La Compañía Británica de las Indias Orientales dirigía sus negocios en Londres desde Craven House, una finca situada en la intersección de las calles de Leadenhall y Lyme. Allí no se encontraba solo la mansión de los directivos de la compañía, sino también la totalidad de los almacenes de la Casa de la India, que ocupaban una proporción cada vez mayor del espacio limitado por las dos calles antes citadas, así como la Gracechurch Street por el oeste y la Fenchurch Street por el sur. A medida que la Compañía de las Indias Orientales crecía en riqueza, aumentaba también el espacio requerido para guardar las especias, los tés, los objetos preciosos y, por supuesto, los tejidos de lino, las muselinas y los calicós que la Compañía importaba y por los que el consumidor británico demostraba un apetito insaciable. En la época en que escribo estas memorias, muchos años después de los hechos, hablar de la Compañía era como hablar de tés, igual que durante mi infancia era lo mismo que referirse a especias. Pero hoy, sin embargo, la Compañía es conocida en todo el mundo por los textiles indios.
En las horas diurnas de los meses cálidos, cada día, con excepción de los sábados, se formaba una continua procesión de ganapanes y carreteros, hormigas humanas abrumadas por su valiosa carga, que circulaban entre la Casa de la India y el muelle de Billingsgate, donde eran cargados y descargados los barcos. Pero incluso en los meses fríos, cuando el tráfico marítimo se reducía casi por completo, siempre había un reguero de gente que entraba y salía de allí, porque la adoración del ídolo más venerado, el beneficio, no diferencia estaciones.
Yo conocía relativamente poco los detalles de la Compañía de las Indias Orientales, pero sabía perfectamente una cosa: que Craven House estaba protegida por casi un ejército de hombres cuya misión era no solo proteger el precioso contenido de los almacenes, sino también el interior de la propia Craven House. A diferencia de las demás compañías comerciales -la de África, la de Oriente y, por supuesto, la Compañía de los Mares del Sur, ahora famosas en toda la nación y en el mundo entero-, la Compañía de las Indias Orientales no tenía ya el monopolio de su comercio. Estaba plenamente consolidada y llevaba así cien años o más, frente a unos pocos rivales que eran, además, débiles, pero sus dirigentes tenían importantes razones para mantener sus secretos. Tiene que ser un loco, un hombre muy loco, quien se atreva a desafiar a una de esas compañías. Por rápido y diestro que sea en todas las formas de escalo, cuando un simple hombre se mide con un poder que puede gastar millones de libras con la misma facilidad que yo gasto peniques, puede tener la seguridad de que saldrá derrotado.
Por esta razón había declinado yo la oferta del señor Westerly cuando vino a verme dos semanas antes y me ofreció cuarenta libras (la remuneración había disminuido al haber aumentado los gastos) por realizar una acción que a mí me parecía una locura inimaginable: entrar en Craven House, abrirme paso hasta una de las oficinas del director, y robar de ella unos documentos de vital importancia para la próxima asamblea de propietarios, que era el principal órgano de gobierno de la organización. Como le expliqué al señor Westerly, el riesgo de ser capturado era excesivamente grande, y las consecuencias, demasiado crueles.
Recordaba un famoso incidente ocurrido algunos años antes: un granuja llamado Thomas Abraham se las había arreglado para robar unas dieciséis mil libras de Craven House. Lo había hecho ocultándose en el interior, tras haber adquirido unas mercancías y aguardado a que el lugar se vaciara durante la noche. Por desgracia para él, se había animado previamente con la bebida para fortalecer su arrojo y, por lo mismo, se vio obligado a abandonar la seguridad que le ofrecía su escondite para ir a hacer aguas menores, y durante su lamentable pero necesaria excursión fue capturado. El señor Abraham fue condenado a muerte por aquel delito pero, en un raro momento de generosidad, la Compañía conmutó su sentencia por la de servir a perpetuidad en uno de sus reductos en la India. Yo no pensaba que una vida de esclavitud en algún cuchitril de los trópicos, a merced del calor, la enfermedad, el hambre y la guerra fuera una suerte piadosa, y por eso deseaba vivamente evitar un destino similar.
