Holborn está lleno de incontables callejuelas y oscuros callejones, por lo cual, en principio, pudiera parecer el lugar ideal para escaparse uno, pero muchos de esos callejones no tienen salida, así que me dije que incluso un tipo rudo como Aadil no querría hacer frente a dos perseguidores y controlar a un prisionero viéndose atrapado en una esquina. No me sorprendió mucho, por tanto, cuando lo vi bajar por Cow Lane y dirigirse hacia los corrales de ovejas. Tal vez pensara librarse de mí ocultándose entre el ganado.
Elias y yo nos quitamos las máscaras y corrimos detrás de Teaser y de su raptor. Había empezado a llover… no mucho, pero sí lo suficiente para fundir la nieve y hacer que el hielo incrustado fuera peligrosamente resbaladizo. Avanzábamos lo más aprisa que nos era posible sobre tan peligrosa superficie, pero pronto nos dimos cuenta de que ya no teníamos a Teaser y Aadil a la vista. Elias comenzaba a ser presa del desánimo, pero yo no podía permitírmelo.
– ¡A los muelles! -dije-. Intentará llevar a su prisionero por agua.
Elias asintió, sin duda decepcionado porque nuestra carrera no hubiese llegado al final. Pero, por cansado que estuviera, me siguió mientras yo trazaba nuestro camino por entre las calles oscuras para emerger al cabo y encontrarnos bajo el cielo nocturno cerca ya de los muelles. Llegó entonces a mis oídos el coro de la vida humana: las muchachas que vendían ostras y los hombres que vendían empanadas de carne pregonando sus mercancías, las carcajadas socarronas de las prostitutas, las risas de los borrachos y, por supuesto, los gritos incesantes de los barqueros. «Estudiantes… ¿queréis putas?», repetían, jugando con las semejanzas de palabras como scholars (estudiantes) y scullers (barcas), whores (putas) y oars (remos). Aquella broma era quizá tan vieja como la propia ciudad, pero jamás perdía su chispa para aquel gentío tan propenso a la diversión.
Nos detuvimos ahora en los muelles, llenos de gente de toda condición, ricos y pobres, que subían o desembarcaban de los botes. De acuerdo con otra antiquísima tradición, no se respetaban rangos ni clases entre quienes se atrevían a subir a una barca y, así, hombres de baja estofa podían proferir las palabras lascivas que quisieran a damas de noble cuna o ricos caballeros. El mismísimo rey, si se dignara atravesar el río en barca, no recibiría especial deferencia, aunque dudo de que supiera suficiente inglés para entender los insultos que se le dirigirían.
Elias resoplaba fuertemente y miraba, sin fijar en ninguno los ojos, los incontables cuerpos que nos rodeaban. Yo seguí con la vista el curso del río, iluminado con centenares de linternas de un centenar de barqueros y convertido en espejo de la bóveda del cielo estrellado por encima de nosotros. Allí, apenas a cuatro metros y medio de la orilla, distinguí el corpachón enorme de un hombre sentado de espaldas a nosotros y a Teaser sentado delante, dándonos la cara. Entre ambos estaba el barquero, remando. Teaser no hubiera podido escapar aunque quisiera, porque, aunque supiera nadar, sumergirse en aquellas heladas aguas supondría una muerte segura. Viajaba, pues, ahora en una prisión flotante.
Agarré a Elias por el brazo y tiré de él escaleras abajo hasta el muelle. Después lo metí de un empellón en el primer bote vacío que encontramos y subí detrás de él.
– ¡Jo, jo! -exclamó el barquero. Era un muchacho joven, de espaldas musculosas y fuertes-. Un par de caballeros que desean dar un paseo tranquilo por el río, ¿no es eso?
– ¡Callad la boca! -lo corté, y después extendí el dedo para señalar hacia Aadil-. ¿Veis ese bote? Os pagaré otra moneda más si conseguís adelantarlos.
El me miró de refilón pero, aun así, subió de un salto al bote y zarpó. Puede que fuera un insolente, pero sabía poner agallas en su trabajo, de manera que pronto estuvimos surcando las aguas… Unas aguas que, en aquel lugar, olían medio a mar, medio a alcantarilla, y que azotaban furiosamente los costados de la embarcación.
