20

Ahorraré al lector, y a mí mismo, las escenas de pesar que me vi obligado a vivir. Solo diré que, para cuando llegué a la casa, muchos de los vecinos estaban ya en ella y que las damas que conocían a la familia se esforzaban en darle a mi tía el pequeño consuelo que se ofrece en tales ocasiones. Mi tío había estado enfermo, sí, y sus perspectivas de vida eran ya limitadas, pero ahora comprendía que mi tía jamás había pensado que el fin fuera inminente. Próximo, sí, y tal vez más de lo que ella hubiera creído nunca, pero no ese año, ni el próximo, ni quizá dentro de otro más. Pero ahora su gran amigo, su protector y compañero, el padre de su desaparecido hijo, había desaparecido también. Y aunque yo me había sentido muchas veces descorazonado por mi soledad, jamás me encontré tan solo como se sentía ahora ella sin su esposo.

Los hombres de la funeraria habían retirado ya el cuerpo de mi tío para lavarlo y disponer luego el cadáver en una mortaja. Uno de ellos, como yo sabía, estaría encargado de montar guardia junto al cadáver, para que no estuviera solo ni un instante. Siempre ha sido nuestra costumbre enterrar al difunto cuanto antes, en el mismo día del fallecimiento, si es posible, y tras hacer algunas preguntas me enteré de que algunos de los socios de mi tío, el señor Franco entre ellos, habían tomado ya las disposiciones oportunas. Un representante del Ma'amad, el consejo rector de la sinagoga, nos informó de que el funeral había sido fijado para las once de la mañana siguiente.

Escribí una nota al señor Ellershaw para decirle que no estaría en Craven House al día siguiente, explicándole también el motivo. Recordando la advertencia de Edgar, envié otra al señor Cobb en la que le comunicaba la muerte de mi tío, le avisaba de que estaría ausente un par de días y le decía que, puesto que estaba convencido de que sus acciones habían acelerado el final de mi tío, le aconsejaba que tuviera el buen sentido de no molestarme.

Finalmente transcurrió como pudo aquella larga noche. Desaparecieron los que habían venido a dar el pésame y yo me quedé en la casa junto con varios de los amigos más íntimos de mi tía. Le pedí al señor Franco que se quedara, pero él declinó hacerlo diciendo que era solo un amigo reciente de la familia y que no deseaba imponer su presencia.

Como ha sido siempre la costumbre, los amigos acudieron a la mañana siguiente con algunas comidas preparadas para los de la casa, aunque mi tía no probó nada más que algo de vino mezclado con agua y un poco de pan. Sus amigas la ayudaron a arreglarse y luego fuimos todos a pie hasta la sinagoga magistral de Bevis Marks, la gran fundación debida a los esfuerzos de los judíos portugueses por establecer su hogar en Londres.

Aunque sumida en el día negro y sin horizonte del dolor, debo pensar que sirvió de algún consuelo a mi tía ver lo lleno que estaba el edificio de personas que habían acudido a despedir a su difunto esposo. Mi tío tenía muchos amigos entre nuestra comunidad, pero también había muchos miembros de la raza tudesca e incluso comerciantes ingleses. Si hay algo que admiro del culto cristiano es que los hombres y las mujeres se sienten juntos en él, por lo que ese día lamenté más que nunca nuestra costumbre de separarnos unos de otros pues deseaba estar junto a mi tía para consolarla. Aunque tal vez esa necesidad de consuelo fuera más mía que de ella, porque sabía que estaba con sus amigas, mujeres que le ofrecían la amistad que ella deseaba y que -debo reconocerlo- la conocían mucho mejor que yo. Para mí había sido siempre una mujer silenciosa y simpática, tan dispuesta a darme enseguida de niño un dulce o un pedazo de tarta como, ya de mayor, una palabra amable. Sus amigas íntimas sabrían decirle palabras que le llegaran al corazón, mientras que yo era demasiado torpe y me sentía demasiado abrumado para encontrarlas.

Pero también yo contaba con el consuelo de mis amigos. Desde mi llegada al vecindario de Duke's Place, me había sentido abrazado calurosamente y ahora estaba sentado entre muchas personas que me querían bien. Elias se hallaba a mi lado. Había omitido mi deber de informarle de la muerte de mi tío, supongo que en parte por orgullo, pues no quería que me viera abatido por la tristeza, pero mi tío era una persona muy conocida en toda la ciudad y no había tardado en enterarse de la noticia de su fallecimiento. Debo reconocer que me sorprendió que conociera tan bien nuestras tradiciones como para abstenerse de enviar flores, al contrario de lo que hubiera hecho en el caso de tratarse de un funeral cristiano, y que, en su lugar, hablara con el encargado de la sinagoga de ofrecer en memoria de mi tío un presente adecuado para alguna causa caritativa.

