12

Antes de vestirme para la cena, salí de mi alojamiento para ir a casa de mi tío en Broad Court. Había estado un tanto remiso en cumplir mis deberes de sobrino desde mi implicación en las actividades de Craven House… en parte porque no deseaba incurrir en las iras de Cobb, y en parte también porque había estado demasiado ocupado para atender mis obligaciones familiares. Me decía a mí mismo que las razones eran esas pero, para ser sincero, debo reconocer que había otra más: evitaba a mi tío porque me parecía un recordatorio vivo de lo mal que había manejado yo mis asuntos. El deterioro de su salud no podía imputarse a ninguna causa terrena, pero el de sus finanzas debía contarlo entre mis fallos. Decir que me sentía culpable hubiera sido exagerar la nota, porque era consciente de no haber hecho nada que pudiera conducir a ese fin, pero aun así me sentía responsable… si no de sus dificultades, por lo menos de poner los medios para resolverlas. Y el hecho de que aún no hubiera encontrado la forma para ayudar a mi tío no disminuía en absoluto mi deseo de continuar buscándola.

Cuando llegué, me encontré que las cosas estaban mucho peor de cuanto hubiera podido prever. A la luz del crepúsculo un grupo de hombres de aspecto rudo sacaban de la casa de mi tío una cómoda. Estacionado en la calle había un carretón, tirado por dos caballos que daban la impresión de estar medio muertos de hambre y malos tratos. En su interior aparecían cargadas varias sillas y un par de mesas auxiliares. Se había congregado bastante gente para presenciar la patética procesión, y los hombres que se ocupaban de cargar el carretón iban seguidos por el señor Franco, quien no dejaba de gritarles que fueran con cuidado o evitaran golpear la puerta, entre arranques de maldiciones y de improperios llamándolos granujas.

No debió de oírme, porque se dio la vuelta violentamente y pienso que, de haber habido menos luz aún, me habría asestado un golpe y se hubiera sentido muy apurado después al ver que eran mis costillas las que lo habían recibido.

Sin embargo, contuvo el golpe. Bien es verdad que, al verme, todo su cuerpo pareció relajarse. Agachó la cabeza y bajó la mirada.

– Acreedores, señor Weaver… Han olfateado la sangre. Temo que no tardarán mucho en caer sobre vuestro tío como cuervos. Y no podrían haber llegado en un momento peor, porque vuestro tío… bien, no se encuentra en buenas condiciones.

Me volví enseguida para entrar en la casa, sin prestar atención a un individuo que intentaba cargar con una silla demasiado grande para un solo hombre. Le di un empellón, pero no disfruté viendo sus esfuerzos para evitar perder el equilibrio.

Dentro, las habitaciones delanteras estaban bien iluminadas, sin duda para ayudar a los hombres del acreedor. Me precipité escaleras arriba hasta el segundo piso, donde se encontraba el cuarto de mi tío. La puerta estaba entreabierta, así que llamé y oí que mi tía Sophia me decía que entrara.

Mi tío estaba tendido en la cama, ciertamente, pero, de no haber sido aquella su casa, yo no sé si lo hubiese reconocido. Parecía haber envejecido diez años o más desde la última vez que lo había visto. Su barba mostraba ahora un nuevo tono gris, más profundo, y los cabellos de su cabeza, que llevaba sin cubrir, se habían hecho más finos y secos. Tenía abiertos los ojos, pero profundamente hundidos, enrojecidos y con abultadas ojeras, y pude ver que cada respiración le costaba un auténtico esfuerzo.

– ¿Habéis mandado llamar al médico? -pregunté.

Mi tía, que se hallaba sentada en la cama y sujetaba la mano del enfermo, asintió.

– Ya ha venido -dijo con su marcado acento inglés.

No añadió nada más, y por eso deduje que no había nada más que decir. Tal vez creyera que la situación de mi tío era desesperada, tal vez no hubiera sabido qué decir. En cualquier caso, mi tía no comentó nada acerca de una próxima recuperación, por lo que yo solo podía suponer que no había ninguna esperanza.

Me acerqué al lecho y me senté en el otro lado.

– ¿Cómo os encontráis, señor?

Mi tío intentó sonreír débilmente.

– No muy bien -dijo. De su pecho salía un estertor y tenía la voz grave y fatigada-. Pero no es la primera vez que he pasado por este trance antes y, aunque oscuro y tortuoso, siempre he conseguido salir.

Miré a mi tía, que asintió con un gesto como para decirme que era cierto que había sufrido previamente esos ataques, aunque quizá ninguno tan grave como este.

– Siento un gran peso en la conciencia porque esto haya podido ocurrir -dije, procurando que mis palabras fueran no sabía si él era consciente del ultraje que se estaba perpetrando abajo.

– En cuanto a eso -pudo decir mi tío-, no es el momento de lamentarlo. Son pequeños reveses. Pronto volveré a tener todo en orden.

– Sé que lo haréis -le dije yo.

Miré hacia la puerta y vi que el señor Franco estaba allí aguardando, como si tuviera algo urgente que comentar. Me excuse y salí del aposento.

– Esos hombres han acabado ya -me dijo-. Se han llevado varios muebles, pero temo que esto sea solo el principio. Si se corre la voz, los acreedores no tendrán piedad. Vuestro tío, señor, perderá su casa. Se verá obligado a vender su negocio de importación y, en semejante estado de necesidad, tendrá que venderlo ciertamente por muy poco dinero.

Yo noté que se me encendía la cara.

– ¡Malditos sean! -exclamé.

