Capítulo 56

Maggie observaba desde el otro lado de la mesa de acero mientras el doctor Holmes abría el pecho de la mujer, trazando con precisión una «Y» que se curvaba bajo sus pechos. Aunque se había puesto bata y guantes, procuraba estarse quieta. Esperaba el permiso del doctor y sólo intervenía cuando éste se lo pedía, intentando contener su impaciencia cuando las cosas se prolongaban demasiado. Se recordaba a sí misma que debería estar agradecida porque el forense hubiera accedido a practicar la autopsia un sábado por la noche, en vez de esperar al lunes por la mañana.

El doctor Holmes le había permitido encargarse de las tareas menores: raspar la parte interior de las uñas, tomar las medidas exteriores y después las muestras de cabello, saliva y fluidos corporales. A Maggie no se le iba de la cabeza que Hannah no había entregado su vida sin resistencia. Tenía el cuerpo cubierto de contusiones, algunas de las cuales, como las que presentaban sus caderas y muslos, sugerían que se había caído por unas escaleras durante la lucha.

Ahora, mientras observaba al doctor Holmes, Maggie se descubrió imaginando paso a paso su muerte brutal, a partir de los reveladores signos que telegrafiaba su cuerpo. Hannah había arañado y clavado las uñas igual que Jessica, sólo que ella había logrado conservar restos de Stucky bajo las uñas. ¿Por qué no había sido su muerte sencilla y rápida? ¿Por qué Stucky no había podido atarla, violarla y degollarla como había hecho con Rita y Jessica? ¿Acaso no estaba preparado para aquel desafío?

Maggie deseó arremangarse. El delantal de plástico la hacía sudar. Dios, qué calor hacía allí. ¿Por qué era tan mala la ventilación?

La morgue del condado era mayor de lo que esperaba. Tenía las paredes pintadas de un gris oscuro y apestaba a Lysol. Las encimeras no eran de acero inoxidable, sino de fórmica de un feo color amarillento. Los fluorescentes del techo, colgados sobre la mesa, casi les rozaban la cabeza cuando se erguían. El doctor Holmes no era mucho más alto que ella, pero Maggie advirtió que se había acostumbrado a la colocación de los fluorescentes y que agachaba la cabeza automáticamente cada vez que se colocaba bajo ellos.

Su formación sanitaria y forense le había permitido practicar numerosas autopsias y asistir a muchas otras. Tal vez fuera por el cansancio, o quizá simplemente por el estrés que le producía el caso, pero por alguna razón le costaba trabajo desvincularse del cuerpo que yacía sobre la mesa de acero, frente a ella. Notaba la cara caliente por culpa de la luz que pendía sobre ellos. La habitación sin ventanas amenazaba con asfixiarla, a pesar de que un ventilador empotrado hacía circular el aire enrarecido. Refrenó el deseo de apartarse de la frente húmeda los mechones de pelo. La tensión que agarrotaba su cuello se le había extendido a los hombros, y se difundía poco a poco hacia abajo, oprimiéndole los ríñones.

Desde que había reconocido a la mujer, no podía evitar sentirse responsable de su muerte. Si no le hubiera pedido ayuda para elegir una botella de vino, Hannah seguiría viva. Maggie sabía que aquellos pensamientos eran contraproducentes. Eran exactamente lo que Stucky quería que pensara y sintiera. Sin embargo, no lograba ahuyentarlos. No podía contener la angustia creciente que le mordía las entrañas, la cólera irrefrenable que le susurraba promesas de venganza. No podía controlar el deseo cada vez más intenso de meterle a Albert Stucky una bala entre los ojos. Aquella cólera, aquella sed de venganza, empezaba a asustarla más que cualquier cosa que Albert Stucky pudiera hacerle.

– No lleva mucho tiempo muerta -dijo el doctor Holmes, sacando a Maggie de sus pensamientos-. La temperatura interna indica que murió hace menos de veinticuatro horas.

Maggie ya lo sabía, pero comprendió que el forense no hablaba para ella, sino para la grabadora que había colocada sobre un estante, junto a él.

– No parece haber signos de livor mortis, de modo que sin duda fue asesinada en otro lugar y trasladada en un plazo máximo de dos o tres horas -de nuevo, el forense habló en tono plano, para la grabadora.

Maggie agradecía su naturalidad, su estilo coloquial. Había trabajado con otros forenses cuyos ceremoniosos susurros o fríos métodos clínicos le recordaban constantemente la brutalidad y la violencia que los había puesto ante aquella tarea. Maggie prefería contemplar una autopsia únicamente como una misión de búsqueda de pruebas, considerando que el alma o el espíritu habían abandonado hacía largo tiempo el cuerpo que yacía sobre la fría mesa metálica. Lo mejor para la víctima, llegados a ese punto, era la búsqueda de pruebas que pudieran ayudar a atrapar a quienquiera que había cometido semejante atrocidad. Sin embargo, esta vez, sabía que Hannah podía decirles muy poco que los pusiera sobre pista de Albert Stucky.

