vuestra en todo caso.

Crooked Luke hizo un gesto a uno de sus compañeros, un chiquillo mocoso que aparentaba no tener más que siete u ocho años…, aunque, al acercarse, pude ver que era algo mayor, aunque un tanto raquítico. Se adelantó, agarró la bolsa y se retiró al grupo.

– ¿Nos necesitáis para algo? -preguntó.

– Así es. Después de nuestro primer encuentro, le pregunté a nuestro amigo Edgar, el criado, por qué os profesaba tanta antipatía. Me dijo que os colabais en las casas, que conocíais un camino para entrar y salir de la casa sin que os pillaran.

Los chicos se rieron, pero ninguno más estruendosamente que Crooked Luke.

– No le gusta eso -reconoció Luke-. Lo enfurece terriblemente.

– Están especialmente orgullosos de la seguridad de su casa -dije, introduciendo el tema que me interesaba seguir.

Luke asintió.

– Así es. Les hemos afanado algunas cosillas, no lo negaré, pero es más que nada por lo mucho que nos divierte ese juego. Nunca hemos podido robarles demasiado porque están siempre en casa y porque, si lo hiciéramos, no dudarían en dispararnos con un mosquete. Pero hemos hecho algunas incursiones, como lo hacen los indios salvajes, y no tienen ni idea de cómo lo hacemos.

– Quiero entrar ahí -dije-, y me gustaría saber vuestro secreto.

– Pero es nuestro secreto, ¿no?

– Lo es. Claro que yo también tengo un par de secretos y podría convenirnos un intercambio.

– ¿De qué van esos secretos vuestros?

Sonreí, porque supe que había conseguido interesarlo.

– El señor Cobb se ha ido. El señor Hammond se irá pronto. No me cabe duda de que al día siguiente de la desaparición del señor Hammond, se presentarán sus acreedores a hacerse cargo de la casa. Pero si algunos chicos inteligentes supieran exactamente cuándo pueden actuar, podrían moverse por toda la casa y llevarse lo que quisieran con la mayor impunidad.

Luke intercambió algunas miradas con un par de compañeros suyos.

– No estáis mintiendo, ¿verdad?

Le tendí a Luke una tarjeta mía.

– Si lo hago, venid a pedirme cuentas. Os daré cinco libras si lo que os he dicho fuera falso. He salido en vuestra ayuda, joven señor, y espero que no paguéis ahora mi generosidad dudando de lo que os digo.

El muchacho asintió.

– Sé un par de cosas acerca de vos -dijo-. No tengo ningún motivo para pensar que lo que me decís sea falso, pero en todo caso, si prometéis cumplir vuestra palabra, estoy dispuesto a aceptar vuestra oferta.

Se volvió para mirar a sus compañeros, que asintieron con aire solemne. No me envanecí de que asintieran porque compartieran la valoración de mi carácter que había hecho Luke, sino por la esperanza de hacerse con los objetos de valor que había en una casa tan buena.

– ¿Me diréis cómo hacerlo? -pregunté.

– Claro. Yo mismo. Y confío en que no tengáis demasiado aprecio por esas ropas que lleváis puestas, porque no valdrán gran cosa después.

Un hombre que, como yo, se ha escapado de la prisión más famosa de Londres, difícilmente se arredrará ante la idea de que un clavo rasgue sus calzones o que el brazo se le llene de hollín. Mi gran temor era que un pasadizo secreto suficiente para unos muchachos resultara un incómodo obstáculo para un hombre hecho y derecho, pero no era este el caso. Luke me llevó a una casucha que se alzaba a la vuelta de la esquina de la casa en que Cobb había vivido. Pude ver enseguida que se trataba de una pensión, limpia y respetable…, no la clase de lugar frecuentado por pillos como mi amigo Luke.

