13

Era razonable que Thurmond necesitara un rato para recuperar la compostura antes de reunirse con su mujer y supuse que habría ido a algún rincón oscuro y se habría detenido allí unos minutos para tranquilizarse antes de presentarse ante las damas y anunciar jovialmente sus planes para partir. A mí, entretanto, me habían dado instrucciones de no pasar por el salón y marcharme. Pero… ¿adonde?

Se me ocurrió de pronto la alarmante idea de que tal vez Thurmond no se hubiera dejado convencer por el consejo de no acudir a un magistrado para presentar una denuncia. Era muy cierto que la justicia dudaría en presentar cargos contra un hombre de la posición de Ellershaw, pero me dije que era muy posible que el anciano optara por denunciarme a mí. De hecho, podía jurar que yo me había comportado como un bellaco y lo había amenazado por mi cuenta. Si yo fuera Thurmond, consideraría semejante acción, aunque no fuera más que para recobrar mi dignidad.

Me dije, pues, que sería prudente seguir al anciano y asegurarme de que iba a su casa y no al despacho de un magistrado. Para ello, comprendí que tenía que encontrar la salida y, una vez allí, agazaparme al amparo de la oscuridad para acercarme a la silla de manos de Thurmond.

Solo podía esperar que al anciano le hiciera falta más tiempo para serenarse que el que yo necesitaba para orientarme, pues no tardé en darme cuenta de que estaba perdido en la enorme casa de Ellershaw: tras dar equivocadamente varías vueltas por los bien iluminados pero desiertos pasillos, empecé a temer que iba a perder por completo la oportunidad de seguir a mi presa.

Sin embargo, tras doblar infructuosamente otro recodo de un pasillo, escuché unas voces y me acerqué a ellas con mucho cuidado para no ser descubierto por quien no debía -pensaba en Thurmond, sobre todo-, y avancé hacia allí en silencio, caminando de puntillas, procurando hacer el menor ruido posible hasta llegar a la puerta entreabierta de la que salían las voces que ahora pude identificar como murmullos. Al acercarme más distinguí que se trataba de dos voces, una de hombre y otra de mujer, pero solo cuando pude atisbar el interior por el resquicio entre las hojas vi que eran el señor Forester y la señora Ellershaw, abrazados, conversando en el tono susurrado y presuroso de los amantes secretos. Ella tenía la cabeza apoyada en el hueco del cuello de él. que le estaba expresando su pesar por tener que marcharse.

Este descubrimiento era, a mi entender, muy significativo, pues explicaba la animosidad con que me miraban tanto Forester como la señora Ellershaw. Por fuerza tenían que sospechar que el señor Ellershaw se había procurado los servicios de un hombre experto en indagar secretos porque deseaba saber lo que había entre ellos dos. Yo en ese momento no podía pensar, pero comprendí que tal vez podría aprovechar en mi favor lo que acababa de descubrir.

Estaba ya examinando el pasillo en las dos direcciones y preparándome para marchar, cuando Forester miró casualmente hacia mí. No pude ver ningún motivo de que lo hubiera hecho… y pienso que tal vez fue solo una de esas desgraciadas coincidencias que a veces pueden trastornar la vida del hombre que vive en el secreto y en los rincones oscuros.

Forester se volvió y su mirada se encontró con la mía.

– Weaver -murmuró-. Lo sabía.

Puesto que ya no tenía ningún motivo para agazaparme como un ladrón furtivo, me erguí en toda mi estatura y me acerqué audazmente. Lamentaba que Thurmond se escapara, pero tenía que arreglar las cosas una por una, y hubiera sido una locura soltar aquella pieza con la esperanza de cobrar otra presa mayor.

Forester era, ciertamente, un hombre de elevada estatura, más alto que yo, e intentaría aprovecharse de ello para intimidarme, pero enseguida vi que no era un hombre de acción y que no haría ningún esfuerzo contra mi persona. Solo quería atemorizarme.

– Entrad en la habitación -me susurró.

Obedecí con la actitud tranquila del hombre que está haciendo lo que le resulta más grato imaginar. Así que entré, cerré la puerta, y saludé con la más esmerada cortesía:

– Estoy a vuestras órdenes.