– ¿De qué va la cosa? -preguntó el barquero-. ¿Ese tipo se ha largado con vuestra putilla?
– ¡Cierra el pico, ricura! [17] -le espetó Elias.
– ¿Ricura decís? Os voy a meter este remo por donde os quepa, y podréis decir que es la primera vez que una puta os ha dado por el culo hasta el fondo.
– Decirlo es mucho fácil que hacerlo -refunfuñó Elias.
– No te enfades -intervine yo-. Estos barqueros te dirán que lo que está arriba está abajo solo para sacarte de quicio.
– Arriba y abajo son lo mismo, hombre -sentenció el remero-. Eso lo saben todos menos los necios, porque solo los grandes nos dicen qué es cada cosa y, si miramos por nosotros mismos, vemos que es exactamente al revés.
Debo reconocer que estábamos haciendo grandes progresos y que poco a poco se iba acortando la distancia que nos separaba del bote de Aadil. O el que yo pensaba que era el bote de Aadil pues, en la oscuridad de las aguas, con solo nuestras linternas para iluminar el camino, no siempre resultaba fácil decir cuál era la embarcación que perseguíamos. Aun así, estaba razonablemente seguro. Cuando vi que uno de los que viajaban en el otro bote se volvía a mirar hacia nosotros y le pedía después a su remero que avivara el ritmo, supe que estábamos siguiendo a nuestra verdadera presa.
– Nos han visto -le dije al barquero-. Remad más aprisa.
– No puedo correr más -respondió, sin ánimos ya para jactarse.
En la otra embarcación, la silueta de Aadil se movió de nuevo, dijo algo al barquero y, al ver que el hombre no hacía lo que deseaba, observé que lo apartaba a un lado y se ponía a remar él mismo.
De alguna manera, nuestro propio barquero vio la maniobra y una vez más sacó de sí la energía necesaria para dar rienda suelta a su lengua.
– ¿Qué es esto? -le gritó a su compañero-. ¿Vas a dejar que ese tipo te robe tu barca? [18]
– La recuperaré -replicó el otro- y te la encontrarás pronto metida en tu delicado culo.
– Sin duda -replicó el nuestro-, porque la que tú tienes no es más que un zurullo de mierda que busca el culo igual que un bebé o un rufián busca las tetas de tu madre.
– Tu madre no tiene tetas -replicó el otro- porque no era más que un oso peludo que te concibió después de haber estado follando en las vergüenzas de un cazador libertino que no sabía distinguir pelotas de coño: porque eso es lo que fue tu padre, o tal vez un simio africano, ya que no es posible distinguir entre uno y otro.
– ¡Pues tu padre era el bastardo de una hija de…!
– ¡Callaos! -grité con voz lo suficientemente alta para que me oyera no solo nuestro barquero, sino también el de la otra embarcación.
En el mismo instante noté que se detenían los remos del otro y, cuando miré hacia allí, pude ver, a pesar de la oscuridad, que estaban levantados y fuera del agua. Al momento siguiente me llegó el sonido de una voz extraña pero familiar:
– ¿Sois vos, Weaver? -Había en ella una nota de esperanza y humor, nada desagradable.
– ¿Quién habla? -respondí.
– Soy Aadil -dijo. Y después prorrumpió en una gran carcajada-. Llevo un rato agotándome, huyendo de lo que creía que podía ser un serio peligro, ¿y erais vos todo el rato?
Tuve que caer forzosamente en la cuenta de su forma de hablar. Cada vez que le había oído abrir la boca, había gruñido sus palabras como un animal salvaje. Ahora, aunque se expresaba con el mismo tono de siempre, su lenguaje era refinado, gramaticalmente correcto y a la par con el de cualquiera que hubiese nacido en estas tierras.
Apenas se me ocurría qué podía decirle.
– ¿Qué hay? -fue lo mejor que me vino a la mente.
El soltó una nueva carcajada.
– Creo -gritó- que ya va siendo hora de que seamos más francos el uno con el otro. Encontrémonos en los muelles y busquemos algún lugar para contarnos nuestras respectivas historias.
