Tully se arrellanó en el sillón y apoyó la cabeza en el cojín. Oyó a O'Dell cerrar de golpe la puerta del coche y disparar el motor, haciendo rechinar las ruedas, desfogando su ira frente a la puerta de su casa. Podía comprender su frustración. Qué demonios, él también se sentía frustrado. Deseaba tanto como ella atrapar a Stucky. Pero sabía que para O'Dell aquello era algo personal. No podía imaginar lo que debía de estar sintiendo. Tres mujeres, todas ellas conocidas suyas, brutalmente asesinadas sólo porque habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino.
Cuando alzó la mirada, Emma estaba en la puerta del pasillo, apoyada en la pared, observándolo. No se había cambiado, ni se había cepillado el pelo. De pronto, Tully se sintió cansado de regañarla. Ella siguió mirándolo fijamente, y él recordó que seguía sin hablarle. Bueno, muy bien. Él tampoco le dirigiría la palabra. Echó de nuevo la cabeza hacia atrás.
– ¿Ésa era tu compañera nueva?
Él la miró sin cambiar de postura, intentando no parecer sorprendido por aquel repentino armisticio, por si acaso a su hija se le había olvidado temporalmente.
– Sí, O'Dell es mi compañera nueva.
– Parecía muy cabreada contigo.
– Sí, creo que lo está. Se nota que tengo buena mano con las mujeres, ¿eh?
Por extraño que pareciera, Emma sonrió. Tully le devolvió la sonrisa y ella se echó a reír. En dos pasos se acercó a él y se sentó sobre sus rodillas como hacía de niña. Tully la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza antes de que cambiara de idea. Emma apoyó la cabeza bajo su barbilla.
– ¿Te gusta?
– ¿Quién? -Tully había olvidado de quién estaban hablando. Era tan agradable poder abrazar a su niña otra vez…
– O'Dell, tu compañera nueva.
– Sí, creo que me gusta. Es una mujer inteligente y fuerte.
– Y muy guapa.
Él vaciló, preguntándose si Emma estaba preocupada por si huía con una compañera de trabajo, como había hecho su madre.
– Maggie O'Dell y yo sólo somos compañeros de trabajo, Emma. Entre nosotros no hay nada.
Ella se quedó sentada en silencio, y Tully deseó que le hablara de sus temores, si los tenía.
– Parecía cabreadísima contigo -dijo ella finalmente, riendo.
– Ya se le pasará. Eres tú quien me preocupa.
– ¿Yo? -ella se giró para mirarlo.
– Sí. Tú también parecías cabreadísima conmigo.
– Ah, eso -dijo ella, apoyándose de nuevo en él-. Ya se me ha pasado.
– ¿De veras?
– Estaba pensando que, como no nos vamos a gastar todo el dinero que costaría ir al baile de graduación, podía comprarme un discman muy guay que he visto, ¿no?
– ¿Ah, sí? -Tully sonrió. Sí, definitivamente, nunca entendería a las mujeres.
– Pero no te mosquees. Tengo suficiente dinero ahorrado -ella se desprendió de sus brazos y se levantó. De pie ante él, con los brazos cruzados, esperando su respuesta, se parecía más a la niña que Tully recordaba-. ¿Podemos ir a comprarlo hoy?
¿Era aquél modo de educar a una adolescente, enseñarle a recibir cosas materiales a cambio de su buen comportamiento? En lugar de pararse a considerarlo, Tully dijo:
– Claro. Iremos esta tarde.
– ¡Vale!
Tully la vio regresar a su habitación prácticamente patinando mientras se levantaba y se acercaba a la mesa baja. Buscó una carpeta y la sacó de debajo de uno de los montones. La abrió y empezó a rebuscar entre su contenido: un informe policial, una copia de los análisis de ADN, una bolsa de plástico con una pizca de barro con partículas metálicas pegada a un documento de registro de pruebas, y un impreso de alta de la clínica veterinaria Riley.
La noche anterior, Manx le había dado el archivo de Rachel Endicott, la vecina desaparecida de O'Dell de la que ésta sospechaba que había sido secuestrada por Stucky. A la vista de las pruebas y del reciente informe de ADN del laboratorio, hasta el arrogante y tozudo detective Manx había tenido que admitir que la señora Endicott podía, en efecto, haber sido secuestrada.
Tras comprobar lo alterada que estaba O'Dell esa mañana, Tully se preguntaba si debía o no enseñarle el archivo. Porque, según el análisis de ADN, Albert Stucky no sólo había estado en casa de Rachel Endicott, sino que se había servido un sandwich y varios caramelos. Y Tully ya no tenía dudas de que también se había servido a la propia señora Endicott.