Capítulo 32

Nada más entrar en el despacho del doctor James Kernan, Maggie se sintió otra vez como una estudiante de diecinueve años. Aquella sensación de confusión, de perplejidad y temor tornó a ella en una oleada de impresiones visuales y olfativas. El despacho del doctor Kernan, ubicado en las Torres Wilmington de Washington D. C., y no en el campus de la Universidad de Virginia, como antaño, seguía teniendo el mismo aspecto y el mismo olor.

El tufo a humo rancio, a cuero viejo y a aceite de friegas Ben-Gay asaltó de inmediato sus fosas nasales. La diminuta estancia estaba recubierta con la misma extraña parafernalia que antaño. En un frasco de conservas lleno de formol flotaba el lóbulo frontal de un cerebro humano diseccionado. El frasco servía de improvisado sujetalibros, sosteniendo, irónicamente, libros tales como Análisis de Hitler: la búsqueda de los orígenes del mal, Interpretación freudiana de los sueños y lo que Maggie sabía era una rara primera edición de Alicia en el País de las Maravillas. De los tres, este último parecía el más indicado para el profesor de psicología, cuya imagen conjuraba fácilmente la del Sombrerero Loco.

Sobre un aparador de caoba, al otro lado de la habitación, había instrumentos antiguos cuyas formas y afiladas puntas intrigaban al espectador hasta que éste reconocía en ellos instrumentos quirúrgicos que en otro tiempo se habían empleado para practicar lobotomías. En la pared, detrás del escritorio de caoba a juego, había fotografías en blanco y negro que representaban dicha operación. Otra fotografía igualmente perturbadora mostraba a una mujer siendo sometida a tratamiento de electrochoque. A Maggie, los ojos vacíos de la mujer y su expresión resignada bajo el repulsivo aparato de hierro siempre le habían recordado más a una ejecución que a un tratamiento médico. A veces, se preguntaba cómo podía dedicarse a una profesión que, en otras épocas, había sido tan brutal en su pretensión de curar las dolencias de la psique.

Kernan, sin embargo, había hecho suyas las excentricidades de su profesión. Su despacho no era más que una extensión de aquel extraño hombrecillo, tan célebre por sus burdos chistes sobre «tarados» como por su propia versión del tratamiento de electrochoque, que había perfeccionado utilizando para ello a sus estudiantes.

A Kernan le encantaban los juegos mentales y era capaz de atraer y enredar en ellos a cualquiera sin previo aviso. Podía ametrallar a preguntas a algún desprevenido estudiante de primer año, sin dejarlo siquiera contestar, y al instante siguiente retirarse a un rincón de la clase y quedarse allí en silencio, de cara a la pared. Luego, podía subirse a la mesa y ponerse a saltar de un pupitre a otro, tambaleando su cuerpo corto y macizo, pero cargado de años, mientras al tiempo que sermoneaba a sus alumnos, ejecutaba un alarde de equilibrismo. Ni siquiera los alumnos más veteranos sabían qué esperar de su extraño profesor. ¿Y el FBI pretendía que aquel hombre determinara su cordura?

Maggie reconoció el pesado golpeteo de sus pasos fuera del despacho. Instintivamente se sentó muy erguida y dejó de pasear la mirada por la habitación. Hasta los pasos del doctor Kernan la convertían en una estudiante novata.

El doctor entró sin ceremonias en el despacho y arrastró los pies hasta la mesa sin mirar a Maggie, ni mostrar indicio alguno de que había notado su presencia. Se dejó caer en la silla de cuero, produciendo una serie de chasquidos que Maggie no supo si atribuir a la silla o a las articulaciones del viejo.

Él comenzó a rebuscar entre un montón de papeles. Maggie lo observó en silencio, con las manos cruzadas sobre el regazo. Kernan parecía haber encogido desde la última vez que lo viera, más de diez años atrás. Entonces ya parecía anciano, pero ahora tenía los hombros hundidos y las manos temblorosas salpicadas de manchas marrones. Su cabello, tan blanco como Maggie lo recordaba, era fino como plumón y dejaba entrever nuevas manchas en la frente y la coronilla. Algunos pelos blancos le salían de las orejas.

Al fin pareció encontrar lo que tan ansiosamente buscaba. Abrió con dificultad la caja de latón de las pastillas mentoladas, se metió dos en la boca sin ofrecerle a Maggie y cerró la caja.