A Dios gracias nuestros barqueros dieron la impresión de entender que había ocurrido entre nosotros algo del todo inesperado, y estuvieron callados durante el resto del viaje. Elias no hacía más que dirigirme miradas inquisitivas, pero yo difícilmente sabía cómo responder a sus no formuladas preguntas. Me limité a arrebujarme en mi casaca, porque de repente noté que hacía mucho más frío y había empezado a caer sobre nosotros una insistente lluvia.
El otro bote fue el primero en atracar y yo no acababa aún de creer que el ofrecimiento de Aadil fuera algo más que un astuto truco… hasta que lo vi desembarcar y esperar pacientemente mientras amarrábamos el nuestro y bajábamos a tierra también. Aquella orilla del río estaba tan animada como la otra y reinaba el mismo bullicio, por lo que resultaba un extraño lugar para mantener una conversación, pero Aadil se limitó a sonreímos y saludarnos con una gran reverencia.
– No he sido completamente sincero con vos acerca de mí, señor. Por supuesto vos tampoco habéis sido completamente sincero conmigo o con nadie de Craven House, pero eso no importa. He llegado a la conclusión de que no pretendéis hacerme ningún daño y que, además, vuestra presencia ha servido para precipitar las cosas de manera muy interesante. -Miró al cielo encapotado-. Esta lluvia continúa arreciando… y, si algo he aprendido del tiempo de vuestras islas, es que se hará cada vez más molesta antes de escampar. ¿Buscamos un lugar caliente y seco en el que refugiarnos?
No hice caso de las bromas, aunque también estaba ansioso por resguardarme de la lluvia:
– ¿Quién demonios sois? -pregunté.
Él soltó otra de sus sonoras carcajadas. Sonó como si resonara en su pecho antes de liberarla.
– Aadil es mi auténtico nombre. Aadil Wajid Ali Baghat, en realidad. Y, aunque indigno, tengo el grandísimo honor de ser un humilde sirviente de su gloriosa majestad, el emperador Muhammad Shah Nasir ad Din, rey de reyes, Gran Mogol de la India.
– En resumen -murmuró Elias-, que ahora resulta que este sucio cabrón es un espía indio.
– De sucio, nada, pero espía, de todos modos. Sí…, soy un agente del Gran Mogol. He sido enviado aquí para tramar un golpe que, eso espero, pondrá un freno al poder de la Compañía de las Indias Orientales. ¿Deseáis oír más?
Vi que Elias estaba tan estupefacto como yo, pero Aadil se las arregló para añadir unas cuantas palabras.
– No estoy muy seguro de que yo desee asestar un golpe contra la Compañía. No siento ninguna simpatía por los hombres de Craven House, os lo aseguro, pero tampoco creo que sea cosa mía procurar destruirlos.
– Tal vez porque apenas conocéis el negocio, o el rostro de vuestros enemigos o la naturaleza de su malicia.
– No -admití-. No los conozco.
– Entonces, si deseáis conocerlos, acompañadme hasta alguna taberna próxima. Aumentaré mi oferta de abrigo y un lugar protegido de la lluvia, con algo de comida y bebida.
– ¡Hombre! -exclamó Elias-. ¡Haber empezado por ahí!
Como judío entre ingleses, siempre me he sentido desplazado en mi propia ciudad natal, pero no tardé en aprender que ser un judío es cosa muy simple en comparación con ser un natural de la India. Apenas pudimos caminar tres pasos sin que alguien increpara a Aadil o lo detuviera. Los niños lo llamaban despectivamente «pajarraco» o bien se acercaban corriendo hasta él para restregar su piel oscura y comprobar si desaparecía su color. Los hombres se apartaban de su camino tapándose la nariz, aunque él olía a limpio y a flores mucho más de lo que pudiera esperar cualquiera de ellos. Las prostitutas lo llamaban ofreciéndole «precios especiales para los africanos», o diciéndole que jamás habían visto una verga negra y deseaban poder mirar una.