– Estoy seguro de que vos hacéis todo lo que podéis -continuó-. Vuestro tío y vuestra tía lo saben también.

– Tengo que ir a una maldita cena esta noche… pero ¿cómo voy a poder hacerlo, sabiendo que mi tío está mal?

– Si debéis ir, hacedlo -dijo Franco-. ¿Con quién vais a cenar?

– Con Ellershaw y otros hombres de la Compañía. Apenas sé más. Debo enviar una nota excusándome. Cobb no puede esperar que yo siga dejándome manejar a su antojo mientras mi tío yace tan gravemente enfermo.

– No os excuséis -me dijo Franco-. Si asistiendo a esa cena vais a acercaros más a vuestro objetivo, estoy seguro de que vuestro tío preferiría mucho más que asistierais a que paséis aquí la noche compadeciéndoos a su lado. No, debéis encontrar la fortaleza suficiente para cumplir con vuestras obligaciones. Vuestra tía y yo nos aseguraremos de que el enfermo tenga todo lo que necesite.

– ¿Qué ha dicho el médico?

– Solo que tal vez se recupere, como ha ocurrido en anteriores ocasiones, o que quizá empeore. Teme que este ataque pueda ser peor que cuantos le hemos visto antes, pero no puede aventurar ningún pronóstico.

Estuvimos conversando en voz baja unos minutos más, en los que yo intenté informarle de algunas de las cosas que había podido ver en mis recientes días de trabajo en Craven House. Procuré que la conversación fuera breve, en parte porque deseaba volver con mi tío, pero también porque aún no me había recobrado por completo de la revelación de que Cobb parecía tener acceso a mis conversaciones más privadas. Le conté solo que, a petición de Cobb, me había convertido en un empleado de la Compañía de las Indias Orientales, donde ya había podido observar la existencia de una gran variedad de conflictos internos. Pero le dije asimismo que, puesto que la agenda del señor Cobb seguía siendo un misterio para mí, difícilmente podía saber si me estaba acercando o no a mi objetivo.

Durante esta conversación, mi tía salió del aposento con una expresión de alivio en la cara.

– Está mejor -me dijo.

Entré y pude ver que, en efecto, en el espacio de media hora, parecía haber mejorado notablemente. Todavía respiraba con alguna dificultad, pero su rostro tenía ahora un color más vivo. Se incorporó en el lecho, y su semblante me pareció el de un hombre normal, no el de quien estuviera a punto de abandonar este reino mortal.

– Me alegra ver lo mucho que habéis mejorado -le dije.

– Y yo también me alegro -respondió-. Tengo entendido que has presenciado una escena desagradable en el piso de abajo…

– Sí -respondí-. No puedo sufrir que esto continúe, tío, aunque difícilmente sé cómo puedo ofreceros ayuda si no es entregando todos mis esfuerzos a Cobb.

– Debes conseguir convencerlo de que eso es lo que haces, pero no dejes nunca de buscar tu ventaja.

– Me temo que lo ocurrido hoy es solo el principio -dije-. ¿Cómo podemos tolerar que ese hombre juegue con nosotros?

– ¿Cómo podemos tolerar que te convierta en su títere, quieres decir? -preguntó.

– Los dos -dijo mi tía-. Los dos queremos que te enfrentes a él.

– Pero sin que sospeche nada.

Asentí. Fortalecido por su ánimo, le aseguré que haría todo lo que pudiera. Y estaba decidido a hacerlo, pero no podía evitar preguntarme cómo nos sentiríamos si mi tío se viera convertido en un pobre indigente, sin casa, arruinado y con su salud quebrantada. No era ningún necio, y sabía bien qué apuesta afrontaba. Pero yo no estaba seguro de poder soportar algo así.

Pasé con mi familia todo el tiempo que pude, pero al final me vi obligado a excusarme, volver a mi alojamiento y cambiarme de ropa para la velada. Una vez que me encontré presentable, alquilé una silla de manos que me llevara a través de la ciudad y llegué a mi destino con la antelación adecuada.

No podía pillarme por sorpresa que la casa del señor Ellershaw, en New North Street, no lejos de los Conduit Fields, fuera una casa muy hermosa -un director de la Compañía de las Indias Orientales debía tener una casa así, después de todo-, pero no pude recordar haber sido invitado jamás, en calidad de huésped, a una casa más espléndida, y reconozco que me sentí invadido por una inesperada aprensión. Yo no tenía calicós indios que ponerme, así que había vestido mis mejores prendas de seda negra con bordados de oro, unas ropas que jamás me hubiera puesto para acudir a una atestada buhardilla de Spitalfields o a la sombría nave de un taller. Pero, aunque era consciente de llevar sobre mí el trabajo de los estafados y los oprimidos, no podía menos que pensar que con aquellas hermosas ropas mi aspecto era sumamente elegante. Todos somos hijos de Adán pero, como dice el refrán, la seda marca la diferencia.

Un criado atento y de semblante grave me recibió en la puerta y me condujo hasta un recibidor, al que enseguida acudió el señor Ellershaw, resplandeciente con su peluca larga y vestido todo él con prendas de caros tejidos de importación. Incluso para mis ojos ignorantes el chaleco de seda que lucía revelaba haber sido tejido en la India, y sus magníficos dibujos florales, en rojo, azul y negro, mostraban un intrincado diseño que no hubiera sido capaz de describir.

– Ah, señor Weaver… Esta va a ser una velada muy importante… De la máxima importancia, ya sabéis. Se hallará presente esta noche el señor Samuel Thurmond, miembro del Parlamento por Cotswold. Se ha significado como uno de los grandes defensores de los intereses laneros, y nuestra tarea será convencerlo de que respalde nuestra propuesta en la Cámara.