– Y ahora escuchad bien, señor, porque esta es nuestra tapadera y, si no la tratáis bien, la arruinaréis para nosotros. Llevamos ahora varios meses haciendo este trabajo porque el propietario de esta casa no ha oído jamás ni una queja acerca de nosotros. ¿Iréis con cuidado?

– Puedes contar con ello.

– ¿Y cuándo quedará vacía la casa?

– Para mañana a la puesta del sol -dije-, si todo sale como preveo, el señor Hammond, Edgar y cualquier otro socio suyo que haya en la casa, la abandonarán para ir a esconderse y no se atreverán a volver aquí. Todo eso suponiendo -añadí- que no se crucen en mi camino esta noche.

– ¿Y si las cosas no salen como las prevéis? -preguntó Luke.

– Las forzaré yo. Me bastará susurrar un par de palabras acerca de su condición secreta para destruirlos.

– ¿Os referís a que son espías franceses? -dijo Luke.

Me quedé mirándolo.

– ¿Cómo sabes tú eso?

– He estado en esa casa, recordadlo, y he visto y he oído cosas. Además, ya sabéis que tengo algunas letras…


La pensión tenía una puerta que conducía al sótano. Yo hubiera podido forzar fácilmente la cerradura, pero era vieja y manipulable y dejé que Luke hiciera el trabajo por mí como medio para mostrarle que respetaba su conocimiento del terreno. Una vez hecho eso, Luke me dio instrucciones sorprendentemente claras y concisas. Después se despidió de mí y los chicos se fueron. Ya dentro del sótano y siguiendo las indicaciones de Luke, cerré otra vez la puerta por si se presentaban por allí los propietarios de la pensión. Me senté en la escalera y permanecí diez minutos allí aguardando a que mis ojos se habituaran a la oscuridad lo mejor que pudieran. Por los resquicios de la puerta se filtraba un poquito de luz, pero fue suficiente para poder formarme una idea de la disposición del espacio y localizar las referencias que Luke me había descrito. Por consiguiente, bajé la escalera y me moví cuidadosamente por el suelo de tierra de la bodega. En el extremo más alejado de la estancia encontré, como se me había dicho, una vieja y decrépita estantería en la que no había otra cosa que igualmente viejas y decrépitas vasijas de obra. Las aparté y corrí luego la estantería hacia delante, lentamente, según las instrucciones que me habían dado. Detrás apareció el agujero en el muro del que me había hablado Luke, tapado por una fina plancha de madera.

Contrariamente a mi temor de encontrar un reducido espacio para arrastrarme por él, hallé un túnel liso y frío, con altura suficiente para poder caminar un poco agachado y tan ancho que hubiera podido evitar las paredes si hubiese llevado una luz, de la que carecía. No podía imaginar cómo se había hecho semejante pasadizo, y no fue hasta muchos años después, con ocasión de estar contándoles mi aventura a un grupo de amigos, cuando uno de ellos, buen conocedor de la geografía de la ciudad, me informó de esa circunstancia. Parece ser que la casa grande, en la que habitaban Hammond y Cobb, había sido construida por un hombre cuya esposa, celosa y de mal carácter, había hecho valer su exigencia de vivir en una casa completamente aislada. El caballero en cuestión había instalado a su amante en la casa que ahora servía como pensión y los dos se movían libremente de una a otra a altas horas de la madrugada, cuando la esposa dormía. Si ella, al día siguiente, preguntaba a los criados si su marido había salido de la casa, ellos, con toda inocencia, podían asegurarle que no.

Con toda seguridad, cuando aquel caballero se desplazaba a través del pasadizo habría tenido el buen criterio de llevar una luz, cosa que no tenía yo. En aquellos primeros tiempos, cabía pensar también que las paredes estuvieran bastante más limpias y tal vez incluso que se limpiaran regularmente. Pero ahora habían sufrido un prolongado abandono por lo que Luke estaba en lo cierto cuando me previno acerca de lo que les pasaría a mis ropas. Cada vez que rozaba con las paredes, tenía la sensación de incorporar una nueva mancha a las que ya llevaba. Oía los correteos de las ratas y notaba cómo se me enredaban las telarañas. Pero era solo suciedad y uno no vive en una ciudad tan grande sin habituarse cada vez más a esas cosas. Así que decidí no preocuparme por ellas.