Por otra parte, descubrí que el señor Cobb se mostraba comprensivo con las dificultades que yo tendría que afrontar y, deseoso como estaba de que tuviera éxito en mi misión, se comprometió a aportar el dinero que hiciera falta para facilitar mi camino allí dentro, a condición de que yo le justificara la utilidad de cada gasto. Fue pues, con la promesa del señor Cobb de que aportaría esos fondos, como salí yo de su casa para un viaje cuyo final más previsible solo podía ser un desastre.
Tras concluir mi entrevista con Cobb, salí al exterior donde, para empezar, tuve que pasar por encima del cuerpo de Edgar, el criado. El hombre estaba aún con vida -pude notar los movimientos de respiración en su pecho-, pero los pilluelos se habían ensañado con él. Para empezar, lo habían dejado completamente desnudo, despojándolo de todas sus ropas, un tratamiento muy poco considerado en un tiempo en que el aire era tan frío y la tierra estaba helada. Pero además, tenía cortes y magulladuras en torno a sus ojos que yo no le había causado, por lo que comprendí que los chicos se habrían mostrado severos con él y que tal vez le hubieran dado una buena paliza. Tendría que ir con mucho cuidado de no ofrecerle a Edgar ningún punto débil, porque sin duda estaría deseando vengarse con creces de mí si advertía alguna flaqueza.
Tomé un carruaje para ir a Spitalfields, a una taberna llamada La Corona y la Lanzadera, porque era el lugar frecuentado por un hombre con el que necesitaba imperiosamente hablar. Era temprano aún, lo sabía, pero no tenía ningún otro asunto que pudiera interferir en mis planes, así que pedí una cerveza y me senté a reflexionar sobre los problemas que tenía delante. Sentía un rencor tal que se me llevaban todos los demonios; la idea de que me habían utilizado me llenaba de tanto furor que, aun cuando volviera mis pensamientos a otros temas, nunca me abandonaba del todo. Tenía que reconocer, sin embargo, que también me sentía intrigado. El señor Cobb me había planteado un problema, un problema muy turbador, y ahora me tocaba a mí resolverlo. Aunque le había dicho al señor Westerly que se trataba de una tarea imposible, ahora me daba cuenta de que había exagerado la dificultad. No, no era imposible: solo meramente improbable. Pero sí la planeaba adecuadamente, tal vez pudiera hacer lo que se esperaba de mí, e incluso hacerlo con facilidad.
Fueron estas las cosas que estuve pensando a lo largo de dos o tres horas y cinco o seis jarras de cerveza. Reconozco que no tenía la cabeza muy clara cuando se abrió de golpe la puerta de la taberna para dar paso a un grupo de seis fornidos jóvenes, apiñados todos en torno a un hombre. El personaje en cuestión, pude verlo ahora, era Devout Hale en persona, el hombre al que había ido a buscar. No hacía ningún intento de esconder su deplorable estado, sino que se mostraba cabizbajo y con los hombros caídos mientras sus camaradas, ataviados todos ellos con prendas bastas y desteñidas, lo rodeaban para ofrecerle apoyo.
– Lo conseguirás la próxima vez -anunció uno de los recién llegados.
– El rey casi te vio. Se había vuelto ya hacia ti, pero aquella furcia empapada, con su crío a cuestas, se te adelantó.
– Ha sido una malísima suerte, pero ya te tocará a ti -aseveró un tercero.
De entre el montón de amigos que trataban de animarlo emergió el triste protagonista, un hombre rudo, de cincuenta y tantos años, de rebeldes cabellos pelirrojos y rostro claro, descuidada barba y lamentables imperfecciones, aquellos asociados con el color, y estas debidas a una cruel dolencia. Tenía, con todo, unos ojos verdes centelleantes y aunque su cara mostraba lunares, lesiones y un centenar de cicatrices de las batallas que había librado, seguía teniendo el aspecto de un hombre robusto, no menos derrotado en su tristeza que Aquiles en sus amargas reflexiones.
– Sois muy buenos amigos, muchachos -dijo a sus compañeros-. Buenos amigos y buenos compañeros todos. Con vuestra ayuda, saldré victorioso.
