8

Mi tío y el señor Franco tenían sus casas en Duke’s Place, en la parroquia de St. James. Yo había vivido durante algunos años en la misma parroquia, pero en la zona mucho menos elegante de Grey Hound Alley. Aquí las casas estaban habitadas por judíos de dos grupos diferentes: unos, como mi familia, que hablaban portugués, aunque procedían de muchas naciones, y otros a los que denominábamos «tudescos». Estos tenían sus propios nombres, aunque yo no sabría decir cuáles eran; provenían de naciones del Este de Europa -Polonia, Moscovia, y otras así-. y habían ido llegando a este reino en número creciente. Esto causaba alguna consternación entre los hebreos portugueses, porque, si bien entre nosotros había una proporción normal de pobres, estos otros judíos eran todos pobres de solemnidad y su oficio de ropavejeros y vendedores ambulantes nos creaba mala reputación entre los gentiles.

La mayoría de los que vivían en mi casa eran judíos portugueses, y yo me envanecía de tener las mejores habitaciones del establecimiento. Allí los alquileres eran muy baratos, por lo que no tuve dificultad en tomar para mí tres espaciosas habitaciones, ventiladas en los veranos por varias ventanas practicables y calientes en invierno gracias a un buen hogar. La verdad es que sospechaba que mi casero ponía especial cuidado en que me sintiera cómodo allí, dándose cuenta de que tener en su casa a un hombre de mi reputación contribuía a mantenerla a salvo de intrusos y crímenes.

A mí me hubiera gustado creer eso mismo pero, cuando entré en mi alojamiento esa noche, llevando en la mano un candil para iluminar mi camino, vislumbré una figura sentada en una de mis sillas, con las manos cruzadas en el regazo, esperando pacientemente. Pensé en soltar enseguida el candil y sacar un arma, pero de súbito me di cuenta de que la persona en cuestión no hacía movimientos hostiles. Fuera cual fuese su propósito, no pensaba en sorprenderme por la violencia. Por consiguiente, me tomé el tiempo necesario para encender tranquilamente más luces. En ningún momento le quité el ojo de encima, pero deseaba darle la impresión de que su presencia me resultaba indiferente.

Una vez la habitación estuvo suficientemente iluminada, me volví y vi que se trataba de un hombre más bien corpulento que me observaba con una risa familiar: era el señor Westerly, el mismo que había venido a verme semanas atrás para preguntarme si accedería a robar en la sede de la Compañía de las Indias Orientales. Ahora lo tenía sentado allí, con las rollizas manos apoyadas en el regazo, como si no hubiera en el mundo ningún lugar más adecuado para él que mi habitación y mi silla. Tenía las mejillas rojas de satisfacción y hundida hasta los ojos su peluca exageradamente llena de rizos, lo que me dio la impresión de que se había quedado dormido.

– Espero que no os importe que haya empleado vuestro bacín -dijo-. No lo he llenado ni muchísimo menos, pero hay algunos a los que no les gusta que otro hombre mezcle sus orines con los propios.

– De todos los agravios que tengo contra vos, un hombre que ha entrado sin permiso en mis habitaciones, ese tal vez sea el menor de todos -dije-. ¿Qué se os ofrece?

– Pienso que hubiera sido mejor para vos que nuestro negocio se hubiera resuelto de una forma diferente. Miraos ahora, Weaver. ¡En menudo jaleo os habéis metido!, ¿no?

– El señor Cobb ha resultado ser para mi un hombre bastante correoso -dije, fulminándolo con mi mirada más dura-. Pero vos no. Tal vez podría aprender muchas cosas acerca del señor Cobb si os aplicara a vos mis «atenciones».

– Es una posibilidad, en efecto -admitió-, que uno no debería desdeñar neciamente. No soy valiente y me derrumbaría con facilidad ante la tortura. No soporto el dolor. Aborrezco hasta pensar en él. Sin embargo, los mismos grilletes que os impiden actuar contra mi colega, me protegen a mí. Hacedme algún daño, señor, y lo pagarán vuestros amigos.

– Tal vez no os encontrarán nunca y Cobb no llegue jamás a saber que fui yo quien os hizo desaparecer.

– Mis socios saben bien dónde estoy en este momento, no temáis. Decid lo que queráis, señor, pero nadie os dará crédito. Es más…, en interés de vuestro tío, debéis esperar que no me ocurra ningún desgraciado accidente en mi camino a casa.

– En vuestro propio interés -repliqué- será mejor que reguéis para que no olvide yo mi prudencia y os sobrevenga un desgraciado accidente entre estas paredes.

– Tenéis razón -asintió-. Es muy poco educado por mi parte hostigaros de esta manera. He venido a trasmitiros un mensaje y, como sé que la vuestra es una posición delicada, no deseo agravarla más. No veáis en mí a un enemigo, señor Weaver. Tenéis que saber que nos duele trataros de esta forma. Pero os necesitábamos y, como vos no hubierais cedido, este es el resultado.

– No me interesan vuestras protestas, señor. Entregad el mensaje, y la próxima vez recordad que sé leer. Así que, si hay más comunicaciones, preferiría recibirlas por escrito y no de palabra.

– Esta no podía esperar. He venido a deciros que recordéis la advertencia del señor Cobb de no indagar en su negocio. Ha llegado a su conocimiento que vuestro tío y vuestro amigo han estado haciendo preguntas inadecuadas. Y, como vos y el señor Gordon os habéis visto con vuestro tío esta tarde, y puesto que después habéis ido a visitar al señor Franco, por fuerza he de pensar que seguís indagando sobre asuntos que os han aconsejado que dejarais en paz.

No dije nada. ¿Cómo podían haber sabido todo aquello? La respuesta era obvia: me seguían. Y no precisamente Westerly, cuyo corpachón no podía hacerle concebir la esperanza de pasar inadvertido en las calles. Tenían que ser otras personas. ¿Quién era Jerome Cobb para tener a tantos a su servicio?

– Me he visto con mi tío y con mi amigo. ¿Pasa algo? Tan normal es que nos encontráramos después de todo esto como lo era antes.

– Tal vez, pero les habéis explicado lo ocurrido, ¿no es cierto?

– No -repliqué.

