2

Con las primeras luces del día salté de la cama, ni descansado ni animado, porque no había podido dormir a fuerza de dar vueltas en la cabeza a los sucesos de la noche anterior. Hice todos los esfuerzos posibles para comprender lo que había ocurrido, así como prever la desagradable entrevista que debería tener con el señor Cobb para darle cuenta de que, en lugar de realizar su venganza, le había costado la pasmosa pérdida de mil libras. Más aún: que Bailor se había olido la trampa, y que la pretendida víctima le había causado al señor Cobb una humillación más. Yo ya había considerado por lo menos una docena de posibilidades para explicar cómo se había producido aquel desenlace, pero, salvo una, ninguna de ellas tenía sentido. Con todo, para explicar cómo había llegado a semejante conclusión, debo retroceder un paso e informar a mis lectores de cómo me había visto implicado en aquel asunto.

Había sido contratado por el señor Cobb apenas dos días antes de mi desafortunado encuentro en el café Kingsley. Recibí su aviso de que fuera a verlo una fría pero luminosa tarde; y, puesto que no había nada que me impidiera acceder, fui a visitarlo enseguida a su casa de Swallow Street, no lejos de la plaza de St. James; una casa espléndida, por cierto, en una de las zonas más nuevas de la metrópoli. Las calles eran amplias allí, y muy limpias en comparación con las del resto de Londres; a aquellas horas, por lo menos, se encontraban relativamente libres de mendigos y rateros, al menos por el momento, pues estaba a punto de observar un cambio en tan dichoso estado.

Aunque se trataba de un día despejado y brillaba sobre mí un grato sol invernal, estábamos en los meses fríos de Londres y las calles se encontraban resbaladizas por el hielo y la nieve pisada, que había trocado su blancura por toda clase de matices de gris, marrón y negro. Toda la ciudad estaba envuelta en una pesada niebla de humo de carbón. No podía aguantar esa atmósfera más de cinco minutos sin que mis pulmones se sintieran cargados y tampoco sin notar la capa de mugre que cubría mi piel. En cuanto llegaba el buen tiempo, siempre me aventuraba a salir de la metrópoli un par de días para reparar mis pulmones con los aires limpios del campo.

Cuando me aproximaba a la casa vi en la calle a un criado, apenas a media manzana de donde estaba yo, que caminaba llevando un gran envoltorio bajo el brazo. Llevaba una librea de color rojo, oro y verde claro, y se movía con un porte altivo que manifestaba particular orgullo por su posición.

Me dije que no hay nada que concite tan rápidamente el resentimiento de los pobres como un sirviente altanero. Y, como si el mundo mismo respondiera a mis pensamientos, vi enseguida que aquel hombre era sitiado por una docena de desharrapados pilluelos, que parecían materializarse de entre las grietas de los mismos edificios. Estos infelices, haciendo gala de un júbilo grotesco, se pusieron a danzar alrededor del criado y a burlarse de él como verdaderos demonios. No tenían nada más original que decirle que repetir: «¡Ahí viene el presumido!», o «¡Miradlo…! Se cree un caballero, ¡vaya que sí!». En cualquier caso, incluso desde mi ventajoso punto de vista a cierta distancia de la escena, me pareció ver que el criado se ponía tenso por lo que yo interpreté como temor, aunque enseguida me daría cuenta de mi equivocación. Los pilluelos siguieron hostigándolo apenas medio minuto más cuando, de pronto, el hombre saltó como una víbora y, con la mano libre, agarró a uno de los chicos por el cuello de un andrajoso abrigo.

Era un sirviente bien elegido, de eso no podía haber duda, porque llevaba la librea flamante y la lucía casi con un estilo marcial. Pero, a pesar de eso, era también un hombre de extraña apariencia, con ojos separados, una nariz desproporcionadamente pequeña y situada sobre unos labios salientes que le daban el aspecto de un pato confuso o, en aquel instante, de un pato enfurecido y confuso.

