Capítulo 42

Maggie asió el revólver y apuntó a la oscura figura que tenía ante ella. Le temblaba la mano derecha. Sintió que se le tensaba la mandíbula y que sus músculos se crispaban.

– ¡Maldita sea! -gritó aunque en la sala de tiro vacía no había nadie que pudiera oírla. Había entrado justo cuando el agente Ballato, el instructor de tiro, acababa su clase. A aquella hora, un viernes, tenía la sala para ella sola.

Relajó la postura una vez más, dejó caer los brazos, giró los hombros y flexionó el cuello. ¿Por qué demonios no lograba relajarse? ¿Por qué estaba tan ansiosa, como si algo fuera a explotar dentro de ella de un momento a otro?

Se subió las gafas protectoras hasta la coronilla y se apoyó contra la media pared de la galería. Después de que el agente Tully y ella dejaran la casa de Archer Drive, había llamado al detective Ford de Kansas City. Lo había oído relatar los pormenores del asesinato de Rita, de su apartamento embadurnado de sangre, de las sábanas manchadas de semen y de los restos de piel y tejidos que el equipo de forenses de la ciudad había hallado en su bañera. No era muy diferente de lo que ellos habían encontrado en el jacuzzi de Archer Drive. Sólo que Stucky no se había molestado en limpiar tras su paso por el apartamento de Rita. ¿Por qué había limpiado la casa de Archer Drive tras matar a Jessica? ¿Sería porque necesitaba utilizarla otra vez? ¿Había atraído hasta allí a Tess McGowan con intención de secuestrarla? Y, si así era, ¿adonde demonios la había llevado?

Maggie cerró los ojos y deseó que la opresión de su pecho se disipara. Tenía que concentrarse. Necesitaba relajarse. Le resultaba demasiado fácil despertar aquellas imágenes. Para eso la habían entrenado, pero esta vez hubiera deseado poder expulsarlas de su imaginación. Sin embargo, su mente no la obedecía. A pesar de sus esfuerzos por ahuyentarlos, los recuerdos la asaltaban continuamente. Veía las pequeñas manos de Jessica Beckwith dándole la pizza. Y luego veía esas mismas manos clavándose en las paredes de una habitación vacía. ¿Por qué nadie había oído los gritos cuando en su cabeza parecían tan vividos y ensordecedores?

Dejó a un lado la pistola y se frotó los ojos con ambas manos. No sirvió de nada. Recordó la cara de Rita, su sonrisa fatigada pero amable al servirles la noche de aquel domingo en el bar lleno de humo. Y luego, sin esfuerzo ni premeditación, la asaltaron las imágenes de su cuerpo cubierto de basura, de su garganta seccionada y del amasijo sanguinolento que antes había sido su riñon en una reluciente bandeja de plata. Las dos mujeres habían muerto sólo porque habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Y ahora Maggie sabía que otras dos mujeres habían sido secuestradas por la misma razón: porque la conocían.

Le dieron ganas de gritar. Deseaba poder ahuyentar aquel dolor. Quería que dejara de temblarle la puta mano. Desde que Tully había encontrado aquel puñado de envoltorios de caramelos, Maggie no dejaba de pensar en Rachel Endicott. ¿Se estaría precipitando al intentar relacionar las desapariciones de Rachel y Tess?

Había barro en los escalones de la casa de Rachel. Barro mezclado con una extraña sustancia metálica. Tully le había dicho que se había encontrado tierra con partículas brillantes en el acelerador del coche de Jessica. ¿Sería el mismo barro? Había algo más que Tully le había dicho. Pero no recordaba qué era. Aquella sensación insidiosa la perseguía constantemente, pero por más que lo intentaba no lograba acordarse. Tal vez fuera algo del informe policial.

– ¡Maldita sea!

¿Por qué no se acordaba? Últimamente se sentía como si su mente se estuviera deshilachando, haciéndose pedazos, descomponiéndose poco a poco. Tenía los nervios a flor de piel, los músculos exhaustos por estar continuamente alerta. Y lo peor, lo más exasperante de todo, era que parecía no tener absolutamente ningún control sobre lo que le sucedía.

Albert Stucky la tenía donde quería tenerla, pendiendo de un abismo imaginario. La había convertido en cómplice de sus atrocidades. La había transformado en su cómplice al dejar que fuera ella quien, inconscientemente, eligiera a sus víctimas. Quería que compartiera su culpa. Quería que entendiera el poder de su maldad. Al hacerlo, ¿esperaba acaso liberar la perversión que tal vez se ocultara dentro de ella?

Recogió su Smith amp; Wesson, acariciando el frío metal y curvando los dedos sobre la culata con cuidado, casi reverencialmente. Dejó los tapones de los oídos colgando alrededor de su cuello y las gafas sujetas sobre su coronilla. Alzó el brazo derecho, manteniendo el codo ligeramente flexionado. Se sujetó con la mano izquierda la muñeca contraria para asegurar el pulso. Fijó la vista en la mira, ordenándole que no se moviera, que no temblara. Luego, sin vacilar, apretó el gatillo, disparando en rápida sucesión hasta que gastó las seis balas y el olor de la descarga saturó sus fosas nasales.

Le pitaban los oídos cuando bajó el brazo. Se le aceleró el corazón mientras apretaba el botón de la pared, y se sobresaltó al oír el chirrido de la polea que llevaba el objetivo hacia ella. Pronto advirtió que había dado en la diana. Respiró hondo y suspiró. Su precisión debería tranquilizarla. Pero, por el contrario, sentía que el borde del abismo se acercaba cada vez más, derrumbándose bajo sus pies. Porque las seis balas que acababa de disparar se habían hundido deliberadamente justo entre los ojos del objetivo.

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