Tully metió los dedos bajos las gafas y se frotó los ojos, intentando despejarse. Como si culpara a las gafas de no encontrar alivio, se las quitó bruscamente y las tiró sobre uno de los muchos montones que había sobre su mesa. Normalmente, sólo se las ponía para leer. Pero cada vez las llevaba más a menudo.
Desde que había cumplido los cuarenta y tres años, el cuerpo parecía ir fallándole poco a poco. El año anterior, había tenido que operarse de la rodilla; no había sido más que una rotura de ligamentos, pero lo había mantenido fuera de servicio dos semanas. Y, desde luego, tener una hija de catorce años que le recordaba constantemente que era «un carroza», tampoco ayudaba a levantarle la moral. Su hija parecía pensar que no hacía nada bien.
Horas antes, se había puesto furiosa por tener que pasar otra vez la tarde en casa de la señora López, la vecina de la puerta de al lado. Tal vez por eso, en parte, Tully seguía aún trabajando, matando el tiempo para no tener que volver a casa, con su hija, quien se revestía de mutismo para castigarlo. Parecía una ironía, pero aquélla era la hija por cuya custodia había luchado tan denodadamente.
La lucha, no obstante, había sido mucho menos encarnizada en cuanto Caroline, su ex mujer, comprendió el alivio que sería verse libre de la responsabilidad de cuidar a una hija adolescente. Aquélla era la misma mujer que, sólo seis o siete años atrás, antes de empezar a trabajar como ejecutiva de cuentas en una gran agencia publicitaria, no soportaba estar separada de su hija y de su marido. Pero, a medida que habían ido haciendo acto de presencia sus distinguidos clientes y los ascensos la impulsaban hacia lo más alto, de algún modo sus prolongados viajes a Nueva York, a Londres o a Tokio habían ido haciéndosele cada vez más fáciles. Durante los años finales de su matrimonio, Caroline se había convertido en una extraña para él. Una mujer bella, sofisticada y ambiciosa, pero completamente desconocida.
Tully se estiró, recostándose en la silla, y entrelazó los dedos tras la cabeza. ¡Dios, cuánto odiaba los cambios! Paseó la mirada por la pequeña habitación iluminada por fluorescentes. Echaba de menos tener un despacho con ventanas. En realidad, si se paraba a pensar que se hallaba a treinta metros bajo el suelo, su claustrofobia se disparaba fácilmente. Había considerado seriamente rechazar el puesto en Quantico porque sabía que la Unidad de Apoyo a la Investigación seguía estando ubicada en lo que para él eran las entrañas del complejo de la academia del FBI.
Se estaba frotando los ojos de nuevo cuando oyó que llamaban a la puerta abierta.
– Agente Tully, aún sigue aquí.
El director adjunto Cunningham iba en mangas de camisa, pero seguía teniendo cuidadosamente abrochados los botones de las muñecas y el cuello, mientras que Tully se había subido las mangas por encima de los codos en pliegues desiguales. La corbata de Cunningham seguía ceñida prietamente a su cuello, lo cual hizo que Tully reparara en la suya, ahora arrugada y arrumbada en un armario, y en el cuello desabrochado y abierto de su camisa.
– Estaba esperando la llamada del médico forense -le explicó Tully-. Del doctor Holmes.
– ¿Y?
El director adjunto se apoyó contra la puerta, y Tully se preguntó si debía despejar una de las sillas. A diferencia del despacho siempre ordenado y limpio de su jefe, el de Tully parecía un trastero: los papeles se amontonaban, los archivos aparecían dispersos por la habitación, y las estanterías rebosaban. Rebuscó entre el montón de notas que, no fiándose de su memoria, que a esa hora de la noche se había cerrado como el disco duro de un ordenador, había tomado al recibir la llamada del forense.
– La chica… la joven tenía en el costado izquierdo una herida incisa, de unos once centímetros de largo, que se extendía hasta el cóccix. El doctor Holmes dice que era un corte muy preciso, casi como si le hubieran practicado una operación.
– Eso recuerda a nuestro hombre.
– Le habían extraído el bazo.
– El bazo no es muy grande, ¿no? Daba la impresión de que en la caja de pizza había algo más.
Tully tomó el ejemplar de la Anatomía de Gray que había sacado de la biblioteca. Pasó las páginas rápidamente hasta encontrar la que había marcado con una goma. Se puso las gafas.