El chiquillo al que había agarrado no tendría más de ocho años, y llevaba las ropas tan hechas jirones que pensé que la única razón de que estos se mantuvieran juntos tenía que ser que los pegara la tierra y la suciedad que había acumuladas en ellos. Tenía roto el abrigo, por lo que pude ver que no llevaba camisa debajo y que los pantalones descubrían su culo de una forma que podría ser cómica en la escena o repulsiva si se tratara de un mendigo adulto. En un chiquillo, aquel roto solo despertaba sentimientos de profunda melancolía. Sus botas eran de lo más patético, pues cubrían solamente la parte superior de los pies y, mientras el monstruoso criado mantenía en alto al rapaz, pude ver que sus únicas suelas eran las mugrientas, callosas y ensangrentadas plantas de sus pies.

Los demás pilluelos, de aspecto igualmente andrajoso y mugriento, seguían gritando y bailando a su alrededor, dirigiéndole insultos y ahora arrojándole piedras que el criado eludía como un gran monstruo marino cuya gruesa piel repeliera los arpones lanzados contra él. Mientras tanto, al pequeño que tenía agarrado se le estaba poniendo la cara de color morado intenso y pataleaba hacia un lado y a otro, como un ahorcado en Newgate.

El criado pudo haberlo matado. ¿Y por qué no? ¿Quién acusaría a un hombre por haber dado muerte a un ladronzuelo huérfano, una especie de plaga que difícilmente merecería más preocupación que una rata? Aunque, como reconocerá mi lector en las páginas de este libro, soy capaz de adoptar, cuando las circunstancias la reclaman, la más acomodaticia de las morales, estrangular niños es algo firmemente incluido en la categoría de las cosas que no toleraré nunca.

– ¡Bajad a ese niño! -grité. Ni los pilluelos ni el criado me habían visto, y ahora se volvieron todos a mirar cómo me acercaba a la escena. Yo me mantenía muy erguido y avanzaba con determinación, porque he aprendido hace mucho que el aire de autoridad tiene más peso que cualquier derecho por cargo-. Bajad inmediatamente a ese niño, señor -repetí.

El criado se limitó a mirarme desdeñoso, con su cara de pato enfurecido. Por la sencillez de mi atuendo, y al ver que mostraba mi pelo natural en lugar de peluca, tal vez deduciría que yo era un hombre de clase media y no un caballero cuyas órdenes tuviera que obedecer sin replicar. Sin embargo, oyó el tono de mi voz, y confié en que advertiría la nota imperiosa que había puesto en ella. En lugar de intimidarlo, con todo, dio la impresión de enfurecerlo y yo diría que hasta apretó con más fuerza el cuello del pequeño.

Observé que al niño no le quedaban muchos segundos de vida y que no podía demorar más mi acción. En consecuencia, desenvainé mi espada y la sostuve en dirección a él… apuntando precisamente a su cuello. La cosa iba en serio, y no se me ocurriría exhibirla así, como un necio, por una vana amenaza.

– No permitiré que ahoguéis al niño mientras determino si me tomáis en serio o no -dije-. Así que, si no lo habéis soltado en cinco segundos, os atravesaré de parte a parte. Os engañáis si pensáis que no he hecho nada tan impulsivo en el pasado, y espero hacer muchas cosas más de este tipo en el futuro.

Los ojos del criado se convirtieron ahora en dos rendijas bajo su ceño prominente. Debió de haber visto en mis ojos el brillo de la sinceridad porque aflojó al instante su macabra presa y el pequeño cayó al suelo desde más de medio metro de altura; de donde sus camaradas se apresuraron a levantarlo y llevárselo. Solo unos cuantos se molestaron en mirarme, y uno incluso me hizo una oficiosa reverencia mientras huían hacia un lugar próximo a donde estábamos…, lo bastante cerca para observarnos, pero no tanto como para no poder escapar si se les presentaba la necesidad de hacerlo.

El hombre seguía mirándome con una rabia asesina en sus ojos. Si no podía estrangular a un chiquillo, debió de calcular si podría arriesgarse conmigo.

