Me quedé paralizado.
Celia Glade levantó la mirada de sus hermosos ojos y me sonrió con una tristeza tan evidente que mi corazón redobló su ritmo.
– Me encontráis en una situación desventajosa, señor Weaver -dijo.
Di la vuelta sobre mis talones y salí de la habitación todo lo rápidamente que pude. A Elias, que estaba levantándose de su poca favorecedora postura, me limité a decirle que esperaría abajo.
Este asunto acababa de manera tan desgraciada para tantos, que no debería mostrar ninguna simpatía hacia quienes solo se habían visto moderadamente perjudicados, pero jamás he podido perdonarme la rudeza con la que traté a la señora Henry cuando fui a sentarme melancólicamente en la sala de abajo, apretando con tal fuerza mi copa de vino que temí romperla… mientras ella se esforzaba todo el rato en conversar conmigo.
No vi a Celia abandonar la casa, supongo que porque Elias la hizo salir por la puerta trasera, pero al cuarto de hora de nuestro encuentro, bajó él por la escalera y me dijo que estaba listo para marchar. Fuimos a La Cadena Herrumbrosa, y pedimos unas jarras. Tras esto nos sentamos y permanecimos callados un rato.
– Lamento muchísimo que esto te resulte embarazoso, Weaver -empezó-, pero jamás me diste a entender de ninguna manera que preferirías…
Yo di un puñetazo sobre la mesa, tan sonoro que hizo que casi todos los clientes del establecimiento se volvieran a mirarme. Pero me importaba muy poco. Mi único propósito era conseguir que Elias dejara de parlotear antes de que no me quedara más remedio que darle una buena paliza.
– Sabías lo que yo sentía -le dije-. Esto es vergonzoso.
– ¿Por qué? -preguntó-. Era tuya si tú hubieras querido. Pero no quisiste tomarla.
– ¡Por todos los demonios, Elias! No puedo creer que seas tan necio. ¿Crees sinceramente que te ha ido detrás por tus encantos?
– No hay ninguna necesidad de que me insultes, ya sabes.
– Sin duda. -A pesar de mi enfado, no estaba dispuesto a permitir que aquello acabara con nuestra amistad-. Pero, por notable que sea tu atractivo, tienes que darte cuenta de que lo único que pretendía ella era averiguar lo que sabías… nada más.
– ¡Por supuesto! Y yo necesitaba averiguar lo que sabía ella. Era una especie de batalla, supongo, para ver quién renunciaba a sus triunfos y quién los conservaba. De hecho, ella no averiguó nada de mí y yo no recibí nada de ella.
– ¿Y no la perdiste de vista ni un minuto mientras estaba en tus habitaciones?
– Salvo un instante porque, como comprenderás, un hombre no va a utilizar el vaso de noche delante de una dama…
– ¿Y tienes aún sobre la mesa tus notas acerca de nuestra actual investigación?
– Mi letra es muy difícil de descifrar para quienes no están acostumbrados a ella -se apresuró a replicar, pero pude notar cierto titubeo en su voz: tenía sus dudas.
Yo no las tenía.
– Cuando estaba al otro lado de tu puerta mencioné unos nombres: Absalom Pepper y Teaser.
– Pues deberías haber sido más prudente.
No dije nada porque, en aquel aspecto, tenía toda la razón. Me quedé mirando al frente, mientras Elias se mordía intermitentemente los labios y daba sorbos a su cerveza.
– ¿Sabes? -me dijo-. En ningún momento pretendí hacerte una mala jugada. Tal vez deberías haberme manifestado tus sentimientos por ella de una forma más clara. Quizá no les presté toda la consideración que merecían, pero estaba demasiado ocupado en intentar llevarme a la cama a una hermosa y complaciente mujer. Puede que te parezca una mala excusa, pero es la verdad. Y es posible también que ella no tuviera ninguna intención de dejar que la llevara a la cama. Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que aceptó simplemente mi invitación a subir a mis habitaciones. No ha habido ninguna intimidad entre ella y yo…
– ¡Basta ya! -estallé-.Ya no importa. Sabe demasiadas cosas y nosotros tenemos poquísimo tiempo. Eso significa que hemos de darnos prisa.
– Darnos prisa… ¿en qué?
– Es hora de que encontremos al señor Teaser. Tenía que financiar el proyecto de Pepper, así que forzosamente deberá saber de qué se trataba. Y esa es la clave de todo el asunto. Solo espero que lo encontremos antes que consiga hacerlo ella.