Se adelantó, apoyándose en la superficie de la mesa para mantenerse derecho. Yo no podía dejar de ver que su condición había empeorado desde la última vez que lo había visto; inevitablemente, su estado me trajo a la memoria el recuerdo de mi tío y me sentí abrumado por una nueva oleada de tristeza porque me pareció que todos mis conocidos, todo cuanto conocía, estaba tocado por la muerte.
A pesar de sus amplios hombros y tórax, el hombre había enflaquecido mucho con su enfermedad. La hinchazón de su cuello, que él trataba de ocultar con una corbata de color pardusco que antaño fue blanca, era más pronunciada ahora, y las ulceraciones que marcaban su rostro y sus manos sugerían los estragos que debía de haber hecho la enfermedad debajo de sus ropas.
Haciendo un gran esfuerzo se aproximó a una mesa, donde sin duda se proponía ahogar sus penas con la bebida, pero mientras se movía exploró la estancia con la mirada cautelosa de un depredador que teme encontrar algo peor que él mismo. Fue entonces cuando me vio.
Me animó ver que su rostro se iluminaba un poco.
– ¡Weaver, Weaver…! ¡Bienvenido, amigo! Aunque me temo que habéis llegado en un mal momento. Un momento horrible. Pero venid y sentaos aquí, a pesar de todo. Llena nuestras jarras, Danny… ¿me haces el favor? ¡Buen chico!… Sentaos aquí conmigo, Weaver…, y no me entristezcáis más, os lo ruego.
Hice lo que me pedía y, aunque no necesitaba más cerveza, no le indiqué a su compañero que yo ya estaba servido. Lo cierto es que, apenas me había acomodado en su mesa, cuando aparecieron sendas jarras frente a nosotros. Yo bebí unos sorbos de la mía, pero Devout Hale vació la mitad de la suya de un sediento trago.
– No pretendo escapar de vos -empezó-. Me sería difícil hacerlo. Pero estos tiempos son malos, amigo mío, muy malos… Después de alimentar a mi familia, satisfacer la codicia de mi casero, comprar velas y calentar la habitación, apenas tengo una miseria para ahorrar. Pero, en cuanto la tenga, ¡os juro por las tetas del diablo que os pagaré lo que os debo!
No iré tan lejos como para decir que había olvidado que Devout Hale me debía dinero, pero la pequeña deuda que tenía conmigo no ocupaba ningún lugar significativo en mi espíritu. He trabajado para muchos hombres sin recursos y siempre he permitido que me pagaran cuando pudieran. La mayoría de ellos acaban haciéndolo…, no sabría decir si por gratitud o por temor a las consecuencias…, aunque en el caso del señor Hale pienso que obedecía más a lo primero que a lo segundo. Él y sus seguidores difícilmente podrían temer a un solo hombre…, no después de haber sometido y vencido a enemigos tan importantes como aquellos a los que habían conseguido imponerse.
Sin embargo, yo le había hecho un buen trabajo, y era en esto en lo que yo confiaba ahora. Que me debiera aún cuatro chelines por mis servicios solo significaba que podría sentirse más inclinado a escuchar mi propuesta. Tres meses antes, uno de sus hombres había desaparecido, y Hale vino a verme para que yo localizara su paradero. Aquel hombre era una persona muy próxima a él, hijo de un primo suyo, y la familia estaba sumamente preocupada. Resultó, en definitiva, que no existía ninguna razón para la alarma: el muchacho se había escapado con una joven sirvienta de dudosa reputación, y los dos vivían en Covent Garden, consumando gozosamente su unión y ganándose el sustento mediante el antiguo arte de aligerar las bolsas de la gente. Aunque al señor Hale lo había decepcionado e irritado la actitud de su pariente, había recibido con alivio la noticia de que el muchacho estaba vivo.
– No recuerdo que haya sido nunca tan difícil alimentar a la propia familia -decía Hale ahora-. Con la competencia de los tejidos baratos importados del extranjero, donde no pagan nada a los trabajadores, los muchachos de aquí tienen que establecerse fuera de los límites de la metrópoli para no verse sometidos a las normas de la Compañía para Londres. Estos hombres aceptarán la mitad de los salarios que necesitamos para no morirse de hambre y, si su trabajo no es bueno, no importará nada: son muchos los que están dispuestos a hacerlo. La Compañía lo comprará barato y lo venderá carísimo. Hay diez mil como nosotros en Londres, diez mil dedicados a este oficio; si las cosas no cambian pronto, si no conseguimos hacer que mejoren, estamos condenados a convertirnos en diez mil mendigos. Mi padre y mi abuelo, y el padre de mi abuelo, trabajaron en este oficio; pero ahora a nadie le preocupa si hay otra generación capaz de tejer sus ropas mientras puedan obtenerlas baratas.
