23

Tuve la suerte de que mis movimientos, mientras iba de un lado para otro emocionado por mi descubrimiento, despertaran a la joven novia, quien, tras unos momentos de confusión, me dijo su nombre y dónde vivía, para explicarme después que se había visto atraída fuera de su hogar por el grito lastimero de una anciana. Una vez en la calle, los tres caballeros con quienes me las había tenido antes la habían raptado y conducido a una taberna donde, bajo la amenaza de herirla, la habían obligado a ingerir grandes cantidades de ginebra.

Aunque escuchó con gratitud mi narración de su rescate, declinó ir a ninguna parte conmigo: una precaución a la que nada pude objetar pues, de haberla tenido antes, no se hubiera encontrado en semejante trance. En consecuencia, envié una nota a su familia y antes de que pasara una hora se presentó un carruaje cuyo lacayo la escoltó y la devolvió a casa tras asegurarme que tenía la gratitud de su señor y que sería recompensado por mi esfuerzo. Aunque hoy, cuando escribo estas memorias, han pasado unos treinta años de aquello, sigo esperando esa recompensa. Pero, en todo caso, una vez se hubo ido la joven de la oficina de matrimonios, me sentí feliz con verme libre de aquella carga.

Esa libertad me permitió reflexionar sobre la boda que había descubierto últimamente. El registro matrimonial indicaba una dirección para la feliz pareja y, aunque tenía pocas esperanzas que la información fuera exacta, me encontré con la agradable sorpresa de ver que sí lo era, pues, sin dificultad ni confusión, pude dar con el paradero de la hija que la señora Ellershaw tenía tantos deseos de mantener oculta.

Me tranquilizó ver que, a diferencia de la última viuda de Absalom Pepper que había podido conocer, la hija de la señora Ellershaw vivía en unos respetables apartamentos en Durham Yard, una calle agradable, aunque ciertamente muy por debajo del lujo en que vivían su madre y su padrastro. Su mobiliario, sin embargo, era de la clase más elegante, pues tenía cómodas, librerías y mesas de madera fina, butacas ricamente tapizadas y una preciosa alfombra oriental. Tanto la dama como su doncella iban vestidas a la última moda con amplias faldas de aros y, en cuanto a la primera, al menos, no se podía decir que le faltaran bordados, encajes y finas cintas en su sombrerito.

La joven me recibió en la salita de la dueña de los apartamentos. Su doncella trajo vino y después fue a sentarse remilgadamente en un rincón a ocuparse amablemente en su costura.

– Siento mucho molestaros, señora, pero tengo que haceros algunas preguntas a propósito de vuestro difunto marido, el señor Pepper.

La hijastra de Ellershaw, a la que debo llamar señora Pepper, a pesar de ser solo una más del pequeño ejército de mujeres que llevaban ahora ese apellido, se mostró muy afectada al oír mencionar a su difunto esposo:

– ¡Oh… el señor Pepper…! Siempre fue el mejor de los hombres, señor… ¡El mejor de los hombres!

No pude menos que advertir la rara circunstancia de que tres mujeres diferentes concluyeran sus observaciones acerca del mismo hombre con palabras idénticas. Por eso pregunté:

– Perdonadme, señora… ¿Oísteis alguna vez que el difunto señor Pepper se describiera a sí mismo exactamente con esas palabras?

La dama se ruborizó prodigiosamente, y comprendí que había dado en el clavo. Difícilmente podía sorprenderme a mí, empero, que un hombre que debía de tener tan alto concepto de sí como para haberse casado con tres mujeres (por lo menos) pudiera tener problemas de vanidad.

– Mi difunto marido -me explicó- era un hombre notable, pero lo habría sido menos de no haber sido capaz de intuir su propia superioridad.

Hice una inclinación de cabeza desde mi butaca, porque por fuerza tenía que aplaudir tanta habilidad lógica.

– Debió de ser una gran bendición para él tener una esposa tan entregada.

– Pido a Dios que lo fuera. Pero decidme, señor…, ¿en qué puedo serviros y qué negocio teníais con mi esposo?

Sí, eso… ¿qué podía ser? Se me ocurrió de pronto que debía haber pensado este asunto con más detenimiento, pero me había ido sintiendo tan a gusto interrogando a las viudas Pepper, que ni siquiera se me había pasado por la cabeza prepararme para abordar las especiales dificultades de esta particular entrevista. Nada sabía de la imagen con que se había presentado a aquella dama el señor Absalom Pepper, así que no podía adoptar esa perspectiva, ni mucho menos tomar el puerto desde el ángulo de mi posición en Craven House, porque tenía motivos para pensar que mi relación con el señor Ellershaw haría que encallara mi barco. Las dos viudas anteriores habían sido lo bastante ingenuas, al menos en mi opinión, para permitirme describir mi ficticia situación con cuatro brochazos, contando con que confiarían en mí. Pero ahora no podía dejar de percibir en los ojos de la dama cierta clarividencia, cuando menos.