Yo pensaba que me volvería loco de ira o simplemente me haría el desentendido si alguien me pedía que viviera su vida, pero estaba claro que Aadil se había familiarizado hacía tiempo con aquellas cosas y le resbalaban. Con todo, no tardé en descubrir que había un aspecto en el que se parecían mucho un judío y un indio: el comerciante, no importa los prejuicios que pueda albergar en su corazón, tiene en igual consideración el dinero de todas las naciones. Nos dirigimos a una atestada taberna y, aunque el dueño dirigió a Aadil una mirada muy poco acogedora, cambió enseguida de actitud en cuanto el indio le ofreció un dineral por un reservado, comida y bebidas.
Aadil debía de conocer bien sus tabernas, porque aquella tenía una confortable habitación privada, dos ventanas provistas de cristales, grandes apliques para luces y una mesa bien puesta. Nos sirvieron comida, aunque Aadil no quiso probar nada de ella: los alimentos, según dijo, no habían sido preparados según las normas de su religión. La misma fe -explicó- le prohibía también el consumo de bebidas alcohólicas.
– ¡Nada de licores, vaya! -exclamó Elias-. ¡Demonios, Weaver…! ¡Por fin he descubierto una religión menos atrayente que la tuya! -No iba a permitir, sin embargo, que la abstinencia de nuestro anfitrión frenara su apetito, así que enseguida se sirvió un vaso de vino y empezó a infligir serios daños a una fuente de pollo frío.
A todo esto, nuestro amigo el señor Teaser estaba sentado en silencio, con las manos en su regazo. Rechazó con un movimiento de cabeza la comida y la bebida que se le ofreció. No me pareció extraño: después de todo, había recibido una terrible noticia y presenciado ese día sucesos notables. Pero, aun así, me costaba entender su pasividad en manos de aquel gigante de piel negra. Era fácil deducir de aquello que Teaser había tenido anteriormente tratos con Aadil Wajid Ali Baghat, y que por esa razón confiaba en el espía indio.
Esta suposición se confirmó más adelante pues, aunque el señor Teaser seguía sentado a solas en afligido silencio, Aadil vertió una buena cantidad de vino en una copa de peltre y se la tendió al infortunado, diciéndole:
– Bebed, señor. Sé que los ingleses encontráis esto muy reconfortante.
Teaser tomó la copa en sus manos, pero no hizo el menor gesto de beber.
– No puedo creer que esté muerta -se lamentó en voz alta-. Y la pobre Madre Clap, y mis amigos…, ¿qué va a ser de ellos? Debemos regresar a ayudarlos.
Reconozco que no hubiera esperado sentimientos tan valerosos en un hombre deseoso de casarse con otro hombre, pero la noche estaba ya cargada de sorpresas y aún contendría, ahora estaba seguro, otras muchas.
– No podemos regresar -dije- y no hay nada que podamos hacer por ellos. Siento decíroslo así, pero es la verdad. Con los alguaciles y los reformistas allí, aquello ya no está a nuestro alcance. Aparte de que deduzco de su comportamiento que estaban al servicio de algún otro poder, de alguien con dinero para asegurarse de que la redada se llevaba a cabo. Solo podemos esperar que, cuando hayan cumplido sus oscuros propósitos, pierdan todo interés en perseguir a vuestros amigos.
– ¿Y quién pensáis que puede ser ese poder oculto? -preguntó Aadil.
Por el tono de su voz hubiera podido decir que ya lo sabía y que solo deseaba oírmelo decir a mí. No encontré ningún motivo para negarme a ello:
– A menos que esté muy equivocado, la Compañía de las Indias Orientales. Aunque supongo que debería decir, mejor, una facción dentro de la Compañía; pero lo que no podría afirmar es si es Ellershaw, Forester o algún otro quien mueve las piezas.
Aadil asintió despacio.
– Pienso que tal vez estéis en lo cierto, pero quizá yo tenga más datos que vos para decir quién está detrás de esto. Os diré lo que sé y por qué estoy aquí. Algo sé también a propósito de vuestro apuro, señor Weaver, y que no estáis actuando por vuestra propia voluntad. Mi mayor esperanza es que, una vez hayáis oído lo que tengo que decir, comprenderéis que la mía es la causa de la justicia y que me ayudaréis gustoso a completar mis tareas.