Tardé cosa de diez minutos en recorrer el pasadizo, aunque sin duda lo hubiese podido completar en apenas un par de minutos si hubiese llevado una luz. Caminaba con el brazo y la mano extendidos al frente, y así fui a dar con otra delgada plancha de madera que, siguiendo las indicaciones de Luke, corrí hacia un lado pues estaba montada sobre un riel y se deslizó fácilmente. Salí por allí y volví a correr la plancha; no vi cómo encajaba, pero escuché un clic muy satisfactorio y ya no tuve dudas de que Luke estaba en lo cierto: si uno no sabía que allí había una puerta, nunca lo hubiera sospechado.

Mi guía me había dicho que saldría al interior de una despensa. Y, así, con más cuidado aún para no tropezar con nada, me dirigí a la puerta, la abrí y salí a una mal iluminada cocina.

Era una peculiaridad de aquella casa el que la cocina estuviera en la bodega, pero aquello encajaba bien con las necesidades de su primer propietario. Difícilmente podía representar un inconveniente para mí. Me orienté y, tras dedicar unos momentos a sacudirme el polvo y la suciedad más escandalosa de mis ropas, comencé a subir por la escalera.

Poco antes de entrar en el pasadizo había oído que el vigilante anunciaba a gritos que eran las once de la noche, así que me parecía muy razonable suponer que los moradores de la casa estarían dormidos. Pero aún no sospechaba siquiera cuántos podrían ser esos moradores. Después de todo, ¿cómo podían solo dos personas, Hammond y Edgar, retener al señor Franco contra su voluntad? Bien es verdad que yo sabía perfectamente que pudieran ser ataduras no físicas las que retuvieran a mi amigo; después de todo, ¿no me había visto obligado yo también a obedecer las exigencias de Cobb sin que mediaran amenazas palpables que pudiera observar un extraño? Ese mismo esperaba yo ahora que pudiera ser el sistema empleado con Franco. Y, si eran solo ellos dos, yo sería capaz de lograr lo que deseaba y hacerlo, además, sin derramamiento de sangre. Pero si, en cambio, hubiera hombres armados allí, servidores de la Corona francesa, las cosas podían ponerse enseguida sumamente violentas y mis posibilidades de éxito no serían merecedoras de consideración. Solo había, con todo, una forma de averiguarlo, así que subí por la escalera y con el silencioso giro del pomo de una puerta, pasé a la zona principal de la casa.


Era una casa grande, y aunque la señorita Glade ya me había explicado que no podían correr el riesgo de tener sirvientes, a mí seguía pareciéndome muy dudoso que no tuvieran mayordomo, ni fregona, ni lavandera, ni cocinera… Sin embargo, no encontré a ninguno. En el primer piso, realicé una rápida exploración en la medida en que me atreví a hacerla, midiendo cada paso que daba, evitando siempre que podía el más mínimo crujido del suelo. No había nadie despierto, nadie se movió y no oí ningún ruido proveniente del piso de arriba.

En lo que hubiera imaginado que era el estudio de Cobb, llevé a cabo una exploración todo lo meticulosa que me fue posible en busca de los planos que me había descrito la señorita Glade, pero no vi ni rastro del pequeño cuaderno in octavo de la clase que Pepper solía emplear. Era evidente que habían ordenado la estancia, y no pude encontrar señales de que hubiera contenido documentos privados. Bien es cierto que, puesto que había entrado en la casa a través de un pasadizo privado, no podía estar seguro de que no existieran allí lugares donde ocultar un cuaderno que pasara inadvertido, pero aquello era lo más que podía hacer en la oscuridad de la noche y en la necesidad de actuar en silencio. En cuanto tuviera a Hammond en mi poder, estaba seguro de que tendría medios para descubrir el cuaderno escondido.