– No puedo creerlo -dijo Westerly-.Y, dada la fragilidad de vuestra situación, deberíais tener la prudencia no solo de evitar un error, sino incluso la apariencia de cometerlo.

– No pienso evitar a mis amigos -protesté.

– No, no lo hagáis. Pero pedidles que no hagan más preguntas. -Westerly se incorporó pesadamente de mi silla y aseguró la estabilidad apoyándose en su bastón de paseo-. Sabemos cómo sois y comprendemos que estos esfuerzos vuestros eran inevitables, así que por esta vez no os castigaremos. Ahora, sin embargo, ya habéis visto que no podéis escaparos de nuestra mirada. Dejad de debatiros para escapar de la red. Aceptad el generoso empleo que se os ha ofrecido y cumplid nuestros encargos. Cuanto antes consigamos nuestros objetivos, antes os veréis libre de nuestras exigencias.

El señor Westerly me deseó buenas noches y salió de mi habitación.


Dos días después recibí una visita de Edgar, que me tendió una carta sin decir palabra y se fue enseguida. Sus contusiones parecían haber sanado un tanto, pero lo encontré malhumorado y con escasa disposición para mantener una conversación amistosa conmigo.

Ya en mis habitaciones, abrí la nota y descubrí las instrucciones que Cobb había prometido enviarme. Ahora tenía que ponerme en contacto con el señor Ambrose Ellershaw de la Compañía de las Indias Orientales, el hombre cuyos documentos había robado, y explicarle que en el curso de cierta actividad irrelevante de descubrir a un delincuente, había encontrado casualmente el informe que le adjuntaba. Al comprender que aquellos documentos tenían probablemente importancia para la Compañía, deseaba ahora devolvérselos a su legítimo propietario.

No me hacía ninguna gracia obedecer el antojo de Cobb, pero pensé que en semejante asunto la sensación de moverse era mucho mejor que la de que todo estuviera estancado. Quizá tendría pronto una idea más clara de lo que tenía que hacer y de por qué a Cobb le interesaba tanto que fuese yo quien lo hiciera.

Fui a instalarme en un café donde me conocían y desde allí, envié una nota a Ellershaw tal como deseaba Cobb, pidiéndole que me enviara su respuesta a aquel sitio. Decidí que pasaría allí la tarde leyendo el periódico y ordenando mis pensamientos apenas tuve una hora para mí, puesto que el mismo chico al que envié, regresó con una respuesta:


Señor Weaver:

Me alegra sobremanera saber que tenéis vos los documentos que mencionáis. Venid a verme, por favor, a Craven House lo antes que os sea posible, que espero pueda ser hoy mismo. Os aseguro que su entrega y diligencia serán recompensadas como se merecen, y de la forma como son tratados los amigos por


Amb. Ellershaw


Acabé mi café y me encaminé de inmediato a Leadenhall Street, que recorrí una vez más para llegar a Craven House y la Casa de las Indias Orientales, aunque en esta ocasión mi ruta fue más directa y menos peligrosa. El guarda que había en la puerta -un apuesto joven que, por su acento, acababa de llegar del campo y podía considerar una gran fortuna haber encontrado semejante empleo- me dejó entrar sin ningún problema.

A la luz del día, la Casa de las Indias Orientales no daba la impresión de ser mucho más que un viejo y nada atrayente caserón. Estaba, como la conocemos hoy, extendiéndose por aquel viejo barrio, y su estructura sería reconstruida pocos años más tarde. En aquel momento era un edificio espacioso que solo tenía, para indicar su finalidad, las pinturas que había en la entrada -un gran barco, con dos menores a sus lados- y su reja exterior, que impedía que entrara nadie que no lo hiciera con algún propósito.

Dentro, encontré la Casa de las Indias Orientales en plena actividad. Oficinistas que corrían de un lado para otro con fajos de papeles apretados contra el pecho. Ordenanzas que iban de la casa a los almacenes, comprobando cantidades o suministrando información. Criados que se abrían paso para llevar comida a los hambrientos directivos que trabajaban incansablemente en las oficinas del piso de arriba.

Aunque sabía perfectamente dónde podría encontrar el despacho de Ellershaw, pregunté por él para salvar las apariencias y después subí por la escalera. Como encontré cerrada la puerta, llamé y mi acción fue respondida por un gruñido que me invitaba a entrar.

Allí tenía la misma habitación que había explorado al amparo de la oscuridad. Ahora, con la brillante luz del día, vi que el escritorio y las estanterías eran de roble ricamente tallado. Su ventana le ofrecía una amplia vista no solo de los almacenes que había debajo, sino también del río en lontananza y de los barcos que le traían riquezas desde tan lejos. Y mientras que en la oscuridad solo había podido ver que en las paredes había cuadros enmarcados, ahora, con la luz de las primeras horas de la tarde, pude ver las pinturas.

Por fin comencé a comprender por qué Cobb había deseado tanto que fuera yo, y nadie más que yo, quien entregara a Ellershaw sus documentos perdidos. Aún no tenía la menor idea de qué era lo que quería Cobb de mí y adonde me llevaban sus tejemanejes, pero al menos entendí por qué tenía que ser yo, y ninguna otra, la persona enviada por Cobb.

Muchas de aquellas imágenes -no todas, porque bastantes de ellas representaban escenas de las Indias Orientales- plasmaban un único tema. En la pared había una docena de estampas y grabados sobre madera que celebraban la vida y las hazañas de Benjamín Weaver.

Cubrían toda mi carrera. Ellershaw, en efecto, tenía un grabado de mis primeros tiempos como pugilista, cuando mi nombre se dio a conocer. Tenía también otro de mi último combate con el italiano Gabrienelli. Incluso guardaba una representación bastante absurda de mi fuga en paños menores de la prisión de Newgate, cuando me vi encerrado en ella a consecuencia de mi desgraciada implicación en las elecciones al Parlamento de principios de aquel mismo año.

El señor Ellershaw era, para decirlo en pocas palabras, un coleccionista de la vida de Benjamín Weaver. Yo ya había encontrado antes, en el curso de mi carrera, hombres que me recordaban de mis tiempos en el cuadrilátero, y me halagaba observar que más de uno atesoraba en su memoria el recuerdo de mis combates y me miraba con especial reverencia. Pero nunca antes había conocido a un hombre que coleccionara imágenes mías a la manera como otros tipos extraños coleccionan huesos o momias u otras curiosidades del lejano pasado.