Aunque ninguno de los dos estábamos de humor para confraternizar, hice todo lo posible para dejar atrás nuestras dificultades, y lo mismo hizo Elias.
– ¿Conoces esa zona? -le pregunté.
– No muy bien, pero lo suficiente para saber que es de lo más desagradable y que preferiría poder dejar de ir allí. Aun así, supongo que tenemos que hacerlo.
Nos habíamos encaminado a Holborn, y estábamos ahora a apenas un par de manzanas del lugar donde me había dicho la señora Pepper que tal vez encontraría a Teaser. Fue entonces cuando vimos salir unas sombras oscuras de un callejón que había delante de nosotros. Me puse tenso de inmediato y llevé la mano a mi daga. Elias dio un paso atrás, intentando emplearme como escudo. Habría como seis o siete hombres delante de nosotros, y debería haberme sentido alarmado por la desigualdad en el número, de no ser porque enseguida me di cuenta de que ellos se comportaban sin la seguridad en sí mismos de los hombres dados a la violencia. Su postura me pareció insegura y falta de práctica, casi como si tuvieran miedo de que pudiéramos hacerles algún daño,
– ¿Qué tenemos aquí? -gritó uno de ellos.
– Por lo visto, se trata de un par de maricones -respondió otro-. No temáis, pecadores, porque una noche en chirona tendrá sobre vosotros el más beneficioso de los efectos, y tal vez, si dedicáis suficiente tiempo a buscar el perdón del Señor, aún os dé tiempo de salvar vuestra alma.
Yo tenía mis dudas a propósito de las cualidades salvíficas del calabozo porque cuando un sodomita era enviado a pasar la noche en una pestilente prisión, lo único que podía esperar era ser víctima de interminables horas de abusos. En esos lugares, la tradición inveterada exige que los criminales más empedernidos fuercen a los sodomitas a consumir grandes cantidades de excrementos humanos.
– ¡Quietos ahí! -dije-.Vuestras mercedes no tienen nada contra mí ni yo lo tengo contra vuestras mercedes. Marchaos de aquí.
– Yo no me iré -gritó uno de ellos, que era, si no ando errado, el que nos había llamado maricones-. ¡Porque soy el siervo del Señor, y él actúa a través de mi mano! -Su voz temblaba como la de un predicador callejero.
– Lo dudo mucho -respondí, porque enseguida me di cuenta de que pertenecían a la Sociedad para la Reforma de las Costumbres o, como mínimo, a alguna de las muchas organizaciones de este tipo que habían rotado en los últimos años. Sus miembros recorrían las calles de noche, en busca de los que pudieran estar implicados en actividades contrarias a las leyes de Dios y del reino, aunque no implicaran delitos violentos, puesto que aquellos hombres profundamente religiosos no estaban en condiciones de enfrentarse a ellos. Por motivos poco justificables, los alguaciles y los magistrados permitían que esos hombres actuaran como sus agentes, de forma que cualquier grupo de ciudadanos decididos e inflamados por sus ideas religiosas podían apresar a un hombre que no había cometido más delito que el de emborracharse o el de buscar la compañía de una prostituta y conseguir que fuera encerrado y obligado a pasar una noche infernal. Ya he dicho que los sodomitas lo pasaban muy mal en la prisión, pero, en realidad, solo el bruto más insensible y correoso podía salir de allí sin haber sufrido una severa paliza y toda clase de humillaciones.
– En esta ciudad tenemos una especie de toque de queda -me explicó el que llevaba la voz cantante.
– Ya he oído hablar de eso -respondí-, pero jamás he visto a nadie al que le importara un bledo, si no es a un fanático como vos. Mi amigo y yo solo estamos paseando por la calle, y no consentiré que nos molestéis.
– He visto que no hacéis nada más que pasear por la calle, pero sé muy bien que pensáis entregaros a los actos más bestiales, a unos crímenes que son una abominación para Dios y para la naturaleza.
– No consentiré eso -dije, y empuñé mi daga.
A los hombres se les cortó la respiración, como si nunca hubiesen imaginado que un hombre normal debiera resistir aquellas reprobables acusaciones.
– No soy un sodomita ni estoy implicado en una actividad criminal -anuncié-, pero sí he sido entrenado en las artes de la lucha. Así que, decidme… ¿quién de vosotros quiere dejarme por mentiroso?
Oí el ruido de sus respiraciones, pero no hubo ninguna otra respuesta.
– Ya lo suponía. Largaos ahora. -Exhibí y agité mi daga ceremoniosamente. La cosa funcionó, pues el grupo de rufianes religiosos se dispersó enseguida, y Elias y yo proseguimos nuestro camino una manzana más, hasta llegar al lugar del que había hablado la señora Pepper.