– O'Dell, Margaret -dijo para sí mismo, sin mirarla, y volvió a rebuscar entre sus papeles-. Clase de 1990 -se detuvo y hojeó una carpeta. Maggie miró la tapa para ver si estaba leyendo su historial, sólo para descubrir una etiqueta en la que se leía Las veinticinco mejores páginas porno de Internet-. Recuerdo a una Margaret O'Dell -dijo el doctor Kernan sin alzar la mirada, con una voz que sonó como la de un viejo senil hablando para sí mismo-. O'Dell, O'Dell, la granjera y el cordel.

Maggie se removió en la silla, obligándose a conservar la paciencia, a mostrarse amable. Nada había cambiado. ¿Por qué la sorprendía que el doctor Kernan tratase a sus pacientes como trataba a sus alumnos, jugando a absurdos galimatías, reduciendo nombres e identidades a ripios de parvulario? Todo formaba parte de su espectáculo.

– Formación sanitaria -continuó él mientras repasaba su lista de páginas porno. Se detuvo varias veces, frunciendo los labios o siseando «sí, sí»-. Se sentaba al fondo de la clase, en el rincón de la izquierda. Tomaba muy pocas notas. Sacó un notable. Sólo hacía preguntas sobre comportamiento criminal y rasgos heredados.

Maggie disimuló su desconcierto. Todo aquello podían ser datos curiosos que el doctor Kernan había anotado y guardado en un archivo dedicado a sus estudiantes. Archivo que, naturalmente, habría revisado antes de su llegada para jugar con ventaja. Y no porque la necesitara. Maggie aguardó, procurando no agarrarse a los brazos de la silla. Tenía ganas de hundir las uñas en el cuero para calmarse e impedir que aquel ridículo interrogatorio la sacara de quicio.

– Hizo un curso de postgrado en psicología criminal -continuó él con su tono bufonesco-. Logró que la aceptaran de interna en el departamento de psicología forense de Quantico -al fin levantó la mirada hacia ella; sus ojos azul pálido parecían flotar, agrandados, tras los gruesos cristales cuadrados de sus gafas. Los pelos de sus cejas pobladas y blancas apuntaban en todas direcciones. Se rascó la mandíbula y dijo-: Me pregunto qué demonios habría hecho si hubiera sacado un sobresaliente -entonces la miró fijamente, esperando.

Como de costumbre, la sorprendió con la guardia baja. Maggie no supo qué decir. Aquel hombre tenía un talento especial para desarmar a sus interlocutores haciendo que se sintieran invisibles. Y luego, de pronto, exigía una respuesta a una pregunta que no había formulado. Maggie guardó silencio y sostuvo su mirada fija, procurando no moverse. Detestaba que pudiera convertirla en una adolescente insegura y balbuciente con unas pocas palabras y aquella maldita mirada suya. Aquélla no era, indudablemente, la idea que Maggie tenía de una terapia. El director adjunto Cunningham había errado el tiro. Mandarla al psicólogo era una pérdida de tiempo. Pero mandarla a ver a Kernan sólo conseguiría poner definitivamente a prueba su cordura y, ciertamente, no solucionaría nada.

– Así que Margaret O'Dell, el pajarillo silencioso del rincón, la estudiante de notable a la que tanto interesaban los criminales, pero que no sabía qué hacía en mi clase, es ahora la agente especial Margaret O'Dell, que lleva una pistola y una placa reluciente y que tampoco sabe qué hace en mi despacho -la miró de nuevo fijamente, esperando una respuesta sin haberle formulado pregunta alguna. Apoyando los codos sobre el desordenado montón de papeles, entrelazó los dedos-. Es así, ¿verdad? ¿Piensa usted que no debería estar aquí?

– Sí, en efecto -contestó ella con voz firme y desafiante, apesar de que aquel hombre conseguía intimidarla hasta un extremo intolerable.

– Así pues, ¿sus superiores se equivocan? Todos esos años de entrenamiento, toda esa experiencia, y se equivocan por completo, ¿no es así?

– Yo no he dicho eso.

– ¿De veras? ¿No lo ha dicho?

Juegos de palabras, enredos y confusión… Kernan era todo un maestro. Maggie procuró concentrarse. No podía permitir que tergiversara sus palabras. No dejaría que la acorralara.

– Me ha preguntado si pensaba que no debía estar aquí -explicó con calma-. Le he dicho simplemente que sí, que no creo que deba estar aquí.

– Vaaaaya -dijo él con un suspiro, recostándose en la silla. Apoyó las manos sobre su prominente pecho, dejando que su chaqueta arrugada se abriera-. Cuánto me alegro de que me haya aclarado ese punto, Margaret O'Dell.

Ella recordaba que sus entrevistas con aquel hombre siempre le habían parecido interrogatorios. Resultaba desconcertante que aquel hombrecillo viejo y balbuciente que parecía dormir con la ropa puesta siguiera ejerciendo aquel poder sobre ella. Maggie intentó mantener la calma. Lo miró fijamente y aguardó.

