10

Subimos por la escalera de nuevo. Ellershaw, como si se sintiera mareado por nuestro episodio en el almacén, tenía que ir agarrándose a la barnizada barandilla, y en una ocasión casi se cae de espaldas sobre mí. Cuando llegamos al final, miró hacia atrás y me sonrió, mostrándome una boca llena de una pulpa marrón masticada.

En cuanto abrió la puerta de su despacho, se vio sorprendido por un individuo de unos cuarenta años, de cuerpo rechoncho, cuya cara redonda exhibía una mueca nerviosa que trataba de parecer una sonrisa de grata familiaridad.

– Ah, señor Ellershaw. Espero que no le importe que me haya tomado la libertad de esperaros aquí.

– ¡Vos! -exclamó Ellershaw-. ¡Vos! ¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? ¿No os prohibí bajo pena de muerte que vinierais?

El extraño individuo medio se agachó e hizo una reverencia.

– Ya os dije, señor Ellershaw, que el vuestro era un tema delicado, que necesitaríais seguir mis instrucciones al pie de la letra, y que deberíais mostraros paciente. Por lo que veo, no habéis seguido ninguno de mis consejos. Pero, si empezamos de nuevo, creo que podríamos…

– ¡Fuera de aquí! -gritó Ellershaw.

– Pero, señor… Debéis creerme cuando digo…

– ¡Fuera, fuera, fuera! -chilló, y entonces nos sorprendió a los dos abrazándose a mí como si fuera un chiquillo y yo su madre. Su cuerpo olía a grasa y a un perfume extraño, amargo, y noté que se derrumbaba sobre mí de una forma extraña y poco natural. Pero lo más sorprendente de todo fue que pude notar sobre mi cuello el reguero de sus lágrimas-. Obligadlo a marcharse -me pidió sollozando.

En contra de mis deseos, me encontré dándole golpecitos en la espalda, en una fría imitación del prestar a otro consuelo. Con la otra mano espanté al intruso, que retrocedió y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

A través de las lágrimas, Ellershaw empezó a decir algo que yo no lograba entender. Al principio pensé no hacer caso, pero cuando repitió el mismo murmullo, le dije amablemente que no conseguía entenderlo. El, empero, reanudó una vez más la misma aguda cantinela infantil ininteligible.

– Me temo que no os entiendo, señor.

Fue entonces cuando Ellershaw me sorprendió empujándome a un lado violentamente. Después me miró desde tres o cuatro pasos de distancia.

– ¡Maldito seáis, señor! ¿No entendéis el inglés? Os preguntaba si podrías recomendarme un buen cirujano.

Reconozco que tuve que hacer un gran esfuerzo para controlarme y reprimir una sonrisa.

– Pues, en realidad, señor Ellershaw, resulta que conozco al hombre adecuado.


Una vez que se hubo marchado el intruso, que, según deduje, debía de ser el antiguo cirujano del señor Ellershaw, le di a mi patrón el nombre de Elias Gordon, con lo cual las cosas se calmaron bastante. Pero ya no hubo más indicios de la anterior familiaridad entre nosotros, si no es que Ellershaw se mostraba excesivamente preocupado en poner bien sus ropas: tirarse de las mangas, sacudirse el polvo de la casaca y demás cosas por el estilo. Tras una serie de carraspeos y tosecillas para aclararse la garganta, Ellershaw tiró del cordón de su campanilla e hizo venir a una joven, que por fortuna no era Celia Glade, para pedirle que nos trajera té.

Mientras aguardábamos, Ellershaw se negó a abordar cuestiones de importancia y solo habló de una comedia que había visto y de las escandalosas bailarinas francesas que habían actuado después de la obra. Finalmente llegó el té -la mezcla verde de la que me había hablado antes-, que bebí con bastante placer, pues tenía un delicado sabor a hierba que yo no había paladeado antes en ningún otro té.

– Y ahora, señor -empezó-, sin duda os estaréis preguntando por qué querría yo contrataros para ocuparos de los vigilantes, siendo así que tenemos ya un capataz encargado de hacerlo.