Elias miraba a nuestro alrededor.
– ¡Oh, maldita sea! -exclamó.
– ¿Qué ocurre?
– Que estoy empezando a ver por qué esos reformistas imaginaron tan falsamente lo que se imaginaron… O mucho me equivoco, o encontraremos a ese señor Teaser en el hogar de la Madre Clap. [13]
– ¿La Madre Clap? -exclamé-. ¿Puede tener ese nombre un burdel auténtico? Me suena todavía más improbable que la existencia de un supuesto amigo llamado Teaser…
– Creo que los dos pueden ser parte del mismo fenómeno. Y te lo digo yo, que sé de buena fuente que el Hogar de la Madre Clap es el burdel de homosexuales más célebre de toda la ciudad.
Yo no tema el menor deseo de entrar en un burdel de esos, y estuve a punto de expresar en voz alta mi reparo. Pero, aunque casi se me escaparon las palabras, pensé que era muy extraño que un hombre como yo, que se había visto obligado a encarar toda suerte de peligros, se mostrara tan remilgado ante actitudes que no implicaban ningún daño real. Podía disgustarme el comportamiento de algunos hombres entre ellos -como me disgustaban, por ejemplo, los cobardes- pero su existencia no amenazaba la mía.
Miré a Elias.
– Llama tú a la puerta -le dije-. Tienes más posibilidades de ganarte su confianza.
Pensé que mi ocurrencia lo irritaría, pero se limitó a reír.
– ¡Por fin he encontrado algo que asusta a Benjamín Weaver -exclamó- y tal vez una forma de recuperar tu buena disposición hacia mí!
Elias llamó y al instante sus esfuerzos obtuvieron respuesta: se abrió la puerta para mostrar a una criatura con atuendo de criada… solo que no era propiamente una criada. Teníamos delante a un hombre, y no precisamente enclenque, vestido de mujer y tocado con una peluca que se adornaba en su parte superior con un delicado sombrerito. Aquello ya era bastante absurdo pero, además, las mejillas del hombre mostraban una barba incipiente y, aunque saludaba y se comportaba con toda seriedad, el efecto era a la vez cómico y grotesco.
– ¿Puedo ayudaros, caballeros? -preguntó la «criada» con voz de falsete pero no atiplada en realidad. Para mí estaba claro que aquel hombre no deseaba convencer a nadie de que era una mujer. Por encima de todo quería mostrarse como un hombre disfrazado de mujer, lo cual hacía de él un ser condenadamente curioso e inquietante.
Elias carraspeó.
– Sí -dijo-. Buscamos a un hombre que se hace llamar Teaser.
– ¿Tenéis algún asunto con él, entonces? -preguntó el hombre, deponiendo parcialmente su falsete. Eso me permitió observar que su acento era barriobajero, una especie de dialecto rural que, si no me engañaba, procedía de la zona de Hockley in the Hole. Eso me sorprendió, porque siempre había pensado que la sodomía era un pecado propio de ricos decadentes y allí tenía, en cambio, a un hombre de clase muy humilde; me pregunté, por ello, si sus inclinaciones homosexuales serían cosa de la naturaleza o una opción que hubiera elegido por necesidad. Pero después cruzó por mi mente un pensamiento más negro: el de que aquel pobre individuo estuviera allí retenido contra su voluntad. Y me prometí a mí mismo que estaría alerta por si descubría indicios de tales horrores.
Di un paso adelante.
– Nuestro negocio es cosa nuestra. Os ruego que le informéis de que tiene visita, y nosotros responderemos a lo que desee.
– Me temo que no puedo hacer eso, señor. Tal vez podríais dejar vuestra tarjeta y el señor Teaser, si existe tal persona, se pondrá en contacto con vos si lo desea.
Me fijé en que el criado no había negado al principio la presencia del llamado Teaser, pero ahora ponía en duda hasta su existencia.
– Él no sabrá quiénes somos, pero el negocio que traemos es de la máxima urgencia. No pretendo molestaros a vos ni a vuestros… vuestros amigos, pero tengo que hablar con él de inmediato. -Le tendí mi tarjeta.
– Esta no es vuestra casa y vos no dais órdenes aquí. Dejaré vuestra tarjeta lo queráis o no, pero salid de aquí porque no tengo nada más que deciros.
De haber sido un sirviente varón, yo hubiera resuelto el asunto empujándolo y abriéndome paso. Pero la verdad es que no me apetecía nada tocar a un individuo como aquel, así que continué dependiendo de las palabras.