Registrado ya el primer piso, fui al de arriba, preguntándome si estaría allí el dormitorio de Edgar. Después de todo, un sirviente no suele tener su habitación en un piso alto. Se me ocurrían, sin embargo, varias razones para explicar semejante anomalía. La primera que, puesto que Edgar era el único sirviente, querrían tenerlo a mano por si sus amos -y ahora su amo, solo- necesitaban algo durante la noche. La otra posibilidad, y la que me sentía más inclinado a aceptar, era que Edgar no fuese un criado, al menos no del tipo que pretendía ser: que fuera, dicho con otras palabras, un agente de la Corona francesa, como sus amos. Si tal fuera el caso, debería mostrarme muchísimo más precavido con él.

Subir la escalera me llevó muchísimo tiempo, pero al final llegué arriba sin ningún incidente ni problema. Pensaba que habría tres suites de habitaciones en el piso y me dirigí hacia la izquierda siguiendo la pared, hasta que llegué a la primera puerta. Giré despacio el pomo y, a pesar de todos mis esfuerzos, chirrió: tan solo un leve roce del metal contra el metal, pero que a mí me pareció un cañonazo.

Preparado para lo peor, abrí la puerta y miré dentro. Era una habitación exterior, ocupada, hasta donde podía decir, pues vi libros, una copa de vino medio vacía y papeles sobre el escritorio. Seguí adelante, pues, y abrí la siguiente puerta con un poco más de suerte que la anterior. Era un dormitorio. Entré sigilosamente y me acerqué a la cama donde no había nada más que lo que parecía un simple bulto. Me arriesgué a acercar la vela y la figura se movió y se dio la vuelta, pero sin despertar. Dejé escapar un suspiro de alivio: era el señor Franco.

Cerré la puerta para poder tener un poco más de intimidad y lamenté tener que despertar a mi amigo de forma tan poco considerada, pero no tenía más remedio que hacerlo. Le puse mi mano sobre la boca. Aunque estaba dispuesto a zarandearlo, no se requirió tal esfuerzo. Abrió de par en par los ojos, asombrado.

Yo no estaba seguro de que pudiera verme bien, así que me apresuré a susurrarle unas palabras para tranquilizarlo.

– No gritéis, señor Franco. Soy Weaver. Asentid si me comprendéis.

El asintió, y retiré mi mano.

– Lamento haberos asustado de esta forma -dije con la voz más queda que pude-. No me atrevía emplear otro sistema.

– Comprendo -dijo mientras se incorporaba-. Pero… ¿qué hacéis aquí?

– Las cosas están llegando a un desenlace -dije-. A partir de mañana, estos hombres ya no representarán ningún peligro, pero ellos lo ignoran. Aun así, si tenemos que derrotarlos, hemos de huir con algo que es muy valioso para ellos.

– Los planos de la máquina -aventuró Franco.

– ¿Sabéis algo de eso?

Él asintió.

– No han hecho ningún secreto de lo que querían. Temí que eso significara que pensaban matarme cuando hubiesen conseguido sus objetivos, así que podéis imaginar cuánto me complace veros.

– ¿Por qué os han retenido aquí?

– ¿Sabéis quiénes son estos hombres?

– Espías franceses -respondí-. Acabo de enterarme.

– Sí. Lo único que necesitaban era mantener el secreto, pero Hammond parecía pensar que el secreto estaba en peligro. Temía que, una vez lo hubierais descubierto, podríais implicar a los mensajeros del rey o a alguna otra rama del gobierno británico para que me ofrecieran protección. Hammond os teme, señor. Teme que el asunto esté ahora fuera de su control y, puesto que no tenía nada más para evitar que lo destruyerais, me tomó como rehén.

– Pero… ¿por qué os tiene aquí?