Se refería, naturalmente, al indio Aadil, aunque yo me había quedado con la impresión de que él desconocía incluso la existencia de aquel hombre. Ahora ya no sabría decir si hasta entonces habían sido también una mascarada o si estaba jugando a algo más profundo.

– Supuse -comencé con cautela- que se trataría de un malentendido, que vos optasteis por zanjar generosamente en interés mío.

Él golpeó el escritorio con la mano abierta, haciendo vibrar la porcelana.

– Pensáis que estoy loco, ¿verdad? Pronto veréis que no lo estoy, señor. Yo estoy al corriente de todo. Lo veo todo. Y algunas cosas más, también. Cuando se reúna de aquí a tres semanas la asamblea de accionistas, habrá un grupo que ejercerá todo su poder para echarme de mi cargo; para ponerme de patitas en la calle, señor, después de todo lo que he hecho por esta Compañía.

– Lamento mucho oírlo.

– ¿Lo lamentáis? ¿Eso es todo lo que se os ocurre? ¿Dónde está vuestro sentido de la justicia? ¿Acaso no llevo trabajando para la Compañía desde que aprendí a caminar? ¿No he desperdiciado mi juventud viviendo en los inhóspitos climas de la India y dirigiendo la factoría de la empresa en ese apestoso infierno llamado Bombay? ¿No he dado muerte con mis propias manos a los nativos revoltosos (y no estoy hablando solo de hombres, recordad, sino también de mujeres y niños), por no haber seguido mis instrucciones? He hecho todo eso, señor, y más cosas aún, en nombre de los intereses de la Compañía. Y cuando regresé a esta isla, ¿acaso no asumí el puesto que me correspondía en Craven House, y no he llevado a la Compañía a logros mayores que cuantos haya conocido en su historia? Tras toda una vida de servicio, ahora salen unos que quieren que me vaya, porque dicen que mi tiempo ha pasado. Pero yo no haré eso, señor y, con vuestra ayuda, los destruiré.

– Pero ¿quiénes son esos hombres? -pregunté, alarmado.

El rojo vivo de su rostro se apagó un poco.

– Eso no puedo determinarlo aún. Emplean extraños e inteligentes mecanismos de engaño para esconderse y ocultar incluso sus motivos. No sé quiénes son ni por qué desean verme fuera, salvo que quieren poner a su hombre en mi lugar. Pero, ya veis… yo no soy enemigo de esos hombres, señor. No creo serlo. Me parece más bien que creen que mi situación es vulnerable y por eso han puesto sus miras en ella. La destrucción que han planeado para mí no es más que una circunstancia de su ambición, pero no la causa de esta.

– ¿Cómo sabéis vos todo esto?

– Rumores, señor. Rumores. Uno no llega a mi elevado puesto sin haber aprendido a escucharlos, a percibirlos. Sé el tiempo que va a hacer antes de que amanezca, os lo aseguro. Sobre esto he basado mi vida. Una mirada aquí, otra allá… Craven House es un lugar plagado de secretos, señor Weaver. Siempre lo ha sido. Cada uno de los que formamos la junta de comisionados tenemos responsabilidades distintas, pero a menudo hemos recurrido a crear comités secretos… comités cuyas tareas solo conocen aquellos que los forman. Nos encantan nuestros secretos… Pues bien: llevo algún tiempo percibiendo que existe un comité que conspira contra mí. Esos papeles que encontrasteis… pienso que fueron robados por un agente de ese comité que trabaja en mi contra.

– Pero no es posible que un hombre que ha servido a la Compañía durante toda su vida pueda ser apartado por haber perdido unos informes contables. Me parece una mezquindad.

– Tenéis razón. Pero lo hacen solo para mostrar la pauta que hay que seguir, porque lo que pretenden atacar es un edificio mayor: la legislación de 1721.

Puse cara de extrañeza. Jamás he sido una criatura política y, aunque las anteriores elecciones habían sido para mí una educación sumamente tosca, no tenía ni idea de qué estaba hablando

– Sois un completo ignorante -me espetó con evidente disgusto-. Ahora me doy cuenta. Muy bien… escuchad atentamente, Weaver, pero no esperéis una historia con final feliz, porque se trata de unos hombres que gobiernan y las historias acerca de ellos nunca pueden ser buenas. Los que gobiernan, Weaver, siempre están tramando esquilmar al hombre de negocios, ver cómo pueden quitarle su dinero. Y tienen mentes mezquinas porque, si fueran de otro modo, el mundo de los negocios se apresuraría a quitárselos a la política. ¿Queréis que os explique algo de calumnias?