– ¿La de revocar la legislación de 1721? -pregunté.

– Exactamente.

– ¿Y cómo lo haremos?

– No tenéis que inquietaros por eso de momento. Seguid solo mis indicaciones y todo irá bien. Ahora, puesto que vos sois el último invitado en llegar, seguidme, por favor, a la sala. Confío en que no hagáis nada que pueda ponerme en evidencia ante mis invitados…

– Procuraré salir del paso como deseáis -le aseguré.

– Ah, muy bien… Muy bien.

El señor Ellershaw me guió por un dédalo de pasillos hasta una amplia sala, donde había ya varios invitados sentados en sofás y butacas, bebiendo copas de vino. La única persona de la habitación a quien yo conocía era el señor Forester, que se esmeró admirablemente en no prestarme atención.

Fui presentado enseguida a la señora Ellershaw, una mujer notablemente bella, veinte años, por lo menos, más joven que su marido, sin duda ya de unos treinta y tantos años de edad.

– Este es mi nuevo ayudante, Weaver -me presentó Ellershaw-. Es judío, ya sabes.

La señora Ellershaw tenía unos cabellos de un rubio tan claro que eran casi blancos, su tez tenía el color de la porcelana, y sus ojos claros y grises eran notablemente luminosos y vivos. Tomó mi mano, inclinó la cabeza y me dijo que estaba encantada de conocerme, pero yo pude ver que eso no era cierto. No hacían falta grandes dotes interpretativas para saber que más bien le molestaba mi presencia.

Me pareció que Ellershaw no recordaba que ya me había presentado a Forester, y este no dejó entrever ninguna señal de conocerme. Él también me presentó a su esposa: pero, si al señor Ellershaw le había correspondido un premio en la lotería matrimonial, al señor Forester no le había sonreído la suerte. Aunque era un hombre todavía joven, apuesto y de viril presencia, su mujer era mucho mayor que él. Es más, llamarla vieja no hubiera sido una exageración. Tenía una tez correosa y dura, los ojos turbios y castaños hundidos, y la dentadura mellada y amarillenta. Y, sin embargo, al contrario que la señora Ellershaw, el carácter de la señora Forester era jovial. Me dijo que la alegraba conocerme, y me dio la impresión de que lo decía en serio.

Después fui presentado al señor Thurmond y a su amable esposa. El miembro del Parlamento era mayor que Ellershaw, tal vez septuagenario ya, y sus movimientos eran frágiles y precarios. Caminaba apoyándose pesadamente en su bastón y se estremeció levemente cuando estrechó mi mano, pero no me pareció en absoluto que tuviera mermadas sus capacidades. Tenía una conversación fluida e inteligente y, de todos los hombres presentes en la sala, fue él quien mejor me cayó. Su esposa, una hermosa mujer madura, vestida completamente con prendas de lana, sonreía con mucha amabilidad, pero hablaba muy poco.

Puesto que una cena británica no puede ir bien si no se da una equiparación de sexos entre los comensales, mi presencia requirió que se diera también la de una cuarta mujer. Con este objeto, el señor Ellershaw había invitado a su hermana, otra mujer mayor que se empeñó en dejar bien claro que la habían obligado a abandonar sus entradas a la ópera para sentarse a la mesa con nosotros y que aquello no le había hecho ninguna gracia.

No abrumaré al lector con la tediosa narración de la cena en sí misma. Ya fue bastante pesado para mí tener que soportarla y, por lo mismo, no tengo ningún deseo de revivir el hecho o forzar a quien me lea a simpatizar con mi desgracia. Gran parte de la conversación, como suele ser lo habitual en este tipo de acontecimientos, giró en torno al teatro o las diversiones populares en la ciudad. Yo pensé participar en el intercambio de opiniones, pero observé que cada vez que abría la boca, la señora Ellershaw me miraba con un disgusto tan evidente, que me pareció más oportuno guardar silencio.

– Podéis comer tranquilamente -me dijo Ellershaw en voz alta, después de haberse servido numerosas copas de vino-. Le he dicho al cocinero que no preparara nada con cerdo. Weaver es judío, ya sabéis -explicó dirigiéndose al resto del grupo.

– Me atrevo a decir que ya lo sabemos -dijo el señor Thurmond, el defensor de los intereses laneros- porque nos habéis hecho esa observación varias veces. Y, aunque es verdad que nuestros amigos judíos son una minoría en esta isla, no me parece que su presencia sea algo tan anómalo como para tener que recalcarla con tanta insistencia.

– Oh, pero sí que es un hecho notable. A mi esposa no le parece correcto sentar a los judíos a la mesa. ¿No es verdad, querida?

Intenté decir algo que sirviera de distracción y nos apartara de un tema tan embarazoso. Pero fue el señor Thurmond quien decidió que tenía que ser él quien acudiera a rescatarme.

– Decidme -preguntó elevando el tono de su voz para imponerla sobre la sensación de incomodidad creada por los comentarios de Ellershaw-, ¿dónde está vuestra encantadora hija, señor Ellershaw?

La señora Ellershaw enrojeció visiblemente, y su marido tosió torpemente en su puño antes de responder:

– Bien… en realidad no es hija mía. Bridget me vino por mi matrimonio con la señora Ellershaw. Como un regalo más, diría. Pero la muchacha no está aquí estos días.