– No me marcharé. Podéis dejarnos entrar por propia voluntad o intentar detenernos. La elección es vuestra, señor.
– Llamadme señora, os lo ruego -dijo.
– No me importa cómo queráis llamaros, pero haceos a un lado.
En aquel momento apareció otro personaje en la puerta: esta vez una mujer en cuerpo y también en alma. Era una mujer rolliza, de edad madura, con grandes ojos azules que irradiaban indulgencia y bondad. Vestía con sencillez, aunque con prendas de calidad y tenía todo el aspecto de una respetable y generosa matrona.
– ¡Largo de aquí! No estoy para más palabrería piadosa de hipócritas como vos. Id a decírsela al diablo, porque tenéis más en común con él que con nosotros.
La diatriba me dejó un momento sin saber cómo reaccionar. Afortunadamente, Elias, siempre diplomático, saludó con una inclinación de cabeza y tomó la iniciativa.
– Veréis, señora… Como hemos intentado explicar a vuestro criado, no queremos causar ningún daño, pero tenemos que tratar con el señor Teaser un asunto urgente. Permitidme que os diga que es muy probable que no hayáis tenido aquí jamás dos caballeros menos proclives a enredaros en palabrería piadosa. Mi socio es judío, y yo soy un libertino…, con inclinación hacia las mujeres, entendedme.
La mujer miró ahora la tarjeta que le había dado al sirviente, y después me miró a mí.
– Vos sois Benjamín Weaver, el cazarrecompensas…
A pesar de mi malestar, le ofrecí una reverencia.
– El hombre por el que preguntáis no ha hecho nada malo -siguió-.Jamás hubiera pensado que caerías tan bajo como para intentar ganaros la vida persiguiendo a homosexuales…
– Me entendéis mal, señora -la tranquilicé-. Mi negocio con ese caballero es obtener información acerca de un conocido suyo. No tengo ningún interés en molestaros a vos ni a vuestros amigos.
– ¿Me lo juráis? -preguntó.
– Tenéis mi palabra de honor. Solo deseo preguntarle unas cosas que necesito saber, y después me iré.
– Muy bien -accedió-. Pasad. No vamos a estar con la puerta abierta toda la noche, ¿verdad?
La mujer, que era sin duda la denostada Madre Clap, [14] nos condujo a través de su casa con una recelosa actitud de propietaria. El local tenía el aspecto de una casa rica del siglo anterior, pero ahora desaliñada y mal cuidada. El edificio olía a moho y polvo, y a mí me daba la impresión de que me bastaría dar una patada en la alfombra para levantar de ella una nube de suciedad.
Fuimos recorriendo las diversas estancias de la casa siguiendo a nuestro Virgilio, [15] que nos condujo a través de pasillos de sorprendente buen gusto y estancias bien amuebladas. Bien es cierto que las personas que habitaban en aquellos espacios eran harina de otro costal. Así llegamos a una sala en la que se desarrollaba una especie de baile. Habían colocado mesas para que los visitantes se sentaran a beber y charlar, y tres violinistas interpretaban música mientras seis o siete parejas evolucionaban sobre un suelo de madera cubierto por una vieja y gastada alfombra. En los bordes de esa especie de pista, dos docenas de hombres conversaban animadamente. Me fijé en que, entre los que bailaban, cada pareja estaba formada por un hombre de aspecto normal y otro hombre que se parecía mucho a la criada que nos había abierto la puerta, vestida de mujer pero de forma nada convincente.
Madre Clap nos llevó hasta una salita en la parte de atrás de la casa, en la que ardía un agradable fuego. Nos invitó a tomar asiento y nos sirvió sendas copas de oporto, que escanció de una botella de cristal tallado, aunque noté que ella no se servía.
– He enviado a Mary a buscar a Teaser. Pero puede que se encuentre indispuesto.
Me estremecí pensando en cuál podría ser su indisposición. Madre Clap debió de leerlo en la expresión de mi rostro, porque me miró con aire de reproche.
– Vos no aprobáis lo que hacemos aquí, ¿verdad, señor Weaver?
– No me corresponde a mí aprobar o desaprobar -respondí-, pero tenéis que reconocer que los hombres que pasan aquí su tiempo se entregan a actos contrarios a la naturaleza.
– ¡Ah…, es eso! También es contrario a la naturaleza que un hombre vea claramente en la noche, lo cual no os impide iluminar vuestro camino con una vela o una linterna, ¿verdad?
