Se arrastró entre los matorrales, pegándose al suelo. Las espinas de los malditos arbustos le enganchaban la sudadera. Eso no le hubiera pasado nunca con su chaqueta de cuero. Ya la echaba de menos, aunque había merecido la pena sacrificarla sólo para ver la expresión de alivio de la agente especial O'Dell, sabiendo que la había engañado. Los había engañado a todos, deslizándose por entradas secretas que había preparado especialmente para tal ocasión.
Se frotó los ojos. ¡Maldición, qué oscuro estaba todo! Deseó que las rayas rojas desaparecieran. Pop, pop… No, no pensaría en los putos vasos sanguíneos rompiéndose en sus ojos. La insulina estabilizaba su cuerpo, pero no parecía que nada pudiera impedir que los vasos sanguíneos de sus ojos estallaran.
Todavía podía oír la risa chillona de Walker diciéndole:
– Serás un puto ciego, como yo, Al.
Walker todavía se estaba riendo cuando le apoyó el cañón del calibre 22 en la base del cráneo y apretó el gatillo. Pop,
Pop.
Las luces se habían apagado del todo. La había visto deambular por lo que sabía era su habitación. Deseaba poder verle la cara, relajada y desprevenida, pero las cortinas estaban echadas y no eran lo bastante finas.
Ya había interceptado y desactivado el sistema de alarma con el mando a distancia que Walker había inventado para él meses atrás. Aun ciego como un murciélago, Harding seguía siendo un genio de la electrónica. Él ni siquiera sabía cómo funcionaba aquel chisme. Pero lo había probado en la casa de Archer Drive y, en efecto, funcionaba.
Comenzó a trepar por la espaldera cubierta de enredaderas y arbustos, esperando que fuera más firme de lo que parecía. En realidad, todo parecía demasiado fácil, demasiado simple. Pero, claro, ella sería un auténtico desafío. Sabía que no iba a decepcionarlo.
Pensó en el escalpelo guardado en su fina funda, dentro de su bota. Se tomaría su tiempo con ella. La ansiedad excitó sus sentidos tan intensamente que tuvo que contener los jadeos. Sí, aquello merecería el esfuerzo.