Comprendí que mi tarea debía empezar por tranquilizarlo.
– No he venido a pediros que me paguéis. En realidad, he venido a ofreceros dinero.
Hale me observó desde su jarra de cerveza:
– Eso sí que no lo esperaba.
– Estaría encantado de daros cinco libras a cambio de un favor.
– Me entran tembleques de pensar qué va a pedirme vuestra merced que valga semejante fortuna -replicó mirándome con escepticismo.
– Quiero que montéis una protesta contra la Compañía de las Indias Orientales.
Devout Hale prorrumpió en una ruidosa carcajada. Batió palmas.
– Weaver…, la próxima vez que se apodere de mí la melancolía, os llamaré enseguida, porque me habéis devuelto el buen humor. Es maravilloso que venga un hombre a ofrecerte cinco libras por hacer algo que estarías deseando hacer gratis.
Devout Hale había trabajado toda su vida como tejedor de seda, y ahora era un maestro en su oficio. No obstante su laborio sidad y su inclinación a arrojar piedras a sus enemigos, se había convertido en un líder de aquellos trabajadores, una condición que se caracterizaba tanto por su carácter no oficial como por el hecho de ser inamovible. Durante buen parte de un siglo, él y sus camaradas habían mantenido una guerra contra la Compañía de las Indias Orientales porque los productos que la Compañía importaba a la Gran Bretaña -las preciosas telas indias- incidían profundamente sobre los fustanes y sedas que a aquellos trabajadores les costaba tanto producir. Su principal forma de protesta -la algarada- les había funcionado bien en el pasado, y en más de una ocasión el Parlamento se había visto obligado a capitular ante las exigencias de los tejedores de seda. Ni que decir tiene que sería una locura sugerir que aquellos trabajadores podían conseguir su objetivo simplemente mediante algún episodio de protesta, pero en todo el reino, y en Londres en particular, había también muchos poderosos que temían que las importaciones de la Compañía de las Indias Orientales perjudicaran de forma permanente el comercio tradicional de los paños británicos para enriquecer a una sola compañía a expensas de una industria nacional. De ahí que la violencia de los trabajadores que tejían la seda y las maquinaciones en el Parlamento de quienes tenían intereses en el comercio de la lana opusieran, cuando se combinaban, un contrapeso razonable a los codiciosos y grandes proyectos de Craven House.
La sonrisa de Hale comenzó a desvanecerse mientras sacudía ligeramente la cabeza:
– Es verdad que en el pasado hemos tenido cierta inclinación a la algarada, pero ahora no existe ningún motivo. El Parlamento nos arroja algunas migajas y con eso nos tiene contentos. La Compañía no nos ha dado últimamente ninguna razón para que vayamos a aporrear sus puertas. Y, puesto que hemos ganado la última batalla de nuestra pequeña guerra, sería incomprensible que lanzáramos una nueva campaña.
– Creo haber mencionado cierto incentivo para no reparar en si se trata o no de algo incomprensible -dije-. Cinco libras .
Y, aunque casi no es necesario mencionarlo, la cancelación de vuestra deuda conmigo.
– Oh…, sí que vale la pena mencionarlo. Por supuesto que sí. No os equivoquéis. Lo que pasa es que no sé si es el ofrecimiento que me convendría aceptar.
– ¿Puedo preguntar el motivo?
– ¿Sabéis dónde he estado esta noche, con mis camaradas, que han tenido la amabilidad de acompañarme? Hemos ido al teatro de Drury Lane, ya que, por algunos contactos que he trabado durante años, y cuyos nombres no debo revelaros, sabía que acudiría hoy por sorpresa el propio rey. ¿Y sabéis por qué deseaba yo tener la oportunidad de coincidir con su majestad germánica?