– Me han dicho que se ha quedado con el perro.

Maggie tardó un momento en darse cuenta de que el doctor Holmes le estaba hablando a ella y no a la grabadora. Al ver que no contestaba inmediatamente, él alzó la mirada y sonrió.

– Parecía un buen perro. Tiene que ser muy duro, si ha sobrevivido a esa puñalada.

– Sí, lo es.

¿Cómo podía haberse olvidado de Harvey? Ya estaba demostrando no ser una buena dueña para el perro. Greg tenía razón. En su vida no había sitio para nada, ni para nadie.

– Eso me recuerda algo. ¿Puedo usar el teléfono?

– Está en el rincón, en la pared.

Maggie tuvo que pararse a pensar cuál era su nuevo número. Antes de marcar, se quitó los guantes de látex y se limpió la frente con la manga de la bata. Hasta el teléfono olía a Lysol. Apretó los botones y escuchó el pitido de la línea, sintiéndose culpable por haberse olvidado por completo del perro. No podía culpar a Nick si se había enfadado y se había ido. Miró su reloj. Era las diez y cuarto.

– ¿Diga?

– Nick, soy Maggie.

– Eh, ¿estás bien?

Parecía preocupado, pero no enfadado. Tal vez no debía esperar que reaccionara igual que Greg.

– Sí, estoy bien. No eraTess.

– Me alegro. Estaba preocupado por si Will perdía los estribos, si era ella.

– Estoy en el depósito de cadáveres del condado, ayudando en la autopsia -hizo una pausa, esperando alguna señal de enojo-. Lo siento mucho, Nick.

– No importa, Maggie.

– Puede que tarde un par de horas más -hizo Otra pausa-. Sé que he echado a perder tus planes… tu cena.

– No es culpa tuya, Maggie. Es tu trabajo. Harvey y yo ya hemos cenado. Pero te hemos guardado un poco. Podrás calentarlo en el microondas cuando te apetezca.

Estaba siendo muy comprensivo. ¿Por qué era tan comprensivo? Ella no sabía cómo reaccionar.

– ¿Maggie? ¿Seguro que estás bien?

Había permanecido callada demasiado tiempo.

– Estoy muy cansada. Y lamento haberme perdido la cena.

– Yo también. ¿Quieres que me quede con Harvey hasta que vuelvas?

– No puedo pedirte eso, Nick. Ni siquiera sé a qué hora voy a llegar.

– Siempre llevo un saco de dormir viejo en el maletero. ¿Te importa que me quede aquí esta noche?

Por alguna razón, la idea de que Nick Morrelli durmiera en su enorme casa vacía le produjo una maravillosa sensación de consuelo.

– Puede que no sea buena idea -se apresuró a añadir él, malinterpretando su silencio.

– No, es buena idea. A Harvey le encantará -había vuelto a hacerlo: ocultar sus verdaderas emociones, teniendo cuidado de no revelar nada. Se había convertido en un hábito-. A mí también me gustaría mucho -dijo, sorprendiéndose a sí misma.

– Ten cuidado con el coche cuando vuelvas.

– Sí. Ah, Nick…

– ¿Sí?

– No olvides volver a activar el sistema de alarma después de sacar a Harvey. Y hay una Glock calibre 40 en el cajón de abajo del escritorio. Recuerda cerrar las ventanas. Si necesitas…

– Maggie, estaré bien. Tú piensa en ti y ten cuidado, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Nos veremos cuando vuelvas.

Ella colgó y se apoyó contra la pared, cerró los ojos y sintió que el cansancio y un escalofrío le calaban los huesos. Intentó refrenar el deseo de marcharse en ese preciso instante. De irse a casa y acurrucarse con Nick frente a un buen fuego. Todavía recordaba cómo se había sentido al quedarse dormida en sus brazos, a pesar de que sólo había ocurrido una vez y de que habían transcurrido más de cinco meses. Nick la había reconfortado y había intentado protegerla de sus pesadillas. Y, durante unas pocas horas, lo había conseguido. Pero no había nada que Nick Morrelli pudiera hacer para ayudarla a escapar de Stucky. Últimamente, Albert Stucky parecía estar en todo cuanto tocaba y en cualquier lugar a donde iba.