– Ha amenazado a mi hija, señor. Dice tener agentes en Salónica, capaces de hacerle daño. Yo no me atreví a poner en peligro a Gabriella, y por eso me vi forzado a poneros en peligro a vos. Os ruego que me perdonéis.

Apoyé mi mano en su hombro.

– No seáis absurdo -le dije-.Vuestra hija es inocente de todo esto, y yo no hubiera consentido que comprometierais su seguridad por mi causa. Vos estáis aquí por mi culpa…, no, no, no protestéis. No soy responsable de lo que han hecho estos hombres, ni me culpo de ello, pero os han involucrado por mi amistad con vos, y eso me responsabiliza de alguna manera.

– Estáis aquí y con eso habéis saldado maravillosamente esa supuesta responsabilidad.

– Cuando estemos de nuevo en Duke's Place y estos malhechores estén muertos o en la Torre, podremos decirlo. Pero ahora debo conseguir los planos de la máquina y liberaros. ¿Tenéis conocimiento de cuántos viven en la casa y dónde duermen?

Él asintió.

– Creo que el señor Hammond me considera demasiado poco peligroso como para sentirse obligado a adoptar las precauciones necesarias a la hora de ocultar las cosas. Le he oído decirle a su criado Edgar que lleva siempre encima esos planos, escritos en un cuaderno in octavo. Me imagino que eso supondrá algunas dificultades para vos.

– En efecto, pero también facilita las cosas. Significa que no tendré que perder mi tiempo en una búsqueda estéril. Veamos…, aparte de nosotros, Hammond y Edgar, ¿quién más hay en la casa?

– Nadie. Solo son ellos dos.

– ¿Dónde duermen?

– Edgar duerme en la siguiente suite de habitaciones -indicó señalando a mi izquierda-. Supongo que eso les hace creer que me tienen más vigilado, pero es evidente que se equivocan. Hammond ocupa el dormitorio grande del tercer piso. Subid la escalera e id hacia la derecha. La primera puerta os llevará a una salita, y la siguiente da a su dormitorio. Durante el día, Hammond guarda el cuaderno en el bolsillo de su chaleco. No sé dónde lo deja por la noche.

– Eso no me preocupa -dije-. El lo sabrá, y con eso me basta. ¿Pensáis que podréis abandonar esta casa sin hacer ningún ruido?

– Sí -respondió.

Pero noté algo en su voz…, cierta vacilación.

– Teméis que pueda fracasar -dije-. Teméis que me superen y que luego, si os habéis ido, quieran vengarse en vuestra hija.

El asintió.

– Pues, entonces, permaneced aquí -propuse-. Podréis oír cómo marchan las cosas. Solo os pido que os ocultéis hasta que vuelva a buscaros. Puedo entender vuestro deseo de proteger a vuestra hija, y confío en que comprendáis mi deseo de protegeros a vos.

El accedió de nuevo con una inclinación de cabeza.

Le estreché la mano, la mano de aquel hombre que siempre se había puesto de mi parte como hubiese querido que lo hiciera mi propio padre, sin que él jamás me apoyara así. Había estado al lado de mi familia cuando murió mi tío, cuando perdí al hombre que había sido para mí lo más parecido a un padre que tuve. No era un luchador y hasta tal vez le faltara algo en cuanto a valentía, pero no lo respetaba menos por eso. Era el hombre que era, no apto para las luchas que había tenido que superar pero que había sabido afrontar con fortaleza. No lo inquietaban sus propias dificultades, pero estaba preocupado solo por su hija. Gastaba mucha más energía en preservar mis sentimientos que los suyos propios. ¿Cómo no iba a sentir respeto por él?

Nos abrazamos y salí de sus habitaciones, decidido a acabar para siempre el asunto que me había llevado a esa casa.