Yo pensé al principio que debía de ser por algún motivo político, pero enseguida rechacé esta idea. La respuesta era mucho más obvia. Las lesiones cutáneas de Devout Hale y la hinchazón de su cuello se debían a la escrófula, una enfermedad que los pobres llamaban el «mal del rey». Comprendí enseguida que sin duda creía en las leyendas que corrían acerca de ella y que afirmaban que solo las manos del rey podían sanar su aflicción. [4]
– Por supuesto vos no creeréis en esas bobadas… -dije.
– ¡Pues claro que creo! Se sabe desde hace siglos que las manos del rey sanan el mal del rey. Conozco muchas personas que dicen que sus parientes conocen a personas sanadas por las manos del rey. Yo lo que quiero es salir a su paso para poder ser curado.
– La verdad, Devout…, me sorprende oíros decir eso. Jamás os he tenido por un hombre supersticioso.
– No se trata de una superstición, sino de hechos.
– Pero pensadlo bien, hombre… Antes de que muriera la reina Ana, nuestro rey Jorge era simplemente Jorge, príncipe elector de Hannover… ¿Podía sanar la escrófula entonces?
– Lo dudo mucho.
– ¿Y qué me decís del Pretendiente? [5] ¿Puede curar la escrófula?
– No veo por qué. Desea ser rey, pero no lo es.
– Pero el Parlamento pudiera designarlo rey. Sí lo hiciera, ¿podría curaros?
– Si fuera rey, podría sanarme.
– Entonces… ¿por qué no eleváis al Parlamento una petición para que os cure?
– No tengo ganas de seguiros en vuestros argumentos sofísticos, Weaver. Podéis pensar lo que os plazca, que mi fe en lo que yo creo no os hará ningún daño, así que no tenéis por qué mostraros desagradable. Vos no sufrís esta enfermedad. Yo sí. Y os aseguro que un hombre aquejado del mal del rey hará cualquier cosa…, cualquier cosa, insisto…, para verse libre de él.
Agaché la cabeza.
– Tenéis toda la razón -dije, sintiéndome un necio por haber intentado truncar las esperanzas de un hombre afligido.
– Las manos del rey pueden sanarme, y eso es todo lo que cabe decir al respecto. Un hombre tiene que salir al paso del rey y conseguir que él lo toque, pero eso no es siempre tan fácil como a uno le gustaría que fuera, ¿estamos? Por cierto… -dijo ahora en un tono que sugería un giro en la conversación-, he oído decir que, cuando vos os dedicabais al boxeo y triunfabais en los cuadriláteros, el propio rey era un admirador vuestro…
– Yo también he oído esa halagadora anécdota, pero no tengo ninguna prueba de ello.
– ¿La habéis buscado?
– No puedo decir que lo haya hecho.
– Pues os aconsejo que lo hagáis.
– ¿Por qué tendría que interesarme si es o no verdad?
– ¡Por las manos del rey, Weaver! Ese es mi precio. Vos deseáis que mis hombres alboroten ante Craven House… a cambio tendréis que jurarme que haréis todo cuanto esté a vuestro alcance para conseguir que el rey me toque con sus manos. -Bebió otro buen trago de cerveza-. Eso y las cinco libras y cuatro chelines que antes mencionasteis.
Estuvimos los dos enzarzados en esta misma conversación mucho rato.
– Estáis muy confundido -le decía yo-, si creéis que tengo alguna relación de la clase que necesitáis vos. Por lo visto habéis olvidado los problemas que tuve en las pasadas elecciones. No ando falto precisamente de enemigos políticos.
– En este país solo tenemos dos partidos políticos. Lo que significa que cualquier hombre que se crea enemigos, tiene que granjearse amigos por la misma razón. Yo os diría que eso es una ley de la naturaleza, o algo muy semejante.
No podría decir cómo se hubiera resuelto nuestra conversación de no ser porque fue interrumpida por un súbito estallido de ruidos: voces airadas, sillas derribadas al suelo, el tintineo hueco de los objetos de peltre al chocar unos con otros. Hale y yo nos dimos la vuelta y vimos a dos sujetos plantados frente a frente, con los rostros encendidos de ira. Reconocí enseguida a uno de ellos: el hombre bajo y rechoncho de cejas cómicamente pobladas que había entrado junto con Devout formando parte del grupo de los tejedores de seda. El otro individuo, igualmente fornido, me resultó completamente extraño. Me bastó una mirada a Devout para comprender que también para él era un desconocido.