Volvió a mirar la mesa metálica en la que yacía, abierto, el cuerpo grisáceo de la mujer. El doctor Holmes estaba extrayendo los órganos, uno a uno, pesándolos y midiéndolos como un carnicero que preparara distintos cortes de carne. Maggie se sujetó el pelo tras las orejas, se puso un par de guantes nuevos y se acercó a él.

– No es fácil tener vida propia en este negocio, ¿eh? -él siguió cortando sin levantar la vista.

– Está claro que ésta no es vida para un perro. Nunca estoy en casa. Pobre Harvey.

– Bueno, aun así está mejor con usted. Por lo que tengo entendido, ese Sidney Endicott es un cerdo. No me extrañaría que hubiera asesinado a su mujer y se hubiera deshecho de su cuerpo para que nunca lo encontremos.

– ¿Eso es lo que cree Manx?

– No tengo ni la menor idea. Mire, eche un vistazo al tejido muscular aquí y aquí -el doctor Holmes señaló las incisiones que acababa de practicar.

Maggie sólo miró superficialmente la zona. Se preguntaba si el forense era consciente de que lo que había dicho sobre el señor Endicott había quedado registrado en la grabadora. Pero ¿y si tenía razón? Tal vez Stucky no se hubiera llevado a Rachel Endicott. Tal vez su marido tuviera algo que ver con su desaparición, aunque eso le parecía demasiado fácil. De pronto, se dio cuenta de que el doctor Holmes la estaba mirando fijamente por encima de las lentes bifocales, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz.

– Perdone, ¿qué me decía que mirara?

Él señaló de nuevo, y de inmediato Maggie advirtió que había signos de hemorragia en el tejido muscular. Se apoyó contra el mostrador que había tras ella y sintió que la cólera se agitaba de nuevo en su interior.

– Si hay tanta sangre en el tejido muscular, eso significa que…

– Sí, lo sé -lo detuvo ella-. Que todavía estaba viva cuando empezó a rajarla.

Él asintió y retornó a su tarea, atando con rapidez y destreza las arterias que iba cortando, y dejando la suficiente holgura para que el encargado de la funeraria las utilizara más tarde para inyectar los fluidos de embalsamamiento. Luego, el doctor Holmes extrajo cuidadosamente con ambas manos el corazón de la mujer y lo colocó sobre la báscula.

– El corazón parece en buen estado -dijo para la grabadora-. Peso: dos kilos trescientos gramos.

Mientras introducía el órgano en un recipiente lleno de formol, Maggie se obligó a mirar más detenidamente la incisión que Stucky había practicado. Ahora que podía mirar el interior de la cavidad, era fácil seguir su trazo. Su precisión seguía llenándola de asombro. Había extraído el útero y los ovarios de la mujer como si se tratara de una operación quirúrgica. Sobre el mostrador, en el otro extremo de la habitación, esperaba su obra, todavía guardada en el recipiente de plástico que el camionero había tenido la mala fortuna de recoger.

El doctor Holmes advirtió que estaba mirando el recipiente. Al volver del lavabo, lo recogió y lo puso sobre la mesa, junto a los demás instrumentos. Abrió la tapa y empezó a examinar su contenido. El interfono de la pared sonó de pronto, y Maggie se sobresaltó.

– Será el detective Rosen. Dijo que se pasaría por aquí si encontraba algo -el forense se dirigió a la puerta, quitándose los guantes.

– Espere, ¿está seguro? -ella apenas podía creer que fuera a abrir la puerta sin asegurarse primero-. Es muy tarde, ¿no?

– Sí, es tarde -dijo él, deteniéndose y mirando hacia atrás-. Pero, por si no lo había notado, creo que el detective Rosen se siente fuertemente atraído por usted.

– ¿Perdone?

– No, ya me parecía que no lo había notado -él sonrió y, sin pararse a explicar nada más, giró el cerrojo sin vacilar.

Maggie metió la mano en el interior de la bata y asió el revólver, pero el doctor Holmes ya estaba abriendo la puerta.

– Buenas noches, Sam.

– Hola, doctor -el detective Rosen buscó a Maggie con los ojos sin apenas reparar en el cadáver y levantó un par de bolsas de pruebas que parecían contener tierra-. Agente O'Dell, creo que hemos encontrado algo bastante interesante.

Tras el comentario del doctor Holmes, Maggie se preguntó si de verdad habría encontrado algo, o si sólo quería justificar de algún modo su presencia allí. Aquello era ridículo. Tal vez Greg tuviera razón también en eso. Ya no se fiaba de nadie.

Rosen le alargó una de las bolsas Ziploc por encima de la mesa. Esta vez, miró el cuerpo. No parecía impresionado. Maggie adivinó que había visto muchas autopsias, lo cual significaba que no siempre había trabajado en la oficina del sheriff del condado de Stafford.