– El bazo tiene unos doce centímetros de largo, siete y medio de ancho y tres de grosor -leyó en voz alta, y luego cerró el libro y lo dejó a un lado-. Aquí dice que pesa unos doscientos gramos, pero que su peso depende del estado del proceso digestivo. Puede hacerse mucho más grande. La víctima no había comido mucho ese día, de modo que su bazo era más bien pequeño. El doctor Holmes dice que también le arrancó parte del páncreas.
– ¿Se han encontrado huellas donde fue hallado el cadáver?
– Sí, tenemos dos bastante claras: un pulgar y un dedo índice. Pero no se corresponden con las de Stucky. Es posible que las dejara alguien accidentalmente en la escena del crimen, pero parecían dejadas a propósito. Todo el borde del contenedor estaba limpio. Sólo había esas dos huellas, justo en el medio.
Cunningham frunció el ceño; su frente curtida se arrugó como si de pronto recordara algo.
– Vuelva a revisar el archivo de Stucky. Asegúrese de que las huellas no han sido cambiadas o alteradas, y de que no hay ningún error informático. Si no recuerdo mal, la agenteO'Dell logró identificarlo al fin por una huella que dejó atrás. Una huella que dejó a propósito. Pero en aquel momento nos costó mucho identificarla. Alguien se había introducido en el sistema informático del condado para cambiar las huellas del archivo.
– Lo comprobaré, señor, pero ahora no se trata del sistema informático de la oficina de un sheriff. Hemos comparado las huellas con las que hay de Stucky en el Sistema Informático de Identificación de Huellas Dactilares, huellas que le fueron tomadas a él directamente. Y, con el debido respeto, no creo que nadie puede introducirse así como así en el sistema del FBI.
El Sistema Informático de Identificación de Huellas Dactilares era la principal base de datos del FBI. Aunque estaba conectado con las agencias federales, estatales y locales, se tomaban numerosas medidas de seguridad para impedir la infiltración de piratas informáticos.
Cunningham suspiró y se rascó la mandíbula.
– Seguramente tiene razón -dijo con un cansancio que Tully no había percibido hasta ese instante.
– Puede que acaben siendo las huellas de algún poli novato -le dijo a su jefe, como si pretendiera aliviar su cansancio-. Si es así, lo sabremos en las próximas cuarenta y ocho horas. Si no se corresponden con las de ningún agente, haré que alguien lo investigue -Tully se dejó las gafas puestas. Se sentía más alerta con ellas, y necesitaba parecer seguro de sí mismo-. Señor, no he encontrado nada que sugiera que Stucky está tratando de decirnos algo con la extracción de esos órganos. Me pregunto si estoy pasando algo por alto.
– No, en absoluto. Stucky sólo hace esto para exhibirse y porque puede hacerlo, nada más -dijo Cunningham, y entró en el despacho, pero permaneció de pie.
– ¿Estudió cirugía en algún momento de su vida? -Tully hojeó el archivo que la agente O'Dell había reunido sobre el pasado de Stucky. En muchos sentidos, parecía el curriculum vitae de un superejecutivo multimillonario.
– Su padre era médico -Cunningham se pasó una mano por la mandíbula. Tully había notado que hacía aquel gesto cuando estaba cansado e intentaba recuperar algún dato almacenado en su vasta memoria. Aprovechó la oportunidad para estudiar el rostro de su jefe, que parecía enflaquecido. La luz del fluorescente oscurecía sus ojos y los hoyuelos de sus mejillas. Incluso estando exhausto mantenía el porte erguido, y sus hombros no se hundían, a pesar de que se había apoyado en la estantería. Todo en él traslucía una serena dignidad. Por fin añadió-: Si no recuerdo mal, Stucky fundó con su socio una de las primeras compañías de inversiones que operaron en Internet. Hizo millones y los guardó a buen recaudo en bancos extranjeros.
– Si pudiéramos seguir la pista de alguna de esas cuentas, tal vez lográramos dar con él.
– El problema es que nunca hemos conseguido averiguar cuántas cuentas tiene, ni qué nombres utiliza. Stucky es muy listo, agente Tully. Es astuto, muy inteligente y casi siempre frío. No se parece a los otros. Él no mata por necesidad, ni por mandato, ni por un impulso. Ni siquiera porque oiga voces interiores. Mata por una razón esencial: porque disfruta haciéndolo. Para él, manipular y quebrantar el espíritu humano es un juego; le gusta provocar el estupor de la gente con sus actos, y restregárnoslo en las narices a los que intentamos capturarlo.