– No juguéis maliciosamente conmigo, señor. Puedo ver que estabais espiando como el ladrón que sois. ¿Y ahora…? ¿Iréis corriendo a vuestro amo para contarle lo que habéis visto? ¿Descargaréis sobre esta querida mujer la desgracia, la vergüenza y la tiranía? Y todo eso… ¿para qué? ¿Por vuestras treinta cochinas monedas de plata? Supongo que es así como actúan los de vuestra calaña…

– ¿Y pensáis que arrojando infamias contra mi pueblo podréis disuadirme de actuar de esa manera?

– Sé que no conseguiré disuadiros, así que os soltaré lo que pienso. Esas ropas de seda no pueden ocultar vuestra naturaleza brutal y vuestra tosca experiencia, y por eso no veo ninguna razón para trataros como a un caballero. No penséis que tengo la menor intención de reprocharos nada. Os hablo solo para que, cuando oigáis hablar de los sufrimientos de esta dama, sepáis que vos sois el causante de ellos y no espero otra cosa que el que purguéis vuestra culpa como hizo vuestro paisano, Judas, y os quitéis la vida.

– Aunque lamento privaros de la satisfacción de injuriar mi carácter, mi patria y mi apariencia, debo informaros de que el señor Ellershaw no me ha pedido que descubriera ningún secreto vuestro, señor. Lo cierto es que me ordenó que me marchara, pero esta casa es tan grande que me he extraviado en ella, he perdido el camino y solamente he dado con vos por una desafortunada casualidad. -Me detuve cuando estaba a punto de prometerle que guardaría ciertos secretos, porque no quería desprenderme ya de una bala que aún podría emplear… si me hiciera falta.

– Por supuesto que él no está aquí por vos -terció la señora Ellershaw. Se adelantó y, aunque su estatura era un poco menor que la mía, mostraba una actitud más decidida que la de su amante. Tenía el busto erguido con los pechos proyectados hacia delante, la barbilla altanera y el rostro encendido por el rubor. Y mantenía rectos los hombros, con la estampa que he visto en más de un púgil en el cuadrilátero-. Decidnos la verdad, señor Weaver. -Habló con voz dura y airada-. Decidnos que a vos no os interesa en absoluto el señor Forester.

– La verdad es que no -le respondí-, pero no logro entender por qué interpretáis con tanto rencor mi indiferencia por lo que él haga o deje de hacer.

– Al señor Ellershaw lo tienen sin cuidado los asuntos del corazón -explicó la mujer a su amante-. Dudo que recuerde, si es que alguna vez lo ha sabido, que los hombres y las mujeres están dispuestos a alentar sentimientos de afecto entre ellos. Si conociera los vuestros, señor, mantendría cerrada la boca hasta que conviniera a sus intereses. No… este hombre está aquí por otro asunto.

– Soltadlo, pues -me exigió Forester, como si tuviera algún medio para obligarme a decir lo que yo prefiriera callar.

– No se me había pasado por la imaginación que él conociera la verdad, pero está claro que la sabe -dijo la señora Ellershaw-. Se trata de Bridget. El maldito trato que ella hizo con él no le bastaba. Ahora quiere acabar para siempre con la amenaza -le explicó a Forester, y a continuación se volvió hacia mí de súbito-: ¿Teníais que registrar mis cosas, mis papeles? No encontraréis nada, os lo aseguro. Y tampoco sabréis nada por mí. Si fuerais la mitad de listo de lo que os creéis, volveríais al señor Ellershaw y le diríais que no podéis averiguar nada acerca del paradero de mi hija, y también que lo más probable es que no lo averigüéis nunca, porque va a ser así. Preferiría arrojarme al fuego como hacen las mujeres hindúes, porque jamás la entregaré a él.

¿Qué locura era aquella? Tardé un momento en recordar dónde había oído aquel nombre, pero enseguida me vino a la memoria la conversación oída durante la cena. Bridget era la hija del primer matrimonio de la señora Ellershaw. Pero… ¿por qué tenía que permanecer ignorado su paradero, y por qué tenía tanto interés en conocerlo el señor Ellershaw, hasta el punto de que su mujer pudiera pensar que me había contratado para descubrirlo?

– Señora -dije, ofreciéndole una nueva reverencia-, creedme si os digo que me conmueven vuestros sentimientos maternales, pero debo afirmar una vez más que buscaba tan solo la salida. Y que no me impulsaba ninguna otra cosa.