– Pero no es lo mismo -intervino Elias, con una viveza que yo sabía que era debida más al placer de ejercitar su inteligencia que a un supuesto apasionamiento por el tema-. Las Sagradas Escrituras prohíben la sodomía, pero no prohíben la iluminación.
Madre Clap dirigió a Elias una mirada valorativa:
– Tenéis razón. Prohíben la sodomía, en efecto. Y también fornicar con las mujeres, ¿no es así, señor Libertino? Me pregunto, mi buen señor, si estáis igualmente dispuesto a plantear las objeciones de las Sagradas Escrituras en este otro aspecto.
– No lo estoy -admitió Elias.
– ¿Y no ordenó nuestro Salvador -siguió ella dirigiéndose a mí- que acogiéramos a los pobres y los enfermos y cuidáramos y diéramos consuelo a aquellos que rechazan los poderosos y privilegiados?
– Todas estas preguntas a propósito del Salvador tenéis que hacérselas al señor Gordon -dije.
Elias respondió con una inclinación de cabeza sin moverse de su asiento.
– Creo que nos dais ciento y raya, señora. Nosotros estamos hechos conforme a la moral de nuestra sociedad. Pudiera ser, como decís, que las objeciones de nuestra sociedad sean, simplemente, el resultado arbitrario de nuestra época y de nuestro marco; nada más que eso.
– Uno puede sentirse inclinado a ser producto de su época y de marco -observó ella-, pero ¿no está obligado el hombre virtuoso a esforzarse en ser algo más?
– Tenéis toda la razón, señora -dije yo, rindiéndome, porque, aunque no podía dominar mis sentimientos con respecto a aquel tema, me daba cuenta de que sus palabras eran justas. Y, puesto que no parecía haber nada más que pudiera añadir para ilustrar sus sentimientos, y puesto que nosotros no inquirimos más, permanecimos sentados en silencio, escuchando el crepitar del fuego hasta que a los pocos minutos se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre de aspecto ordinario, vestido con el atuendo normal de un comerciante. Tendría tal vez treinta y siete o treinta y ocho años, con facciones regulares y un rostro infantil marcado por esas pecas y manchas irregulares en la tez que se asocian en general a hombres mucho más jóvenes.
– Creo que deseabais verme -dijo tranquilamente.
– Estos caballeros son el señor Benjamín Weaver y su socio, Elias Gordon -le informó Madre Clap, dejando ver con claridad su propósito de asistir a la entrevista.
Elias y yo nos levantamos y le ofrecimos nuestros saludos.
– Y vos debéis de ser el señor Teaser, me imagino.
– Ese es el nombre que utilizo aquí, en efecto -respondió.
Ocupó una silla y nosotros nos sentamos también.
– ¿Podría preguntaros vuestro verdadero nombre? -inquirí.
– Prefiero que no se sepa -respondió-. Tenéis que comprenderme… tengo esposa… una familia… que se sentirían muy incómodos si se enteraran de mis visitas aquí.
Indudablemente, sus reparos eran de lo más correctos.
– Tengo entendido que vos conocéis al señor Absalom Pepper.
– Jamás he oído hablar de nadie con ese nombre -dijo el señor Teaser.
Sentí una punzada de desesperación, pero entonces recordé que Teaser tampoco era su auténtico nombre y que no existía ninguna razón para pensar que mi mención de Pepper debiera ser respondida de otra forma. Añadí, pues:
– Una persona interesada en el tejido de la seda… que llevaba siempre un cuaderno consigo y tomaba notas en él a propósito de ese tema.
– Oh, sí… -asintió Teaser, que se animó ahora con creciente interés e incluso agitación-. La señorita Owl. [16] ¿La conocen? ¿Dónde está?
– Owl… -repitió Madre Clap-. Hace meses que no hemos sabido nada de ella. Y he estado preocupada, sí.
– ¿Qué noticias tienen de ella? -preguntó Teaser-. Los envía en mi busca. ¡He estado tan inquieto…! Un buen día dejó de venir, simplemente, y yo me temí lo peor. Temí que su familia hubiera descubierto nuestro secreto, porque… ¿Qué otro motivo podía haber para dejarme de esta manera? Bien es verdad que hubiera podido enviarme una nota… ¡Oh! ¿Por qué no lo hizo?
Elias y yo intercambiamos una mirada. Yo bajé la vista al suelo un momento mientras hacía acopio de valor para afrontar la mirada de Teaser.
– Debéis prepararos para encajar una mala noticia, señor. Owl, como lo llamáis, ya no existe.
– ¿Cómo? -preguntó Madre Clap-. ¿Ha muerto? ¿Cómo ha ocurrido?