Con el señor Franco a salvo, me dirigí a la habitación de Edgar. Abrí la puerta muy despacio y crucé su salita. El espacio estaba limpio y ordenado, como si nadie viviera allí. Al llegar a la puerta siguiente, moví la manecilla con desesperante lentitud y me introduje en la oscuridad del dormitorio.

Al igual que la salita, el dormitorio era una estancia sobria y poco utilizada. Me acerqué a la cama, dispuesto a inmovilizar a Edgar lo mismo que había hecho con el señor Franco, solo que con menos delicadeza. Pero no sujeté a nadie en ella, porque no vi ninguno al que sujetar. La cama estaba deshecha, pero vacía; lo cual solo podía significar una cosa: que Edgar sabía que yo estaba en la casa.

Di la vuelta para precipitarme a la habitación de Franco. A pesar de mi preocupación por su hija, ahora me daba cuenta de que mi principal tarea debía ser sacarlo indemne de la casa. No habría tiempo para que estos agentes franceses llevaran a cabo su mezquina venganza. Serían apresados o huirían, y Gabriella no sufriría ningún daño.

Al volverme, empero, vi delante de mí una oscura figura en la que al punto reconocí a Edgar. Estaba de pie, con las piernas separadas y apoyadas firmemente en el suelo. Una mano me apuntaba con una pistola, y en la otra sostenía una especie de daga.

– ¡Imbécil judío! -me espetó-. Os he oído alborotar yendo de un lado para otro. Un oso hubiera hecho menos ruido.

– ¿Un oso grande o un oso pequeño? -pregunté.

– ¿Pensáis poder salir con bien de este apuro?

Me encogí de hombros.

– Se me había ocurrido intentarlo.

– Ese ha sido siempre vuestro problema -dijo-. Estáis demasiado imbuido de vuestra inteligencia, pero os negáis a creer que alguien puede ser más listo que vos. Decidme ahora qué habéis venido a hacer aquí. ¿Venís por los planos?

– Vengo por vos -repliqué-. Tras visitar la casa de la Madre Clap, me he dado cuenta de que tengo ciertas inclinaciones que ya no puedo seguir negando.

– No esperéis confundirme con vuestras bobadas. Sé que estáis aquí por los planos de la máquina. ¿Creéis que me importa algo Franco? Que se oculte o se escape, si quiere, aunque le iría mucho mejor escaparse. La cuestión que importa es otra: ¿quién os ha enviado? ¿Cuánto saben los agentes británicos? ¿Han apresado a Cobb o se les ha escapado? Podéis elegir entre responderme a todo esto ahora, o subir conmigo al piso de arriba. Una vez despertemos a Hammond, podéis tener la seguridad de que él no dudará en obligaros a decir exactamente todo lo que desee saber.

Yo no podía hablar acerca de la habilidad del señor Hammond para obtener información. Sin embargo, podía sentirme muy satisfecho de que Edgar me hubiera dicho precisamente lo que yo deseaba saber: esto es, que Hammond aún seguía durmiendo.

– ¿Os ha dicho alguien que tenéis un rostro enormemente parecido al de un pato? Si he de seros sincero -proseguí-. Siempre me han caído muy bien los patos. Cuando era niño, un pariente de buen corazón me regaló uno. Y ahora, muchos años después, os veo a vos, la viva imagen de ese pato, y no puedo evitar el pensamiento de que tenemos que ser amigos. Vamos, pues, depongamos nuestras armas y vayamos a buscar un estanque donde yo pueda comer pan y queso a la orilla y vos podáis chapotear en sus aguas. Seré feliz arrojándoos trocitos de pan.

– ¡Cerrad vuestra condenada boca! -me replicó-. Hammond podrá interrogaros más eficazmente si lleváis una bala de plomo en la pierna.

Yo no lo dudaba.