Ellershaw levantó la cabeza de lo que tenía entre manos y su rostro mostró una expresión de complacida sorpresa.

– ¡Ah, sois vos, Benjamín Weaver! Ambrose Ellershaw, a vuestra disposición. Sentaos, por favor. -Se expresaba con una curiosa amalgama de aspereza y amistosa jovialidad. Al observar que mis ojos iban hacia sus grabados, se ruborizó un poco-. Como podéis ver, estoy familiarizado con vuestros logros y vuestras andanzas… Soy un gran seguidor de Benjamín Weaver.

Tomé asiento frente a él y le ofrecí una indecisa sonrisa. Me sentía a la vez incómodo por haberme visto implicado en la farsa de ir a devolverle lo que le había robado y contuso por su entusiasmo.

– Me siento honrado y sorprendido por vuestras atenciones -dije.

– ¡Oh…! Os he visto combatir muchas veces -me explicó-. Presencié incluso vuestra pelea final con Gabrienelli…, la noche en que os fracturó la pierna, como tal vez recordaréis.

– Sí -asentí estúpidamente, porque me pregunté cómo podía pensar mi interlocutor que quizá hubiera olvidado que me había roto una pierna boxeando en el cuadrilátero.

– Claro… Yo tampoco olvidaré nunca el momento en que vi cómo os rompíais la pierna. Me alegra que hayáis podido venir. ¿Me permitís verla?

Reconozco que puse cara de completa sorpresa.

– ¿Mi pierna?

– ¡No, so zoquete! -me espetó-. La cartera con el informe. Dádmela.

Oculté mi sorpresa por el insulto y le tendí la cartera con los documentos.

Abrió la cartera y examinó el fajo de documentos con evidente aprobación, repasando las páginas como para asegurarse de que estuvieran todas en orden y no faltara ninguna. Después sacó de un bol de cerámica, decorado con motivos en rojo y en negro de diseño oriental, un objeto duro y pardusco que se metió en la boca y comenzó a mascar metódicamente, paladeándolo como si tuviera a la vez un sabor fuerte y delicioso por encima de toda ponderación.

– Excelente -murmuró sin dejar de mascar-. No hay ni una página fuera de sitio, lo cual es una suerte. Nos habría costado bastante trabajo reemplazarlo. Cuando descubrí que había desaparecido, pensé que sería una excelente oportunidad para pedir ayuda al gran Weaver y verlo trabajar en su nuevo oficio de cazarrecompensas, pero no estaba completamente seguro de no haber olvidado la cartera en mi casa de campo. He enviado una persona a buscarla, y estaba esperando que regresara en cualquier momento para informarme de su gestión allí cuando, en lugar de eso, recibí vuestra nota. ¡Qué gran suerte! ¿Dónde la encontrasteis?

Yo ya había pergeñado una mentira, así que me fue fácil responder confiadamente:

– Estaba siguiendo la pista de un notorio traficante de objetos robados…, cuando descubrí en su poder un buen número de bienes ajenos. Al ver estos documentos, comprendí que debían de ser importantes y que su propietario sería feliz si pudiera recuperarlos.

– Y así es, en verdad -dijo, sin dar pausa a sus muelas para seguir mascando aquel pequeño objeto marrón-. Ha sido un gran gesto por vuestra parte tomaros la libertad de venir a traerme estos papeles. Ya sabéis…, este es el gran regalo que le hace nuestra isla al resto del mundo: nuestra libertad. No hay arsenal, ni arma en todos los arsenales del mundo que sea tan formidable como la voluntad y la valentía moral de los hombres libres.

– No se me había ocurrido pensarlo -respondí.

– Sin duda. Y ahora, decidme: ¿qué puedo ofreceros como compensación por vuestras molestias?

Fingí considerar detenidamente el asunto.

– Esos documentos no tienen ningún valor intrínseco, y yo tengo la costumbre de pedir una guinea por la devolución de cosas así… Pero, puesto que vos no me habéis empleado para buscar vuestros papeles, y encontrarlos no me ha costado más esfuerzo que el puesto en las acciones para las que había sido contratado, mi conciencia me dicta que no debo pediros ningún pago. Solo os rogaré que, si en el futuro la Compañía de las Indias Orientales necesitara los servicios de un hombre de mis habilidades, no vaciléis en llamarme.

Dio la impresión de que Ellershaw mascaba también el asunto junto con el extraño objeto marrón que ahora había teñido sus dientes de una película de color sepia. Torció su cara frunciendo el ceño con expresión de contrariedad.

– ¡Oh, no! -protestó-. En absoluto. No podemos dejar las cosas colgadas así.

Pensé que se disponía a decir algo más, pero la conversación se interrumpió bruscamente porque, de pronto, dejó de hablar y se le crispó el rostro en una mueca de súbito e insoportable dolor. Se aferró a un lado de su escritorio, cerró los ojos y se mordió el labio inferior. En cuestión de segundos, lo peor de la crisis cesó aparentemente.

– ¡El maldito dolor…! -se quejó-. Debo tomar mi emulsión. -Tiró de un cordón con borla que colgaba de un punto cercano a su mesa y se oyó sonar una campanilla a lo lejos-. ¿Qué clase de empleo deseáis? -me preguntó.

Rechacé aquella idea riendo:

– Tengo la gran suerte de que no escaseen los hombre que necesitan mis talentos, señor. No he venido a solicitaros empleo en este momento… Solo os pido que si en el futuro se os presentara una necesidad, me consideréis a vuestras órdenes.

– Eso no me parece suficiente. Me siento demasiado feliz de haber podido conoceros por fin, para dejaros marchar ahora sin haber acordado nada. Ya sé que sois un hombre orgulloso, un luchador y todo eso. Jamás confesaréis vuestras necesidades, pero tiene que resultaros difícil ganaros la vida yendo de un empleo a otro.

– Jamás ha sido un problema para mí.

– ¡Por supuesto que tiene que serlo! -insistió Ellershaw con una sonrisa indulgente-. Miraos a vos mismo, señor. Tratáis de poner buena cara y llevar la ropa bien limpia, pero cualquiera puede ver sin esforzarse demasiado que sois un judío. Tiene que ser una terrible carga para vos.