El día era frío y desapacible, lleno de oscuros nubarrones, pero sorprendentemente libre de viento, lluvia o nieve, de manera que, cuando nos retiramos hacia el cementerio próximo, hasta el clima me pareció adecuado para la ocasión: helado y cruel, pero también ajeno al deseo de aumentar nuestro dolor; acentuaba nuestra tristeza, sin buscar distraernos de ella.

Una vez concluidas las oraciones, arrojamos por turno una paletada de tierra sobre el sencillo ataúd de madera. Ciertamente hay en esto un capítulo en el que estoy convencido de que los judíos aventajan a los cristianos: no entiendo por qué los miembros de las iglesias cristianas se empeñan en vestir a sus difuntos con toda clase de ricas prendas y enterrarlos en ataúdes ornamentados, como si suscribieran las supersticiones de los antiguos reyes egipcios. Según lo veo yo, el cadáver es algo sin vida. La conmemoración debería consistir en celebrar el inefable tránsito del ser, y no en honrar la materialidad de los restos, por lo que semejante tratamiento ostentoso es solo producto de la vanidad terrena y no esperanza de una recompensa celestial.

Terminado el funeral, regresamos lentamente a la casa de mi tía, donde iniciaríamos el tradicional período de diez días de luto. Es costumbre entre los míos que en ese tiempo no se deje sola a la persona que llora la pérdida del ser querido, sino que reciba visitas a lo largo del día que le ofrezcan alimentos y cuanto necesite para vivir sin que las preocupaciones de la vida diaria la turben. En esto sentí una gran consternación, porque pensaba que era responsabilidad mía atender a las necesidades de mi tía y, sin embargo, no iba a poder alejarme de Craven House y de Cobb durante esos diez días. La reunión de la junta iba a tener lugar precisamente el último día del luto, y yo iba a tener que ayudar a Ellershaw, como se me había encargado. No podía sustraerme a mis obligaciones sin poner en peligro a Elias y al señor Franco. Cobb podría concederme un par de días, pero yo sabía muy bien que esperar algo más que eso hubiera sido forzar excesivamente los límites de su humanidad.

Mientras pasaba entre la multitud de amigos y personas que habían acudido a la ceremonia fúnebre, noté una mano sobre mi hombro. Me volví y me encontré a Celia Glade caminando a mi lado. Reconozco que el corazón me dio un brinco y que, durante un instante maravilloso y fugaz, olvidé la profundidad de mi tristeza y sentí la alegría, el gozo inconfundible de su presencia. Y aunque volvió a mi corazón el recuerdo de mi pena, hubo otro momento, más deliberado, en el que me permití no pensar en las turbadoras verdades acerca de esa dama, como la de no saber ciertamente quién era, si se trataba de una judía, como pretendía, si estaba al servicio de la corona francesa o qué era lo que deseaba de mí. En aquel momento me permití pensar que todas aquellas preguntas eran simples trivialidades y me abandoné a la sensación de que ella sentía afecto por mi.

Me aparté a un lado, bajo un toldo, y ella me acompañó sin retirar la mano de mi brazo. Algunos de los asistentes al funeral nos observaban con interés, así que me introduje en un callejón que daba a un patio abierto, un lugar que sabía que encontraría limpio y seguro, y al que ella me siguió.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -le pregunté.

Vestía de negro, lo que no hacía sino destacar el color azabache de sus cabellos y sus ojos e iluminar aún más el tono claro de su piel. Después de la ceremonia se había levantado algo de viento, que ahora agitaba guedejas de su pelo bajo el sombrero oscuro.

– He sabido lo de vuestro tío. No hay secretos entre los judíos, ya lo sabéis. He venido a expresaros mi pena. Sé que vos y vuestro tío estabais muy unidos, y lamento vuestra pérdida.

– Es curioso que sepáis mis sentimientos por él, porque yo nunca os había hablado de ello. -Mi voz era grave, firme. No sabría decir por qué adoptaba esta actitud con ella salvo que fuese porque necesitaba que fuera alguien en quien poder confiar hasta el punto de no poder reprimir el impulso de desechar toda duda.