Era evidente que había más información con relación a la hija, pero que no iba a decirse nada más al respecto. Thurmond no hubiera podido mostrarse más violento por haber ido a tropezar con un tema tan delicado. Había intentado remediar una situación embarazosa, pero lo único que había conseguido era empeorarla. Su esposa, afortunadamente, se lanzó a loar las excelencias del faisán que teníamos en nuestros platos, y eso hizo que el asunto concluyera bastante bien.

Una vez terminada la cena y cuando las damas se retiraron a la sala contigua, comprendí que habíamos llegado al tema crucial de la velada. Ahora que estábamos solos los hombres, la conversación derivó enseguida hacia el comercio con las Indias Orientales y la legislación en su contra.

– Debo recordaros, señor Thurmond -comenzó Ellershaw-, que, cuando el señor Summers, un verdadero patriota, introduzca una propuesta para revocar la legislación de 1721, como creo que hará en un futuro próximo, sería sumamente importante que consideraseis prestar vuestro apoyo a esa propuesta.

A Thurmond se le escapó una carcajada. Sus cansados ojos centellearon con la risa.

– ¿Y eso? ¡Pero si esa legislación fue una grandísima victoria! ¿Por qué tendría yo que apoyar su revocación?

– Porque es lo que se debe hacer, señor.

– ¡Libertad de comercio! -coreó el señor Forester.

– ¡Justamente! -remachó Ellershaw-. La libertad de comercio es el quid de la cuestión. Tal vez hayáis leído los numerosos trabajos firmados por los señores Davenant y Child acerca de la libertad de comercio y de cómo esta es beneficiosa para todas las naciones.

– Pero los dos, Davenant y Child, estaban interesados directamente en el comercio con las Indias Orientales -señaló Thurmond-, por lo que difícilmente cabe considerarlos imparciales.

– ¡Oh, vamos…! No seamos mezquinos. Vos mismo veréis que no es posible permitir que siga en vigor esta errónea legislación. La importación de calicós tal vez nos cueste la pérdida de algunos empleos aquí, pero no hacerlo disminuirá también productos asequibles. Pienso que el comercio con las Indias Orientales nos ofrece muchas más oportunidades que las que elimina. ¿Qué me decís, si no, de los tintoreros, los estampadores y los sastres que se quedarán sin trabajo?

– No es el caso, señor. Estas personas que decís se ganarán la vida tiñendo, estampando y cortando ropas de sedas, algodones y otros tejidos semejantes.

– Jamás será lo mismo -le rebatió Ellershaw- porque nunca podrá darse el mismo entusiasmo por esas prendas. No es la necesidad lo que mueve el mercado, señor, sino la moda. Nosotros importamos nuevos modelos, cortes o colores, los ponemos sobre las espaldas de las personas que crean la moda, y después nos limitamos a ver cómo el resto de la nación secunda lo más nuevo. Son nuestras existencias y no los deseos de la gente las que deben impulsar el comercio.

– Os aseguro que las modas pueden existir y existen en materiales diferentes de los textiles indios de importación -dijo Thurmond, satisfecho de poder plantear las cosas así-, y creo que la noción de moda sobrevivirá por encima de vuestra habilidad para manipularla. Permitidme que os muestre algo que he traído conmigo, porque ya sospechaba que la conversación podría llevarnos a este punto. -Metió la mano en el bolsillo y sacó de él un retal de tela de unos treinta centímetros cuadrados. Su fondo era azulado, con motivos florales amarillos y rojos estampados en él. Singularmente bello.

Forester lo tomó del anciano caballero, y lo examinó por encima, sosteniéndolo en su mano.

– Un calicó indio -dijo-, ¿qué tiene de particular?

– ¡No es tal cosa! -gritó Ellershaw. Lo arrebató de las manos de Forester y lo mantuvo en alto menos de un par de segundos antes de que su rostro se contrajera en una mueca-. ¡Ja, ja, viejo zorro! ¿Un calicó indio decís, señor Forester? Esto es tejido de algodón americano, a juzgar por la aspereza de la tela, y yo diría que estampado aquí, en Londres. Conozco todos los estampados indios habidos y por haber, y juraría que este es un estampado londinense, si entiendo algo de eso. El señor Forester es nuevo en el comercio con la India, porque solo un inexperto como él podría cometer un error tan tonto. Un calicó indio, ¡ja! ¿A qué viene esto, señor? -preguntó devolviéndole el retal a Thurmond.

El anciano caballero se mostró complacido en parte, por lo menos.

– El error del señor Forester es comprensible, porque esta tela es muy parecida a la india.

– Este algodón es suficientemente burdo para restregar la costra de hollín de un tiro de chimenea -intervino Ellershaw-. Forester es un cachorro ignorante, repito. No sabe nada de textiles, salvo que es un negocio. No lo toméis a mal, Forester. Siento el mayor respeto por vos, etcétera, etcétera… pero hasta el intelecto más notable puede ser un asno en materia de textiles.

El rostro de Forester estaba ahora de un rojo encendido por efecto de aquel rapapolvo, pero no dijo nada.

– Como ha observado el señor Forester -dijo Thurmond-, el algodón americano puede ser tejido con creciente habilidad para asemejarse a las telas indias. Esta muestra puede no convencer a un entendido como vos, pero tal vez engañará al término medio de las damas que buscan telas para hacerse un vestido. Y, aunque no fuera así, continuamente se están introduciendo nuevos inventos y pronto resultará imposible distinguir lo indio de lo americano. Nuestras hilaturas locales fabrican telas cada vez más ligeras y más parecidas a las indias, y es posible combinar hábilmente la lana y el hilo y conseguir notables efectos. El error del señor Forester es muy comprensible. Yo diría que los tiempos de las importaciones indias están próximos a concluir.