– Por favor.

– Os diré que se han aplicado remedios sin que existiera ninguna enfermedad. Y, por eso, a partir de las próximas Navidades, será ilegal vestir calicós importados. Con la excepción de unas cuantas prendas, como los pañuelos para el cuello o las telas azules que están tan profundamente arraigadas en nuestra sociedad que el Parlamento jamás se atrevería a legislar contra ellas, los sinvergüenzas de la Cámara se han dedicado a defender los intereses de la lana y los de esos villanos tejedores de seda, y han actuado contra la Compañía.

Yo ya sabía, por mis conversaciones con el señor Hale, que el dinero y la influencia de los intereses laneros británicos se habían aliado muy bien con la virulenta violencia de los tejedores de seda. Hale y sus hombres habían alborotado, habían hecho demostraciones de fuerza y habían cometido excesos. Por ejemplo, hacían golpear en las calles a hombres y mujeres por llevar tejidos estampados indios. Habían roto los escaparates de las tiendas que vendían calicós importados. El país llevaba tiempo alejándose decididamente de la producción local de tejidos, pero los tejedores de seda consiguieron crear, en las personas que paseaban por la calle luciendo tejidos extranjeros, la sensación de llevar a la espalda una diana. Ahora comprendía que el Parlamento hubiera cedido a la presión de los intereses laneros que, como me explicó Ellershaw, habían hecho valer su amenaza de retirar su apoyo a los candidatos en las últimas elecciones. Así, a partir del 25 de diciembre próximo, yo y cualquier ciudadano del país estaríamos capacitados para denunciar ante un magistrado a cualquier persona que vistiera tejidos de importación y, si el denunciado fuera declarado culpable, recibiríamos cinco libras por la denuncia.

Ellershaw me explicó todo esto, aunque sus descripciones estuvieron salpicadas de condenas contra los trabajadores de la seda y los intereses de los laneros, a la vez que de alabanzas al trascendental papel de las importaciones para la economía británica.

– Los hombres que ocuparon antes mi cargo -me dijo-, la Santísima Trinidad, como suelo llamarlos, entendieron lo absurdo que era esforzarse en convencer al populacho de que adquirieran bienes que no iban a tardar en acarrearles multas por llevarlos, pero nosotros haremos cuanto esté a nuestro alcance. Tenemos que vender ciertamente todo cuanto podamos, cuando podamos y por todos los medios que consigamos arbitrar.

Yo asentí, procurando no dar a conocer más de mis sentimientos.

– Ya conocéis ahora lo esencial del asunto, señor Weaver. Yo he presidido el comité parlamentario de la Compañía destinado a impedir que se adoptara semejante legislación, y ahora que los frutos de todo un año de trabajo comienzan a madurar, esa misma legislación va a ser esgrimida como un arma contra mí por mis enemigos; por unos hombres que dicen trabajar por los intereses de la Compañía, y que tal vez incluso se lo crean.

– Yo diría -sugerí- que esos hombres trabajan en su propio interés y que les tienen sin cuidado los intereses de la Compañía

El aprobó calurosamente mis palabras.

– Creo que habéis dado en el clavo, señor. Me sacrificarán en aras de su ambición, porque este desastre no ha ocurrido por mi culpa. Debéis comprender que yo tenía mis hombres en el Parlamento, que los tenía también en la Cámara de los Lores y que he trabajado denodadamente para oponerme a este asunto. Pero, con la amenaza de unas elecciones generales en perspectiva, el Parlamento ha adoptado la actitud del cobarde.

– ¿Qué hará la Compañía?