Ella se mordió los labios, sintiéndose descubierta, y después pestañeó un instante.

– Debéis saber, señor Weaver -dijo-, que sois un personaje notorio entre los judíos, y entre los ingleses también. Vuestros amigos y familiares son bien conocidos en los medios de Grub Street. No puedo evitar que asignéis algún significado siniestro a mi visita, pero desearía que no tuvierais motivos para ello.

– ¿Y por qué ese deseo vuestro? -pregunté en un tono más suave.

Ella extendió el brazo una vez más para apoyar la mano en mi hombro, solo por un instante. Luego lo pensó mejor por las circunstancias, por el lugar donde estábamos…

– Lo deseo porque… -Sacudió levemente la cabeza-. Porque es lo que deseo… No se me ocurre mejor manera de expresarlo.

– Señorita Glade… -dije-, Celia… No sé qué sois. Ignoro qué queréis de mí.

– Callad -dijo, con la voz de una madre tranquilizando a su pequeño. Después levantó dos dedos y rozó suavemente mis labios con ellos-. Soy vuestra amiga. Eso ya lo sabéis. El resto son solo detalles… detalles que se revelarán dentro de un tiempo. No en este instante, sino cuando llegue el momento. Por ahora, sabéis lo que importa, sabéis la verdad en vuestro corazón.

– Pero yo necesito… -empecé, y de nuevo sus dedos me hicieron callar.

– No -dijo-. Ya hablaremos de eso más tarde. Vuestro tío ha muerto y debéis llorarlo. No he venido aquí para impulsaros a algo, haceros preguntas u obligaros a abrir vuestro corazón. Solo estoy aquí por respeto a un hombre al que no conocí, pero del que he oído contar grandes cosas. Y he venido a ofreceros lo que puedo y a deciros que os llevo en mi corazón. Eso es todo lo que puedo hacer. Solo tengo la esperanza de que eso os baste, aunque no sea mucho, y ahora os dejaré con vuestra familia y vuestros amigos portugueses. Y, cuando deseéis saber más… bueno… siempre podéis buscarme en las cocinas…

Sus labios se curvaban en una sonrisa irónica y después se inclinó hacia mí y me besó, suave y fugazmente, en los labios, antes de salir del callejón mientras yo me volvía para ver cómo se alejaba.

En el transcurso de esta conversación, el sol había salido por un pequeño resquicio entre las nubes y lucía ahora sobre el lugar donde el callejón se abría al patio. Mientras mirábamos ambos hacia allí, pudimos ver una figura recortada contra la luz: la de una mujer alta y esbelta, vestida de negro, cuyas ropas se agitaban por efecto de la brisa que movía asimismo sus cabellos que escapaban de su sombrero.

– Lo siento -me dijo-. Te vi entrar en el callejón, pero ignoraba que no estabas solo.

No podía ver el rostro, pero reconocí enseguida su voz. Era mi prima viuda, la nuera de mi difunto tío, la mujer con la que yo había deseado casarme. Era Miriam.


Allí estaba una mujer que había preferido no ya solo a otro hombre, sino a otros hombres por encima de mí. Que había rechazado mis propuestas de matrimonio mas veces de las que yo podía contar sin esforzarme en hacerlo. Y a la que, sin embargo, pensé por un momento que debía decirle algo, explicarle qué estaba haciendo con Celia Glade, disculparme, ofrecerle una historia falsa pero convincente. Pero enseguida recapacité. No le debía ninguna explicación.

Algo le debía, con todo, porque había prometido que no volvería a dirigirme la palabra jamás y, sin embargo, estaba allí hablándome. Miriam había considerado siempre su condición demasiado elevada para aceptar convertirse en la esposa de un cazarrecompensas y por eso había preferido casarse con un miembro del Parlamento llamado Grifin Melbury y convertirse a la Iglesia de Inglaterra. Desgraciadamente, Melbury se había visto implicado, y no poco, en los escándalos ocurridos en las últimas elecciones parlamentarias; aunque yo al principio me había sentido inclinado a aceptar a regañadientes sus merecimientos, al final su auténtico e insidioso carácter había acabado por mostrarse a la luz… para mí, ya que no para su esposa. Miriam, a pesar de todo, me hacía responsable de la ruina y la muerte de aquel hombre y, aunque yo había adoptado la norma de no aceptar ni negar mi responsabilidad, ella sabía que a mí no me caía bien su marido y que no podía sentir ningún pesar por su desgracia.