Aunque corpulento y desgarbado, Devout Hale se había apresurado a ponerse en pie y avanzó hacia ellos lo más rápidamente que se lo permitió su cuerpo enfermo y torpe.
– ¡Deteneos! ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Ocurre algo malo, Feathers?
Feathers, el más bajo de los dos, se dirigió a Hale sin apartar los ojos de su adversario.
– ¿Qué ocurre? Pues que este sinvergüenza nos ha insultado a todos cuantos venimos de familias originarias de Francia -explicó-. Ha dicho que somos una mierda de papistas.
– Jamás he dicho nada así -protestó el más alto-. Me parece que este hombre está borracho.
– Seguro que se trata de un malentendido -dijo Devout Hale-. Y aquí no puede haber enemistades entre nosotros, así que os invito a los dos a una jarra y a que nos hagamos amigos.
El que Hale había llamado Feathers respiró profundamente como armándose de valor para hacer las paces. Hubiera sido más prudente, con todo, que se dispusiera para algo peor pues su adversario le lanzó inesperadamente un puñetazo a la boca. Salió un reguero de sangre del herido antes de que se desplomara en el suelo, y yo di por seguro que el autor de aquella violencia iba a recibir una paliza por parte de los compañeros de Feathers, pero en el mismo instante se escuchó el sonido del silbato de un alguacil y al volvernos vimos a dos hombres uniformados con la librea de su cargo, que se hallaban presenciando la reyerta. Apenas habíamos tenido tiempo de preguntarnos de dónde habían salido, cuando ya estaban levantando al caído Feathers.
– Este tipo estaba buscando pelea -observó uno de los alguaciles.
– Sin duda, sin duda -asintió el segundo alguacil.
– ¡Aguardad! -exclamó Hale-. ¿Qué hay del otro?
Del otro no había ni rastro.
Le costó mucho esfuerzo al señor Hale persuadir a sus camaradas tejedores de seda de que se quedaran en la taberna mientras él acompañaba a la víctima de la injusticia a la oficina del magistrado. Su propuesta generó mucha controversia, lo cual me dio a entender que mi amigo no estaba en buenas relaciones con el desgraciado señor Feathers, pero, aun así, consiguió convencer a los otros de que sería el mejor representante posible para su camarada herido y de que la presencia de un grupo numeroso ante el magistrado podría ser interpretada como un intento de intimidación. Propuso, sin embargo, que lo acompañara yo en su misión pues, según sus palabras, yo entendía algo de los procedimientos legales.
Yo no sabía prácticamente nada de leyes, y ciertamente no me había hecho ninguna gracia lo que había podido ver del suceso hasta entonces. Aquellos alguaciles habían aparecido con demasiada rapidez, y el agresor se había apresurado también demasiado en desaparecer. Había alguna trampa en marcha.
El despacho de Richard Umbread, magistrado de Spitalfields, era por la noche un lugar tranquilo, silencioso y mal iluminado, en el que estaba él solo con unos pocos alguaciles y un escribiente. Había fuego en la chimenea, pero era pequeño; eso, y la escasez de velas, daba a la estancia cierto aire de mazmorra. El señor Feathers, que trataba de taponarse su sangrante nariz con un pañuelo ya totalmente rojo, miraba con expresión de aturdimiento.
– Veamos… -le dijo el juez a Feathers-. Mis alguaciles me dicen que vos, en vuestra borrachera, instigasteis un ataque contra vuestro compañero. ¿Es eso cierto?
– No, señoría, no lo es. Insultó a mis padres, señoría, y cuando yo protesté, me golpeó sin ningún motivo.
– Hum… Pero resulta que él no está presente, y vos sí, por lo que parece muy fácil echarle las culpas a él.
– Hay testigos del hecho, señoría -se adelantó a decir Devout Hale, pero el juez no le prestó atención.