– ¿Sin el mercado nacional, queréis decir? -Hizo un ademán de indiferencia-.Bueno… os diré lo que los demás miembros del Consejo creen que haremos: seguiremos vendiendo en los mercados europeos y coloniales. Se fijan en las compras que nos hacían antes las colonias y los países del continente, y creen que son la garantía de futuras compras, pero no saben nada a ciencia cierta. Todas las telas que vendíamos antes nos las compraban porque estaban de moda en nuestro mercado nacional. Pero sin una moda británica que lidere la tendencia, yo no puedo decir cómo responderán los otros mercados.

– ¿Cómo hacéis para predecir que las ropas que vendéis crearán moda aquí? -pregunté.

– Oh, es eso está la gracia del asunto. Cuando vendemos en el mercado interior, podemos controlar las tendencias, ya sabéis… Supongamos que esos granujas indios están produciendo más tejidos blancos con dibujos rojos de los que quisiéramos… Me sería muy fácil dar esas telas a mi Santísima Trinidad de hombres o a mi colección de damas; con eso podemos conseguir que las modas obedezcan a las existencias en lugar de tomarnos el trabajo de acumular existencias en nuestros almacenes que sigan los dictados de las modas. Con los mercados en el extranjero, eso resultara mucho más difícil. La verdad es, señor, que debemos deshacer la legislación de 1721. Tenemos que arrebatarle el poder al Parlamento y devolvérselo a quien le corresponde.

– ¿A la Compañía? -sugerí.

– Así es exactamente. A esta Compañía y las compañías autorizadas, y a los hombres ricos e ingeniosos que impulsan la fuerza de nuestra economía. A ellos deben ir a parar las prebendas de la tierra, no a los miembros del Parlamento. Con haber crecido más allá de lo que debíamos consentirle, el gobierno se había transformado en un gigante perezoso, señor, que cerraba las puertas de la oportunidad y amenazaba con destrozar las raíces de nuestra libertad. ¿Qué recuperaremos derogando esas leyes? Recuperaremos al auténtico inglés, valeroso, sereno y con sentido común; que tiene una fe inquebrantable en que en esta nación el futuro será nuestro, porque el futuro pertenece a los libres.

Puesto que he pasado una parte tan grande de mi vida en estrecho contacto con los pobres, con los trabajadores que luchaban a diario para ganar el salario semanal que les permitiera eludir el hambre y que vivían aterrorizados porque una enfermedad o una pérdida de su trabajo los llevara a ellos y a sus familias a la ruina o la muerte, aquella idea me resultaba casi cómica. Si bien me costaba creer que los hombres del Parlamento hubieran actuado con criterios totalmente altruistas, la legislación contra la que clamaba el señor Ellershaw me parecía una medida perfectamente razonable para compensar el desmedido poder de la Compañía, porque protegía a los trabajadores locales frente a los extranjeros y favorecía la industria lanera nacional del comercio exterior. Velaba por los ingleses, con preferencia a los extranjeros y las compañías comerciales. Sin embargo, al oírlo hablar a él, uno diría que era un crimen contra natura evitar que esas compañías, poseedoras ya de enormes riquezas, hicieran lo que quisieran para amasar más riquezas sin reparar en el coste que pudieran suponer para otros.

Sobre este tema, sin embargo, preferí callar.

– Señor Ellershaw -empecé-, me estáis hablando de personas y de instituciones que están más allá de mi alcance. No veo cómo voy a poder serviros de ayuda para modificar el curso de la Compañía de las Indias Orientales o del Parlamento…

– Pero yo sí lo veo, señor Weaver. Lo veo con gran claridad. Seréis un garrote que podré manejar, señor, y tened la seguridad de que lo haré. ¡Por Dios que lucharemos contra esos bribones y que cuando se reúna la asamblea de accionistas, nadie se atreverá a pronunciar una palabra para censurarme! Por eso, señor, tenéis que venir a cenar a mi casa. ¿Pensáis que no sé cuan escandaloso puede resultar sentar a un judío a mi mesa? Ni siquiera sería excusable invitar a un judío rico, aunque uno necesitara algo de él. Pero, en vuestro caso, el de un hombre que ahora, por mi generosidad, gana cuarenta libras al año… Ya sé… pero tenéis que dejarme eso a mí. Debéis dejar todo a mi cargo.

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