– ¡La causa de la justicia! -le escupí a la cara-. ¿Fue en interés de la justicia que matarais a Carmichael actuando al servicio de Forester?
– No debéis pensar eso, señor -respondió él-. Yo apreciaba mucho a Carmichael por su buen humor y jamás le habría hecho daño. Reconozco que permití que os forjarais una idea distinta, porque eso me ayudaba a espantaros, que era entonces mi mayor preocupación. Aquella noche yo estuve trabajando al servicio de Forester… o induciéndolo a creer que trabajaba a su servicio, mejor dicho… y puedo informaros de que ni él ni yo tuvimos nada que ver con ese crimen.
– Es muy cómodo para vos decir eso. ¿Se puede saber qué fue exactamente lo que estuvisteis haciendo para el señor Forester toda la noche?
Aadil sonrió.
– Respecto a eso, me interesa no daros demasiados detalles por el momento. Baste decir que, como muchos hombres en la Compañía de las Indias Orientales, ha estado buscando cierta misteriosa máquina textil y que me ha utilizado para ayudarle a eso. Yo, con todo, no he estado tan enteramente al servicio de la Compañía como él piensa.
– Entonces…, ¿reconocéis vuestro engaño?
– Nadie de los presentes -respondió- puede decir que está completamente libre de culpa en cuanto a engañar a la Compañía de las Indias Orientales. Pero no penséis que yo haría jamás daño a un inocente como el señor Carmichael. Por ningún concepto.
– Esto tiene sentido -sugirió Elias-. De la misma manera que el señor Baghat fingía ser ignorante y hostil para ti, tingló haber matado a Carmichael. Pero esta noche ha demostrado que nene un espíritu generoso y que no es, en realidad, enemigo tuyo.
– Lo que también ha quedado demostrado esta noche es que el señor Baghat es un hábil farsante y que, si le prestamos crédito, asumimos un riesgo. -Estas palabras sonaron ásperas y duras mientras las pronunciaba, aunque a la vez me preguntaba a mí mismo si de verdad sospechaba de él o si me irritaba el completo engaño del que me había hecho objeto. Me dije que el verdadero problema estaba en mí mismo, en que me resultaba muy difícil cambiar de opinión acerca de un hombre en un abrir y cerrar de ojos. Reconociendo, pues, que no podía fiarme enteramente de mis sentimientos en esto, suavicé mi actitud y me puse en pie un momento para hacerle un gesto a Aadil y decir-: Sin embargo, creo que lo más prudente será oír todo lo que tengáis que decir, y dar crédito a vuestras palabras en la medida que pueda.
Aadil me devolvió la inclinación de cabeza, demostrando que había aprendido las costumbres británicas tan bien como la lengua.
– Aprecio mucho vuestra generosidad -dijo.
– Puede que haya en ella una buena parte de curiosidad -respondí sin rudeza-. Tal vez podríais empezar por informarme de vuestra relación con el señor Teaser, aquí presente, y de cómo ha sido que hayáis acudido a rescatarlo tan fortuitamente.
Teaser asintió con aire grave, como indicando que yo había dado con el punto justo para entrar en materia.
– Debo deciros -afirmó Aadil- que fue por este caballero y por Absalom Pepper por quienes vine precisamente a vuestra isla. Tenéis que perdonarme, señor -añadió, dirigiéndose a Teaser-, por decir lo que sé, pues me consta que apreciabais mucho al señor Pepper, pero debo hablar mal de él.
– He llegado tristemente a la conclusión de que Owl no era la persona que yo creía -dijo Teaser, cabizbaja-. Decid lo que debáis. Vuestro silencio no aliviará mi desengaño.
Aadil asintió y prosiguió su relato:
– Aún no hace dos años, cierto funcionario de pequeña categoría que trabajaba para su majestad imperial, el emperador Muhammad Shah Nasir ad Din, cuyo reinado y los de sus hijos quiera Dios que dure eternamente, recibió una intrigante carta del señor Pepper, una carta que consideró merecedora de ser mostrada a sus superiores, y estos a los suyos, hasta que llegó así a los ojos de los altos consejeros del Gran Mogol. En ella, el señor Pepper anunciaba que había inventado una notable máquina, capaz de posibilitar a los europeos corrientes la producción de calicós similares a los indios a partir de algodones cosechados en las colonias de Norteamérica. Había inventado, en suma, una máquina que podría perjudicar a una de las principales industrias de mi país, procurándole un auténtico rival.