– Y me han hecho saber -prosiguió el juez- que vos no tenéis ningún empleo remunerado. ¿Es correcto eso?
– Tampoco es verdad, señoría -lo corrigió Feathers-, Soy tejedor de seda, señoría, y trabajo con una empresa de tejedores de seda muy cerquita de Spinner's Yard. Ese hombre que está ahí de pie es el señor Devout Hale: trabaja conmigo, señoría. Me conoce desde que era aprendiz, aunque no hice mi aprendizaje con él.
– Es sumamente fácil para un hombre -dijo el juez- con seguir camaradas que afirmen tal o cual cosa en su favor, pero eso no cambia el hecho de que vos seáis un hombre desocupado y, por lo mismo, inclinado a la violencia.
– No hay nada de eso -replicó Feathers. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sin poder dar crédito a lo que oía.
– Vos no me ofrecéis ninguna prueba en contra.
– Disculpad, señoría… -me aventuré a decir-, pero pienso que os ha ofrecido buenas pruebas de lo contrario. El señor Hale y yo presenciamos el conflicto, y declararemos bajo juramento que el señor Feathers fue la víctima, y no el causante. En lo que respecta a su empleo, el señor Hale testificará al respecto, y estoy seguro de que no será difícil encontrar una docena de hombres que declaren lo mismo que él.
– Jurar no significa nada cuando todo es falso -dijo el juez-. Me he pasado demasiados años impartiendo justicia para no haber aprendido a calar al que tengo delante de mí. Señor Giles Feathers: la experiencia me dice que los hombres violentos e irresponsables necesitan un trabajo útil que les enseñe a mejorar su forma de ser. En consecuencia, os sentencio a trabajar en el taller de Christwell Street, donde aprenderéis el oficio de tejer la seda durante los tres meses que durará vuestro arresto. Confío en que esta habilidad os ayudará a encontrar empleo una vez quedéis libre, para que no volváis a comparecer ante mí con otros cargos semejantes.
– ¡Aprender a tejer! -exclamó Feathers-. ¡Pero si ya conozco el arte de tejer y soy un buen trabajador en mi oficio! Es así como me gano la vida.
– ¡Lleváoslo de aquí -ordenó el juez a sus alguaciles-, y despejad la sala de estos holgazanes!
De haberse hallado el señor Hale en la plenitud de sus fuerzas, yo hubiera esperado de él que reaccionara contra aquel ultraje de una forma que lo condujera también a prisión, pero no pudo resistir los empellones del alguacil y, como no se trataba de una batalla que me incumbiera, yo lo seguí a la calle.
– Había oído hablar de estas trampas -bufó Hale ya fuera- , pero jamás pensé que las vería poner en práctica contra mis propios hombres.
Yo asentí, porque ahora lo entendía todo muy bien:
– Una especie de reclutamiento forzoso de tejedores de seda…
– Sí. Ese taller de Christwell Street es un negocio privado y sus propietarios pagan al juez, que a su vez paga a los alguaciles para que arresten sin motivo a hombres diestros en el oficio. Después envían a esos trabajadores a los talleres para que «aprendan» un oficio, lo cual es el colmo de la desfachatez. Una práctica afín a la esclavitud. Consiguen gratis tres meses de trabajo de Feathers y, si este les crea problemas, lo castigarán con más tiempo.
– ¿No se puede hacer nada? -pregunté.
– Creo que sí. Tengo que irme ahora, Weaver. He de contratar a personas que entiendan de leyes y que tomen declaraciones juradas. Esta gente cuenta con que nosotros seamos necios e ignorantes de nuestros derechos, y en la mayoría de los casos es así con las personas que detienen. Pero se lo haremos pagar, no lo dudéis. Y lo pensarán dos veces antes de volver a meterse con alguno de mis compañeros.
Me alegra oír eso. Y ahora, aunque me hago cargo de que tenéis otras preocupaciones, perdonadme que insista en…
– En lo de vuestra algarada, ¿no? Bueno…, no tenéis que preocuparos por eso. Ahora me invade ya la ira, y una buena protesta hará que me sienta mejor y descansado. Vos, señor, conseguidme esa oportunidad de acercarme al rey. Prometedme que haréis todo cuanto esté en vuestra mano, y eso me bastará.