Ella clavó los ojos en el señor Forester y los mantuvo fijos en su rostro durante casi un minuto, con expresión dura y firme, hasta que al cabo dijo:

– Seguid por este corredor hasta llegar a una intersección, y tomadla luego hacia la izquierda. Bajad por la escalera y al final, a la derecha, os encontraréis en la cocina. Podéis salir por allí, que me parece que es más conveniente para vos que la entrada principal.

Incliné la cabeza una vez más.

– Como gustéis -dije, sin dar a entender que aquella fuera la salida que yo hubiera debido elegir-. Señor… -añadí, dirigiéndome al señor Forester, como torpe manera de despedirme de él. Después, me apresuré a seguir las indicaciones que me había dado la señora Ellershaw y no tardé en encontrarme en la fría oscuridad de la noche.

No perdí tiempo en considerar el extraño encuentro que acababa de vivir. Me apresuré, en cambio, a rodear el edificio para alcanzar su fachada, frente a la cual vi dos calesas que acababan de traer de las caballerizas. Era una buena noticia, porque significaba que Thurmond no se había marchado aún, que yo no había perdido mi oportunidad y que, con mi retraso, había conseguido reunir una información que esperaba me ayudaría a arrojar alguna luz sobre la oscuridad en que me debatía.

Mi tarea era ahora seguir a Thurmond, y con tal propósito estudié los alrededores en busca de algún lugar alto del que pudiera descolgarme hasta el carruaje cuando pasara por debajo. Era esta una técnica que había aprendido a dominar en mi juventud, cuando me ganaba la vida por medios no precisamente muy honrados. El techo de un carruaje era un extraordinario punto de partida para que alguien pudiera sorprender a los que viajaban dentro, en particular si tenía un cómplice que se acercara a él con un caballo de más para ayudarlo a escapar.

No había, empero, ningún lugar de una altura adecuada y muy pocas posibilidades de poder introducirme en el carruaje. El lacayo y el cochero mantenían una animada conversación pero, aunque teóricamente fuera posible que yo me acercara sin que me descubrieran y lograra evitar el crujido de la puerta al abrirla, no podía depender de la suerte. Y una vez dentro… ¿qué? ¿Podría tener alguna esperanza de pasar inadvertido para el señor y la señora Thurmond?

Mientras consideraba mis opciones -tales como robar un caballo o seguirlos a pie con la esperanza de que no viajaran demasiado aprisa-, salió de la casa un sirviente, que se acercó enseguida al carruaje y dio instrucciones al cochero y al lacayo para que se pusieran en movimiento. Lo hicieron al momento. El cochero subió al pescante y tomó las riendas, y el lacayo saltó a la parte de atrás.

Yo los seguí por entre las sombras mientras iban directamente a la puerta, y allí tuve un maravilloso golpe de suerte, porque el anciano caballero ayudó a entrar a su mujer, pero no se decidió a subir a su lado: en lugar de hacer eso, cambió unas palabras con ella, dio instrucciones al cochero y después se alejó de la casa caminando en dirección a Theobald's Row. Yo lo seguí a cierta distancia, pero suficientemente cerca de él para oír, cuando llegó a la esquina de Red Lyon Street, que dejaba caer una moneda en la mano del lacayo de otro caballero y le pedía que le buscara un carruaje.

Esta era una situación mucho mejor pues, una vez asegurado el medio de transporte, no me resultaría difícil saltar a la parte trasera y agazaparme allí para poder viajar sin ser visto. Así lo hice, encaramándome a la trasera del carruaje mientras este iba a paso de tortuga por entre las sucias calles de la metrópoli. Mi presencia solo fue advertida por algunas de las prostitutas y hombres de baja estofa al pasar entre ellos el carruaje pero, o el cochero no oyó sus comentarios o no le preocuparon y no hizo caso de las chanzas hasta que el transporte llegó a Fetter Lane. Thurmond se apeó entonces y entró en La Brocha y la Paleta, una taberna frecuentada por hombres de inclinaciones artísticas.

Yo me bajé también de la parte de atrás, decidido a esperar un momento antes de entrar en la taberna.

Fue entonces cuando el cochero se volvió a mirarme.

– ¿Qué tal, señor? ¿Habéis disfrutado del viaje? -me preguntó.