– Entonces, Forester no se equivocaba -dijo Elias.
– No se equivocaba en creer que podía hacerse, aunque erraba en muchas otras cosas. No hará falta decir que el Gran Mogol se interesó mucho por este proyecto, pero creyó que sería más prudente observar estas cosas desde lejos. Como sabéis, es muy cierto que la Compañía de las Indias Orientales es una empresa comercial privada, pero está muy próxima al gobierno británico, casi como si formara parte de él. Implicarnos demasiado directamente en este asunto pudiera acercarnos peligrosamente a la guerra, con un importante socio comercial, además. Por eso el Gran Mogol decidió enviar aquí agentes y, en cuanto al señor Pepper, dar la callada por respuesta.
– Por eso, al no tener noticias del Gran Mogol, Pepper decidió poner en práctica personalmente el proyecto -asintió Elias.
– Eso fue exactamente lo que sucedió, señor. Cuando se puso en contacto con nosotros, solo tenía los planos de su máquina. Esperaba que le pagáramos generosamente por enterrar el invento pero, cuando vio que no aceptábamos, se puso a construir un modelo operativo.
– Y para eso necesitaba capital -dije yo-. Por lo cual comenzó a desplegar sus encantos y contraer una serie de matrimonios, cada uno con una dote que le permitiría destinar el dinero a la construcción de su máquina.
– Eso fue parte de lo que hizo, sí -admitió Aadil-. Pepper era un hombre inteligente, pero sin formación escolar. Siempre se había abierto camino en la vida utilizando sus encantos y agradable apariencia, y uno no se desprende de esos hábitos con facilidad, así que se le ocurrió que, si quería obtener la ayuda de hombres metidos en el mundo de las finanzas, podría convencerlos recurriendo a las artes con que estaba familiarizado, es decir, valiéndose de su pasión por otros hombres.
– Fue así como dio conmigo -dijo Teaser rompiendo su silencio-.Yo había trabajado mucho tiempo en el Exchange Alley, promoviendo inversiones e invirtiendo yo mismo. Owl, a quien llamáis Pepper, me hizo creer que se había enamorado de mi y yo no podía negarle nada. Le di más de trescientas libras.
– ¿Y construyó con ellas su máquina? -preguntó Elias.
– Tal vez habría podido construirla si hubiese recurrido antes a nuestro amigo -dijo Aadil-, pero, como suele ocurrir con muchos proyectos descabellados, a Pepper comenzó a costarle demasiado esfuerzo mantenerlo. Tenía once personas a su cargo, y no se atrevía a abandonar a sus esposas para evitar que fueran a buscarlo, descubrieran su engaño y lo hicieran colgar por sus delitos. Por eso, en los últimos tiempos, todo el dinero que podía allegar se gastaba en mantener en pie su mentira. Era, sin embargo, demasiado inteligente y ambicioso para conformarse con este purgatorio financiero. El caso es que, a través de su trato con un inversor, descubrió que existían mejores medios de conseguir dinero que el matrimonio o las relaciones amorosas. Fue así como Pepper se puso a buscar nuevos inversores. Y de esta forma conoció a alguien con quien creo que vos tenéis trato.
– Cobb -dije yo, sintiendo que ahora sí comenzaban a aclararse las cosas. Pero, por desgracia para mí, no podía estar más equivocado: no había entendido nada.
– No me refiero al señor Cobb -dijo, dubitativo, Aadil-, aunque pronto llegaremos a él y su papel en todo este asunto. No…, el hombre que lo ayudó a financiar su plan fue un comerciante de vuestra propia raza y al que vos conocéis: el señor Moses Franco.
Se hizo un largo silencio en la habitación. Tal vez no duró mucho y fueran solo unos pocos segundos, pero a mí se me hicieron interminables. Teaser mostraba la expresión desconcertada del hombre que no está en el secreto, y Aadil parecía esperar mi reacción, pero Elias tenía la mirada baja, estudiando las toscas tablas del suelo. Sabía lo que sabía yo: que tenía en mi propio campo una terrible equivocación y que un hombre al que creía mi incondicional aliado pudiera ser algo muy diferente.