– Así que, dígame, Margaret O'Dell, usted que no cree que éste sea su sitio, ¿disfruta con su obsesión por Albert Stucky?

Ella sintió de pronto un nudo en el estómago. Maldición. Era muy propio de Kernan disparar a bocajarro, atacar sin previo aviso.

– Por supuesto que no -dijo con voz firme, sosteniéndole la mirada. A pesar de sus gafas de miope, a Kernan no le pasaba desapercibida ninguna mueca, ningún gesto por leve que fuera.

– Entonces, ¿por qué sigue obsesionada?

– Porque quiero que lo atrapen.

– ¿Y es usted la única que puede hacerlo?

– Yo lo conozco mejor que nadie.

– Ah, sí, claro. Porque compartió con usted su pequeño pasatiempo. Es verdad. Y además le dejó un pequeño tatuaje, una marca, para que se acordara de él.

Maggie había olvidado lo cruel que podía ser Kernan. Sin embargo, se obligó a conservar la calma. No podía dejarle entrever su rabia. Eso era exactamente lo que quería él.

– Pasé dos años siguiéndole la pista. Por eso lo conozco mejor que nadie.

– Entiendo -dijo él, ladeando la cabeza como si fuera necesario hacerlo-. Entonces, ¿su obsesión acabará cuando lo atrapen?

– Sí.

– ¿Y cuando sea castigado?

– Sí.

– Porque ha de ser castigado, ¿no?

– No hay castigo suficiente para alguien como Albert Stucky.

– ¿De veras? ¿La muerte no le parece castigo suficiente?

Ella vaciló, acusando su hiriente sarcasmo y anticipando su trampa. Pero, de todos modos, siguió adelante.

– Da igual a cuantas mujeres mate. Él sólo morirá una vez.

– Ah, sí, comprendo. Y eso no sería un castigo a su medida. ¿Cuál lo sería, entonces?

Ella no respondió. No quería morder el anzuelo.

– Le gustaría verlo sufrir, ¿verdad, O'Dell?

Maggie le sostuvo la mirada. «Cálmate», se dijo. Él esperaba que cometiera un desliz. Estaba incitándola, provocándola, obligándola a exponer su odio.

– ¿Cómo preferiría hacerlo sufrir? ¿Mediante el dolor? ¿Un dolor lento y desgarrador? -la miró fijamente, esperando. Ella le devolvió la mirada, pero se negó a darle lo que quería-. No, a usted no le interesa el dolor -dijo él finalmente, como si los ojos de Maggie hubieran respondido por ella-. No. Usted prefiere el miedo, ¿no es cierto? Quiere que sufra sintiendo miedo -añadió con voz despreocupada, sin reproche, ni hostilidad, invitándola a confiar en él.

Ella siguió con las manos sobre el regazo. Continuaba sentada muy derecha, con los ojos clavados en él mientras la rabia le retorcía el estómago.

– Quiere que experimente el mismo miedo, la misma sensación de impotencia que sintieron cada una de sus víctimas -él se echó hacia delante en la silla, y el silencio amplificó el crujido-. El mismo miedo que sintió usted cuando la atrapó. Cuando la estaba rajando. Cuando el cuchillo seccionó su piel.

Hizo una pausa, y Maggie notó que la examinaba. De pronto hacía un calor asfixiante en la habitación. Sin embargo, ella refrenó las manos para no apartarse el pelo húmedo de la frente. Resistió el deseo de morderse el labio inferior y se limitó a devolverle la mirada.

– ¿Es eso, Margaret O'Dell? ¿Quiere ver al señor Albert Stucky retorcerse como usted se retorció? -a ella le asqueó que se refiriera a Stucky llamándolo señor. ¿Cómo se atrevía?-. Verlo retorcerse en la silla eléctrica no es suficiente para usted, ¿no es cierto? -insistió él.

Los dedos de Maggie comenzaron a crisparse sobre su regazo. Le sudaban las palmas de las manos. ¿Por qué hacía tanto calor en aquel despacho? Le ardían las mejillas. Empezaba a dolerle la cabeza.

– No, la silla eléctrica no es castigo apropiado para los crímenes de Stucky, ¿no es cierto? Usted está pensando en un castigo mucho más adecuado, ¿a que sí? ¿Y cómo se propone administrarle tal castigo, Margaret O'Dell?

– Haciendo que ese maldito hijo de perra me mire directamente a los ojos cuando le meta una bala entre las cejas -estalló ella, sin importarle ya que la trampa psicológica del doctor Kernan la engullera por completo.

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