Opté, pues, por tomar un curso de acción lo más cercano a la verdad que me fue posible pensar en tan breve espacio de tiempo.

– Veréis, señora… -empecé-. Soy algo así como un alguacil privado. Y estoy indagando actualmente sobre la prematura muerte del señor Pepper. Hay quienes piensan que no se ahogó a consecuencia de un desgraciado accidente, sino más bien como resultado de una acción de incalificable malicia.

La dama ahogó una exclamación y después le pidió a la doncella que fuera a buscarle un abanico. En cuanto tuvo en la mano el maravilloso objeto pintado de color negro y oro con dibujos de estilo oriental, lo agitó varias veces violentamente atrás y adelante y exclamó con voz entre cortada y apremiante:

– No quiero ni oír hablar de eso. Puedo aceptar que haya sido el designio de la Providencia llevarse a mi Absalom tan joven, pero no puedo pensar que se haya debido a la voluntad de un ser humano. ¿Quién podría odiarlo tanto?

– Eso es lo que deseo averiguar, señora Pepper. Puede que en esto no haya nada más a simple vista, pero si alguien quiso hacer daño a vuestro marido, pienso que deberíais conocer la verdad.

Guardó silencio durante un largo rato pero luego cesó de abanicarse frenéticamente y dejó el instrumento en una mesita. En su lugar, tomó mi tarjeta y la examinó una vez más.

– Vos sois Benjamín Weaver -dijo-. He oído hablar de vos, me parece.

De nuevo hice una inclinación de cabeza desde mi butaca.

– He tenido la suerte de recibir alguna notoriedad pública -asentí-. En ocasiones, lamentablemente, las informaciones no han sido demasiado halagüeñas para mí, pero puedo envanecerme de que, en conjunto, la gente de Grub Street me ha tratado con amabilidad.

Ella movía despacio la mandíbula, como si masticara mis palabras.

– No estoy familiarizada con estos asuntos -dijo-, pero me imagino que no puede ser barato contratar a un hombre de vuestra habilidad. ¿Quién está interesado en indagar acerca de la muerte del señor Pepper?

Comprendí ahora que había hecho bien en recelar de su inteligencia.

– Sirvo tanto a los grandes como a las personas sencillas. Y aunque no desdeño ganarme la vida, tampoco rehúyo ocuparme en enderezar los entuertos perpetrados contra los humildes.

Este poco de autobombo no la ablandó en absoluto:

– ¿Y a quién servís en este caso?

Había llegado el momento de poner a prueba mi plan porque, o me dejaba tieso en el campo de batalla, o me llevaba derecho a la victoria.

– Siempre he tenido por costumbre mantener como confidenciales estos asuntos pero, puesto que el hombre en cuestión era vuestro amante marido, sería imperdonable que me anduviera con ceremonias ante vos. He sido contratado por un caballero de la industria de la seda, que piensa que el señor Pepper pudo haber sido víctima de un malicioso atentado.

– ¿La industria de la seda? -preguntó-. ¿Qué interés puede tener su suerte para esas personas?

– Perdonadme, señora Pepper, pero tengo que haceros una pregunta un tanto impertinente… ¿Sabéis de qué manera se ganaba la vida vuestro esposo?

La mujer se sonrojó de nuevo.

– El señor Pepper era un caballero -dijo con gran énfasis.

– ¿No tenía ninguna…?

– Tenia que haber entrado ya en posesión de la herencia de su padre -explicó-, de no ser porque unos abogados rapaces se conjuraron en convertir su herencia en una fuente privada de riqueza, para poder aprovecharse todos de ella. -Volvía a abanicarse con fuerza-. Destinó todo el dinero de mi dote a pagar las costas legales, pero no quisieron hacerle justicia y desde su muerte han seguido igual, hasta llegar al atrevimiento de negar incluso la existencia del pleito.

– Os ruego de nuevo que disculpéis la indelicadeza de mi pregunta…

– Digamos que podéis tener la certeza de que disculpo cualquier impertinencia que pueda haber en vuestras preguntas hasta el momento en que os pida que os marchéis, que será cuando deberéis entender que ya no habrá más disculpa. En cualquier caso, si lo que pretendéis realmente es que se haga justicia para el señor Pepper, podéis pensar que esas preguntas son también en mi propio interés.

– Sois muy amable, señora. Y, en cuanto a lo que quería preguntaros… he indagado un poco en la ciudad y me ha llegado el triste rumor de que vuestra familia no aprobaba vuestro matrimonio.

– Hubo algunos en mi familia que se opusieron a mi matrimonio, pero también he tenido aliados en ella, que me entregaron en secreto mi dote para que el litigio del señor Pepper pudiera ser sostenido con los medios necesarios.

Asentí. Si la señora Ellershaw había tomado partido por su hija en aquel matrimonio clandestino, eso explicaría, cuando menos en parte, el distanciamiento entre la dama y su monstruoso marido.

– De nuevo otra pregunta muy delicada… ¿Me permitís que os pregunte a cuánto ascendió vuestra dote?