Yo estaba demasiado familiarizado con el código de las calles londinenses para ignorar lo que aquello significaba o quejarme de su observación. La metrópoli inhalaba saberes y exhalaba revelaciones y, si no quería que el cochero le fuera con el cuento a Thurmond, tendría que comprar su silencio. Me encantó comprobar que una moneda de seis peniques zanjaba el asunto, y que el cochero y yo nos despedíamos como buenos amigos.

Después de esto volví al asunto que tenía entre manos… y en concreto a la pregunta de qué pudiera estar haciendo Thurmond en un café cuyos habituales eran pintores de retratos, pero sospechaba que enseguida tendría la respuesta, porque también yo había hecho cosas así en mis tiempos. ¿Que por qué acude un hombre a un pub frecuentado por hombres con cuyos negocios no tiene él contacto? Muy sencillo: porque no quiere que lo vean.

Contando siempre con la distancia y la suerte, seguí al personaje al interior del establecimiento y vi cómo, sin llamar la atención, ocupaba una habitación en la trasera del pub y daba instrucciones al dueño. Momentos después me acerqué yo también al hombre, un tipo encorvado más o menos de la edad de Thurmond. Como no deseaba perder el tiempo, le tendí una moneda.

– ¿Qué instrucciones os ha dado el caballero? -le pregunté.

– Que cuando llegue otro caballero y pregunte por el señor Thompson, lo conduzca a esa habitación.

Yo le di una nueva moneda.

– ¿Tenéis otra habitación contigua a esa?

– La hay, en efecto. Y podéis ocuparla por tres chelines.

Era, por supuesto, un precio absurdo, pero los dos sabíamos que yo lo pagaría sin regatear, y por consiguiente fui conducido a mi propio espacio privado, donde esperé, sentado junto a la pared, que algo sucediera. Y algo ocurrió, en efecto. A la media hora oí que otra persona entraba en la habitación contigua. Pegué mi oreja a la pared, pero ni así pude oír los detalles de su conversación. Sin embargo, reconocí por la voz al visitante de Thurmond. Era el segundo encuentro clandestino que yo le había visto al caballero mantener esa misma noche.

Era el señor Forester de la Compañía de las Indias Orientales quien acudía a entrevistarse con el señor Thurmond, el defensor de los intereses laneros, y no me pareció que se encontraran para discutir sus muchas desavenencias. Tan preocupado como estaba Ellershaw por la proximidad de la asamblea de accionistas, se diría que sus rivales tenían mucho que discutir.


A mí se me planteaban ahora muchas preguntas. ¿Debía hablarle a Ellershaw de la traición de Forester con la señora Ellershaw; de la traición que suponía su alianza con su enemigo, el defensor de los intereses de la lana…? ¿De las dos o solo de una? Hasta donde podía yo ver, hacer eso no me reportaba ninguna ventaja. Provocar el caos en Ellershaw, y tal vez también el de toda Craven House, no serviría para mis objetivos, y solo conseguiría por parte del caballero más confianza de la que ya tenía. En cuanto a Cobb, estaba decidido a revelarle solo la indiscreción de la señora Ellershaw: esa información serviría para demostrarle a mi patrón que estaba actuando conforme a sus deseos, y eso redundaría en mayor protección para mis amigos. Confiaba también en que a Cobb no le serviría para nada dicha información y que, por lo mismo, no había ningún riesgo de que la divulgara. Pero, puesto que yo ignoraba aún quién iba a ser el mayor villano en este conflicto, no me resultaba fácil decir cómo sería más beneficioso para mí dar a conocer lo que averiguaba.

A la mañana siguiente, Ellershaw me llamó a su despacho, por más que no me pareció que tuviera que decirme algo importante. Tuve la clara impresión de que solo quería sondear mi estado de ánimo tras el cruel tratamiento que le había visto dar a Thurmond la noche anterior. Yo, por mi parte, guardé silencio acerca de lo que había visto. Estuvimos, pues, conversando un rato de mis días como pugilista. Ellershaw se rió con algunas de mis anécdotas, y al cabo de un cuarto de hora me salió con que ya le había hecho perder mucho tiempo y que volviera a mi trabajo para no hacerle perder también su dinero.

– Por supuesto, señor -le dije-. Pero ¿me permitís que os haga una pregunta un tanto delicada?

El respondió con un ademán como concediéndome su permiso a regañadientes.