Teaser estaba anonadado, con los ojos muy abiertos y húmedos, y entonces, de repente, se dejó caer en su asiento con la mano apoyada en la cabeza en una actitud teatral de desesperación. Yo, sin embargo, no dudé de que aquel dolor era sincero.
– ¿Cómo puede estar muerta? -exclamó.
Aquella confusión con el género comenzaba a agotar mi paciencia.
– Es un asunto bastante turbio -dije-. Hay muchos detalles en él que aún no acabo de comprender; pero lo cierto es que hay quienes creen que la Compañía de las Indias Orientales puede haber tenido algo que ver en su muerte.
– ¡La Compañía de las Indias Orientales! -repitió Teaser con una mezcla de rabia y de dolor-. Oh… Yo ya le advertí que no se cruzara en su camino, pero ella no quería escucharme. No, no me hacía caso. Owl siempre tenía que hacer las cosas a su aire.
Dado que, en el momento de su muerte, el personaje en cuestión estaba casado con tres mujeres, por lo menos, y mantenía relaciones con sodomitas, no pude encontrar ninguna razón para contradecir lo que afirmaba de él Teaser.
– Sé que esto debe de ser un golpe terrible para vos -dije-, pero debo pediros, sin embargo, que respondáis ahora algunas de nuestras preguntas.
– ¿Por qué he de hacerlo? -preguntó, manteniendo el rostro oculto entre sus manos-. ¿Por qué debería ayudaros?
– Porque se nos ha pedido que identifiquemos al autor de un crimen tan terrible y lo pongamos en manos de la justicia. ¿Podríais decirme por qué pensabais que la Compañía de las Indias Orientales lo deseaba muerto?
– ¿Quién os ha contratado? -preguntó-. ¿Quién desea que se haga justicia?
Comprendí que nos hallábamos en una encrucijada. Ya no podría dar marcha atrás y lo cierto era que estaba cansado de engaños y medias verdades. Cansado de estar llevando una investigación a medias. Deseaba llegar al final. Así que se lo dije:
– Me ha contratado un hombre llamado Cobb.
– Cobb… -repitió Teaser-. ¿Por qué habría de querer eso él?
Difícilmente puede imaginar el lector la fuerza que tuve que hacer para no saltar inmediatamente de mi asiento. Nadie en los círculos sociales o de negocios de Londres había oído hablar nunca de Cobb, pero allí, en aquel burdel, un homosexual liado con un individuo que a su vez tenía tres esposas, repetía su nombre como si fuera para él algo tan común como el polvo. Y, sin embargo, yo era consciente de que, si quería que él confiara en mí, tendría que demostrar mi autoridad y reprimir mi sorpresa.
– No estoy en condiciones de responder a vuestra pregunta -le dije, como si el asunto no fuera conmigo-. Pero Cobb es el hombre que me contrató. Los motivos que pueda tener son cosa suya. Aunque encuentro que resultaría interesante conocerlos. Tal vez podríais especular sobre el tema.
Teaser se levantó del asiento con tanta prisa, que casi saltó.
– Debo irme -dijo-. He de echarme un rato. Yo… yo quiero ayudaros, señor Weaver. Quiero que se haga justicia. Os lo aseguro. Pero no puedo hablar en este momento. Dejad que vaya a echarme un rato, para llorar, para ordenar mis pensamientos.
– Por supuesto -dije, lanzando una mirada a Madre Clap, porque no quería abusar de su hospitalidad. Ella expresó su consentimiento con una inclinación de la cabeza.
Teaser salió enseguida de la habitación y los tres nos quedamos sumidos en un embarazoso silencio.
– No os habéis esforzado gran cosa en suavizar el golpe -dijo Madre Clap-. Tal vez pensáis que los homosexuales no sienten el amor como vos.
– Nada de eso -respondí, sintiéndome un tanto irritado. Madre Clap daba la impresión de pensar que mi insensibilidad hacia los sodomitas era la raíz de todos los males del mundo-. Lo que pasa es que, a la hora de tener que dar malas noticias como esa, sé por experiencia que no existe forma bondadosa, sensible o amable. La noticia es la que es, y resulta mucho mejor darla que intentar limar su aspereza.
– Ya veo que no entendéis la situación. Owl no era meramente un amigo de Teaser, ni tanto solo su amante. Owl era su esposa.
– Su esposa -dije, haciendo un gran esfuerzo por mantener serena mi voz.