Pero yo dejé claro que no estaba pensando en nada así, y envainé mi espada.

– He acabado con vos, amigo -le dije-. No quiero tratos con una criatura tan vil que disfruta mostrándose cruel con los niños.

Él se volvió entonces a los ya lejanos arrapiezos.

– Manteneos fuera de la casa -les gritó-. No sé cómo conseguís entrar en ella, pero manteneos alejados o prometo que os estrangularé a todos y cada uno de vosotros. -Después condescendió a volver su mirada de pato mareado hacia mí-. Malgastáis vuestra simpatía con ellos. Son ladrones y sinvergüenzas, y vuestras irreflexivas acciones de hoy no conseguirán otra cosa que envalentonarlos en sus fechorías.

– Sí. Es mucho mejor matar a un chiquillo que envalentonarlo.

La cólera del criado se transformó en una especie de ira mal contenida, que debía de ser su versión de la neutralidad.

– ¿Quién sois vos? -me preguntó-. No os he visto antes en esta calle.

Yo preferí callar mi nombre, porque ignoraba si mi futuro patrón desearía que se conociera su asociación conmigo. Así que me limité a decirle a quién iba a ver:

– Tengo un asunto que tratar con el señor Jerome Cobb.

De nuevo advertí un cambio en su semblante.

– Venid conmigo, entonces -me dijo-. Trabajo para el señor Cobb.

El criado hizo entonces todos los esfuerzos posibles para trocar su rostro en otro más adecuado y ocultar así su resentimiento, por lo menos hasta que hubiera podido medir la consideración en que me tenía su amo. Me introdujo en una elegante casa urbana y me pidió que aguardara en un salón lleno de sillas y sofás de terciopelo rojo ribeteado de oro. De la pared colgaban varios retratos con gruesos marcos dorados y un gran espejo entre ellos para iluminarlos mejor con las luces que proyectaban los apliques de plata que había a los lados. Una enorme alfombra turca de intrincado dibujo cubría todo el suelo. De la casa y el vecindario había deducido ya que el señor Cobb era un hombre acomodado, y el interior me mostró que era también un hombre de buen gusto.

Los ricos tienen siempre costumbre de tener a sus humildes servidores, como yo, esperándolos durante horas y horas. Jamás he entendido por qué los hombres que sin duda poseen el poder en el reino hayan de demostrar continuamente que lo tienen, y no sé si lo que buscan es demostrármelo a mí o a ellos mismos. Pero Cobb no era de esa clase de hombres y, como pronto descubriría, se diferenciaba de ellos en muchos aspectos. Me tuvo esperando menos de un cuarto de hora antes de entrar en el salón, seguido de cerca por su ceñudo criado.

– ¡Ah, Benjamin Weaver! Un placer, señor… Encantado de conoceros. -Hizo una inclinación con la cabeza y me indicó con un gesto que volviera al asiento del que había saltado al entrar él.

Yo se la devolví y me senté.

– Edward… -le dijo a su criado-, sírvele al señor Weaver un vaso de ese delicioso clarete nuestro. -Después se volvió a mí-: Me aceptaréis un buen clarete, ¿verdad?

– Solo si es realmente delicioso -respondí.

Él me sonrió. El señor Cobb era sin duda un hombre amable y sonriente. Andaría por los cuarenta y tantos años, cerca de los cincuenta ya; era corpulento, como lo son los hombres de esa edad, y yo diría también que era apuesto, un rostro surcado de arrugas y brillantes ojos azules que centelleaban. Desprendía jovialidad, pero yo he aprendido hace mucho a desconfiar de los hombres joviales: en ocasiones son lo que aparentan, pero a veces hay hombres que fingen el buen humor como un disfraz para ocultar sus crueldades.

En cuanto Edward hubo dejado en mis manos el clarete -que era, en verdad un vino delicioso y venía servido en una adornadísima copa de cristal, grabada con lo que parecía ser la representación de un pez danzando-. Cobb se sentó enfrente de mí en una silla tapizada de rojo y oro, bebiendo su vino a sorbitos y entornando los ojos por el placer.