– Niego vuestra argumentación. Puede que el señor Forester no sea capaz de distinguir el algodón americano del de su camisa, pero no hay en toda esta isla una dama elegante o un galán con gusto para la ropa que se dejen engañar tan fácilmente.

– Como os digo, tal vez aún no, pero quizá muy pronto.

– Y, por otra parte, ¿qué es lo que impulsa todos esos nuevos inventos? -preguntó Ellershaw-. Si la gente no puede tener sus prendas importadas de la India, los trabajadores textiles no tienen ninguna razón para mejorar la calidad de sus productos, porque serán los dueños del mercado. Ya lo sabéis: es la competencia lo que aviva el progreso.

– Pero es que no pueden competir con esos trabajadores indios, hombres y mujeres que viven como esclavos y ganan a lo sumo unos pocos peniques al día. Aunque podamos producir aquí textiles que no se distingan en nada de los indios, nos saldrían mucho más caros porque tenemos que pagar más a nuestros trabajadores.

– Los trabajadores tienen que aprender a trabajar por menos dinero -sugirió Forester.

– ¡Y un cuerno, señor Forester, y un cuerno! Los hombres necesitan comer, y dormir, y vestirse. No podemos pedirles que se arreglen con menos porque los mogoles de las Indias pueden exigir eso a su pueblo. Por eso precisamente nos hace falta esa legislación. ¿Acaso no es la misión del gobierno adelantarse a resolver esos problemas?

– No debería serlo -objetó Ellershaw-. He pasado toda la vida dedicado al comercio, y si algo he aprendido es que el gobierno no es la solución para nuestros problemas. Más bien, señor, el gobierno es el problema. Una sociedad en la que impere el libre cambio, en la que el hombre de negocios no se vea abrumado o coartado por los impuestos, es la única sociedad realmente libre que cabe imaginar.

– ¿Qué libertad es esa? -preguntó Thurmond-. Yo ya conozco vuestras libertades, señor. Sé que la Compañía de las Indias Orientales tiene intereses en más de un taller, y que conspiráis para que la justicia arreste a tejedores de seda y los condene a urdir la seda allí sin recibir ningún salario. Y que vos mismo, gracias a vuestras influencias, habéis promovido la creación de colonias de trabajadores de la seda fuera de la metrópoli, donde los salarios son más bajos.

– ¿Y qué mal hay en eso? -preguntó Ellershaw.

– ¿Pensáis que el mundo es ciego y no ve vuestros planes? ¡Pero si incluso he oído que tenéis agentes de la Compañía entre los trabajadores de la seda! Los hombres en quienes confían a menudo los pobres trabajadores para que velen por sus intereses miran, en realidad, por los intereses de quienes los están oprimiendo. Tratáis de reducir los salarios de los trabajadores de la seda, para que su actividad deje de ser viable. Vuestro plan para el futuro es conseguir que la fabricación de la seda local sea tan difícil, que se cree un clamor popular en demanda de más importaciones indias.

Pensé en el hombre de Devout Hale detenido por el alguacil y condenado a trabajar en aquel taller. Ahora me daba cuenta de que había caído en una trampa montada por la Compañía de las Indias Orientales con objeto de acabar con la competencia. ¿Y qué posibilidades de éxito tenían Hale y sus hombres? Eran gente sencilla, que tenían que vivir y comer y mantener a sus familias. La

Compañía llevaba funcionando cien años, y con seguridad seguiría en pie otros cien años más. Era algo así como si los mortales lucharan con los dioses.

Thurmond, que tal vez tenía ahora la lengua demasiado suelta por efecto del vino, seguía reprendiendo a Ellershaw:

– Hacéis lo que os place, perjudicáis a cuantos queréis, ¿y aún tenéis la osadía de calificaros de Honorable Compañía? Mejor haríais en llamaros la Compañía del Diablo, si hay que ofrecer una cara auténtica. Aprisionáis y doblegáis los ánimos, y buscáis acaparar todo el comercio… y aun así, habláis de libertad. ¿Qué clase de libertad es esta?

– La única libertad imaginable, señor. Una república del comercio que abarca todo el globo, en la que podamos comprar y vender sin preocuparnos de tasas u obligaciones. Es la evolución natural de las cosas, y lucharé por conseguir este ideal.

Thurmond ahogó una risita escéptica en su vaso.

– Un mundo controlado por quienes solo están interesados en acumular bienes y beneficios debe ser, ciertamente, un mundo aterrador. A las compañías solo les preocupa ganar todo el dinero que puedan. Los gobiernos, por lo menos, miran por el bienestar de todos… por los pobres, los que no han tenido suerte en la vida, e incluso por los trabajadores, cuyo trabajo hay que cultivar en lugar de explotarlos.

– Se os llena la boca hablando de los trabajadores -intervino Forester-.Vos poseéis una gran hacienda en la que la cría del ganado lanar es vuestra principal fuente de ingresos. ¿No es vuestro propio beneficio, vuestras inversiones en el comercio de la lana, más que el interés de los trabajadores, lo que os mueve a poner trabas al negocio de la importación?

– Es verdad que obtengo mis rentas de la lana, pero no veo por qué debería ser condenado por ello. Mis tierras crean riqueza, sí, pero también crean empleo y bienes para los que viven en ellas, los que trabajan la lana que producimos, los que venden nuestros productos. Hay una gran cadena de beneficios que arranca de los bienes producidos en el propio país. Las importaciones, si bien pueden beneficiar a unos pocos y satisfacer los gustos de quienes siguen la moda, no contribuyen al bien general.