No tardé en darme cuenta de que la señorita Glade era la persona que podía resultarme más útil para resolver aquel embarazoso momento, porque no pareció advertir o ser presa de sus dificultades. Se adelantó y le tendió la mano a Miriam.

– Señora Melbury… -le dijo-. He oído hablar mucho de vos. Soy Celia Glade.

¿Cómo era posible que hubiera oído hablar de Miriam?, me quedé con las ganas de preguntar. A diferencia de mis tratos con mi tío, esto otro era algo que jamás había salido en los periódicos. Celia podía decirme que confiara en ella, pero ¿cómo iba a poder hacerlo si no podía fiarme de sus intenciones? Sabía demasiadas cosas acerca de mí.

Miriam estrechó brevemente la mano que se le ofrecía y esbozó a su vez un saludo.

– Encantada -dijo. Después se volvió hacia mí-: No puedo ir a casa. Solo quería decirte que siento mucho tu pérdida. Nuestra pérdida. No siempre he estado de acuerdo con tu tío en todas las cosas, pero lo apreciaba mucho y lo echaré de menos. Todo el mundo lo echará de menos.

– Eres muy bondadosa -le dije.

– No digo más que la verdad.

– Y ahora supongo que volverás a dejar de hablarme… -comenté, adoptando cierta frivolidad en mi forma de hablar.

– Benjamín, yo… -Pero, fuera lo que fuese lo que iba a decir, lo pensó mejor. Y, en lugar de decirlo, tragó saliva con dificultad, como obligándose a callar las palabras-. Eso es precisamente lo que haré -dijo, y me volvió la espalda.

Yo permanecí inmóvil, viéndola alejarse, contemplando el espacio donde había estado, intentando, como insistía Celia, escuchar la voz de mi corazón. ¿La amaba aún? ¿La había amado alguna vez? En momentos así, uno se interroga sobre la naturaleza del amor, si es algo real o una ilusión complaciente y exagerada de la propia importancia, que asigna condición y entidad a lo que no son más que impulsos fantasmales e intangibles. Pero estos pensamientos no conducen a ningún tipo de conclusión, pues generan más confusión.

Celia sacudió la cabeza como si estuviera reflexionando sobre algo de la máxima importancia, midiendo mentalmente todos los matices, coordinándolos bien todos antes de tomarse la libertad de hablar. Después se volvió hacia mí:

– Pienso que el invierno ha hecho estragos en su piel. ¿No opináis lo mismo?

Después, prudentemente, prefirió marcharse a aguardar una respuesta.


Ya en casa, el vino corrió abundantemente y los que habían asistido a los funerales bebieron con toda libertad, como siempre ha sido costumbre en los funerales en nuestra comunidad. Yo estreché más manos de las que soy capaz de contar, acepté más condolencias de cuantas puede registrar mi memoria, y escuché innumerables anécdotas acerca de la bondad de mi tío, de sus obras benéficas, de su inteligencia, su ingenio y su buen humor.

Al final, el señor Franco me llevó hacia un rincón donde aguardaba Elias.

– Mañana debéis dejar a un lado vuestro dolor y volver a Craven House.

– Hazle caso -me dijo Elias-. Ya hemos comentado eso juntos. Ninguno de nosotros desea aparecer movido por su propio interés. Yo, por ejemplo, celebraría que desafiaras a Cobb y lo enviaras al diablo. No es la primera vez que me arrestan por deudas, y podré resistir una más sin grave daño, pero pienso que este conflicto ha pasado a mayores. Se ha producido ya una desgracia gravísima e imperdonable. Puede que encuentres satisfacción en enviar a Cobb al diablo, pero así no conseguirás vengarte.

– Solo vais a poder devolverle el golpe descubriendo lo que pretende -dijo Franco-, siguiendo el camino que os ha marcado, haciéndole creer que sus planes están a punto de realizarse y, entonces, desbaratándolo todo. Al igual que el señor Gordon, yo iría gozosamente a prisión si creyera que con eso se obtenía algún bien, pero me temo que eso solo significaría un retraso en los planes de Cobb, no su destrucción.

Asentí. Yo estaba deseando desafiar a Cobb, darle una paliza, asestarle una puñalada por la espalda, pero mis amigos habían visto mejor a través de la bruma de ira que nublaba mi mente, y habían ido certeramente al meollo de la cuestión. Tenía que destruirlo por lo que había hecho, y eso sería factible si conseguía enterarme de lo que pretendía.