– Un momento -le dije-. Hay tres hechos en la vida del pato que me parecen de suma importancia para el asunto que nos ocupa. En primer lugar, el pato hembra pasa por ser un progenitor especialmente tierno y amante. En segundo… -empecé, aunque lo cierto era que no existía un segundo hecho que traer a colación. Bastaba uno, porque estaba poniendo en práctica el consejo que me había dado el señor Blackburn a propósito del artificio retórico de las series. Una vez informado Edgar de la existencia de tres hechos, estaría a la expectativa de los dos restantes. Y, así, yo tenía la oportunidad de sorprenderlo con alguna otra cosa.

En este caso, sorprendí a Edgar, el criado y espía francés, con un potente golpe en el estómago. En mis ensoñaciones, hubiera sido más satisfactorio un puñetazo en la nariz o en la boca, que produjera probablemente sangre y tal vez la pérdida de algunos dientes, pero un golpe en el estómago tiene el reflejo de hacer que la persona se doble sobre sí. Lo cual significaba que, aun en el caso de que pudiera disparar su pistola, el tiro le saldría hacia abajo en vez de hacia delante.

De hecho, no llegó a disparar y, aunque tampoco soltó la pistola, antes incluso de que hubiera podido caérsele al suelo, yo se la había quitado ya de la mano. Después, me la metí en el bolsillo y, en el instante en que Edgar comenzaba a hacer fuerza para enderezarse, me apresuré a enderezarlo yo de una patada, esta vez en las costillas. Patinó algunas pulgadas por el suelo y dejó caer su daga, que yo recogí y empleé rápidamente para cortar varios trozos de cordón del dosel de su cama. Estos, como mi avisado lector habrá adivinado ya, me sirvieron para atar a Edgar de manos y pies, proceso durante el cual le sacudí unos cuantos golpes más en el abdomen, pero no por crueldad o malicia, sino porque deseaba impedirle que pudiera pedir socorro antes de tenerlo bien amordazado.

Finalmente, corté un trozo de tela que empleé justamente para eso. Cuando estuvo del todo incapacitado, me planté de pie delante de él mirándolo de arriba abajo.

– Lo irónico de esta situación -dije- es que, como vos observasteis originalmente, yo no iba a poder escapar de mi apuro. Ahora, en cuanto a vuestra suerte, yo no veo ninguna necesidad de hacer eso con vos. Quizá os preguntéis si informaré a los mensajeros del rey de que estáis aquí. La respuesta es que no. Mañana, en algún momento, Crooked Luke y el resto de esos chicos tendrán a su disposición esta casa, y dejaré que ellos se las arreglen con vos.

Edgar gruñía y se debatía intentando librarse de sus ataduras, pero yo fingí no tener ningún interés en él mientras lo dejaba.


Un piso más, y al dormitorio. Allí las cosas se desarrollaron rápida y fácilmente. Como se me había dicho, Hammond estaba dormido y no me costó gran esfuerzo dominarlo. Le agarré la barbilla con una mano y apreté contra su pecho, con la otra, la punta de la daga de Edgar. Se clavó lo suficiente para que salieran unas gotas de sangre y le doliera, atrozmente a juzgar por la expresión de la cara de Hammond, pero no más que eso.

– Dadme los planos -le pedí.

– Jamás -replicó, con la voz tranquila y serena.

– Hammond, Hammond… -le dije, dubitativo-. Fuisteis vos quien decidisteis emplearme. Sabíais quién era cuando me involucrasteis en vuestra trama. Eso significa que sabéis qué es lo que estoy deseando haceros. Os cortaré los dedos, vaciaré vuestros ojos, os arrancaré dientes. No creo que estés hecho de la pasta de un hombre capaz de soportar esos tormentos. Contaré hasta cinco y enseguida lo averiguaremos.

Así hubiera ocurrido, y él debía de saberlo muy bien, porque ni siquiera esperó a que empezara a contar.

– Debajo de la almohada -dijo-. Importa poco que tengáis el original. Una copia exacta ha sido enviada ya fuera del país y, con ella, la capacidad de destruir el comercio textil de la Compañía Británica de las Indias Orientales.