Pero… ¿lo era? Un centenar de pensamientos cruzaron a la vez por mi mente. Yo jamás le había hablado de Pepper al señor Franco, nunca había mencionado su nombre. Y él, por su parte, no me había ocultado que había tenido negocios que tenían que ver con la Compañía de las Indias Orientales. Es más: me había dicho que esos negocios habían sido poco amistosos y que la Compañía siempre había visto con malos ojos sus intervenciones. «¿Y por qué iba a ser de otro modo -me pregunté-, si sabían que el señor Franco había estado prestando apoyo a un invento que podría cerrar la mejor parte de su comercio?» Me preocupaba que el señor Franco no me hubiese hablado nunca de este proyecto, pero quizá no lo había considerado relevante en mi investigación. O, tal vez, lo que me parecía más probable, no deseara decir nada de él y proteger su secreto, por lo menos mientras pudiera mantenerlo sin que resultara en detrimento suyo o mío.
Estaba abismado en estos pensamientos cuando de pronto me vi sacudido por ruido de cristales rotos y una explosión de luz y calor. No de calor, sino de fuego: llamas.
¿Qué había sucedido? Me encontré reaccionando antes de saberlo, porque la habitación ardía. Yo estaba de pie y tiraba de Elias para alejarlo de las llamas mientras algún lejano rincón de mi conciencia me decía lo que había visto: un barril, prendido y cargado evidentemente con aceite mineral o algún otro líquido inflamable había sido arrojado contra nosotros a través de la ventana. Elias se dirigía ahora a la ventana abierta para escapar, pero yo lo retuve.
– No -le grité-. El que haya querido quemarnos estará seguramente ahí afuera, esperando que salgamos. Tenemos que salir con el resto de los cuentes y perdernos entre la multitud.
– De acuerdo -dijo Aadil, tirando a su vez del brazo de Teaser.
Abrí la puerta de nuestro reservado y empecé a escapar, pero controlé mi paso. Enseguida me di cuenta de que la nuestra no era la única habitación que había sido asaltada de aquel modo. Por un instante albergué incluso la complaciente idea de que el ataque no había sido contra nosotros, sino que habíamos sido solo las desafortunadas víctimas de las circunstancias, unos desgraciados circunstantes que no tenían nada que ver con el conflicto, pero sabía que esa esperanza mía era insensata. Teníamos contra nosotros poderosas fuerzas y no cabía negar que habían pretendido quemarnos vivos.
Elias, que jamás presumía de valiente y que incluso cultivaba su cobardía de la misma forma que otros hombres cultivan virtudes, había salido por la puerta antes que yo, pero en el instante en que crucé el umbral irrumpió en nuestra estancia otro barril, que fue a estrellarse contra la pared en la única parte que aún no estaba ardiendo. Las llamas se propagaron en un instante, aislando mi vista y acceso a Teaser y a Aadil.
Yo me detuve indeciso entre el peligro y mi deber. Elias no sufrió un conflicto así, pues ya se había ido, se había mezclado con la multitud y se encaminaba a la salida más próxima.
– ¡Señor Baghat! -grité-. ¿Os encontráis ileso?
– Hasta ahora -me respondió-. Si veis un camino despejado, salid por él. Yo no puedo seguiros por ahí. Mi compañero y yo tendremos que intentarlo por la ventana.
– Id con cuidado… -empecé.
– Lo mismo os digo -gritó-. Salid ahora y hablaremos después.
No cabía discutir un consejo tan oportuno. Me abrí paso, pues, entre la masa de cuerpos que luchaban ahora por salir de la taberna. Se escuchaban gritos, lamentos, el crepitar de la madera y el sonido de la loza al quebrarse. Un espeso humo llenaba las habitaciones ahora, cegando mis ojos e impidiéndome escoger el mejor camino: tuve que confiar en que la gente que estaba delante de mí tuviera el instinto animal de la seguridad, que nos guiaría a través de aquel infierno. Era terrible tener que fiarse así de aquellos extraños, pero no veía que tuviera más elección y por eso me moví hacia delante, agachando la cabeza para resguardarla del humo y encorvando los hombros para evitar las llamas.