– He oído comentar muchas cosas elogiosas de vos, señor Weaver. Se dice que sois único para encontrar cosas perdidas. También se comenta que sabéis disfrazaros muy bien. Lo cual no es una habilidad pequeña para alguien sobre el que los periódicos han escrito tanto.

– Un caballero pudiera conocer mi nombre, pero no mi rostro -dije-. Solo los ojos más sagaces pueden reconocer una cara fuera de su contexto. Una peluca y una casaca bien elegidas bastan para eso. Conozco el asunto por experiencia.

– Ya me han hablado bien de vuestra experiencia en estas cosas. En consecuencia, tengo una tarea que querría pediros que hicierais por mí y que requerirá que os presentéis disfrazado. Es un trabajo de una noche solo, y para el que tendréis que hacer poco más que acudir a una casa de juegos, beber, alternar con prostitutas y jugar a las cartas con dinero ajeno, no con el vuestro. Os pagaré por ello cinco libras. ¿Qué me decís?

– Os diré que si todos los hombres pudieran ganarse cinco libras por actuar así, difícilmente habría en Londres un solo deudor.

Soltó una carcajada y procedió a hablarme de Bailor, un ventajista que había estafado a Cobb de la manera más vergonzosa durante una partida de cacho.

– Puedo hacerme a la idea de perder -me dijo-, e incluso puedo soportar que alguien se burle de mí por haber perdido. Sin embargo, cuando me enteré de que el tal Bailor es un gitano tramposo, no pude encajarlo. Tengo que vengarme de él.

Cobb me explicó entonces el plan que tenía en su cabeza: el tal Bailor estaría en Kingsley a la noche siguiente. Cobb ya había hecho un trato con el que repartía las cartas del cacho, así que lo único que se me pedía era que atrajese la atención sobre mí y provocara a Bailor a desafiarme a una partida. En cuanto me informó de las antipatías del hombre, resultó fácil convenir que yo acudiría vestido como un petimetre escocés. Cobb estaba radiante y tan contento que casi me abraza.

– La trampa saltará con tanta facilidad, que lo único que desearía es poder verla por mí mismo. Pero temo que mi presencia allí pudiera alertarlo, así que me mantendré a distancia.

Planteé entonces la cuestión del dinero, y Cobb respondió que me facilitaría las cosas en ese aspecto. Abrió su cartera, que tenía allí cerca a su disposición, y sacó de ella un impresionante fajo de billetes.

– Aquí hay mil doscientas libras -me dijo, aunque sin darme a entender que deseaba ponerlas en mis manos-. Deberéis perder un poco aquí y allá, para incitarlo, pero deseo que el golpe final se acerque tanto a las mil libras como os sea posible conseguir.

Seguía aferrando los billetes.

– ¿Estáis preocupado por la seguridad de vuestro dinero?

– Es muchísimo más de lo que voy a pagaros a vos.

– Estoy seguro de que ni en los informes más negativos acerca de mi reputación, habréis oído que alguien sugiriera que soy un ladrón o un estafador. Os doy mi palabra de que actuaré con vuestro dinero tal como me pedís.

– Sí, por supuesto -asintió Cobb, y tocó una campanilla que tenía en la mesa a su lado.

De nuevo entró el criado en la sala, esta vez acompañado de un hombre adusto que tendría aproximadamente mi edad, es decir, que aún no habría cumplido los treinta. O tenía la frente muy estrecha o se había encasquetado la peluca demasiado hacia abajo, aunque yo sospeché que sería lo primero, porque su fisonomía presentaba otros defectos: una nariz demasiado ancha y llena de bultos, pómulos hundidos y barbilla huidiza. Era, en suma, un hombre de aspecto desagradable, y entre él y el criado componían un par de rostros de lo más repelentes. Yo no sé gran cosa de fisonomía, pero algo en su fealdad me dijo que tenían sus caracteres impresos en el rostro.