– Es a propósito de la hija del anterior matrimonio de la señora Ellershaw. ¿Debo entender que le ha ocurrido alguna desgracia?

Ellershaw me estudió un momento. Su rostro permaneció inmóvil e inexpresivo entretanto.

– La muchacha se ha escapado -dijo finalmente-. Se encaprichó de un bribón y, a pesar de que le dijimos que no recibiría ni un penique nuestro, se casó con él y tenemos motivos para creer que han contraído un matrimonio clandestino. No hemos sabido nada de ella desde entonces, aunque podéis darlo por hecho. Y también nuestra reacción. Esperarán hasta que crean que se nos ha pasado el enfado, y después vendrán con la cabeza gacha a pedir nuestra ayuda.

– Gracias, señor -le dije.

– Pero si estáis pensando ganaros unos cuantos chelines de más por encontrar el paradero de esa muchacha -me advirtió

Ellershaw-, quitáoslo de la cabeza. Ni a la señora Ellershaw ni a mí nos importa no volver a tener noticias de ella.

– No tenía ese propósito. Era mera curiosidad.

– Mejor haríais en dirigir vuestra curiosidad hacia los que crean problemas en Craven House e interesaros menos por mi familia.

– Por supuesto -asentí.

– Y ahora, en cuanto a Thurmond. Tiene que comprender que no podemos consentir que nos desdeñe de esa manera. Es hora de que aprenda a temernos de veras.

Pensé en la amenaza que le había hecho Ellershaw acerca de utilizar con él el atizador candente, y temblé pensando en qué maldad tendría ahora en la cabeza.

– Faltando poco más de dos semanas para la celebración de la asamblea de accionistas -objeté-, no me parece prudente que vuestra estrategia dependa de atemorizar al señor Thurmond…

– ¡Ja! -gritó-. Vos no sabéis nada, y yo no tengo la menor intención de revelaros nada más. ¿Creéis que ese es mi único recurso? Solo es uno de ellos, el único que os concierne. Pero ahora he sabido por mis informadores en la Cámara que Thurmond tiene la intención de cenar esta noche con un socio suyo en un lugar próximo a Great Warner Street. Deberéis introduciros en su casa mientras él está ausente, y aguardar allí a que vuelva. Luego, cuando se haya acostado, quiero que le deis una buena paliza, señor Weaver. Hasta dejarlo al borde de la muerte, para que se dé cuenta de que no puede jugar con Craven House. Después, señor, deseo que violéis a su esposa.

Permanecí inmóvil, sin decir palabra.

– ¿No me habéis oído?

Tragué saliva.

– Os oigo, señor, pero me temo que no os comprendo. No podéis estar diciéndome lo que pienso que me decís.

– ¡Por supuesto que sí! No es la primera vez que me enfrento a la resistencia de hombres así, os lo aseguro. En Calcuta había siempre jefes y líderes entre los naturales que creían poder enfrentarse a la Compañía. Había que hacerles ver cuáles eran las consecuencias, y creo que a Thurmond hay que hacérselas ver igualmente. ¿Os parece una cuestión trivial? De lo que hagamos depende el futuro de la Compañía, y de ella el mundo entero, porque la Compañía es la abanderada del libre comercio. Vos y yo tenemos una cita con el destino, Weaver. Preservaremos esto para nuestros hijos, que es la última esperanza del hombre sobre la tierra, o los condenaremos a dar el primer paso hacia miles de años de oscuridad. Si fracasamos, por lo menos nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos podrán decir que justificamos nuestra breve existencia. Que hicimos todo cuanto se pudo hacer.

Reprimí mi primer impulso, que era el de decirle que albergaba serias dudas de que los hijos de nuestros hijos nos elogiaran por apalear a los viejos y violar a mujeres ancianas. Pero, en lugar de eso, respiré profundamente y bajé la mirada en actitud de deferencia.

– Señor… vos no habláis de un líder tribal de los indios. Estáis hablando de un respetado miembro de la Cámara de los Comunes. No podéis esperar que el crimen no se denuncie. Pero, aunque pudierais tener garantizado vuestro éxito, no puedo excusar un uso tan bárbaro de otras personas… en particular de unos ancianos, y debo aseguraros que jamás participaré en semejante cosa.