– Me ha resultado tolerable hasta ahora.

– Y aunque se trata de una carga abrumadora, seguís teniendo la libertad de un inglés, casi como si lo fuerais vos mismo. ¿No es maravilloso? La libertad es, como por fuerza tenéis que saberlo, el derecho a cuestionar y cambiar la forma tradicional de hacer las cosas. Es lo que revoluciona continuamente el mercado, ya se trate del mercado de productos textiles indios, como del de relojes robados, supongo.

– Vuestra opinión me merece la mayor consideración, señor -dije, mirando con nostalgia la puerta.

– Pero en cuanto a la condición de judío… supongo que eso es algo distinto. La libertad no conoce cargas, por supuesto. Tenemos que ser libres a pesar de las que nos agobian. Pero esto de ser judío… estoy seguro de que os impide tener amistad seria con la mayoría de los caballeros, pero os prometo que yo no soy de esa clase de caballeros. A mí no me importa lo que seáis, ya os digo. Me tiene sin cuidado que tengáis aspecto de judío o que os hayáis presentado aquí como si fuerais poco más que un mendigo para devolverme los papeles que me robaron. Nada de todo eso me importa. ¿Queréis que os explique por qué?

Le pedí que lo hiciera.

– Porque os he visto combatir en el cuadrilátero, señor. Sé la clase de hombre que sois, aun cuando el resto del mundo se dedique a lanzaros escupitajos.

– Perdón, pero… -empecé.

Pero él no estaba dispuesto a conceder ninguna excusa.

– Para el mundo, señor, vos no sois más que un ladrón de mala muerte, soplón, para colmo, que ni siquiera servís para deshollinar sus chimeneas; pero yo veo en vos algo mucho mejor. En realidad, se me ha ocurrido una idea de lo que podría hacer vos ¿Deseáis oírla?

Tendría que esperar, sin embargo, para que me expusiera su idea, porque en aquel instante llamaron discretamente a la puerta y, antes de que Ellershaw pudiera responder, se abrió esta y entró una criada que llevaba en las manos una bandeja. En la bandeja había un tazón lleno de un líquido humeante que olía a hongos y limón. A mí me hubiera dado un asco horrible tener que beber aquello, pero lo que atrajo mi interés no fue aquel extraño té, sino su portadora. Porque la criatura que se inclinaba mansamente como una sirvienta en una casa llena de intemperantes hombres de las Indias Orientales, no era otra que la señorita Celia Glade, la intrépida mujer que me había entregado los documentos en aquella habitación.

La señorita Glade colocó el tazón sobre la mesa del señor Ellershaw e inclinó la cabeza. Ni siquiera me miró, pero yo me di cuenta de que me había reconocido.

A la luz del día pude ver que había subestimado su belleza. Era una mujer alta, de figura perfecta, y en su rostro se combinaban los rasgos suaves y redondos con unos pómulos marcados. Tenía la frente amplia y despejada, los labios rojos, y unos ojos tan negros como el vacío mismo… con una negrura que igualaba a la de los cabellos y que realzaba la delicada palidez de su tez. Solo con gran dificultad me impedí a mí mismo mirarla con expresión confusa o arrobada.

– Quizá deseéis que Celia os traiga algo para beber -sugirió Ellershaw. Escupió los restos de lo que mascaba en una escupidera que había en el suelo-. ¿Os apetece un té, señor? Tenemos té, de eso podéis estar bien seguro. Tés que nunca habéis probado y de los que ni siquiera habréis oído hablar, de los que apenas ha oído hablar un hombre blanco fuera de la Compañía. Tenemos tés que importamos para nuestro propio uso aquí, demasiado exquisitos para venderlos o derrocharlos poniéndolos a disposición del público en general. Os apetecería uno de esos tés, ¿verdad?

– Por mí no os molestéis -le pedí, deseando solo que la joven dejara la habitación y me permitiera reflexionar unos momentos. La había creído antes una especie de oficinista. Y ahora se mostraba como una simple criada. Pero, entonces… ¿cómo había sabido con semejante facilidad dónde estaban los documentos de Ellershaw, y por qué me los había entregado sin dudarlo siquiera?

Ellershaw, con todo, no estaba dispuesto a callar.

– ¡Por supuesto que tomaréis té! Celia… trae al señor una tetera de té verde, del de los japoneses. Apuesto a que os gustará. Has de saber, Celia, que el señor Weaver destacó como un púgil famoso. Ahora trabaja con ladrones.

Los ojos negros de la señorita Glade parecieron salirse de sus órbitas y se le encendieron las mejillas.

– ¡Un ladrón! Pero eso es terrible, diría yo. -Ahora ya no se expresaba con la claridad y el refinamiento de una mujer educada, como lo había hecho cuando nos vimos por primera vez. Consideré la posibilidad de que yo hubiera podido confundirme al percibir aquella nota de educación durante nuestro encuentro, pero deseché esa idea al momento. Aquella joven no era lo que pretendía ser, y sabía que yo también estaba fingiendo.

– ¡No seas boba, muchacha! Trabaja con ladrones, pero no es un ladrón, sino un cazarrecompensas. El señor Weaver localiza a los ladrones y los lleva ante la justicia. ¿No es así, señor?

Asentí y, sintiéndome ahora algo más atrevido, me volví hacia la joven:

– En realidad, eso es solo una parte de mi trabajo. Soy experto en descubrir toda clase de engaños.

La señorita Glade me dirigió una mirada inexpresiva, que supuse que sería, a su entender, la reacción más adecuada.

– Estoy segura de que tiene que ser usted muy bueno en su oficio, señor Ward -dijo en tono obsequioso, pero sin perder la oportunidad de sacar a relucir el nombre falso que yo le había dado durante mi robo nocturno.

– «Weaver», tontuela la corrigió Ellershaw -. Y ahora tráele ese té verde.

La joven hizo una reverencia y salió de la habitación.