– Señor Weaver…, os presento a mi sobrino, el señor Tobías Hammond, fiel servidor de su majestad en las Aduanas.

Hammond inclinó la cabeza en un saludo un tanto frío. Yo me puse en pie para devolvérselo.

– Trabaja como empleado en las Aduanas de su majestad -repitió Cobb.

– Comprendo -respondí.

– Solo quería destacar su relación con las Aduanas -dijo Cobb.

– Sí, tío -intervino Hammond-. Creo que el señor Weaver lo ha entendido ya.

Cobb se volvió a mí:

– Aunque, como decís vos, jamás he oído una sola palabra digna de crédito que ponga en duda vuestra honestidad, espero que no os importe que haya hecho venir a un par de testigos para que vean cómo os confío mil doscientas libras. Espero que volváis aquí a no más tardar el jueves por la mañana, con las ganancias que hayáis conseguido obtener. Y, puesto que estas ganancias habrán sido obtenidas a través de mis propias maquinaciones, confío en que no reclamaréis un porcentaje de ellas para vos.

– Por supuesto. Y, si vos lo preferís, vendré esa misma noche a devolveros el dinero. Me sentiré más cómodo teniéndolo en mi poder el más breve tiempo posible.

– Para evitar la tentación de robarlo, supongo… -asintió Cobb, profiriendo una carcajada.

– Es una gran suma, así que sentiré esa tentación, por supuesto; pero estoy acostumbrado a dominar mis tentaciones.

– ¿Estáis seguro de que es prudente lo que queréis hacer? -preguntó el sobrino, el señor Hammond de las Aduanas.

– Oh, eso es cosa mía -replicó Cobb.

Hammond sepultó su nada atractivo rostro bajo una máscara de descontento todavía más desagradable. Se volvió al criado:

– Esto es todo, Edmond -le dijo.

Edmond, pensé yo. Cobb se había dirigido antes a él llamándolo Edward. Una vez se hubo marchado el criado, el señor Hammond me observó con sus duros ojos castaños.

– Entiendo que el señor Weaver tiene una reputación admisi ble -dijo-, pero no puede ser una práctica sensata confiar a ningún hombre esta suma, que es más de lo que podría ganar honradamente en muchos años.

– Es una cantidad muy importante -asentí-, pero robarla significaría que tendría que esconderme, renunciar a mi buen nombre y abandonar todas las perspectivas de futuros ingresos. En cambio, si después de este trabajo se corriera la voz de que me había sido confiada esta suma y de que el depósito del señor Cobb estuvo a salvo, mis perspectivas de futuros ingresos no harían otra cosa que aumentar. Sería, pues, una errónea inversión para mí actuar como un ladrón. En todo caso, este es el plan del señor Cobb, no mío. No le pedí que confiara en mí, y tampoco insistiré en que lo haga.

– Si fuera mi dinero, yo le haría firmar un recibo -observó Hammond.

– Si fuera tu dinero, podrías hacer lo que quisieras, igual que yo lo haré con el mío -sentenció Cobb, sin la menor acritud en su voz. Ciertamente su tono revelaba un buen carácter, no acostumbrado a actuar por despecho-. ¿Qué significan los papeles cuando contamos con testigos? Todo es la misma cosa, y estoy convencido de que ningún papel puede ofrecernos la seguridad que nos brinda la reputación del señor Weaver.

– Como gustéis, señor -dijo Hammond, que hizo una reverencia y se retiró.

El señor Cobb dedicó la siguiente media hora a contarme lo que sabía de Bailor, su acuerdo con el que repartiría las cartas, y lo que debía decirle al primero cuando lo hubiera derrotado. Sus palabras me inspiraron la confianza de que podría ganar fácilmente mis cinco libras, pero también cierto desasosiego, porque ningún hombre puede llevar encima mil doscientas libras en billetes y sentirse tranquilo. Solo pensaba en hacer lo que se me había pedido, y regresar lo antes posible.

