Capítulo 8

No recordaba que las repartidoras de pizza fueran tan guapas allá en su juventud, cuando trabajaba en la pizzería de su pueblo. En realidad, no recordaba que entonces hubiera repartidoras.

La vio caminar apresuradamente acera arriba. Largos mechones de pelo rubio ondulaban a su espalda. Llevaba el cabello recogido en una hermosa cola de caballo que sobresalía bajo la gorra azul de béisbol. Una gorra de los Cachorros de Chicago. Se preguntaba si sería fan de aquel equipo. O tal vez lo fuera su novio. Seguramente tenía novio en alguna parte.

Estaba demasiado oscuro para fiarse de las farolas. Los ojos habían empezado a escocerle y a enturbiársele. Se puso las gafas de visión nocturna y ajustó el aumento. Sí, así estaba mejor.

La vio mirar el reloj mientras aguardaba en el porche delantero. Esta vez, abrió la puerta un hombre. Naturalmente, el muy capullo le lanzó aquella mirada de perplejidad. Rebuscó los billetes en los bolsillos de sus pantalones vaqueros, que le apretaban la prominente barriga. Era un patán, sucio y con manchas de sudor bajo las sobaqueras y un tufo de pelo sobresaliendo por el cuello de la camiseta. Y aun así… Sí, allí estaba: otro baboso comentario acerca de lo guapa que era o de que así daba gusto dar propinas. Ella volvió a sonreír educadamente, a pesar del color que comenzaba a cubrir sus mejillas.

Por una vez, le habría gustado ver cómo le daba una patada en la entrepierna a uno de aquellos cretinos. Tal vez él pudiera enseñarle esa lección. Si las cosas salían como esperaba, pasarían algún tiempo juntos.

Ella se alejó a toda prisa por la acera sinuosa, y el puerco, que sólo le había dado un dólar de propina, le miró el trasero mientras la chica volvía a su pequeño y reluciente coche. Tan sólo esa imagen valía mucho más que un dólar. Qué tacaño hijo de puta. ¿Cómo iba a pagarse la chiquilla los estudios con propinas de un dólar?

Decidió que las mujeres eran mucho más generosas dando propinas. Tal vez porque se sentían en cierto modo culpables por no haber preparado la comida ellas mismas. Quién sabía. Las mujeres eran criaturas complicadas y fascinantes, y él no cambiaría su modo de ser aunque pudiera.

Se cambió las gafas de visión nocturna por unas oscuras gafas de sol por simple costumbre, y porque los faros de un coche que se acercaba le quemaban los ojos. Aguardó a que el coche de la chica alcanzara el cruce antes de dar la vuelta y seguirlo. La repartidora había terminado aquella ronda. Él reconoció el camino de vuelta a la pizzería Mamma Mia, en la 59 con Archer Drive. El local, muy acogedor, ocupaba el chaflán de un centro comercial de barrio. Una gasolinera autoservicio ocupaba el otro extremo del edificio. Entremedias Había media docena de tiendas más pequeñas, incluyendo el videoclub Mr. Magoo y la licorería de Shep.

Newburgh Heights era un barrio residencial tan pequeño y apacible que le daba risa. No constituía un desafío. Ni la preciosa repartidora tampoco. Pero ahora no se trataba de desafíos sino, sencillamente, de espectáculo.

La chica aparcó detrás del edificio, junto a la puerta, y recogió el montón de bolsas térmicas de color rojo. Volvería a salir al cabo de unos minutos, llevando en los brazos otro cargamento listo para el reparto.

El neón de Mamma Mia incluía un número de teléfono. Abrió el móvil y marcó el número mientras desplegaba el folleto de una agencia inmobiliaria. El anuncio prometía una casa de estilo colonial, cuatro habitaciones, jacuzzi y claraboya en el baño del dormitorio principal. Qué romántico, pensó justo cuando una mujer ladraba en su oído.

– Mamma Mia.

– Quisiera encargar dos pizzas grandes con pepperoni.

– Número de teléfono.

– 555-4545 -leyó en el folleto.

– Nombre y dirección.

– Heston -continuó leyendo-, Archer Drive 5349.

– ¿Quiere colines o algún refresco?

– No, sólo las pizzas.

– Tardarán unos veinte minutos, señor Heston.

– Bien -cerró secamente el teléfono.

Veinte minutos era tiempo más que suficiente. Se puso los guantes de conducir de cuero negro y limpió el teléfono con el pico de la camisa. Al pasar junto a un contenedor de basura, tiró el móvil.

Se dirigió hacia el sur, hacia Archer Drive, pensando en la pizza, en un baño a la luz de la luna y en la hermosa repartidora con su educada sonrisa y su prieto trasero.

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