– ¿Cómo? ¿Me estáis diciendo que no tenéis estómago para eso? Pensaba que teníais más redaños, Weaver. Este es el mundo en que vivimos, un mundo lleno de engaños y traiciones. O sois el garrote con el que yo golpee, o seréis vos el golpeado. Os he dicho ya lo que deseo y estáis a mis órdenes; por consiguiente, haced lo que os pido.

De nuevo me encontraba ante un dilema: las acciones con las que podría conservar mi puesto estaban en conflicto con aquellas que exigía mi alma. Podía haberme resultado difícil convencer a Cobb de que no era capaz de azotar a un trabajador del almacén, pero ni siquiera él podía esperar de mí que me comprometiera en un acto vergonzoso de violación y abuso de la fuerza… aunque no fuera más que porque semejantes crímenes debían ser perseguidos y que, si la justicia daba conmigo, con seguridad daría igualmente con él.

Se me ocurrió entonces que aquello podía ser para mí un curioso golpe de suerte: no tenía más elección que alejarme de Ellershaw, y Cobb no iba a poder censurarme por ello. Ya era consciente de que me abandonaba a un optimismo irracional, pero era todo lo que tenía a mi disposición.

Forzando, pues, mi rostro para que revelara una férrea determinación, me levanté de mi asiento.

– No puedo hacer lo que me pedís ni aprobar con mi silencio que encarguéis esa tarea a otro.

– Si me desafiáis en esto, perderéis vuestro puesto aquí.

– Entonces… perderé mi puesto.

– No querréis granjearos la enemistad de la Compañía de las Indias Orientales…

– Prefiero la enemistad de la Compañía a la de mi conciencia -respondí, y me dirigí hacia la puerta.

– Esperad -dijo, levantándose ahora de su silla-. No os vayáis. Tenéis razón. Quizá mis métodos sean demasiado expeditivos.

Maldije en silencio, porque mis esperanzas se habían visto cruelmente, ya que no inesperadamente, frustradas. Sin embargo, me volví y le dije:

– Me alegra oír que estáis dispuesto a reconsiderar este asunto.

– Sí -asintió-, creo que tenéis razón. Nada de una acción tan brutal, entonces. Pero discurriremos algo, señor Weaver. Podéis tener la completa seguridad de que lo haremos.


De camino hacia los almacenes, empecé a reflexionar sobre la situación en conjunto. En un momento dado, yo servía a Cobb, en otro a Ellershaw, y en un tercer momento, a mí mismo. Es decir, que estaba caminando por la cuerda floja y que, aunque no deseaba obedecer a nadie que no fuera yo mismo, comprendía que tendría que tragarme algunos sapos, por lo menos en algunos casos, si quería servir para algo. Aborrecía sentirme tan impotente pero, con la vida de mis amigos pendiente de un hilo tan precario, tenía que fingir, por lo menos, una apariencia de sumisión.

Pero… ¿cómo soportar semejante cosa sin caer en la desesperación? La respuesta no estaba, a mi entender, en resistirme a lo que querían quienes me daban órdenes, sino en acomodarlo todo a mis propios proyectos. Tenía que averiguar qué ocultaba Forester en su almacén secreto. Tenía que descubrir cuáles eran los planes de Ellershaw para superar la inminente asamblea. Y, probablemente, me conviniera averiguar más cosas acerca de la hija de la señora Ellershaw. Era posible que esto último me llevara solo a un callejón sin salida, pero los principales actores de mi pequeño drama -los dos Ellershaw, Forester y Thurmond- se habían referido a la joven de una forma que me intrigaba y aunque daba la impresión de ser ¿relevante, yo sabía bien desde hacía mucho que tirar de unos cabos sueltos puede hacer que se levante el telón de un misterio.

La señora Ellershaw parecía creer que su marido deseaba averiguar el paradero de su hija, por más que él se empeñara en dar a entender lo contrario. Parecía probable, pues, que el interés de Ellershaw por la joven obedeciera a motivos distintos de los meramente paternos y que tal vez su matrimonio hubiera sido tanto un esfuerzo suyo por escapar como el deseo de seguir los dictados del corazón. Lo que explicaría que su madre estuviera claramente deseosa de que no se supiera dónde estaba.

Una cosa me llamaba la atención, sin embargo. La señora Ellershaw temía que su marido hubiera averiguado la verdad. No decía que hubiera descubierto el paradero de su hija ni que quisiera saberlo. No; pensaba que había una verdad oculta, que Ellershaw desconocía, lo que significaba que los informes que a él le habían llegado hasta el momento pudieran ser falsos o incompletos.