Mi corazón latía con fuerza por la emoción y el pánico de haber conseguido escapar por un pelo. Aunque difícilmente podría saber de qué me había escapado. De momento no me preocuparía por ese tema. Primero tenía que descubrir qué era lo que Ellershaw quería hacer conmigo, aunque me movía con el grave inconveniente de no saber qué era lo que el señor Cobb deseaba que Ellershaw hiciera conmigo. ¿Y si me equivocaba? Pero no debía inquietarme por eso ya que, si Cobb no me lo había dicho, difícilmente podría hacerme responsable de nada.

Ellershaw tomó un sorbo del humeante tazón que la joven le había traído.

– Es una pócima horrible, señor. Absolutamente horrible. Pero debo tomarla por mi condición; así que no me oiréis quejarme, os lo prometo, por más que sepa como si la hubiera preparado el mismísimo diablo. -Me tendió el tazón-. Probadla, si os atrevéis.

– No me atrevo -dije, sacudiendo la cabeza.

– ¡Probadla, maldita sea! -El tono de su voz no se correspondía con la rudeza de las palabras, pero ni aquel ni esta me gustaron, y nunca hubiera tolerado ese trato de hallarme en posesión de la libertad que tanto ensalzaba Ellershaw.

– No deseo probarla, señor.

– Oh, oh… El gran Weaver se achanta ante un tazón de hierbas medicinales. ¡Cómo caen los más grandes…! Este tazón es el David para su Goliat, entiendo. Os ha amedrentado. ¿Dónde se ha metido esa chica con el té?

– Se ha ido hace solo un instante -observé.

– Conque ya os estáis poniendo de parte de las damas, ¿eh? Sois un malvado, señor Weaver. Un hombre muy malvado, como he oído que son los judíos. Dicen que quitarles el prepucio es como sacar al tigre de su jaula. Pero a mí me gusta que a un hombre le gusten las mujeres, y esa Celia es un bocado muy apetitoso, me parece. ¿No lo veis así? Pero dejémonos de estas bobadas, porque no iréis muy lejos en Craven House si no podéis pensar en otra cosa más que en meteros bajo las faldas de una sirvienta. ¿Nos entendemos, señor?

– Por completo -le aseguré.

– Bien… Entonces, volvamos al tema que nos ocupa. No he tenido mucho tiempo para considerar el asunto, pero, decidme, señor Weaver: ¿habéis pensado alguna vez en trabajar para una compañía comercial, en lugar de, como persona independiente que sois, estar luchando día a día, preguntándoos dónde podréis encontrar vuestro siguiente mendrugo de pan?

– No lo había pensado.

– Acaba de ocurrírseme, pero me preguntaba cómo ha podido ser que estos papeles se hayan extraviado. ¿Sabéis…? La otra noche hubo aquí un tumulto provocado por una turba de urdidores de seda, y mis guardias estuvieron muy ocupados en increpar a esos rufianes. Puede ser que, en la confusión del momento, alguno de esos sinvergüenzas se colara aquí y se llevara los documentos.

Ellershaw se estaba acercando demasiado a la verdad para que yo me sintiera tranquilo.

– Pero… ¿por qué tendría alguien que robar esos papeles? ¿Desapareció algo más?

Mi interlocutor sacudió la cabeza.

– Ya sé… parece muy poco verosímil, pero no se me ocurre otra explicación. E incluso aunque esté equivocado, eso apenas cambia la situación: tenemos aquí docenas de individuos de baja estofa ocupados de la vigilancia de nuestros locales, pero no hay nadie que los supervise realmente. El rufián que cachea hoy a los trabajadores que se van a casa para asegurarse de que no han robado nada es, a su vez, cacheado al día siguiente por el mismo al que registró él la víspera. La Compañía, en una palabra, es vulnerable a las infidelidades y las deficiencias de los mismos hombres que tienen la misión de protegerla. Por eso se me acaba de ocurrir en este preciso momento que tal vez podríais ser vos, si aceptarais, la persona encargada de vigilarlos, para tenerlos controlados y asegurarse de que no actúan maliciosamente.

Difícilmente se me hubiera podido ocurrir nada que me apeteciera menos hacer, pero me daba cuenta de que debía estar a buenas con el señor Ellershaw.

– Yo diría -sugerí- que un antiguo oficial del ejército podría hacer eso mejor que yo. Es verdad que tengo cierta experiencia con ladrones, pero ninguna en mandar subordinados.

– Eso importa poco -replicó-. ¿Qué os parecerían cuarenta libras al año a cambio de vuestros servicios? Pensadlo, señor. Es casi lo mismo que pagamos a nuestros administrativos, os lo aseguro. Y me parece una cantidad adecuada para ese trabajo. Tal vez un poco elevada, sí… pero sé muy bien que uno no debe regatear por el precio con un judío. Permitidme que os lo diga como un sincero cumplido hacia vuestro pueblo.

– Es una oferta muy tentadora, porque la estabilidad del trabajo y la seguridad de unos ingresos serían una ventaja para mi -respondí, aunque no deseaba decidir nada sin antes haberlo consultado con Cobb-, pero debo pensarlo.

– Tenéis todo el derecho a hacerlo, supongo. Solo espera que me informéis de vuestra decisión. Eso es lo que espero. Pero ya os he tenido que dedicar mucho rato, creo. Y ahora tengo mucho que hacer.

– Esa chica va a volver con el té -le recordé.

– ¿Y qué? ¿Acaso pensáis que esto es un pub en el que cualquiera puede pedir que le sirvan esto o lo otro? Si vais a trabajar aquí, señor, tenéis que comprender primero que esta es una empresa dedicada a los negocios.

Pedí disculpas por mi error y, mientras Ellershaw me mirada casi con franca hostilidad, me dirigí a la salida de Craven House. Y de camino sorteé oficinistas que iban apresuradamente de un lado para otro, criados con bandejas llenas de comida y bebida, hombres engreídos y en general, aunque no siempre, rollizos ocupados en animadas conversaciones, e incluso unos pocos mozos de cuerda… todos los cuales se movían por allí con tanta seguridad que imprimían sobre el edificio la sensación de ser un centro de gobierno, más que las oficinas de una empresa. Lamenté y celebré a la vez no tropezar de nuevo con la señorita Glade, porque no sabía qué pensar de ella. De lo que sí estaba seguro, sin embargo, era que si tenía que volver allí regularmente, aquel asunto iba a ser para mí un quebradero de cabeza.