– La riqueza de la nación es el mayor bien, señor, el único bien general. Y cuando los comerciantes y los hombres industriosos de la nación se enriquecen, todas esas bendiciones se extienden a cuantos viven en el país. Esa es la pura verdad, señor, y muy sencilla de entender, además.

– Me temo que podríamos seguir dando vueltas a todo esto durante un siglo, y jamás conseguiríamos convencer a nuestro amigo -dijo Forester-. Será mejor que comprendamos que él tiene una postura como tenemos nosotros la nuestra, y que cada uno tenemos que vivir en consecuencia.

– Sí, sí… una actitud muy diplomática, señor Forester. Pero la diplomacia no nos conducirá a ninguna parte y es, a mi entender, una señal de debilidad. Aun así, reconozco que vuestros esfuerzos son bienintencionados. El espíritu de amistad y todo eso…

– Así es. Y ahora, caballeros, os ruego que me excuséis. Me temo que debo partir pronto esta noche -dijo Forester levantándose de su butaca.

– ¿Os aguarda alguna otra reunión más importante, señor? -preguntó Ellershaw en un tono de voz no tan descortés como sus palabras, aunque sin poder ocultar que hablaba con toda la malicia de un depredador agazapado.

– No, no… nada de eso. Mi mujer me dijo antes que no se encontraba bien, y me di cuenta de que deseaba que regresáramos temprano a casa.

– ¿Que se encuentra mal, decís? ¿Estáis quejándoos de la cena que os he ofrecido?

– No, os lo aseguro. Nos ha encantado vuestra hospitalidad, pero ha sufrido últimamente un resfriado y temo que pueda estar recayendo.

– No es sorprendente en una mujer de su edad. Hay que casarse con jóvenes, no con mujeres ya mayores. Este es el consejo que os hubiera dado, Forester, de haberme pedido vos que os aconsejara bien. Sí, sí… ya sé que vuestro padre os obligó a casaros con esa bruja por su dinero, pero hubierais podido hacer más mella en él si os hubieseis negado a escuchar su insensato consejo.

Viendo que Forester estaba demasiado atónito para responder, Thurmond se ofreció voluntario para lanzar un poco de agua al fuego del discurso de Ellershaw:

– No veo yo qué cambio pueda suponer la diferencia de edades en la felicidad del matrimonio, si hay compatibilidad en la pareja.

Forester no dijo nada, pero la expresión de su rostro evidenció que aquel enlace suyo no era ni mucho menos compatible.

Ellershaw, sin embargo, prefirió soslayar este significado.

– Sentaos, Forester -dijo-.Aún tenemos muchas cosas que discutir.

– Preferiría no hacerlo -objetó Forester.

– Y yo os digo que os sentéis -replicó Ellershaw, que se volvió después hacia Thurmond-: Este chico piensa ocupar mi puesto en Craven House, ya sabéis. Pero haría bien en aprender cuándo debe un hombre quedarse y cuándo ha de marchar.

A Thurmond no podía gustarle la creciente tensión que se notaba en la atmósfera, así que se puso en pie.

– Quizá debería marchar también yo…

– ¿Qué es esto? ¿Un motín? ¡Todos los hombres a cubierta! -gritó Ellershaw.

– Ya es tarde, y yo soy un viejo -dijo Thurmond-. Nos iremos para dejaros tranquilo.

– No necesito tranquilidad. Siéntense vuestras mercedes y permitan que siga obsequiándoos.

– Sois muy amable, señor -respondió Thurmond con una sonrisa forzada, pues ciertamente se había hartado ya de la compañía de Ellershaw-, pero me temo que he tenido un día muy duro.

– Tal vez no me haya expresado con claridad -dijo Ellershaw-, pero debo insistir en que no os marchéis. Aún no hemos concluido nuestro negocio.

Thurmond, que estaba ya de pie junto a su butaca, se volvió para estudiar a su anfitrión.

– ¿Qué decís, señor?

– Que no podéis iros. ¿O pensáis que he invitado a cenar con nosotros a un púgil judío solo por su agradable trato y erudición? ¡No seáis zoquete! Señor Weaver… ¿tendréis la bondad de encargaros de que el señor Thurmond ocupe de nuevo su asiento?

– Debo protestar, señor Ellershaw -dijo Forester-, pues no puedo pensar que esto sea correcto.

Ellershaw dio un puñetazo sobre la mesa.

– Nadie os ha pedido vuestra opinión -rugió. Pero luego, como quien apaga de un soplido una vela, su ira se calmó, y añadió cortésmente-: Tenéis mucho que aprender, Forester, y os lo enseñaré de buen grado. Thurmond no se va a ninguna parte, os lo aseguro, así que creo que vos deberíais sentaros de nuevo.

Forester obedeció.

Entonces, Ellershaw se volvió hacia mí:

– Encargaos de que el señor Thurmond ponga su culo en su butaca.

Comprendí de nuevo que el señor Ellershaw esperaba de mí que actuara como su sicario, y una vez más deseé no prestarme a su juego. Sin embargo, comprendí también que esta vez no era igual que el incidente del almacén. Si me negaba a obedecer sus órdenes, él no respondería con un guiño y un gesto de asentimiento. No… en esta ocasión tendría que ganar tiempo y ver hasta dónde deseaba forzar la situación aquel animal. Y me dije a mí mismo que sin duda tenía que comprender que a un hombre que se resistía a golpear a un simple vigilante de almacén no se le podía obligar a infligir ese trato a un anciano parlamentario. Eso esperaba, al menos.