En cuanto a Forester, se diría que Ellershaw no solo le caía mal, sino que tenía motivos para odiarlo: concretamente, su devaneo con la señora Ellershaw. ¿Odiaría al marido de su amante hasta el punto de confabularse con Thurmond solo por el placer de traicionarlo? Era muy dudoso. Más bien me parecía que Forester debía de tener algún negocio que dependiera de la caída de Ellershaw, e incluso de la Compañía misma… aunque no se me ocurría cuál pudiera ser. Sospechaba, con todo, que posiblemente tuviera que ver con aquel piso secreto del almacén de que me había hablado Carmichael, y por eso pensaba yo que tenía que descubrir el contenido de aquella estancia.

Como de costumbre, Aadil me tuvo durante todo el día bajo estrecha vigilancia, y su rostro feo y marcado se dedicó a estudiar todos mis movimientos con determinación típicamente oriental. Pero hacia el final de la jornada pude hacer un aparte con Carmichael, llevándolo a un privado con la excusa de reprenderlo por algún fallo imaginario.

Era un hombre tan formal que, cuando obedeció mi orden de acudir a verme en la trasera del almacén, lo vi abatido y deseoso de disculparse antes de haber podido decirle una sola palabra.

– No os preocupéis -me apresuré a decirle-. No habéis hecho nada malo. Solo quería tener una excusa para charlar un momento los dos.

– Es un alivio, señor Weaver, porque tengo muy buen concepto de vos y querría que vos también lo tuvierais de mí.

– Ya lo tengo. Habéis demostrado ser un diligente trabajador y un guía muy útil para mi en los almacenes.

– Espero seguir siéndolo, señor.

– Y yo también lo espero -le dije-, porque lo que ahora quiero pediros no entra estrictamente en el terreno de vuestras obligaciones. Necesito que me mostréis el lugar donde está el cargamento secreto del señor Forester y que me ayudéis a acceder allí.

Sus labios se abrieron un poco, pero nada dijo durante un momento. Por último, meneó la cabeza.

– Me pedís algo muy peligroso -dijo-. No solo podría perder mi trabajo, sino también ganarme para siempre la enemistad de ese bruto, Aadil. No quiero arriesgarme a eso y vos, si sois prudente, tampoco deberíais quererlo.

– Comprendo que es un riesgo pero, aun así, necesito saber qué hay allí dentro, y no puedo lograrlo sin vuestra ayuda. Seréis recompensado por vuestros esfuerzos.

– No se trata de la recompensa, no os preocupéis por eso. Es que no quiero perder mi trabajo. Vos podéis ser el capataz de los vigilantes, pero si Aadil o el señor Forester quieren echarme sin lo que me deben, nada podrá detenerlos.

– No permitiré que eso ocurra -le dije, preguntándome, mientras se lo decía, cómo haría exactamente para evitar que eso sucediera. Me dije que si el puesto de trabajo de Carmichael se veía atacado por ayudarme a mí, yo me aseguraría de que no sufriera por ello. Tenía suficientes amigos e influencias que podrían asegurarle, por lo menos, un puesto igualmente retribuido en cualquier otra parte.

Él me estudió, valorando tal vez si mi optimismo era fundado o no.

– Para seros sincero, señor Weaver, tengo miedo de enfrentarme a ellos.

– Necesito saber qué hay allí. Si vos no me ayudáis, tendré que buscar otro que lo haga. Pero preferiría que fueseis vos, porque sé que de vos me puedo fiar.

Él suspiró profundamente.

– Y podéis fiaros, señor. Podéis fiaros. ¿Cuándo lo haremos?

Yo tenía una cita y no quería por ningún concepto posponerla esa noche, así que hicimos planes para encontrarnos detrás del edificio del almacén principal cuando sonaran las once de la noche siguiente. A pesar de sus protestaste puse una moneda en la mano, pero temí, al hacerlo, que eso pudiera debilitar su resolución. Porque me daba cuenta de que Carmichael deseaba ayudarme porque me apreciaba. Si me convertía en otro patrón para él, su confianza en mí disminuiría y yo necesitaba toda la confianza que pudiera encontrar donde la hubiera.

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