Al ir a salir de la casa, vi que el criado me esperaba junto a la puerta para verme partir. Tenía un aire suspicaz, como si quisiera asegurarse de que no robaba nada al salir. Me costaba entender que pudiera pensar semejante cosa, cuando su amo me había confiado una suma de dinero tan elevada.

Antes de alejarme, me volví hacia él.

– El señor Cobb os llamó Edward, pero oí después que el señor Hammond os llamaba Edmond… ¿Cuál es vuestro nombre, en realidad?

– Edgar -respondió, dándome con la puerta en las narices.


Dado cuanto sabía acerca del plan ideado por Cobb, llegué a la única conclusión verosímil: el hombre que repartía las cartas se lo había revelado al señor Bailor. Él era, tal como yo veía las cosas, la única persona que estaba en el secreto, aparte de Cobb, Hammond y yo mismo; y, puesto que era el que daba las cartas, ningún otro podía haber montado todo para conseguir un resultado como aquel. Pudo haber ofrecido algún acuerdo amistoso para repartirse el dinero con Bailor. Pensé, pues, en ir a buscar a aquel sinvergüenza y arrancarle una confesión antes de volver a la casa de Cobb, pero el sentido común me lo impidió. No cabía duda de que el hombre pudo amañar el resultado a favor de Bailor, pero yo no tenía pruebas de que lo hubiera hecho y necesitaba más información antes de proceder. Porque, aunque la complicidad del que repartía las cartas fuese la explicación más probable, no era la única posible. Yo ya me había dado cuenta de la animosidad que sentían hacia el señor Cobb tanto su criado como su sobrino, y no me sentía en condiciones de descartar que alguno de ellos hubiera tenido también algo que ver en el asunto.

Para dejar a salvo mi honor, concluí que no tenía otra elección que ir a ver al señor Cobb, contarle lo que había ocurrido, y ofrecerme no solo a recuperar su dinero, sino también a descubrir cómo había podido salir mal su plan. Había muchas cosas que yo ignoraba con respecto a aquel hombre y no podía apostar por su prudencia. Tal vez -me decía a mí mismo- hubiera cometido la locura de comentar con antelación su plan. Pudiera ser que hubiese llegado a oídos de Bailor a través de un amigo o por cual quier otro medio, y por eso me parecía insensato actuar sin contar con mayor información.

Llamé a la puerta y el criado salió a abrir de inmediato y me saludó con sus labios en forma de pico contraídos en una mueca despectiva.

– Ah…, Weaver el judío -dijo.

– Edgar, el lameculos estrangulador de niños, en quien nadie se fija lo suficiente para recordar cómo se llama -respondí, porque me sentía furioso y cansado y no tenía ganas de tontear con él.

Me condujo una vez más al salón, donde esta vez tuve que esperar… quizá tres cuartos de hora, de los que cada tic-tac del reloj de pie me sacudió como un golpe. Me sentía como el hombre que está esperando a que el cirujano le extraiga las piedras que tiene en el riñón: temeroso de la intervención, pero comprendiendo su inevitabilidad y deseando que la complete lo antes posible. Al final volvió Edgar y me invitó a pasar al recibidor. Allí estaba ya el señor Cobb, vestido con un sobrio traje marrón, que me sonreía impaciente con el entusiasmo de un chiquillo que está esperando un dulce. Sentado en una butaca en el otro lado de la estancia, con la bulbosa nariz oculta tras un periódico, acechaba el señor Hammond. Alzó los ojos hacia mí, pero enseguida volvió a su lectura sin decir palabra.

– Confío en que me traigáis noticias, señor -dijo Cobb, enlazando y soltando las manos.

– Así es -le dije cuando se sentó-, pero no son buenas noticias.

– ¿Que no son buenas noticias? -La sonrisa titubeó-. ¿Venís a devolverme el dinero?

Fue en ese instante cuando mi presencia atrajo el interés de Hammond. Dejó el periódico que estaba leyendo y me miró, con los ojos apenas visibles bajo su peluca como los de la cabeza de una tortuga que se resiste a salir del caparazón.