Como no se me ocurrió nada mejor, me puse de pie también y fui a situarme entre el señor Thurmond y la puerta. Luego me crucé de brazos e intenté aparentar un firme estoicismo.

– ¿Qué es esto, señor? -preguntó Thurmond tartamudeando-. No podéis estar pensando en retenerme contra mi voluntad…

– Me temo que sí puedo, señor. ¿Qué podríais hacer para impedírmelo?

– Puedo acudir a un magistrado, y estad seguro de que lo haré si no me dejáis marchar en este mismo instante.

– ¡Un magistrado! -repitió Ellershaw dejando escapar una risotada-. ¡Habla de magistrados, Forester! ¡Esta sí que es buena! Lo cierto es que, para ir a hablar con un magistrado, se os tendrá que permitir primero que salgáis de aquí. Pero aun suponiendo que yo os lo permitiera (salir de esta casa, quiero decir, sin sufrir una apoplejía o un ataque fatal que nadie encontraría extraño en una persona de vuestra edad), ¿quién daría crédito a una historia tan ridícula? ¿Y a quién pensáis vos que prestaría mayor atención el juez, señor? ¿A la Compañía de las Indias Orientales, que recompensa a los magistrados por enviar tejedores de seda a sus talleres, o a vos, a quien el magistrado no os debe nada? Al magistrado, por supuesto.

Ellershaw se puso en pie y se acercó a su invitado, que estaba ahora pálido y agitado por temblores: miraba a un lado y a otro, y sus labios se movían como si murmurara una oración, aunque no creo que articulara ninguna palabra.

– Os he pedido que os sentarais -dijo Ellershaw, y dio al anciano un fuerte empellón en el pecho.

– ¡Señor! -protestó Forester.

Thurmond cayó de espaldas en su butaca, y se golpeó la cabeza contra el respaldo de madera. Yo me moví de donde estaba para verle mejor la cara, y me di cuenta de que tenía los ojos enrojecidos y húmedos. Seguían temblándole los labios, pero luego, dominando sus emociones, se volvió a Forester diciéndole:

– No os preocupéis, señor. Pronto acabaremos con esta indignidad.

Ellershaw regresó a su asiento y buscó con los ojos la mirada de Thurmond.

– Os lo diré sin tapujos. Esta sesión del Parlamento votará una revocación de la ley de 1721. Vos apoyaréis la revocación. Si habláis a favor de anular esa ley, si os convertís en el portavoz de la libertad de comercio, habremos ganado.

– ¿Y si me opongo a eso? -logró decir Thurmond.

– Hay un hombre en vuestra circunscripción, señor, un tal Nathan Tanner. Quizá conozcáis su nombre. Me han asegurado que, si a vos os ocurriera algo, él saldría elegido en las elecciones, y puedo prometeros que, a pesar de las apariencias, adoptará el punto de vista de la Compañía. Preferiríamos mucho más que fuerais vos quien abogara por nosotros, no os lo niego… Pero emplearemos a Tanner, si es preciso.

– Pero yo no puedo hacer eso -dijo Thurmond, mientras la saliva se le escapaba de la boca al escupir las palabras-. He construido mi vida, toda mi carrera, defendiendo los intereses de la lana. Será mi ruina, me convertiré en el hazmerreír de todos.

– Nadie podrá creer que hayáis cambiado de posición -sugirió Forester.

Ellershaw no prestó atención al joven.

– No tenéis que inquietaros, Thurmond, por vuestra ruina o. como acaba de observar mi amigo, por lo que pueda pensar de vos la gente. Si servís a la Compañía, la Compañía os servirá a vos con toda seguridad. Si tenéis el deseo de seguir en el Parlamento, encontraremos un lugar para vos. Y si ya os hubierais cansado del servicio público (un sentimiento que, después de tantos años, ninguno os podría reprochar), os buscaremos un puesto muy lucrativo en la Compañía. E incluso, si ponéis suficiente entusiasmo en nuestro apoyo, otro puesto así para vuestro hijo. Sí… tengo entendido que al joven señor Thurmond le está costando mucho encontrar un puesto en la vida… Demasiado aficionado a la bebida, dicen… Seguro que le gustaría heredar algún día la sinecura de su padre en la Compañía de las Indias Orientales. Imagino que eso tranquilizaría mucho el espíritu de un padre.

– No puedo dar crédito a lo que estoy oyendo -replicó Thurmond-. Jamás pensé que os rebajaríais a emplear la tuerza y las amenazas de violencia.

– Admiro vuestro celo, señor Ellershaw -intervino Forester-, pero me parece que estáis vendo demasiado lejos.

– Cerrad el pico, Forester -le espetó Ellershaw-, o seréis vos el próximo en encontraros en una situación de lo más incómoda. No tengo la más mínima duda de que el señor Weaver tendrá en aplicaros a vos una décima parte de la repugnancia que siente en darle a Thurmond el tratamiento que le he pedido que le diera.

Agradecí que ninguno de ellos me mirara ni esperase una respuesta de mí.

– Creed lo que os plazca -dijo Ellershaw-. Lo tenéis ante vuestras propias narices, ¿no? Y tenéis que entender que existe una enorme diferencia moral entre el uso de la fuerza para liberar y su empleo para la conquista. Yo utilizo la fuerza contra vos para ayudar a liberar al comerciante británico, para que no sea esclavo para siempre de la tiranía de los reglamentos y cupos.

– Tenéis que estar loco para utilizarme así -dijo Thurmond.