De la expresión de su rostro deduje que aquello había estado a punto de provocar el final de la entrevista, pero, por lo visto, lo pensó mejor:

– Aborrezco hablar de estas cosas, pero la suma ascendió a mil quinientas libras.

Me costó bastante esfuerzo escuchar aquella enorme cifra sin que se alterase mi cara.

– ¿Y toda esa suma se perdió en gastos legales?

– Por horrible que pueda parecer, así fue. Estos abogados no saben otras cosa que mentir y perder el tiempo en argucias y demoras.

Hice unos cuantos comentarios de simpatía para ocultar mi incredulidad.

– ¿Se os ocurre alguna razón por la que los trabajadores de la seda de esta ciudad pudieran estar interesados en provocar el desgraciado accidente de vuestro marido?

– No tengo ni idea -respondió.

– ¿Os habló alguna vez de máquinas de tejer seda? ¿Lo visteis tomar notas acerca de ellas, elaborar proyectos o algo de parecida naturaleza?

– Como ya os he dicho, él era un caballero por nacimiento y no buscaba otra cosa que la herencia que le correspondía. Me parece que lo confundís con un especulador de Change Alley.

– Debe de ser un error mío, entonces -dije, sumando a mis palabras la tercera inclinación de cabeza dada en nuestra entrevista.

– ¿Qué os dijeron esos hombres, señor? ¿Por qué tendrían tanto interés en el señor Pepper?

Solo podía esperar que supiera tan poco de cómo funcionan estos asuntos, que mi mentira no la sorprendiera:

– No les he preguntado al respecto.

– ¿Y creen saber quién pudo querer hacerle daño?

Al llegar a este punto, decidí asumir un riesgo considerable. Si aquella mujer optaba por dar cuenta de mis acusaciones a su padrastro, yo me habría quedado sin disfraz, y temblaba de pensar en las consecuencias que eso tendría para mis amigos.

– Os lo diré por respeto a vos y a vuestra pérdida, pero debéis darme vuestra palabra de que no se lo diréis a nadie. Hay redes de comunicación y de rumores, canales de información que obstaculizarían mi búsqueda de la justicia y que acaso pondrían también mi vida en peligro si lo que voy a deciros trascendiera prematuramente. Por grande que sea la ira que engendre dentro de vos esta acusación, debéis mantenerla oculta en vuestro pecho.

Su cabeza se volvió con violencia a la izquierda.

– Sal de la habitación, Lizzy -ordenó.

Aquello sorprendió a la doncella que estaba sentada en la silla. Dejó de coser, pero no hizo ningún movimiento.

– Sube arriba inmediatamente te digo. Si en un momento no oigo crujir los escalones que conducen al piso, ya puedes ir buscando otro trabajo y no cuentes con que te dé referencias.

Esta amenaza le dio a la muchacha el incentivo que necesitaba, y se apresuró a salir de la habitación.

Tomé un sorbo de mi vino, que se había quedado ya frío y dejé el vaso sobre la mesa.

– Os ruego que tengáis en cuenta que esto no es más que una acusación. Pero lo cierto es que hay hombres entre los trabajadores de la seda de esta ciudad convencidos de que la muerte del señor Pepper fue tramada por la Compañía de las Indias Orientales.

Su rostro perdió de pronto hasta la última pincelada de color, y sus miembros comenzaron a temblar violentamente. Tenía los ojos congestionados, pero no salía de ellos ninguna lágrima. Después, de súbito, se puso en pie con tanta violencia que por un instante temí que fuera a lanzarse contra mí. Pero, en vez de eso, se marchó de la sala cerrando la puerta de golpe.

Yo me quedé sin saber cómo comportarme. ¿Era aquello el final de la conversación? Llamé a la servidumbre, pero no respondió nadie. Después, al cabo de lo que me pareció un rato interminable, pero que quizá no pasarían más de cinco minutos, reapareció la señora Pepper. Como no se sentaba, me levanté yo para que se cruzaran nuestras miradas de lado a lado de la habitación.

– Lo trajeron aquí, ¿sabéis? -me dijo-. Sacaron su cadáver del río y lo trajeron a nuestra casa. Yo tomé sus manos frías entre las mías y lloré sobre él hasta que mi médico insistió en que me retirara. Jamás he conocido una tristeza y una pérdida tan grandes, señor Weaver. Si el señor Pepper fue asesinado por una trama criminal, necesito que lo averigüéis. Sea lo que sea lo que os paguen esos trabajadores, yo os recompensaré con el triple. Y si averiguáis que ha sido cosa de la Compañía de las Indias Orientales, yo estaré a vuestro lado y me aseguraré de que paguen por sus crímenes.

– Tenéis mi palabra…

– Vuestra palabra no significa nada para mí -replicó-. Volved cuando tengáis algo que decirme. Y entretanto, no me molestéis con especulaciones ociosas. No puedo soportar el dolor.

– Por supuesto, señora Pepper. Me esforzaré en…

– Esforzaos en salir de esta casa -dijo-. De momento, eso bastará.

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