– Pero sin duda hasta Stucky comete errores.
– Esperemos que así sea. ¿Ha encontrado algún indicio sobre el lugar donde pudo llevarse a la víctima?
De nuevo, Tully, que no confiaba en su fatigada memoria, comenzó a rebuscar entre sus montones de notas. Al instante se sintió un tanto avergonzado. Hacía sus anotaciones en cualquier parte, desde la servilleta de un bar, a una toalla de papel marrón del servicio de caballeros.
– Sabemos que se la llevó antes de que acabara su ruta. Algunos clientes llamaron quejándose de que no habían recibido sus pizzas. El gerente va a hacerme una lista de las direcciones a las que la chica tenía que ir a repartir.
– ¿Por qué está tardando tanto?
– Anotan las direcciones en una hoja a medida que reciben llamadas. El repartidor se lleva la única copia.
– ¿Bromea? -Cunningham suspiró, y por primera vez Tully creyó notar que le costaba trabajo contener su irritación-. No parece un método muy eficiente.
– Seguramente nunca habían tenido problemas, hasta ahora. El laboratorio está intentando averiguar la dirección a través de las marcas que dejó el bolígrafo en la hoja de abajo del cuaderno. Naturalmente, lo mejor sería encontrar el coche de la víctima. Tal vez se dejara la lista dentro.
– ¿Se sabe algo del coche?
– Aún no. El Departamento de Vehículos a Motor me ha proporcionado la marca, el modelo y la matrícula. El detective Rosen ha informado por radio a las patrullas de policía de toda la zona. Pero aún no sabemos nada.
– ¿Ha comprobado los aparcamientos de los aeropuertos?
– Buena idea -Tully hizo otra anotación, esta vez en el recibo de la cuenta de su almuerzo. ¿Por qué demonios no tenía blocs de notas, como todo el mundo?
– Tuvo que llevársela a alguna parte -dijo Cunningham, mirando más allá de la cabeza de Tully, perdido en sus pensamientos-. A algún sitio donde pudiera pasar largo rato sin que nadie lo interrumpiera. Imagino que no la llevó muy lejos del lugar donde la secuestró. Si pudiéramos conseguir esa lista, reduciríamos considerablemente las posibilidades.
– El caso, señor, es que he dado una vuelta de un radio de veinte kilómetros alrededor del lugar donde fue hallado el cuerpo. Toda esa zona parece sacada de un libro de postales. Allí no vamos a encontrar ninguna fábrica abandonada, ni edificios en ruinas.
– También es fácil pasar por alto el lugar más obvio, agente Tully. Esté seguro de que Stucky contará con que hagamos justamente eso. ¿Qué más tiene? -preguntó bruscamente al apartarse de la librería, como si de pronto tuviera prisa.
– Recogimos un teléfono móvil en el contenedor. Se había denunciado su robo unos días antes, en un centro comercial de la localidad. Confío en que, cuando tengamos el registro de llamadas, tal vez nos conduzca a algún sitio, dependiendo de adonde se hicieran.
– Bien. Parece que lo tiene todo bajo control -Cunningham se dispuso a marcharse-. Avíseme si necesita ayuda. Por desgracia, no puedo prometerle un nuevo equipo de investigación, pero tal vez pueda sacar a algunos agentes de otros casos. Ahora, vayase a casa, agente Tully. Pase algún tiempo con su hija.
Señaló la fotografía que Tully había colocado al borde de la mesa. Era la única que tenía. Estaban los tres, abrazados y sonriendo a la cámara. No podía hacer mucho tiempo que había sido tomada, y sin embargo Tully no recordaba que hubieran sido tan felices. Era la primera vez que Cunningham hacía referencia a su vida privada. Lo sorprendió que su jefe, aquel hombre distante, recordara que su mujer no se había mudado con él.
– ¿Señor?
Cunningham se detuvo cuando ya salía al pasillo.
Tully no sabía si debía preguntárselo.
– ¿Debo llamar a la agente O'Dell?
– No -dijo él con firmeza.
– ¿Quiere esperar hasta estar seguro de que se trata de Stucky?
– Estoy seguro de que se trata de Stucky al noventa y nueve por ciento.
– Entonces, ¿no deberíamos por lo menos decírselo a la agente O'Dell?
– No.
– Pero, señor, ella podría…
– ¿Qué parte de mi respuesta es la que no comprende, agente Tully? -añadió Cunningham con la misma firmeza, pero sin alzar la voz. Y, dándose la vuelta, desapareció.