– No, loco no, os lo aseguro -respondió Ellershaw-. El sol de las Indias ha aguzado mis armas, eso es todo. He aprendido mucho de los líderes de Oriente, y sé que es posible obtener una victoria decisiva en diferentes casos por vías diferentes. No me conformo con intentar simplemente influiros, señor, y esperar luego que todo salga bien. Os he expuesto mi punto de vista, para que comprendáis mi propósito y mi voluntad de hacer lo que es necesario. Ahora os toca a vos actuar. Debéis saber que la Compañía tiene muchos oídos en el Parlamento. Si a ellos no les llega, y pronto, que estáis comenzando a opinar en términos favorables por la revocación de la ley, recibiréis una visita del señor Weaver, quien no tendrá con vos ninguno de los miramientos que está ejercitando esta noche.

– No consentiré esa clase de amenazas -se indignó Thurmond.

– No tenéis elección -replicó Ellershaw, que se levantó de su asiento y se acercó al hogar, del que retiró un atizador ahora candente-. ¿Estáis familiarizado con los detalles de la forma como encontró la muerte el rey Eduardo II?

Thurmond se quedó mirándolo fijamente sin atreverse a decir nada.

– Le introdujeron en los intestinos a través del ano un atizador al rojo vivo. Vos ya lo sabéis, claro. Todo el mundo lo sabe. Pero… ¿sabéis por qué le hicieron eso? La gente piensa, en general, que se trató de un castigo adecuado a sus tendencias sodomíticas, como lo entendieron sus contemporáneos y como pienso que idearon sus asesinos valorando la ironía de tan trágico final para su vicio. Pero lo cierto es, señor, que lo mataron de esa forma para no dejar marcas visibles en su cuerpo. Si el atizador es suficientemente fino y se inserta con todo cuidado, no quedarán señales en el cadáver que revelen cómo murió. Bien, vos y yo sabemos que hoy debe investigarse a conciencia la muerte de un rey; pero ante la muerte de un viejo decrépito como vos… ¿quién iba a plantearse alguna duda?

Forester se levantó.

– No puedo soportar esto más, señor -dijo.

– Marchaos, si queréis -replicó Ellershaw encogiéndose de hombros.

Forester miró a Thurmond, y después a Ellershaw. No hizo ningún esfuerzo por mirarme a mí. Con la mirada baja y la actitud de un perfecto cobarde, aceptó la invitación de Ellershaw y salió de la habitación.

Ellershaw devolvió el atizador a la chimenea y regresó después a la mesa. Sirvió una copa de vino para el señor Thurmond y otra para el. Hecho lo cual, alzó su copa en alto.

– Por nuestra nueva asociación, señor.

Thurmond no se movió.

– Aceptad el brindis -le dijo Ellershaw-. Sería prudente que lo hicierais.

Tal vez se debiera a aquel pequeño gesto de amabilidad, por grotesco que fuera, pero tuve la sensación de que algo había cambiado. Thurmond extendió el brazo para tomar su copa y, aunque evitó levantarla en respuesta al brindis, se la llevó a los labios y bebió ávidamente.

Debo confesar que me sentí muy decepcionado por su cobardía. De acuerdo… era un anciano y temeroso, además, pero deseé que hubiera reunido el suficiente valor para plantar cara al señor Ellershaw y obligarlo a ir más lejos. Yo me hubiera negado a hacer daño a aquel hombre, y tal vez eso hubiera roto los lazos existentes entre aquel bruto y yo.

– Bueno… -dijo Ellershaw tras un momento de incómodo silencio-. Creo que ya hemos dicho todo cuanto había que decir al respecto. Habíais dicho algo acerca de que deseabais marcharos… Podéis hacerlo, pues.

Reconociendo una pista cuando me la ofrecían, volví a mi asiento y, todavía no sé cómo, me las arreglé para mantener firme mi brazo y beber también yo un sorbo de mi copa.

Thurmond se levantó con sorprendente seguridad. Yo esperaba que un hombre de su edad, con el susto que llevaría encima, estuviera temblando a más no poder, pero tan solo parecía un poco confuso. Apoyó la mano en la manija de la puerta y miró a Ellershaw, que lo despidió con un movimiento de la mano. Al momento siguiente, Thurmond se había ido.

Yo también me volví para mirar a Ellershaw, esperando ver en él, no sé por qué, algún indicio de vergüenza, supongo. Pero, en lugar de eso, me dirigió una sonrisa.

– La cosa ha ido bastante bien, creo.

No dije nada. Procuraba que mi rostro fuera completamente inexpresivo.

– ¿Estáis juzgando mis acciones, Weaver? ¿Un hombre de acción como vos? ¿Un héroe de las batallas encarnizadas?

– No me parece que las amenazas que habéis empleado sean en defensa de vuestros propios intereses -dije.

– ¿Que sirven para defender mis intereses, decís? -replicó en tono desdeñoso-. Sois simplemente el arma que puedo manejar, no el señor al que deba dar cuenta de mis actos. La reunión de la asamblea de accionistas está ya muy próxima, y mis enemigos van a intentar destruirme. Han planeado algo. Sé que lo han hecho y que, si no consigo hacer algún cambio en la naturaleza de las cosas, mi posición en Craven House se derrumbará. En comparación con esto, ¿qué importancia puede tener hundir un atizador en el recto de un viejo?

Era una pregunta que me pareció preferible considerar meramente retórica.

Él inclinó la cabeza una vez, interpretando mi silencio como asentimiento.

– Y ahora podéis iros. Supongo que podréis encontrar la salida vos mismo. Y salid por la parte de atrás, Weaver. Sospecho que mis invitados ya os han visto bastante por esta noche.

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