Al final conseguiremos salir del edificio. Los alguaciles estaban ya en acción, así como los vecinos que habían acudido a combatir el fuego, y se pasaban cubo tras cubo de agua para lanzarla contra el edificio. Entre mi temor y mi alivio, observé que trataban de controlar la situación lo mejor que podían. No había ninguna esperanza de salvar la taberna -estaba ya prácticamente reducida a cenizas-, pero los edificios próximos aún podían salvarse del fuego. Tuvimos suerte con el tiempo, porque la lluvia había estado arreciando desde el momento en que entramos allí, y a nuestro alrededor, entre los gritos de terror y el crepitar de la madera, se oía el chisporroteo del agua al enfrentarse al avance de las llamas.
Me pregunté un instante si quienquiera que hubiese intentado matarnos con las llamas no habría discurrido un medio diferente de no ser por la lluvia. Incluso a un hombre capaz de asesinar sin remordimientos podría parecerle difícil quemar alegremente media ciudad. Pero el tiempo no había dado respiro, porque podía ver ya media docena de personas, por lo menos, con grandes quemaduras: yacían sobre la tierra, pidiendo socorro a gritos.
Fue intentando dárselo como encontré a Elias. Puede que no tuviera un corazón de león, pero ahora que el peligro había pasado, no vacilaba en prestar sus cuidados a quienes lo necesitaban. Estaba arrodillado junto a un muchacho, poco más que un niño, en realidad, que tenía graves quemaduras en los brazos.
– Tomad un poco de esa nieve -le gritó a una mujer que se hallaba allí cerca; «una de las camareras de la taberna», pensé-. Presionadla sobre su brazo y no dejéis que se la quite durante un cuarto de hora por lo menos.
Mientras él se alejaba de este herido para ver al siguiente y que necesitara más sus servicios -muy limitados, como mi amigo sería el primero en reconocer, porque las quemaduras provocaban heridas terribles- se quedó de repente abatido, señalando hacia el edificio.
Vi enseguida lo que él había visto, aunque no hubiera do verlo nunca: saliendo de las llamas tambaleándose, como un hombre que emerge de su propia tumba, avanzaba Aadil. Tenía las ropas y la piel abrasadas, y las calzas consumidas completamente por el fuego. Unas horribles manchas rojas cubrían sus piernas, y su rostro era una masa de hollín más oscura aun que su piel, Pero lo que más me impresionó fue ver la sangre. Tenía ensangrentados los brazos y las piernas, pero principalmente el pecho, del que salía la sangre a borbotones. Elias y yo corrimos hacia el y logramos agarrarlo en el momento en que se derrumbaba. Necesitamos juntar nuestras fuerzas para evitar que cayera al suelo. Una vez conseguimos tenderlo en él, Elias le desgarró la camisa
– Le han disparado -dijo-. Y desde muy cerca, a juzgar por las quemaduras de pólvora en sus ropas.
– ¿Qué puedes hacer?
No respondió nada y desvió la vista. Comprendí que no tenía nada que decir.
– Teaser está muerto -dijo Aadil con voz entrecortada.
– Ahorrad vuestras fuerzas -le aconsejó Elias.
Pero él dejó escapar una ronca y breve carcajada.
– ¿Para qué? Voy al paraíso y no tengo miedo a la muerte, así que no os molestéis en consolarme. -Hizo una pausa para poder expectorar una mucosidad sanguinolenta.
– Habéis hecho todo cuanto pudisteis -dije-. ¿Quién os disparó, señor Baghat? ¿Pudisteis verlo?
– Intenté salvarlo, pero no puede llegar hasta él a tiempo.
– ¿Quién os disparó, señor Baghat? -repetí-. Decidme quién os hizo esto, para que pueda vengaros.
El apartó la vista y cerró los ojos. Pensé que había muerto, pero, en realidad, aún quería decir otra cosa. La dijo:
– Socorro. Celia Glade.
Y, tras decir estas palabras, exhaló su último suspiro.