Una vez que hube salido de Craven House, no tenía otra cosa que hacer que visitar al señor Cobb e informarle de lo que había visto. Esto me fastidiaba, porque aborrecía más que cualquier cosa la sensación de ir corriendo a ver a mi amo, para explicarle cómo le había servido y pedirle instrucciones acerca de lo siguiente que debía hacer. Sin embargo, una vez más me recordé a mí mismo que, cuanto antes descubriera lo que Cobb quería de mí, antes me vería libre de él.

A lo que no estaba dispuesto de ninguna manera era a tratar con aquel agraviado y malevolente criado suyo, así que me metí en una taberna y desde allí envié a un muchacho a la casa de Cobb, para decirle que acudiera allí. Me pareció una pequeña imposición el que tuviese que ir a verme, cuando él estaba tan dispuesto a tratarme como a un títere suyo. Pero lo cierto es que el hecho de darle yo instrucciones fue para mí una especie de lubricante… que me ayudó a tragar la amarga medicina de mi servidumbre.

Estaba yo bebiendo mi tercera jarra de cerveza cuando se abrió la puerta de la taberna y entró por ella el último a quien yo hubiera querido ver: Edgar, el criado, con su magullado rostro contraído por la rabia. Vino hacia mí como un toro furioso al que acabaran de soltar, y se me plantó delante con aire amenazador. Nada dijo durante unos instantes, pero luego levantó la mano y la abrió encima de mi mesa. Enseguida cayó sobre mí una lluvia de dos docenas de pedacitos de papel. No necesité examinarlos para ver que se trataba de la nota que yo había enviado.

– ¿Sois tan estúpido como para venirnos con recados? -preguntó.

Recogí uno de los trocitos de papel y actué como si estuviera examinándolo:

– Por lo visto, sí.

– No volváis a hacerlo nunca. Si tenéis algo que decir, venid a vernos. Pero no nos enviéis un mensaje a través de un chaval de una taberna. ¿Me he explicado bien?

– Me temo que no os entiendo -respondí.

– Gastad bromas si queréis, pero hacedlo en privado -se burló-. No con el tiempo del señor Cobb y lo que tiene que ver con él.

– ¿Qué problema hay en que os envíe a un muchacho?

– Lo hay porque no os está permitido hacerlo. Y ahora, levantad el culo de esa silla y seguidme.

– Aún no he terminado mi cerveza -le dije.

– Ya habéis bebido bastante. -Arremetió de pronto contra mi mesa, dando un golpe que hizo caer la jarra de encima y la envió contra la pared, donde salpicó a varios clientes que estaban encorvados sobre sus bebidas. Ellos se quedaron mirándonos a mí y al criado. Todos nos miraron, de hecho: los clientes, el que servía en el mostrador, la furcia…

Yo salté de mi asiento, agarré a Edgar por la camisa y lo arrojé de espaldas sobre mi mesa, mientras levantaba un puño sobre él para que comprendiera mi intención.

– Ja, ja! -se burló-. No volveréis a golpearme, porque creo que Cobb no os lo permitirá. Vuestros días de aterrorizarme han pasado, y ahora tendréis que poneros manso o vuestros amigos lo pasarán mal. Dejadme, sucio pagano, o probaréis algo más de mi ira.

Pensé decirle que Cobb me había asegurado que podía sacudirle tanto como me diera la gana… una condición de mi empleo que el buen patrón había articulado claramente, aunque de pasada. Contuve la lengua, sin embargo, porque no quería parecerme a un chiquillo deseoso de invocar la sanción paterna. Por poco que fuera el poder que reservaba para mí mismo, haría uso de él. Por consiguiente, busqué una justificación a mi manera.

– Tenemos un problema -le dije, hablando en voz baja y con una calma que no poseía-. Esta gente me conoce y sabe que jamás permitiría que un lameculos como tú me tratara de esta manera. Por consiguiente, para poder proteger bien los designios secretos del señor Cobb, no me queda más elección que darte una paliza. ¿No lo ves así?

– Un momento… -empezó.

– ¿No comprendes que a los ojos de todos tengo que comportarme igual que lo he hecho siempre?

– Sí -reconoció.

– Entonces, debo hacerlo.

Edgar tragó saliva.

– Pegadme -dijo.

Yo me contuve aún, porque se me ocurrió que, si le golpeaba cuando estaba en disposición de rendirse, aquello tal vez no me satisfaría. Pero después decidí hacerlo para comprobar si era así. Total, que le asesté al pobre hombre dos o tres golpes en la cabeza hasta que estuvo demasiado aturdido para mantenerse derecho. Arrojé una moneda de plata al dueño de la taberna por las molestias, y salí de allí.

Si a Cobb le pareció extraño que yo me presentara en su casa sin llevar a remolque a su criado, no me lo dijo. De hecho no me dijo nada de la nota y del muchacho, así que me pregunté si no habría sido todo una invención de Edgar, un mero esfuerzo para hacerse con algún poder sobre mí. O, más probablemente aún, que quisiera evitar una confrontación. Porque esa parecería ser siempre su preferencia.

El sobrino del señor Cobb, sin embargo, me parecía un hombre al que nada lo satisfacía tanto como la discordia. Se hallaba también sentado en la sala y me observó con malevolencia, como si yo estuviera arrastrando barro con los pies por la casa. Me miró en silencio y no hizo ningún comentario ni gesto al verme entrar en la habitación, sino que se limitó a seguir mis explicaciones a Cobb con la frialdad de un reptil.

Apartando la vista de Hammond, me dirigí a Cobb y le conté todo lo que había ocurrido con Ellershaw. No podía estar más complacido.

– Es exactamente lo que yo había esperado. De principio a fin. Me estáis prestando un extraordinario servicio, Weaver, y os prometo que os lo recompensaré -me dijo.

– ¿Debo interpretar, pues, que deseáis que acepte ese puesto en Craven House?

– Oh, sí. No podemos perder la oportunidad. Debéis hacer todo cuanto os pida. Aceptad ese puesto, naturalmente, pero habéis sido prudente, muy prudente, al decirle que teníais que pensarlo. Eso le da un toque de verosimilitud, ya sabéis… Id a visitarlo dentro de un par de días y decidle que aceptáis su ofrecimiento.

– ¿Con qué objeto?