Ella tomó la bolsa llena de tierra, la inspeccionó y, al reconocer su contenido, levantó la bolsa a la luz. Sí, había partículas plateadas y amarillas que brillaban bajo el fluorescente.

– ¿Dónde encontró esto?

– En el lateral del contenedor, junto a la valla. Hay unos barrotes metálicos, que podrían servir como escalones. Encontramos huellas de zapatos o botas con restos de barro. Seguramente fue así como logró subir y tirar el cuerpo. Esa parte da al otro lado del aparcamiento. Allí, nadie podía verlo.

Rosen parecía excitado por el descubrimiento, y ella se preguntó por qué.

– ¿Ha informado al agente Tully?

– No, aún no. Pero me da la sensación de que esto es un dato clave. Puede que nos conduzca al escondrijo de ese tipo.

Maggie esperó a que el detective se explicara. Pero él parecía distraído mirando al doctor Holmes, o quizá el amasijo sanguinolento del recipiente de comida que el forense estaba examinando.

– Detective Rosen -Maggie aguardó a que volviera a prestarle atención-. ¿Por qué cree que esto puede conducirnos a alguna parte?

– Bueno, pues, en primer lugar, porque es barro -dijo él como si acabara de desvelar un gran secreto. Al darse cuenta de que ella no entendía lo que quería decir, añadió-: Hace bastante tiempo que no llueve por aquí. Ha amagado varias veces, pero al final no ha caído ni una gota. Por lo menos, en esta zona. Siempre llueve más cerca de la costa.

Ella tamborileó con los dedos sobre el mostrador, esperando algo más que un parte meteorológico. Él advirtió su impaciencia, abrió rápidamente una de las bolsas y desmigajó un poco de barro entre los dedos, lo sacó y se lo enseñó.

– Se trata de una arcilla densa y pegajosa. Hasta huele un poco a moho. Por aquí no hay nada que se parezca a esto.

Maggie podía ponerle fin a aquello diciéndole sin más que no era la primera vez que veía aquel barro antes y que ya lo habían analizado. Sin embargo, lo dejó proseguir.

– Un par de agentes que llevan viviendo aquí toda la vida, dicen que no habían visto nunca algo así. Eche un vistazo. Es raro, tiene partículas rojizas de roca, y esas cositas amarillas y plateadas son muy extrañas… Puede que incluso sean artificiales.

Finalmente, ella confesó:

– Hemos encontrado un barro similar a éste en dos de las escenas del crimen, detective Rosen, pero…

– Sam.

– ¿Perdone?

– Llámeme Sam.

Maggie se apartó el pelo húmedo de la frente. ¿Tendría razón el doctor Holmes respecto al detective… a Sam? ¿Había ido sólo a flirtear con ella, a intentar impresionarla?

– Sam, ya hemos analizado ese barro. Puede que proceda de una zona industrial abandonada. Tenemos a varios investigadores intentando encontrar su posible procedencia.

– Pues yo creo que puedo ahorrarles algún tiempo.

Ella lo miró fijamente y, al ver su sonrisa satisfecha, se impacientó aún más. Rosen estaba haciéndoles perder el tiempo con sus adivinanzas.

– Creo que sé de dónde procede esto -dijo él, complacido consigo mismo, a pesar de la mirada incrédula de Maggie-. Hace un par de semanas, fui a pescar a un sitio a unos cien kilómetros de aquí, al otro lado del puente de peaje. Había quedado con un amigo, pero todavía no conozco muy bien esta zona. Acabé perdiéndome por una zona boscosa y aislada. Cuando volví a casa, vi que tenía las botas cubiertas de un barro pegajoso. Me costó casi dos horas limpiarlas. El barro se parecía mucho a éste. Me preguntaba qué cojones sería ese polvillo plateado.

Maggie se puso alerta. Notó que su pulso empezaba a acelerarse. La zona descrita por Rosen se asemejaba a los lugares donde Stucky buscaba sus madrigueras. El detective Rosen tenía razón. Aquello podía ser la clave de todo.

– Pues espero que tenga usted razón -dijo el doctor Holmes, alzando la mirada del recipiente de plástico-. Ese tipo es un auténtico hijo de perra. Creo que esta mujer se le confesó, intentando ablandarlo, esperando que tuviera una pizca de piedad.

– ¿De qué está hablando? -Maggie observó que el forense se enjugaba la frente, sin importarle de pronto que los guantes le mancharan de sangre la cara. El tranquilo y experimentado forense parecía conmocionado por su descubrimiento.

– ¿Qué ocurre? -repitió ella.

– Puede que no sea una coincidencia que decidiera extraerle el útero -se apartó de la mesa y sacudió la cabeza-. Esta mujer estaba embarazada.

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