Preferí no decirle que su copia había sido interceptada ya y que con esta se extinguía la última esperanza de que su misión tuviera éxito. En lugar de eso, puse a un lado la daga, seguí apretando cruelmente su rostro y alargué la mano para buscar debajo de la almohada y sacar el rústico volumen in octavo, encuadernado en piel, en todo semejante al que ya había visto antes. Era, según una de sus viudas, el tipo de cuaderno que utilizaba Pepper. Un rápido examen de sus páginas, para observar los múltiples esquemas y los intrincados detalles, me dijo que aquel era precisamente el cuaderno que había estado buscando.

Hammond, sin embargo, mostró entonces un inesperado arranque de fuerza. Maniobró rápidamente para apartarse de mí, escapando de mi daga con solo un rasguño superficial, y después escapó al otro extremo de la habitación. Deslicé el libro en mi bolsillo y saqué de él una pistola; pero, en la oscuridad, no podía esperar gran cosa de mi puntería. Aquello me desazonó, pero me ofreció también cierto consuelo por si fuera también una pistola lo que él estuviera buscando. Me adelanté y entonces pude ver mejor a mi adversario. Se hallaba de pie en la oscuridad, con sus ropas de noche sueltas en torno a su silueta, como el etéreo nimbo de un espíritu, y los ojos desencajados por el terror. Levantó el brazo y por un momento pensé que iba a sacar una pistola. Casi estuve a punto de dispararle yo antes de darme cuenta de que no tenía un arma, sino una pequeña ampolla de vidrio.

– Podéis dispararme si os place, pero obtendréis pocas respuestas. Ya estoy muerto, vedlo.

La ampolla cayó al suelo. Sospecho que le hubiera gustado el efecto dramático de agitar el vidrio, pero, en lugar de eso, solo hubo un pequeño rebote.

Me han llamado cínico en mi vida, y tal vez estuvo mal por mi parte que me preguntara en aquellos momentos si simplemente fingía haber ingerido veneno. No estaba dispuesto a correr ningún riesgo al respecto.

– ¿Hay algo que deseéis decirme antes de comparecer ante vuestro Hacedor? -le pregunté.

– ¡Si seréis estúpido…! -me escupió-. ¿No podéis entender que si he tomado este veneno es solo para que no podáis obligarme a deciros a vos o a nadie nada más?

– ¡Claro! Debía haberlo pensado yo mismo. ¿Os gustaría aprovechar el poco tiempo que os queda para ofrecer una disculpa? ¿O un encomio de mis virtudes, tal vez?

– ¡Sois el mismísimo demonio, Weaver! ¿Qué clase de hombre se burla de un moribundo?

– Tengo poco más que hacer -dije, manteniendo la pistola apuntada a él-. No puedo correr el albur de que estéis engañándome y no hayáis tomado ningún veneno, y tampoco podría avenirme a cometer un asesinato a sangre fría y disparar contra vos. Por eso me veo obligado a esperar y vigilar, y pensaba que tal vez querrías emplear vuestros últimos momentos para conversar.

El sacudió la cabeza y se dejó caer al suelo.

– Me han dicho que actúa rápidamente -dijo-, así que no creo que haya mucho tiempo para conversaciones. No os diré nada de los planes que esperábamos poder llevar a cabo ni de lo que ya se ha hecho. Puede que sea un cobarde, pero no traicionaré a mi país.

– ¿A vuestro país o a la nueva Compañía Francesa de las Indias Orientales?

– ¡Ah -exclamó-. Ya lo habéis entendido. Han pasado los tiempos de servir al propio rey con honor. Ahora debemos estar al servicio de sus empresas concesionarias. Pero, si no puedo hablaros de mi nación, sí puedo hacerlo de la vuestra y de cómo habéis sido engañado por un loco.

– ¿Cómo es eso? -pregunté.

El señor Hammond, sin embargo, fue incapaz de responder, porque ya estaba muerto.

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