– Tal vez no lo fuera a los ojos de la ley, pero sí, sin duda, a los ojos de Dios. Es más, la ceremonia fue celebrada por un ministro anglicano, un hombre que se desenvuelve en el mundo con la misma facilidad y tan libre de prejuicios como vos, señor Weaver.
Evidentemente aquella mujer sabía muy poco de mi vida; dejé pasar su afirmación.
– ¿Aquí los hombres se casan unos con otros?
– Sí, claro. Uno asume el papel de esposa, y en adelante es designado siempre como «ella», y su unión es tan firme e inquebrantable como la que se da entre un hombre y una mujer.
– ¿Y en el caso del señor Teaser y Owl? -preguntó Elias-. ¿Formaban también una pareja inquebrantable?
– Por parte de Teaser, ciertamente sí -dijo Madre Clap, con cierta tristeza-, pero me temo que Owl haya sido más variable siempre en sus intereses…
– ¿Con respecto a los otros hombres? -pregunté.
– Y, si queréis saberlo, con respecto a las mujeres, también. Muchos de los hombres que acuden aquí, si encontraran aquí su camino, jamás desearían el cuerpo de una mujer, pero otros han desarrollado ese apego y no son capaces de dejarlo. Owl era una de estas.
– Si me permitís el atrevimiento de decíroslo, no me sorprende lo que me contáis -observé.
– ¿Porque pensáis que todos los hombres deben sentirse atraídos por el cuerpo de la mujer?
– No, no es por eso. Sino porque el señor Absalom Pepper, al que llamáis Owl, estaba casado al mismo tiempo con tres mujeres por lo menos. Era polígamo, señora, y creo que un desvergonzado oportunista también. Barrunto que Pepper quería utilizar al señor Teaser para algún propósito suyo. Que, con este fin, debió de seducir al pobre hombre para ablandarle el corazón y abrirle la bolsa.
– El hombre -observó Madre Clap- está siempre intentando abrir una bolsa u otra.
Madre Clap fue a abrir los labios para dar forma a su pensamiento, pero la interrumpió un fuerte estrépito proveniente del exterior de nuestra estancia. A esto siguieron varios gritos, ásperos unos y varoniles, y en falsete otros de una voz de hombre imitando voz de mujer. Escuché el estruendo de objetos pesados cayendo y nuevos gritos, estos graves y con tono de autoridad.
– ¡Dios bendito! -Madre Clap se levantó de su asiento con una agilidad sorprendente para una mujer de su edad. Su tez había perdido el color; tenía los ojos muy abiertos, y los labios, blancos-. Es una redada. Sabía que esto tenía que pasar algún día.
Abrió la puerta y salió corriendo. Oí una voz confusa que exigía que alguien se detuviera en nombre del rey, y otra que gritaba que alguien lo hiciera en nombre de Dios. Me pareció muy difícil probar que alguien estuviese allí fuera actuando con la autoridad de cualquiera de los dos.
– Son los hombres de la Reforma de las Costumbres -dijo Elias-. Esa es la razón de que se encontraran frente a la casa; estarían coordinando una redada con los alguaciles. Tenemos que llegar hasta Teaser. Si lo detienen, es posible que ya nunca volvamos a verlo.
No hacía falta que completara su pensamiento. Si arrestaban a Teaser, existía una gran probabilidad de que estuviera muerto antes de que pudiéramos llegar hasta él, porque los demás presos vapulearían a un sodomita hasta matarlo, antes que compartir una celda con él.
Saqué mi daga de la vaina y fui hacia la ventana, donde me puse a arrancar un trozo del forro de la cortina. Tendí a Elias parte de él, mientras yo tomaba otra parte y me cubría la cara con ella, ocultándola completamente por debajo de mis ojos.
– ¿Te propones robar a los alguaciles? -me preguntó Elias.
– ¿Quieres que te reconozcan? Te iba a resultar muy difícil convencer a los caballeros de Londres de que te permitieran administrarles un purgante si se olieran que has sido acusado de sodomía.
No hizo falta más argumento. La tosca máscara -no muy distinta de aquellas a las que ocasionalmente había tenido que recurrir en mi juventud cuando me dedicaba a asaltar coches en la carretera- no tardó en ocultarle el rostro y nos precipitamos los dos a la refriega.
Dos enmascarados blandiendo armas tienen forzosamente que atraer la atención, y no fue diferente en este caso. Alguaciles y visitantes del burdel nos miraban con igual temor. Así nos abrimos paso a través de grupos de hombres enzarzados en la indescifrable danza de arrestos y de resistencia buscando a nuestro hombre, pero sin encontrar ni rastro de él.