– Me temo que no -respondí-. Algo salió rematadamente mal, señor. Y, aunque no me gusta presentar excusas por lo que yo haya hecho, no está en mi mano cambiar el resultado. Es posible que hayáis sido traicionado por el que daba las cartas, porque las cartas que me dio no eran las que debían ser, y porque después de su error no dio muestras de contrariedad. He estado pensando mucho en los sucesos de la pasada noche, y creo…

– ¡Lo que predije yo! -comentó Hammond sin alterarse-. El judío se ha quedado con vuestro dinero.

– Se ha perdido por obra de la perfidia -repliqué, haciendo un enorme esfuerzo para evitar que mi voz sonara altanera o airada-, pero no por mi culpa, os lo aseguro.

– Me extrañaría mucho que vos dijerais otra cosa… -gruñó Hammond en tono de reprobación.

Cobb, sin embargo, mitigó su ardor con una mirada:

– Si vos hubieseis robado el dinero, no creo que hubierais venido a contárnoslo.

– ¡Bah! -dijo Hammond-. Viene aquí a reclamar el pago de sus cinco libras, además de las que ha robado. ¡Menudo sinvergüenza está hecho!

– ¡Bobadas! -rechazó Cobb, dirigiéndose a mí más que a su sobrino-. Sin embargo, por lo visto habéis perdido ese dinero; y aunque la culpa sea menos despreciable, difícilmente se os puede perdonar.

– Lo he perdido, sí. Y aunque no puedo culparme de ello a mí mismo, me considero engañado y, a la vez, implicado. Os garantizo que no descansaré hasta que descubramos quién…

– ¿Que vos me garantizáis? -repitió Cobb. Había en su tono una nota oscura y resbaladiza-. Os confié ese dinero, y me asegurasteis que no defraudaríais mi confianza. Me temo que vuestras garantías ya no pueden servirme como respuesta.

– Cualquiera hubiese previsto este resultado -observó Hammond-. Es más: creo que yo mismo lo hice.

– Yo no he traicionado vuestra confianza -le dije a Cobb, sintiendo crecer mi cólera. Yo había sido tan engañado como él, y no me gustaban las implicaciones que daba a entender el sobrino-. Debo señalar, además, que donde se ha manifestado el problema ha sido en vuestro plan. Pero no me importa, porque estoy decidido a…

Cobb me interrumpió una vez más:

– «¡Mi plan!», decís vos. Me estáis resultando un insolente, Weaver. No lo hubiera creído. Bien…, podéis ser todo lo insolente que queráis, pero una vez hayamos concluido con vuestros esfuerzos por descargar sobre mí las culpas de la pérdida, tendréis que reconocer que me debéis mil doscientas libras.

Hammond asintió.

– Así es. Y debéis devolverlas de inmediato.

– ¿Devolverlas? Primero debo averiguar quién os las robó. Y necesitaré vuestra ayuda. Si accedéis en dedicar unos momentos a responder a mis preguntas, creo que podremos descubrir al responsable.

– ¿A qué viene ese esfuerzo en escudarse detrás de otro? -preguntó Hammond-. Vos prometisteis que devolveríais el dinero esta mañana. Edmond y yo os oímos decirlo. No intentéis hacernos ver que no hay en eso alguna vil añagaza. Vos habéis robado o habéis perdido una gran suma de dinero… ¿y todavía pretendéis que nuestro tío responda a vuestras preguntas? ¡Menuda jeta tenéis, señor mío!

– Me temo que mi sobrino está en lo cierto, señor Weaver -respondió Cobb-. Causaría un gran daño a mis finanzas si condonara esta deuda. Lo lamento, pero debo pediros que me devolváis ese dinero ahora, esta mañana, tal como acordamos. Si no podéis hacerlo, no tendré más remedio que solicitar una orden de arresto.

– ¿Un arresto? -lo dije en voz más alta de la que hubiera preferido emplear, pero mis pasiones comenzaban a soltar las riendas que las refrenaban-. No podéis estar hablando en serio.