– Eso no importa ahora -intervino Hammond-. Ya lo sabréis cuando queramos que lo sepáis. De momento, vuestra única tarea es complacer a Ellershaw y conseguir que él confíe en vos.

– Quizá deberíamos ser más concretos ahora -dijo Cobb-. Sería una lástima que el señor Weaver desaprovechara una oportunidad porque no le hemos revelado la razón de su presencia.

– Y yo no estoy dispuesto a que nuestros planes se desmoronen y se conviertan en polvo porque hayamos hablado antes de tiempo -replicó Hammond.

Cobb sacudió la cabeza.

– Me parece más peligroso dejar sin instrucciones a un agente tan importante.

Hammond se encogió de hombros al oírlo, más por condescendencia que porque hubiera cedido realmente. -Contádselo, entonces. Cobb se volvió hacia mí:

– Tendréis muchas tareas que realizar cuando estéis en Craven House, pero tal vez la más significativa sea descubrir la verdad acerca de la muerte de un hombre llamado Absalom Pepper.

Por lo visto, pues, me habían contratado para que llevara adelante una investigación. No sabría explicarlo, pero esta revelación me animó. Por lo menos, se trataba de algo con lo que estaba familiarizado.

– De acuerdo -dije-. ¿Qué podéis decirme de él?

– Nada -replicó Hammond-. Ahí está la dificultad. Prácticamente lo único que sabemos de él es que la Compañía de las Indias Orientales dispuso su muerte. Vuestra tarea consiste en averiguar lo que podáis de él, por qué la compañía lo veía como una amenaza y, si es posible, los nombres de las personas concretas que cometieron el crimen.

– Si vuestras mercedes ignoran quién es, ¿por qué habrían de preocuparse…?

– Eso no es asunto de vuestra incumbencia -me cortó Hammond-.Vuestra única preocupación debe ser hacer lo que se os manda y evitar que vuestros amigos se consuman en una prisión. Y ahora que ya sabéis cuál es la misión que debéis cumplir, escuchad bien cómo tenéis que hacerlo. No podéis hacer preguntas sobre el asunto, ni en Craven House ni en ninguna otra parte. No podéis pronunciar el nombre de Absalom Pepper, a menos que alguien lo mencione espontáneamente. Si violáis estas normas, nosotros nos enteraremos y podéis tener la certeza de que no dejaremos pasar sin castigo vuestra infracción. ¿Habéis entendido estas reglas?

– Lo que no entiendo es cómo voy a poder descubrir nada de ese hombre si no se me permite hacer preguntas.

– Tendréis que ingeniároslas, y, si deseáis redimir pronto a vuestros amigos, os sugiero que trabajéis de firme para descubrirlo.

– ¿Podéis decirme algo más de él?

Hammond suspiró como si yo estuviera agotándole la paciencia:

– Hemos llegado a la convicción de que la Compañía de las Indias Orientales concertó que lo atacaran una noche y que, según eso, fue golpeado probablemente hasta causarle la muerte. O, si no, que murió ahogado porque lo arrojaron al Támesis y lo abandonaron a su suerte. Como suele ocurrir con esos infortunados, descubrieron su cadáver muchos días más tarde, y para entonces las criaturas acuáticas ya habían devorado prácticamente sus extremidades, aunque tenía el rostro lo suficientemente intacto como para poder ser identificado.

– ¿Por quién?

– ¡Maldita sea, Weaver! ¿Cómo voy a saberlo? La escasa información que tengo está basada en correspondencia interceptada. Es todo cuanto sé.

– ¿Dónde lo encontraron? -pregunté-. Me gustaría hablar con el forense.

– ¿Estáis sordo? Ya os he dicho que no sé nada más. No puedo deciros dónde lo encontraron, dónde está enterrado ni otro detalle semejante. Solo que la Compañía hizo que lo mataran y que tenemos que averiguar el motivo.

– Haré lo que pueda.

– Procurad hacerlo -dijo Hammond-, y no olvidéis las restricciones que os hemos impuesto. Si nos enteramos de que habéis mencionado el nombre de ese individuo, declararemos que nuestro trato con vos queda cancelado y que vos y vuestros amigos podéis vivir felices dentro de una prisión. No olvidéis esta advertencia. Y ahora largaos y haced lo que se os ha ordenado.

Difícilmente podía saber cómo haría lo que me habían mandado, pero no tenía elección, así que me despedí y regresé a mis habitaciones para pasar allí la tarde. Encerrarme en ellas sirvió de poco para calmar mi ansiedad, pero no tenía adonde ir ni que hacer, y la ciudad entera había empezado a convertirse para mí en un lugar ajeno y peligroso.


Cuando comenzó a anochecer, salí para ir a St. Mary Axe, donde había un figón que satisfacía los requisitos dietéticos y las preferencias de los judíos portugueses, y encargué allí mi cena porque, aunque no tenía hambre, había decidido comer para mantener a punto mi fuerza y mi ingenio. Varios de mis compañeros me llamaron para que me sentara a su mesa, pero yo rechacé sus ofrecimientos con la cortesía requerida, diciéndoles que deseaba cenar solo. Esos hombres conocían bien mi carácter y sabían que yo podía ser un tipo alegre y sociable, pero también que podía mostrarme huraño y caviloso, por lo cual ninguno desplegó excesivos esfuerzos para imponerme su buena compañía. Yo les agradecí muchísimo su consideración.

No llevaba aún cinco minutos sentado cuando entró un caballero que atrajo la atención de todos los presentes. Era un inglés, vestido con ropas sencillas que lucía una peluca pequeña y formal, y llevaba apretada a su costado una cartera de cuero. Se lo veía totalmente fuera de su elemento, e incluso un poco apurado por verse rodeado de tantos judíos. Cambió unas palabras con el propietario, y el buen hombre, con evidente titubeo pues conocía mi deseo de estar solo, señaló en mi dirección.

El inglés se apresuró a acercarse.

– Vos sois el señor Weaver, ¿verdad?

Asentí.

– Vuestro casero me ha dicho que podría encontraros aquí.

Asentí de nuevo. Decidí enseguida que aquel hombre había venido a contratar mis servicios como cazarrecompensas, y era consciente de que, a causa de las exigencias de Cobb, no tendría más elección que la de librarme de él.