En el salón principal, donde antes habían estado danzando, reinaba el caos. Algunos hombres se escondían, acobardados, en los rincones, mientras otros luchaban esforzadamente blandiendo candelabros y trozos de muebles rotos. Mesas y sillas aparecían volcadas, vidrios rotos cubrían el suelo, formando islas en los charcos de vino y ponche derramados. Había como dos docenas de alguaciles o de matones contratados para actuar como tales, y junto con ellos otra docena, más o menos, de hombres de la sociedad para la reforma de las costumbres. Yo no pude evitar el pensamiento de que unos hombres tan preocupados por las buenas costumbres tenían que actuar mucho mejor que aquellos. Vi que un par de alguaciles sujetaban a un mariquita contra el suelo, mientras uno de los reformistas lo cosía a patadas. Un grupo de tres o cuatro clientes del burdel intentaron abandonar la habitación, pero fueron golpeados por los alguaciles mientras los reformistas los aplaudían desde una prudente distancia. Los alguaciles eran matones y rufianes, y los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres eran unos cobardes. De esta manera avanza siempre la causa de la moralidad.
– ¡Teaser! -llamé de nuevo dirigiéndome a los aterrorizados sodomitas-. ¿Alguien ha visto a Teaser?
Pero ninguno oía o prestaba atención. Aquellos desgraciados tenían sus propios problemas, y los alguaciles estaban intentando decidir si debían apresarnos o dejarnos pasar. Ninguno sentía deseos de meterse con nosotros, porque ciertamente había allí peces mucho menos robustos que pescar. Los hombres de la Sociedad para la Reforma de las Costumbres -que eran los más fáciles de identificar puesto que eran los únicos que se acobardaban y gemían si se nos ocurría mirar hacia ellos- daban prueba de otro atributo de quienes quieren esconder su crueldad tras la apariencia de religión. Con tan ferviente fe en su Señor, se mostraban sumamente reacios a correr el albur de ser enviados ya a su encuentro.
– ¡Teaser! -grité otra vez-. He de encontrar a Teaser. Lo sacaré inmediatamente de aquí.
Al final, me llamó un hombre. Dos alguaciles lo tenían agarrado por los brazos, y de su nariz brotaba un patético reguero de sangre. Llevaba la peluca torcida, pero aún sobre su cabeza. Uno de los hombres que lo retenían estaba en pleno proceso de mostrarle a su compañero cuan repugnantes eran aquellos maricones, pues agarraba con la mano el culo del prisionero y lo apretaba como si fuera el de una apetitosa prostituta.
La cara de aquel pobre hombre se retorcía por el dolor y la humillación pero, cuando nos vio, comprendió de alguna manera que no éramos sus enemigos y fue tal vez la expresión de simpatía de mis ojos lo que lo movió a hablar.
– Teaser ha escapado -me dijo-. Se ha ido por la puerta de delante con el mocetón negro.
Empecé a moverme hacia la puerta de la casa. Un par de alguaciles se adelantaron para cerrarme el paso, pero yo cargué sobre ellos con el hombro y los dispersé fácilmente dejando espacio para pasar yo y -resguardándose detrás de mí- también Elias.
Una vez estuvimos fuera del salón, dejamos atrás el grueso de la pelea. Tres alguaciles se animaron a perseguirnos, pero sin convicción: más que nada para poder decir después que sus esfuerzos por detenernos fracasaron. Nadie pagaba a aquellos hombres lo suficiente para que arriesgaran la vida. Arrestar a unos cuantos maricas era una tarea bastante fácil, pero a los bandidos enmascarados era mejor dejarlos para los soldados.
En la puerta montaban guardia dos hombres de la Sociedad para la Reforma, pero, en cuanto nos vieron cargar contra ellos, se apresuraron a apartarse. Uno lo hizo tan rápidamente que perdió el equilibrio y cayó en medio de mi trayectoria y tuve que saltar por encima de él para no tropezar. En la calle habían comenzado a congregarse numerosas personas; no sabían qué pensar de nosotros, pero nuestra aparición fue recibida, más que nada, con vítores de borrachos.
Afortunadamente, el repecho de la entrada estaba bien construido, porque me permitió obtener una buena vista de la zona circundante. Miré a un lado y a otro y, finalmente, los vi. Allí estaba Teaser -lo reconocí al instante a pesar de la oscuridad de la calle- y el que lo guiaba era un hombre corpulento y sorprendentemente ágil. Reinaba la oscuridad y no pude verle la cara, pero no me cupo ninguna duda de quien había secuestrado a Teaser no era otro que Aadil.