– Hablo con toda seriedad. ¿Podéis pagar esa deuda de vuestro propio dinero, o no?

– No puedo -dije, con la voz dura y resuelta de las últimas palabras de un salteador en el patíbulo-. Y, si pudiera, no lo haría. -Podía esperar que Cobb se sintiera molesto por la forma como se habían producido los acontecimientos, pero jamás imaginé que me trataría de aquella manera. Era otro hombre quien le había fallado. Pero me daba cuenta de que me tenía en una posición peliaguda, porque contaba con testigos que jurarían haberme oído prometer que le devolvería el dinero, y ahora me era imposible devolvérselo.

Puestas así las cosas, y con Cobb reiterando sus exigencias tal como lo hacía, empecé a tener un barrunto de sospecha. En todo aquello había más de lo que yo podía ver. Cobb se había asegurado de que los testigos oyeran mi promesa de devolver el dinero, pero no habían oído -o, por lo menos, yo juraría que no- los detalles de esa noche en Kingsley.

– ¿Me estáis diciendo -pregunté- que debo encontrar ese dinero o ir a la cárcel? ¿Cómo podría interesaros eso a vos, sabiendo que no soy el que os ha engañado y que, si me veo encerrado en prisión, no podré recuperar lo que habéis perdido?

– Aun así, esta es la situación en que os veis vos ahora -dijo Hammond.

– No -dije-, esto no es justo. -No estaba refiriéndome a la justicia en estos asuntos, sino más bien a su lógica. ¿Por qué insistiría Cobb en que le pagara inmediatamente, en aquel mismo instante? La única razón que podía imaginar me dejaba completamente estupefacto: solo podía concluir que el que daba las cartas había estado trabajando para Cobb, lo mismo que Bailor. El dinero no se había perdido en absoluto. Yo, en cambio, sí.

– Me preguntabais si deseo pagar o ir a la cárcel -dije-. Sospecho, con todo, que estabais a punto de proponerme una tercera opción.

Cobb dejó escapar una carcajada.

– Reconozco que lamentaría ver a un hombre de vuestras cualidades arruinado por semejante deuda, una deuda que seguramente nunca podréis pagar. Por consiguiente, estoy dispuesto a permitiros… que redimáis vuestra deuda tal como los convictos las redimen a través de su trabajo en el nuevo mundo.

– Exactamente -asintió Hammond-. Si no podéis devolver el dinero y no deseáis ir a la cárcel, debéis tomar la tercera opción…, la de convertiros en nuestro sirviente forzoso. [2]

Me levanté de mi asiento.

– Si vos pensáis que aceptaré ese trato, estáis muy confundidos. Por fuerza tenéis que ver, señor, que no toleraré vuestras exigencias.

– Os diré lo que pienso, señor Weaver… -respondió Hammond, levantándose para ponerse a mi altura-. Vuestras preferencias en este asunto no significan nada. Ahora sentaos y escuchad.

Él volvió a su asiento. Yo no.

– Por favor -dijo Cobb, con voz más serena-. Comprendo que estéis furioso, pero debéis entender que yo no soy vuestro enemigo y que no os deseo ningún mal. Solo quiero asegurarme vuestros servicios de una forma más fiable que lo habitual.

No estaba dispuesto a escuchar nada de todo aquello. Lo dejé allí y salí al vestíbulo. Edgar estaba junto a la puerta, sonriéndome.

Detrás de mí, Cobb me espetó con voz tranquila y firme:

– Trataremos de los detalles cuando volváis. Sé lo que debéis hacer ahora, y espero que lo hagáis; pero, una vez lo hayáis hecho, vendréis a verme. Me temo que no tenéis otra elección. No tardaréis en verlo.

Decía la verdad, porque realmente no me quedaba otra elección. Pensé que la tenía. Pensé que era una elección difícil. Y fui hacia ella…, solo para descubrir que mi situación era mucho peor de lo que ya me parecía.

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