Pronto, sin embargo, me di cuenta de que no necesitaría hacer eso.

– Me llamo Henry Bernis, señor. ¿Podría robarle un momento?

Volví a asentir manteniendo hosco y duro mi rostro, porque no quería que creyera que estaba con ganas de charla.

Bernis me estudió por espacio de un minuto. Estiró el cuello para mirarme desde un lado de mi cabeza y luego desde el otro.

– ¿Puedo rogaros que os pongáis de pie para mí?

– ¿Qué es lo que queréis, señor?

– Hacedlo, por favor. De pie. Y permitidme que os vea.

No sé por qué accedí, pero sentía una extraña perplejidad, y me puse de pie. Después me pidió que girara sobre mí mismo, pero me negué.

– No bailaré para vos -le dije.

– ¡Oh, cielos! No se trata de bailar. Nada de eso. Ni de dar brincos o cabriolas. Solo quiero asegurarme de que estáis sano. Para proteger la inversión, comprended. ¿Me permitís que examine vuestros dientes?

– Aún no me habéis contratado -observé-. Ni siquiera me habéis dicho lo que queréis, y un cazarrecompensas no es ningún caballo, señor. Yo no haría eso ni aunque el rey en persona quisiera contratar mis servicios.

– ¿Contrataros? ¡Cielos…, no! No tengo ningún deseo de contrataros. ¿Qué haría yo con un cazarrecompensas?

Me senté.

– No tengo ni idea, pero estáis empezando a irritarme, señor Bernis, y si no os expresáis mejor, vais a tener que necesitar un cirujano para que os recomponga los huesos.

– Os lo ruego, nada de amenazas -dijo-. Aborrezco eso. Y tampoco os abandonéis a la violencia, cualquiera que sea, por favor. Cada vez que lo hacéis, ponéis en peligro vuestra propia seguridad, y no podemos consentir eso. Debéis protegeros de cualquier daño, señor mío. Os lo suplico.

– Pero ¡qué demonios! ¿Qué es lo que queréis?

– Podéis jurar todo cuanto queráis, señor. Eso no os hace daño a vos ni a mi. Y, si un hombre se condena por jurar, ¿qué importa? La otra vida no es asunto mío. A mí solo me interesa vuestro bienestar en esta vida. Y ahora, decidme… Espero que no hayáis estado enfermo últimamente, ¿eh?

– No, pero…

– ¿Alguna herida de carácter permanente? Ya estoy al corriente de esa fractura de la pierna que sufristeis en el cuadrilátero, pero eso fue hace bastante años ya. ¿Alguna otra similar desde entonces?

– No, y no pienso…

– No estaréis planeando viajar al extranjero, ¿verdad?

– No. Y esta es la última pregunta que responderé hasta que me digáis qué es lo que queréis.

– Solo deseo cerciorarme de vuestra buena salud.

– ¿Para qué?

– Lo siento… ¿No os lo he dicho? Trabajo para Seguros Seahawk. Solo estoy intentando asegurarme de que no hemos cometido un error.

– ¿Seguros? ¿De qué me estáis hablando?

– Nadie sabía qué podía estar ocurriendo… tal vez porque nuestros actuarios apenas hablan entre ellos, pero parece ser que en los últimos días hemos vendido cierto número de pólizas de seguros a vuestro nombre. Solo queríamos asegurarnos de que no se está tramando ningún engaño contra nuestra firma. Pero debo deciros que parecéis gozar de una salud excelente.

– ¿Qué clase de pólizas? -pregunté.

El señor Bernis frunció el ceño.

– ¡Hombre! Seguros de vida, naturalmente.

Yo conocía el negocio de los seguros, porque mi tío los empleaba a menudo para proteger sus embarques. Sabía menos de los seguros de vida, pero había oído hablar de ellos. Los tenía por una forma de juego, en la que la gente apostaba por la longevidad de una persona famosa, como, por ejemplo, un papa, un general o un rey. También sabía que esas pólizas se suscribían para proteger una inversión, de manera que, si se trataba de un comerciante que debía enviar un agente al extranjero y ese agente tenía determinadas cualidades particulares, podía asegurar su vida para que si el agente fallecía durante el viaje o era desvalijado por piratas turcos, el comerciante pudiera ser compensado de su pérdida. Pero lo que no me cabía en la cabeza era que alguien suscribiera una póliza frente al riesgo de mi muerte.

– ¿Quiénes las han comprado? -inquirí.

– No puedo decíroslo, señor. Yo mismo no lo sé. Aunque, para seros sincero, si lo supiera, no podría revelaros esa información. Quería, simplemente, asegurarme de vuestro estado de salud, que me parece excelente. Y os agradezco el tiempo que os he hecho perder.

– Aguardad un momento. ¿Me estáis diciendo que hay personas, diferentes personas, que han invertido dinero para obtener algún beneficio si yo muero?

– ¡Oh, no, cielos…, no! No se trata de eso. Nadie invertiría en vuestra muerte. Eso sería monstruoso, señor… de lo más monstruoso. No… esas personas abonan dinero para no sufrir pérdidas si vos fallecéis. Ese dinero no es una apuesta, señor, sino una protección de lo que han invertido en vos.

De la sonrisa con que acompañó su explicación pude deducir que era simple palabrería. Que yo había acertado a la primera

– ¿De cuántas pólizas de esas hablamos?

Él se encogió de hombros.

– De cinco o seis tal vez.

– ¿Quiénes las han suscrito?

– Como os he dicho ya, no lo sé. En cualquier caso, me han dado a entender que los poseedores de esas pólizas desean mantener el asunto en secreto. Yo respeto su voluntad, y creo que vos deberíais respetarla también.

– Me parece que iré a hacer una visita a vuestras oficinas -le respondí.

– Será una pérdida de tiempo, señor. Todo es completamente legal, y podréis ver allí que tenemos por costumbre no revelar ese tipo de cosas.

– ¿O sea que cualquier persona puede suscribir una póliza así sobre otro, sin tener que dar cuenta de ello? ¡Eso es diabólico!

– ¿Cómo podéis llamar diabólico a lo que es legal? -preguntó.

Su pregunta contenía un océano tan inmenso de absurdos, que no se me ocurrió ninguna respuesta.

Загрузка...