– Estaré a la disposición de vuestra tía -me aseguró Franco-. Llevo una vida retirada y no tengo otras obligaciones. Me aseguraré de que no le falte nada, señor Weaver. Ella tiene, además, otra docena de amigos, personas que no saben nada de todos estos hechos y que estarán deseosas de atenderla para demostrarle su afecto. Comprendo que deseéis estar junto a vuestra tía, pero aquí no sois necesario.

– Sé que tenéis razón -dije-,y querría hacer lo que me decís, pero temo la tristeza que eso puede engendrar en mí. ¿Cómo podrá sentirse mi tía si ve que la abandono en el momento en que me necesita?

Los dos hombres intercambiaron unas miradas. Finalmente fue el señor Franco quien habló:

– Debéis saber que en esto estamos siguiendo las instrucciones que ella nos ha dado. Se acercó a mí y me pidió que os hablara así. Si os pido que busquéis vengaros, no es por nuestro interés, sino porque así os lo demanda el dolor de la apenada viuda.


Era cerca de medianoche cuando dejé la casa. Algunas de las amigas de mi tía habían decidido pasar allí la noche, aunque ella les había dicho que no hacía falta. Ya era hora, les dijo, de que aprendiera a vivir sola. Tendría que pasar el resto de su vida en semejante estado.

Al igual que las amigas, me quedé entre los últimos hasta que comprendí que había llegado el momento de levantarme para besar y abrazar a mi tía y despedirme. Ella me acompañó a la puerta, y aunque tenía el rostro demacrado y los ojos enrojecidos por las lágrimas, vi en ella una determinación que jamás había notado antes.

– De momento -me dijo-, Joseph se ocupará de las operaciones del almacén. De momento.

Temí haber entendido demasiado bien lo que quería decirme.

– Pero, querida tía, yo no estoy capacitado para esa tarea…

Ella sacudió la cabeza e intentó responder con un triste remedo de sonrisa.

– No, Benjamín…,yo no soy tu tío para pedirte que hagas lo que no corresponde a tu carácter. Él, por amor a ti, quería convertirte en algo que no eres. Yo, también por amor, no te lo pediré. Joseph se ocupará del negocio mientras yo esté de luto. Después, me encargaré de dirigirlo yo misma.

– ¿Vos? -Reconozco que la voz me salió más alta, más acelerada y apremiante de lo que yo hubiera querido, pero no logró evitar mi sobresalto.

La respuesta fue de nuevo una pálida sonrisa.

– Eres tan parecido a él, Benjamín… Cuando hablábamos él y yo de lo que ocurriría cuando él no estuviera, me hablaba de ti, de Joseph, de José… pero jamás de mí. Pero yo procedo de Amsterdam, Benjamín, donde hay muchas mujeres ocupadas en el mundo de los negocios…

– Mujeres holandesas -observé-. No hay mujeres judías dedicadas a eso.

– No -asintió ella-, pero estamos en un país nuevo, en una época diferente. Para Miguel, para el mundo, para ti, Benjamín, yo he sido prácticamente invisible por el hecho de ser una mujer. Pero ahora él se ha ido y no hay nadie que pueda oscurecer la visión que tengas de mí. Tal vez descubras que soy una mujer diferente de como me has visto toda tu vida.

– Tal vez sí -dije, devolviéndole su sonrisa.

– ¿Han hablado contigo el señor Franco y tu amigo Gordon?

– Lo han hecho, sí.

– Excelente -dijo, y asintió pensativa, como si completara su idea en la intimidad de su espíritu-. ¿Te parece que podrás cumplir con tu deber? ¿Volver a visitar a ese hombre, a ese tal Cobb, y actuar como te pide para poder averiguar qué es y qué se propone?

– No sé si podré -respondí-. No sé si podré contener mi ira.

– Debes hacerlo -dijo con voz serena-. No basta con causarle algún daño. Tienes que hacer más, y para eso es preciso que domines tu ira y la apartes de ti. Que la guardes en un armario y cierres la puerta.

– Para soltarla cuando llegue el momento -dije.

– Sí -asintió-. Pero solo cuando llegue el momento oportuno. -Se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla-. Hoy has sido un buen sobrino, mío y de Miguel. Mañana debes ser un buen hombre. Ese Jerome Cobb destruyó a tu tío. Necesito que tú lo destruyas a él por lo que ha hecho.

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